El académico de número medita sobre los requisitos para cambiar la economía en su columna del diario El Mercurio.
“Otra economía es posible”: recojo y celebro esa afirmación del sociólogo Manuel Castells. Tiene ya algunos años el libro de ese título, y pasarán no pocos antes de que una aseveración como esa se concrete realmente. No lo veremos, al menos en los de mi generación, y eso explica que tantos de mis coetáneos, reconociéndose más bien próximos al fin, se olviden del asunto y se las arreglen según vaya soplando el viento.
Son muchos quienes participaron en gobiernos de izquierda —de la ex-Concertación y Nueva Mayoría— y que transitaron luego hacia la centroizquierda, enseguida al centro puro (digámoslo así) y ahora último a una centroderecha que se está pareciendo mucho a lo que podría considerarse como “Evópoli 2”, aunque no se reconozca como tal. En ese tránsito hubo cambio de ideas, pero también de intereses, acompañado de alguna dosis de decepción, despecho y enconos.
Si otra economía resultara posible (¿y por qué no, si el fin de la historia resultó una ilusión?), lo primero sería prescindir del carácter imperial de la economía, que se ha vuelto hegemónica en términos de la disciplina y práctica de este saber. Está muy bien la racionalidad y el análisis económico, pero a condición de que se evite que dicho análisis y racionalidad se trasformen en predominantes o, peor, sin excepciones ni contrapesos.