El académico de número analiza el resultado del último plebiscito constitucional en su columna de El Mercurio.
No hay forma de eludir lo obvio: después de cuatro años (si no más, si se agrega el proceso iniciado por Bachelet) en que el cambio de la Constitución de 1980 fue identificado como el objetivo ineludible a alcanzar para el logro de los más diversos bienes, en cuyo derredor se elaboraron narrativas globales, verdaderos sucedáneos de ideología en una época en que estas últimas casi no existen, y en que su reemplazo dio origen a la aparición de nuevas élites empeñadas en justificarlo (y que ahora celebran no un triunfo, sino apenas haber eludido una derrota que hubiera sido vergonzante), se ha alcanzado un resultado que Jaime Guzmán, si existiera algún sitio donde estuviera hospedado, estaría, después de todo, aplaudiendo.
Pero quizá no sea Guzmán.
Quién debería aplaudir, y con razón, es Ricardo Lagos.
Aunque no, desde luego, porque él sea el autor de ninguna norma constitucional, o porque la Carta de 1980 sea la suya, que no lo es, sino porque la forma de concebir la política que él representa y que se creyó eclipsada es la que finalmente recupera todo su sentido, luego de que en la última década se intentó socavarla y derruirla, primero desde la izquierda y luego desde la derecha.
Así lo ponen de manifiesto estos resultados.