El académico de número reflexiona sobre el rol docente en su columna de hoy del diario El Mercurio.
Vengo de dar la que será probablemente la última clase que imparta en un curso universitario, y lo que me invade es una sensación de pesadumbre, que es más que tristeza. Un sentimiento que dará paso prontamente a la nostalgia, que no es otra cosa que el valor que damos a las cosas buenas que tuvimos en el pasado. En cambio, la melancolía es la sensación de lo que no fue, de lo inacabado, de lo incompleto. Entonces, sentiré nostalgia, no melancolía.
La única luz que aparece en la primera de las frases que acabo de poner es el adverbio “probablemente”, puesto que solo los bandoleros dicen que no se debe volver al lugar en que se estuvo alguna vez. “A la universidad se entra, pero de ella no se sale jamás”, aseveraba uno de mis profesores, y es probable que me comporte de acuerdo con esa afirmación. Había solo cinco jóvenes en la pantalla el día en que di esa última clase —todas mujeres—, un género que cuando menos en lo que respecta a asistencia rompió hace ya tiempo la paridad, a su favor se entiende, y al despedirnos ellas expresaron su deseo de que me fuera bien en la tarea a que voy a dedicarme ahora, al menos durante 9 meses, y en la que concentraré prácticamente todo mi tiempo. Creo que voy a perderme incluso del hipódromo cuando los apostadores puedan volver allí para recuperar la camaradería que se produce en un recinto como ese.
Siempre he pensado que uno opta por la enseñanza como una manera de continuar aprendiendo. Tomar el compromiso de presentarse un par de veces por semana ante un curso es la mejor manera de asegurarnos de que continuaremos aprendiendo, o sea, estudiando y corrigiéndonos a nosotros mismos. Muchas veces no sabemos lo que creemos saber, o sabemos menos de lo que creemos saber o, sabiendo algo, no estamos en condiciones de transmitirlo bien a los demás. Cuando ingresé a la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile hice una intervención que, en esa misma línea, titulé “¿Qué he aprendido enseñando Filosofía del Derecho?”, y me demoré un buen rato en responder a esa pregunta.