El Presidente de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales recorre pasajes relevantes de la biografía del Papa Benedicto XVI en una columna publicada en el diario El Mercurio.
Muchos son los recuerdos de rango universal que atravesando desde la primera mitad del siglo XX hasta hoy, bien entrados en el siglo XXI, primero del 3er milenio, se asocian, dejando una huella indeleble en la historia, a la egregia figura de Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, “un grande” como lo ha llamado en varias ocasiones su sucesor en el pontificado romano, el Papa Francisco.
Al tejer las líneas de este recuerdo, no resulta inapropiado partir modestamente desde estas mismas páginas -habrá en todo el mundo, a nivel oficial, académico y otros, infinidad de homenajes- pues el mismo Benedicto XVI, cuando renunció al papado en febrero de 2013, en una de las primeras cartas suyas conocidas que salieron de la Secretaría de Estado de la Santa Sede, expresó público agradecimiento a quienes hacía varios lustros, desde esta zona meridional del mundo, habían dado a conocer con veracidad y constancia su genuino pensamiento, lo que fueron sus preocupaciones más profundas, aquellas que atravesaban la capa de la simple noticia. No las de cualquier pensador, subrayémoslo nosotros, sino el de un teólogo de fuste, uno de los mayores de su tiempo, amén de una figura a la que acompañó una autoridad moral inigualable, de alcance mundial, situación que hizo de él “un grande” de nuestro tiempo, como lo expresa Francisco.
En efecto, desde su libro de 1985, “Informe sobre la Fe”, publicado en forma de entrevista con el conocido escritor italiano Vittorio Messori -un importante extracto del mismo apareció en Artes y Letras de El Mercurio- donde abordaba a fondo las turbulencias del postconcilio, pasando por su larga y clarividente entrevista a este diario con ocasión de la visita a Chile de Juan Pablo II, fueron muchas, en el curso de los años, sus aportaciones recogidas por estas páginas.
Enjundiosa historia personal
Quien así hablaba tenía tras suyo una enjundiosa historia personal y todavía le aguardaban otros treinta y tantos años de vida, existencial y espiritualmente, aún mucho más fuertes.
Requerido con insistencia y santa paciencia por el Papa Juan Pablo II, había accedido, en 1982, asumir uno de los cargos de mayor responsabilidad en la Iglesia y de mayor confianza personal del soberano pontífice, vale decir, el de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esto lo hizo dejar el arzobispado de Munich, para el que había sido nombrado por Pablo VI en 1976, quien también lo hizo cardenal. Acompañaría desde ese cargo vaticano por 23 años a Juan Pablo II, sin que su superior le dejase nunca renunciar, hasta el momento en que los cardenales lo eligirían a él mismo como sucesor del Papa Magno, pontificado romano que lo tendría ante los ojos del mundo entero otros ocho años, tiempo que, sea por su magisterio como por las vicisitudes históricas, requiere capítulo aparte.
Joseph Ratzinger provenía de una familia bávara modesta -el padre gendarme municipal, la madre cocinera- que familiarmente conformaban una expresión característica del arraigado catolicismo de esa región de Alemania. Los dos hijos varones de la familia emprendieron el camino del sacerdocio, que debieron provisoriamente suspender al ser obligados, bajo las penalidades propias de un estado de guerra, a sumarse a los 18 millones de hombres jóvenes enrolados por la Wehrmacht para la 2ª Guerra Mundial. Concluida esa tragedia, retomado su camino vocacional, junto con su hermano son ordenados sacerdotes por el Cardenal Faulhaber, en la fiesta de San Pedro y San Pablo del año 1951. Muy luego, junto a la experiencia pastoral en la Parroquia de la Preciosa Sangre en Munich -de la que guardará toda su vida entrañable recuerdo- comienza a despuntar la mente brillante del teólogo y escritor, que desde su inicial encargo en el seminario de Frisinga, donde explica teología fundamental, y luego de su grado de doctor en 1953 y su posterior tesis de habilitación docente -una y otra dedicadas al estudio de dos grandes doctores de la Iglesia, San Agustín y San Buenaventura- comienza su periplo como profesor en las principales facultades teológicas de su país: Bonn, Tubinga, Münster y Ratisbona.
El carisma en Ratzinger
A sus años en Münster corresponde el primer tiempo del Concilio Vaticano II, cuando asiste al Cardenal Joseph Frings, arzobispo de Colonia, quien obtiene su nombramiento como teólogo (perito) del Concilio. Un hecho extraordinario, no del todo conocido, acontece entonces. El Papa Juan XXIII, quien ha convocado a la realización del Concilio Vaticano II, patrocina una serie de conferencias en la ciudad de Genova a cargo, cada una, de arzobispos de las principales arquidiócesis de Europa. Se trata de abrir los horizontes de cara al gran evento ecuménico (global, dirían algunos hoy) que ya se ha anunciado y cuya realización se aproxima, con gran expectación no sólo de la Iglesia sino del mundo entero.
