El académico de número reflexiona sobre el futuro de Chile tras el último plebiscito constitucional en una columna de El Mercurio.
Ha terminado un largo proceso, muy desgastante y en muchos sentidos absurdo.
Después del estallido social, la izquierda nos dijo que la Constitución vigente era el origen de todos los males y que la única manera de realizar las reformas pendientes (salud, pensiones) era con una nueva Constitución. Se nos propuso una Constitución maximalista y refundacional, desaprovechando una oportunidad única para elaborar un texto que le diera horizonte al Chile del siglo XXI. El resultado fue desastroso y en algún sentido vergonzoso.
El pueblo de Chile lo rechazó rotundamente, dándole una lección a una izquierda sobregirada y en algún sentido infantil e irresponsable.
Nos embarcamos en un nuevo proceso constitucional. Ahí siguieron floreciendo las contradicciones e inconsistencias de una izquierda tenaz: cuando el movimiento Amarillos (del que formo parte) propusimos elaborar la Constitución con una comisión de expertos elegido por el Congreso con un plebiscito de salida, nos acusaron de proponer una democracia tutelada, de ser más republicanos que los republicanos, etcétera. Después, a los mismos que nos denostaron —cuando ganó la derecha la elección de consejeros— les oiríamos alabar el trabajo de esa Comisión Experta y proponer incluso limitarse a ese texto, sin las transformaciones de los consejeros.