El académico de número reflexiona sobre el retiro de la vida pública del expresidente de Chile, Ricardo Lagos Escobar, en una columna de El Mercurio.
Recuerdo cuando en el Patio de los Naranjos, en La Moneda, se conversaba de literatura, sociedad, filosofía, durante horas: ahí estaban Mario Vargas Llosa, José Saramago, Carlos Fuentes y tantos otros, en las llamadas “Conferencias presidenciales de humanidades” que organizaba el gobierno de Lagos. Y en primera fila, el Presidente de la República, escuchando con atención y genuino interés, dándose el tiempo para estar ahí en medio de su exigente agenda. Se había decidido traer la más alta reflexión y pensamiento al corazón del poder. Tuve el privilegio de ser el entrevistador de algunos de esos memorables encuentros. Eso era también hacer política, pero en el sentido más alto del término, y Lagos lo tenía claro: él no fue nunca un politiquero vacío de ideas de esos que hoy abundan, un tuitero frívolo que solo le habla a su galería. Para él, la reflexión y lo intelectual eran una necesidad, no un adorno, consciente de que la política sin espíritu degrada rápidamente en farándula. Farándula que ha hecho un daño enorme a la República y es, en parte, la causa del marasmo en que estamos.
Lagos, mientras ejerció el poder, nunca dejó de pensar y crear espacios para que se siguiera pensando: eso permitió que siempre levantara su mirada y no quedara atrapado y prisionero del presente y sus engaños. Su retiro de la vida pública hace más patente el vacío, el “hoyo negro” de la política chilena de hoy.