El arzobispo de Colonia, Cardenal Frings, pronunció la conferencia [1] que le fuera solicitada en Génova, el 20 de noviembre de 1961, pero como estaba saturado de trabajo, pidió ayuda al entonces jóven profesor Joseph Ratzinger, teólogo de su plena confianza, quien escribió el texto entero, pronunciado por el cardenal y luego firmado con su nombre. Fue así que llegó hasta Juan XXIII, quien junto con leerlo llamó a audiencia al Cardenal Frings para abrazarlo y declararle lo siguiente: “Precisamente estas (lo que dijeron sus palabras) eran mis intenciones al convocar el Concilio”. El arzobispo de Colonia sintió inmediatamente el deber de revelar al Papa Roncalli quién era el autor de esas páginas.
Fue durante la primera sesión del Concilio, que Ratzinger traba conocimiento personal con grandes teólogos como Henri de Lubac, Jean Danielou, Yves Congar. En ocasiones, el desaparecido Papa emérito, siempre con la discreción que le fue característica, se referió a su participación en los esquemas conciliares para la liturgia y la revelación, temas en los que recibió encargos importantes que debió estudiar con los mencionados maestros, así como con Karl Rahner, teólogo jesuita con quien tuvo siempre un trabajo amable, a pesar de las diferencias que los separaban.
Al correr las páginas de los volúmenes de la Opera Omnia de Ratzinger (en total XVI), impresiona detenerse en sus informes sobre los distintos esquemas preparatorios de los documentos conciliares, todos redactados con gran simplicidad, humildad y erudición, y más que todo sabiduría. La publicación de estas Obras completas a un tiempo por la Librería Editrice Vaticana y por muchas editoriales importantes en el mundo, así la española BAC -también la realización de traducciones, incluso a idiomas orientales- son una excepcionalidad que sólo corresponde a un autor clásico, siendo un común sentir que Benedicto XVI pasará a la historia como uno de los grandes teólogos que han ocupado la Cátedra de San Pedro en los pasados dos mil años.
Joseph Ratzinger tenía tan sólo 23 años cuando a instancias de su maestro, Gottlieb Sohngen, acepta en la Universidad de Munich el desafío de escribir su tesis doctoral -a la postre una de sus grandes obras académicas- sobre la cuestión “Pueblo y casa de Dios en la enseñanza sobre la Iglesia de San Agustín”, un año después aprobada (a nadie sorprenderá) con la calificación de Summa cum laude. El origen del tema estriba en el interés latente en la cultura católica de ese tiempo, y en esa cátedra en concreto, por una renovación de la eclesiología (teología sobre la Iglesia).
Observa Ratzinger en alguna de sus obras, que ya con bastante anterioridad al Vaticano II estaba presente la intención de completar la eclesiología del Concilio Vaticano I (1869 – 1870), el cual por su apurada clausura, en razón de la guerra de la unificación italiana, sólo alcanzó a ocuparse de un primer esquema, la infalibilidad papal, quedando lo restante para cuando hubiese la ocasión. Según también apunta, estas condiciones comenzaron a vislumbrarse pasada la 1ª Guerra Mundial, cuando renace de un modo nuevo el sentido de Iglesia y Romano Guardini habla incluso de que “en las almas comienza a despertarse la Iglesia”. La realidad es que se redescubría, dijo Ratzinger, el concepto de cuerpo místico previsto también por el Concilio Vaticano I, según el cual la Iglesia no es una organización sino un organismo, no una corporación sino un cuerpo, una realidad vital que entra en el alma, de manera que el mismo yo, precisamente como alma creyente, es elemento constructivo de la Iglesia, como tal unido al “Yo” de Cristo. Una inserción, en último término, que exige que ese “nosotros” -que no es un simple grupo que se declara Iglesia- esté en el gran “nosotros” de los creyentes de todos los tiempos y lugares.
Había que completar la eclesiología de manera teológica, sin abandonar la dimensión estructural. En el clima de los años 40 y 50, en medio de oscilaciones sobre cómo debía entenderse la noción de cuerpo “místico” y todo aquello, entra en la perspectiva de algunos el concepto de “pueblo de Dios”, cuyo estudio en su maestro San Agustín se le encarga, pasando a ser el tema teológico central en Ratzinger, futuro experto del Concilio, concepto que asimismo esta asamblea hará propio, entendiéndolo como continuidad de la historia de Dios con los hombres (continuidad de Testamentos). Ello supone asimismo una cristología (parte de la teología consagrada a Jesús de Nazaret en cuanto el “Cristo” o “Mesías”), ya que sólo a través suyo se entiende cómo los gentiles asumen y se convierten a esa nueva realidad. Esencialmente dicho: no perteneciendo de suyo a ese Pueblo, se convierten en Pueblo de Dios haciéndose hijos de Abraham, entrando en comunión con Cristo fruto prometido de la semilla de aquel. Cuestión que se remonta a la exégesis de la Torah por los Padres de la Iglesia, y que Ratzinger explana en escritos propios y del magisterio (v.gr. Carta Communionis notio).
