El académico de número medita sobre el arte de mantener la calma en su columna del diario El Mercurio.
Se trata de dos fenómenos que aparecen a diario en nuestra vida de relación con los demás. Mesura, o comedimiento; desmesura, o demasía. Preferimos la primera, desde luego, pero somos muy propensos a la segunda, luciendo fuera de sí, descontrolados, y excusándonos de nuestras desmesuras con el peor de los argumentos: que se trata de reacciones plenamente justificadas ante aquellas de las que hemos sido víctimas por parte de nuestros rivales en ideas y planteamientos.
No están del todo estudiados los efectos neurológicos de la reciente pandemia. Neurológicos, insisto, no psicológicos, o sea, a nivel de nuestros cerebros y no únicamente de nuestros comportamientos habituales. Efectos tanto en quienes se contagiaron como en aquellos que se libraron del virus y que se expresan en la expansión de la desmesura y en la mayor intensidad de esta. Ejemplos tenemos a diario. Desde una aceptable sobrerreacción pasamos rápidamente a la desmesura, y de esta a la ira. En el ámbito futbolístico y en el campo político ese tránsito es muy frecuente, aunque también lo es, en el caso de la política, que los actores finjan una mesura que en realidad no tienen, a fin de que se los tenga por personas razonables y comedidas. En otras ocasiones, sin embargo, el fenómeno es exactamente inverso: políticos que se muestran fuera de sí ante las cámaras para congraciarse con su electorado más duro, y que entran luego a una sesión de comisiones sonriendo a todo lo ancho y dando abrazos a diestra y siniestra. La política tiene mucho de fingimiento, pero los electores se terminan dando cuenta de que sus representantes modifican radicalmente la gestualidad y las palabras según convenga a lo que les interesa por sobre todas las cosas: sus carreras políticas personales.