El académico de número escribe sobre la vida y el paso del tiempo en su columna de El Mercurio.
¡El otoño otra vez! Aunque siempre el otoño es primera vez. Primera vez la alfombra de hojas de los Gingko bilovas y liquidámbares, primera vez la lluvia y un charco de agua (un niño lo sabe y salta sobre él). Nos llenamos de Poesía por todas partes, poesía hecha por los árboles y el viento y la neblina. Y las nubes. ¡Cómo olvidar a las nubes pasajeras!
Un profesor intenta enseñar un poema al otoño en clases, pero los niños están distraídos con el otoño afuera. Celebremos que los niños se distraigan para ir a navegar por una mañana lluviosa y otoñal y que las cosas de la tierra llamen más su atención que los datos de la pantalla. No hay otoño en las pantallas, las pantallas no envejecen y no saben caer. La Inteligencia Artificial podrá simular otoños pero no podrá otoñar. Yo otoño, tú otoñeas, él otoña, nosotros otoñamos. ¿Verbo irregular? La gramática del otoño es la gramática de envejecer, de saber declinar, de saber caer. Y fundirse con la tierra. Y no temerle a la muerte: el otoño muestra la muerte en todo su esplendor y belleza. ¿No son acaso las hojas en el suelo hojas muertas? Nos vamos a morir, tarde o temprano, pero hagámoslo otoñalmente, bellamente. Muramos vestidos de amarillo, rojo, verde, los colores de la paleta del otoño, pintor impresionista que expone solo tres meses, porque el otoño se acaba en junio.