El académico de número reflexiona sobre la inauguración de la Convención Constitucional en su columna del diario El Mercurio.
En griego equivale a purificación. En tiempos modernos, a una liberación emocional que purga traumas y conflictos que permanecían reprimidos. Esto fue la inauguración de la Convención: una catarsis. ¿Había que pasar por ella? Absolutamente. “Limpieza de chimenea”, la llaman en la terapia psicoanalítica. La recomiendan todos quienes saben de procesos de diálogo entre partes en conflicto o que desconfían radicalmente entre sí. Es la manera de conocerse y de identificar las grietas que habrá que superar.
El jurista holandés Wim Voermans, en entrevista en La Tercera, nos lo había advertido. “Hacer una Constitución es complicado, es desordenado, y eso no está mal… He estado en los procesos de elaboración de la Constitución en muchos países. No le temo en absoluto a la parte complicada o desordenada de una Constitución”.
Ahora la carga está sobre los hombros de los convencionales: son los elegidos. Su responsabilidad debe ir de la mano con la humildad, sin confundir soberanía con soberbia. No pueden olvidar ni por un instante que “votamos para que escribieran la Constitución, no para que fueran parlamentarios ni jueces, ni para que cumplieran otra tarea”. Su función es definir los bordes de la autoridad que necesitamos para “que haya cierta paz en nuestros vínculos”, como lo expresara bellamente Kathya Araujo en Ciper, lo cual debe ser pensado no solo en términos de “cómo se ejerce el poder desde los otros”, sino también de “cómo se regula y cómo se lo ejerce cuando le toca a uno”.