El académico de número analiza los desafíos que enfrenta el Presidente Gabriel Boric en su segundo año de gobierno en su columna de La Tercera.
Entre las ruinas del Foro Romano, donde se cruzan el Argileto con la Vía Sacra, muy cerca de la Basílica Emilia, existió otrora el templo de Jano que albergaba su estatua de bronce. Era un templo pequeño, pero de antigua alcurnia para los romanos. Hoy queda apenas una pequeña estructura de ladrillos que continúa desafiando el paso de los siglos.
Jano (Ianus en latín) fue un dios muy singular, pues no procedía de la mezcla sincrética con la tradición cultural griega como la enorme mayoría de los dioses romanos. Quizás también por ello los romanos sentían una particular debilidad por él. Era un dios popular y querido que apelaba en general a cosas amables y protectoras.
Su figura se representaba con dos rostros que miraban en direcciones opuestas. Era el dios de muchas cosas, del comienzo y del final, del ingreso y la salida, del pasado y del futuro, era el protector de Roma tanto en la paz, cuando su templo permanecía con las puertas cerradas, como en la guerra cuando esas puertas se abrían.
Era el dios del cambio de las estaciones y ni más ni menos que el custodio de las puertas del cielo. Su condición de bifronte hacía suponer que ayudaba a la reflexión sobre las decisiones complejas.