El académico de número reflexiona sobre la misión de la Convención y el objetivo de la política para producir unidad y continuidad en su columna del diario El Mercurio.
La hora de las catarsis, de los testimonios, de las performances, ha cumplido su tarea. Chile es otro, más diverso, menos metropolitano, y esto no tiene vuelta atrás. Pero en el día de hoy la Convención Constitucional entra a una nueva etapa. En sesiones plenarias se discutirán y votarán las propuestas despachadas por las comisiones temáticas. Un proceso acechado por dos amenazas. De un lado, la de quienes quisieran prolongar la fase anterior hasta transformar la Convención en un eterno carnaval identitario, sin atención al propósito que les fue encomendado. Del otro, de quienes usan el maximalismo como estrategia para hacerla fracasar con el fin de confirmar lo que piensan en su fuero interno: unos, que el proceso mismo no tenía sentido, y por ello votaron rechazo; otros, que la vía para los cambios era la insurreccional, no la transformación constitucional en democracia.
La Convención no puede ser presa de los grupos minoritarios que buscan su fracaso, aunque esto se presente como un extravagante “Plan B”. Debe asumir que llegó el tiempo de la política; eso que el sociólogo Bruno Latour describe como “obtener, a partir de una multitud, una unidad; a partir de una suma de recriminaciones, una voluntad unificada”; de tomar decisiones que sean aceptadas por los mismos que reclamaban contra ellas; de generar la unidad entre fuerzas en conflicto.
La política tiene éxito cuando es capaz de fabricar la paz y la continuidad. Fracasa cuando se imponen la ruptura, la disolución, la violencia.
Para alcanzar ese objetivo, la política debe razonar “políticamente”. No seguir el camino recto propio de la razón científica, ni el martirologio propio del testimonio religioso, ni el eficientismo propio de la lógica del management, ni el mensaje inflamado propio del caudillismo autoritario. Funciona de otro modo. La política no teme devolverse, desplazarse, inclinarse, curvarse, así como privilegiar la elocuencia por sobre la precisión, si acaso es lo necesario para producir la unidad y la continuidad.
La política está estrechamente enlazada a la diplomacia. La filósofa Isabelle Stengers indica que la finalidad de esta última es crear las condiciones para que las tensiones no conduzcan a un colapso y los actores en disputa puedan abocarse a construir un acuerdo. Lo que busca es incorporar las identidades y disidencias para alcanzar acuerdos “entre partes que divergen y que continuarán divergiendo”, no aplastar la discrepancia en nombre de un raciocinio de corte único y universal. Esto la hace hostil a las verdades absolutas, a la rigidez, al dogmatismo.