El académico de número reflexiona sobre el retorno del voto obligatorio en las elecciones chilenas en su columna del diario El Mercurio.
Fue durante el primer gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet que el voto pasó de ser obligatorio a voluntario, y la inscripción en el Registro Electoral, obligatoria, por una reforma constitucional de 2009. Se decía que con eso se incentivaría el voto de los ciudadanos, sobre todo de las personas más vulnerables, y que no reportaría un nocivo perjuicio a la democracia.
Pero no fue esto lo que sucedió y cada vez fueron menos los votantes que decidieron ejercer el derecho a sufragio. Más de diez años más tarde y transcurridas varias elecciones, se observa una caída estrepitosa en la participación electoral, con niveles menores al 50% para las elecciones presidenciales, y menores al 40% para las elecciones de alcaldes y concejales. El Presidente Sebastián Piñera, en las elecciones de 2017, fue votado por 3,7 millones de electores, equivalentes al 54,6% de los que concurrieron a votar, pero en la realidad aquella cifra representa solo el 26,4% del padrón electoral. En la segunda vuelta en que triunfó Gabriel Boric sufragaron solo 8.363.910 de un padrón electoral de 15.030.973, por lo que la abstención alcanzó el 44% de los votos.
Se trata entonces de una verdadera ficción de representación ciudadana que no se compadece con la participación democrática de la ciudadanía. Por eso en el plebiscito de salida del 4 de septiembre de 2022 se prefirió el voto obligatorio. De hecho, el Servel notificó a los juzgados de policía local para que se cursen multas para aquellas personas que no concurrieron a votar en ese plebiscito.
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