El académico de número reflexiona sobre el proceso constitucional chileno en una columna en el diario El Mercurio.
El mundo político se ha movilizado para salvar el segundo intento por alcanzar una nueva Constitución redactada por un órgano electo directamente por el soberano. Quizás ya sea tarde, pero igual hay que hacer el esfuerzo. De lo contrario, se diluye la última oportunidad, al menos en un largo plazo, que tiene nuestro sistema político de dotarse de una Constitución moderna nacida en democracia.
¿Cómo se puede escapar de lo que parece un naufragio anunciado? En mi modesta opinión, la posibilidad de aprobación del texto resultante en el plebiscito de salida está sujeta a siete condiciones.
Primero, los actores deben dejar de coquetear con el “en contra”. Esto vale especialmente para el oficialismo. La nueva Constitución no resuelve per se la crisis de legitimidad y autoridad que padecen el sistema político y el país, pero sin ella olvidémonos de recuperarla, al menos por medios democráticos. Nadie puede estar más interesado en superar esa crisis que el Ejecutivo: él es, por defecto, quien paga los platos rotos.
Segundo, las fuerzas que la ciudadanía colocó como minoría en el Consejo Constitucional deben asumir su condición de tal. Esto implica renunciar expresamente a la aspiración a dejar incólume el proyecto de los expertos, y aceptar cambios que emerjan del cuerpo electo.
Tercero, todas las fuerzas presentes deben desistir también de la ilusión de un texto perfecto en su austeridad y precisión. Las constituciones —especialmente en nuestra tradición— contienen siempre una dimensión performativa que responde a las visiones de sus redactores y de su tiempo. Habrá que encontrar definiciones que no sean excluyentes —como lo son varias de las que se han aprobado—, pero es estéril empeñarse en un texto en el que estén enteramente ausentes cuestiones de índole valórico.