El académico de número reflexiona sobre la importancia y el placer de la lectura en su columna de El Mercurio.
Por todas partes y a toda hora, en nuestro país, se está celebrando el Día, la Semana, el Mes del Libro. En colegios, universidades, ferias varias. ¿Cómo no alegrarse? Pero escucho una pregunta insidiosa de la vocecita de la conciencia: ¿Quiénes de todos los que están hablando sobre el libro, avivando la lectura, están leyendo de verdad? ¿Cuántas personas ha visto usted en el metro estos días con un libro en la mano? ¿Las madres leen frente y con sus hijos o más bien wasapean? ¿Leen los profesores en sus ratos libres? ¿Será de verdad una convicción esta pasión súbita por la lectura o es más bien una buena intención declarativa que no se traduce en una presencia real del libro en nuestras vidas?
Digamos la verdad: el verdadero hechizo para la mayoría de las personas en Chile es hoy el de la pantalla (objeto inerte, que no se puede acariciar) antes que el del libro (objeto vivo, que se puede oler, tocar), y ante ese hechizo hemos sucumbido como sociedad, aunque en nuestro discurso sigamos diciendo que leer es bueno. Más declaración de la boca para afuera que convicción y amor y genuina pasión por la lectura (esa “linda calentura” de la que hablaba Gabriela Mistral). Porque si fuera de verdad así, no habría que hablar ni sermonear tanto sobre los libros, porque los libros estarían naturalmente ahí, en nuestros hogares, en nuestras conversaciones, en la educación y en la vida, en los medios de comunicación. No hemos llegado al nivel de Fahrenheit 451, la magnífica y profética distopía de Ray Bradbury, pero estamos cerca.