El académico de número reflexiona sobre el exsecretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Kissinger, en su columna de El Mercurio.
Esta semana el embajador de Chile en Washington, Juan Gabriel Valdés, se refirió a Kissinger —muerto a una edad casi bíblica— diciendo que su “brillo histórico no consiguió jamás esconder su profunda miseria moral”.
Kissinger intervino en una gran multiplicidad de conflictos y fue un maestro en proteger los intereses norteamericanos que él creyó eran los de la democracia. Como recordó Christopher Hitchens (en su famoso ensayo “Juicio a Kissinger”), participó como asesor de seguridad u otro papel equivalente en la guerra de Indochina, en Bangladesh, en Nicosia; conspiró en Chipre y en el genocidio en Timor Oriental. Ah, y por supuesto, en la intervención norteamericana en Chile. Y de alguna forma tomó parte (no apretó el gatillo, pero tomó parte) en los crímenes que en cada una de esas ocasiones se cometieron.
Así, el juicio del embajador Valdés parece correcto. Pero bien mirado, arriesga incurrir en la simpleza del buenismo.
Porque, ¿a qué alude la “profunda miseria moral” que habría padecido Kissinger?
Vale la pena reflexionar sobre ese problema no para defender a Kissinger, sino para intentar dilucidar la particular y trágica índole del político de su estatura.