El académico de número aclara su postura expresada en una anterior columna, en carta publicada hoy en El Mercurio.
Señor Director:
En carta de ayer Benjamín Salas Kantor dice que en mi columna incursiono en temas fuera de mi disciplina, pero no parece que él tenga una especial preparación o al menos no la declara, ya que firma como abogado. No lo descalificaré por ello y pasaré a contestar sus críticas.
Salas niega que este Protocolo limite la soberanía, y dice que solo la “resignifica”, sin que explique cuál sería esa resignificación que no sea la de supeditar las instancias democráticas internas a las decisiones de organismos foráneos.
El hecho de que el Comité, sin ser tribunal, tenga la facultad de juzgar reclamaciones de particulares —lo que no procede ni siquiera con la Corte Interamericana— permite concluir que el Estado quedará en manos de estos expertos y que si no acata, será considerado violador de derechos humanos y obligado a reparar a los reclamantes.
Se puede discrepar de las opiniones del Comité, pero si se lee su informe sobre Chile se verá que va más allá de lo que regula la Convención para imponer una agenda de género, que es resistida incluso por movimientos feministas. El listado de asuntos que expuse en mi columna fue breve, pero son muchas más las materias en las, que a pretexto de interpretar la Cedaw, el Comité se arroga potestad para hacer sugerencias: presupuesto, tierras indígenas, acceso a la justicia, reforma penitenciaria, política migratoria. Todo con lenguaje diplomático: invitar, sugerir, recomendar, pero al final se previene que el Estado debe informar sobre los “avances” que ha hecho en esas recomendaciones. Si esto no es restringir la soberanía democrática chilena, ¿qué podría serlo?
Nada obligaba a Chile a ratificar este protocolo, ya que como su mismo título lo indica era facultativo. Tiene razón Salas Kantor en que al no ratificarlo quedábamos junto a países como El Salvador y Cuba, pero también junto a Puerto Rico, Nicaragua, Honduras, Haití y Jamaica; además de Estados Unidos, China e Israel. Las grandes potencias tienen claro lo riesgoso que es ratificar instrumentos que empoderan a funcionarios internacionales para juzgar e intervenir en sus leyes y políticas internas.