El académico de la Academia de Historia analiza el escenario en que hoy se desarrolla la Convención Constitucional en una entrevista al diario El Mercurio.
Aunque Fernando Silva Vargas prefiere identificarse solo como “un abogado aficionado a la historia”, su trayectoria desborda tal definición. Expresidente de la Academia Chilena de la Historia —a la que ingresó ocupando el sillón que dejara vacante su profesor, Jaime Eyzaguirre—, el arco que va desde que en 1962 su tesis “Tierra y pueblos de indios en el Reino de Chile” obtuviera el Premio Miguel Cruchaga Tocornal, hasta la publicación, el año pasado, del segundo tomo de la “Historia de la República de Chile” —de la que es uno de los editores—, resume la amplitud de su trabajo. Una experiencia que ha ido en paralelo con su paso por el periodismo, la docencia universitaria e incluso el servicio público (colaboró con Julio Philippi, en el Ministerio de Tierras y Colonización, a principios de la década de 1960).
Su bajo perfil y su reticencia a la exposición no lo hacen, sin embargo, menos enfático al momento de analizar el escenario en que hoy se desarrolla la Convención Constitucional y la particular relevancia que allí han adquirido las materias históricas. Consciente de que varias de sus afirmaciones pueden desatar la ira de la ortodoxia políticamente correcta, no duda —al responder por escrito el cuestionario de Crónica Constitucional— en cuestionar conceptos que hoy dominan la discusión.
—¿Le sorprende el protagonismo que han tomado ciertos temas de nuestra historia en los debates de la Convención Constitucional? ¿A qué lo atribuye?
—No es para nada sorprendente. Al contrario, ese protagonismo es un elemento indispensable en el proceso que estamos viviendo. Frente a lo que todavía parece creerse, no estamos solo ante un proceso constituyente, sino ante algo mucho mayor, ante lo que pretende ser un proceso revolucionario. Este ha ido avanzando de manera decidida desde octubre de 2019 hasta la actual etapa, en que ya no se trata solo de redactar una nueva Constitución, radicalmente diferente a las anteriores, sino, mediante ella, refundar a nuestro país. Al margen del candor infantil que supone reconocerle semejante poder a una Constitución, el primer paso para lograr tal fin es reescribir la historia. Este propósito es ya antiguo, y a él han contribuido numerosos historiadores marxistas, algunos bien conocidos, como Julio César Jobet, Hernán Ramírez Necochea o Gabriel Salazar.
Tal reescritura no pretende conocer el pasado y, fundamentalmente, el comportamiento de los individuos y de los grupos sociales, sino, de acuerdo al esquema de la lucha de clases, juzgar y condenar a unos y a otros por la responsabilidad que les cupo en la construcción de la república. Desde la perspectiva de los refundadores, el resultado de esos dos siglos ha sido deplorable: el enriquecimiento de unos pocos y la pauperización de la mayoría; el poder radicado en una cerrada oligarquía; el permanente aumento de la desigualdad, el racismo, el machismo y el paternalismo; el genocidio de los pueblos originarios, el ecogenocidio, y otras cosas negativas que cabría imaginar. Por tal motivo es urgente construir todo de nuevo, y ahora hacerlo bien. Aquí está la base de la utopía refundacional.