El académico de número reflexiona sobre las perspectivas económicas de Chile y América Latina para 2024 en su columna de La Tercera.
Es verdad que el dicho es antiguo, pero no por ello menos adecuado para enfrentar el año que comienza. Muchos aspectos de 2024 están bastante condicionados por el año pasado. El 2023 fue un año que tuvo largamente más de agraz que de dulce, no solo en Chile sino en el mundo entero. De acuerdo con las cifras de Cepal el crecimiento de la economía mundial fue lento y cansino como un long Covid. El PIB mundial bajó de 3,5% a 3%, el comercio internacional se estancó, cosa que como siempre ocurre alentó el pensamiento simplón propio de las cabezas soberanistas a resucitar el sueño autárquico del proteccionismo y con ello la existencia de un mundo menos apto para la convivencia pacífica.
Durante el año recién transcurrido las tasas permanecieron altas en los países desarrollados, se incrementó el costo del financiamiento externo y las economías emergentes recibieron menos flujo de capital. Nada para destapar champaña, ni siquiera un noble bigoteado.
América Latina en relación con el mundo tuvo cifras algo diferentes, desgraciadamente no en el buen sentido, fueron peores. El crecimiento de la región fue de 2,1%, se crearon menos empleos, muchos de ellos informales, de mala calidad, las proyecciones para los años venideros son a la baja, y además la brecha de género en materias laborales aumentó, se mantuvo la deuda pública, se redujo el espacio fiscal, subieron los intereses lo que como es natural redujo las posibilidades de desarrollo. La única noticia buena para la región fue el descenso de la inflación y de sus expectativas.