El académico de número reflexiona sobre el concepto de “Estado social” en su columna del diario El Mercurio.
Nuestros debates públicos de los últimos años han servido mucho. Así, por ejemplo, ya nadie osaría poner en duda que los derechos sociales existen como una clase de derechos fundamentales y que su lugar es la Constitución Política de los Estados, única forma de que se impongan como mandatos que los gobiernos deban desarrollar gradualmente con sus políticas públicas, los legisladores por medio de leyes ordinarias, las autoridades administrativas valiéndose de resoluciones, y los jueces por medio de sus fallos.
De la mano de ese avance ha conseguido imponerse también la idea de Estado social —“social”, y no por ello “socialista”—, que declara, garantiza y promueve derechos sociales cuya finalidad es que las personas consigan un acceso estable a bienes básicos o primordiales para llevar una vida digna, responsable y autónoma. Un acceso universal a tales bienes es una meta a alcanzar no solo en nombre de la igualdad, sino también de la libertad. Esta última, en cuanto a su ejercicio efectivo, no es posible, en la práctica, para personas y familias que carecen de atención sanitaria oportuna y de calidad, de educación pública calificada, de vivienda digna, de ingresos justos por el trabajo, de seguridad social, y de pensiones oportunas y suficientes. Un acceso universal a bienes como esos, junto con ser condición para una igualdad material básica, lo es también para el ejercicio real de las libertades.
Estado democrático, además de social, está fuera de toda discusión. Nadie propone dejar de lado esa forma de gobierno, aunque sí de mejorarla. La democracia es tanto un ideal como una realidad. Democracia ideal es aquella en la que se consigue la plena vigencia de todas sus reglas (yo cuento 18), y lo que tenemos en la práctica son democracias reales, históricas, que intentan avanzar hacia ese ideal.