“La madre de las batallas”
Mucho se escuchará hablar y se leerá en estos días acerca de momentos que constituyeron hitos en la historia más conocida de Ratzinger-Benedicto XVI. Desde su discurso como Cardenal Decano durante la misa “pro eligiendo pontifice” en abril de 2005, cuando pronunció duras palabras, que hicieron época, contra la dominante “dictadura del relativismo”, hasta su forma cálida comprensiva y comprensible con los jóvenes, que le obsequiaron con su entusiasmo y alegría en sucesivas Jornadas Mundiales de la Juventud, destacando entre ellas la de Madrid con dos millones de jóvenes que superaron todas las expectativas. Sobre su magisterio mayor compuesto de cuatro encíclicas dedicadas sucesivamente al amor, la esperanza, la fe (las tres virtudes teologales), y a la cuestión social (“hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica”, afirma en Caritas in veritate), hasta sus únicos e inolvidables discursos en los mayores areópagos del mundo contemporáneo, así el Parlamento Británico y el Bundestag de Berlín, o importantes universidades, en particular la de Ratisbona por el profetismo de aquella exposición. No faltarán tampoco las críticas y denuestos de sus adversarios que sacarán a relucir momentos críticos, propios sobre todo de los tiempos que se viven y que más debían enaltecerlo por su paciencia y caridad, como a su vez elogios incluso de ilustres no creyentes que se deleitaron oyéndolo discurrir o leyendo sus escritos, en particular los tres volúmenes dedicados a Jesús de Nazaret redactados sustrayendo horas al descanso que exigían su edad y el ímprobo trabajo que llevaba en sus espaldas.
La sola enumeración de estas circunstancias podría llenar éste y varios espacios, razón por la cual, para mínimamente esbozar lo que fue su vida, volvemos, para terminar, con lo que fue preocupación central en su enseñanza. La de un místico, alma que vivió siempre, en el actuar y en el retiro (en el “ora et labora” de su amado San Benito, que inspiró su nombre como pontífice), ocupada en estar llena de Dios, en algo que recuerda el “sólo Dios basta” de Santa Teresa. Miramos así, desde esta perspectiva, aquel enlace que va de su formación a aquello en que nos detuvimos de su magisterio y que muy directamente nos toca también a nosotros, en ningún caso ajenos al pueblo de Dios -punto central de sus desvelos- sino hijos y herederos suyo.
Corría febrero de 1987 en Chile, un proceso histórico traumático iba encontrando una racional solución, no obstante el caldeamiento en la sociedad chilena seguía atravesando todos los estratos, incluso los de la misma Iglesia católica, tan gravitante entonces en el plano público. El Cardenal Francisco Fresno, arzobispo de Santiago y presidente en aquel momento de la Conferencia Episcopal, contó a quien esto suscribe la contrariedad personal que significó para él tener que transmitir a Juan Pablo II que muchos entre sus hermanos obispos preferían que no hiciera su visita pastoral a Chile, solicitud que el Papa Wojtyla negó en el acto. En los seis días maravillosos que vivió el país en abril de ese 1987 con esa visita, no faltaron, a pesar de una seguridad en modelo de grandes países para grandes visitas, episodios altamente preocupantes.
Apenas dos meses antes de ese trascendental momento, que atraería hacia nuestro país las miradas del mundo entero, con toda paz, Joseph Ratzinger llamaba sin embargo nuestra atención hacia otro foco, ese donde se daba para él “la madre de las batallas”, la de toda su vida, la que condiciona hasta las realidades más menudas de la existencia, donde puede provocarse una idea equivocada del seguimiento de Jesús y de la vivencia de su mensaje. Se lo decía con sus palabras al diario El Mercurio que le preguntaba por la situación presente entonces: Si ya no tenemos un Hijo de Dios encarnado que da cuerpo a un nuevo pueblo de Dios (alteración de la cristología), en vez de una comunión basada en el misterio del amor de Dios, automáticamente se produce una lucha en torno a qué sea el mejor futuro de la humanidad (disolución automática de la eclesiología), una idea distinta del seguimiento y de la vivencia del mensaje de Jesucristo. Son hechos inseparables y aquí está el núcleo profundo de los problemas actuales, terminaba.
Quien viva, como Benedicto XVI hasta ayer, tendrá oportunidad de ver y concluir.
Jaime Antúnez Aldunate
Notas
[1] Con el título de “El Concilio frente al pensamiento moderno”, el texto de dicha conferencia se encuentra en castellano en revista Humanitas n.70 (abril – junio 2013), pp.332-355 [www.humanitas.cl].