Discurso de incorporación de Agustín Squella Narducci como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
Nadie, que se sepa, ha dicho jamás, al incorporarse a una Academia, que se trata de una distinción merecida. Nadie, tampoco, ha dejado de expresar en semejante circunstancia que el honor que se le concede sobrepasa sus merecimientos. Nadie, en fin, podrá esperar, razonablemente, que ésta sea la ocasión para que las cosas ocurran de una manera diferente.
En 1986, cuando esta Academia decidió hacerme miembro correspondiente, vi en ese gesto una expresión de la simpatía, pero sobre todo de la magnanimidad, que sus integrantes tenían para con una persona que había realizado un cierto trabajo docente, de investigación y de divulgación en una Facultad de Derecho de provincia, aunque exhibiendo en ello más perseverancia que auténtico talento y originalidad. Hoy, al incorporarme como miembro de número, percibo esa misma simpatía y benevolencia, que estoy completamente seguro de no merecer, pero ante las cuales no cabe sino procurar ponerse alguna vez a su altura.
Durante la vida no queda más que aceptar, y sobre todo agradecer, el bien que otras personas nos hacen, en este caso la distinción que me entrega la Academia, aunque, tal como aconteció en 1986, haya de hacerlo con la disposición ante todo aprender de quienes forman ya parte de ella y me aventajan en trayectoria, conocimientos, experiencia y bondad, en suma, en sabiduría.
Al ocupar el sillón vacante por fallecimiento del Académico Sergio Gutiérrez Olivos, es un deber, en primer término, hacer el elogio de éste. Un deber que no asumo como parte de una rutina ni tampoco como simple formalidad. Ni siquiera como una tradición. Un deber, por el contrario, que me viene impuesto por lo que fue la vida pública, universitaria y profesional el Académico ausente, aunque también por esa deferencia y cordialidad, y afecto, que percibí, por modo invariable, cada vez que tuve trato con el luego de mi ingreso a la Academia en 1986. Una deferencia, cordialidad y afecto, por lo demás, que Sergio Gutiérrez había esparcido mucho antes entre todos los miembros de nuestra Academia.
Sergio Gutiérrez nació en Santiago, en 1920, y formó una auténtica familia con Margot Irarrázabal Larraín y sus hijos Sergio, Rodrigo y Juan Francisco.
Estudió Derecho en la Universidad Católica de Chile y continuó luego su formación en el Inter-Arnerican Law Institute, de Nueva York. Hombre estudioso, responsable y de una gran exigencia para consigo mismo, obtuvo en la primera de esas instituciones el Premio Tocornal, que se entrega anualmente al mejor alumno de cada promoción. Destacó también como Presidente de la Federación de Estudiantes de esa Universidad, en 1943, y enseñó en su Escuela de Derecho, primero Derecho Civil y luego la asignatura que estaba más cerca de sus preferencias —Derecho Internacional Público—, desempeñándose como Director de dicha Escuela en el período comprendido entre 1951 y 1953.
Su formación como jurista estuvo posiblemente muy marcada por la figura de su abuelo José Ramón Gutiérrez, también abogado, periodista e integrante de la Corte Suprema de Justicia, quien estuvo vinculado a la propia fundación de la mencionada Escuela de Derecho.
Embajador de Chile en Argentina cuando contaba treinta y ocho años, lo fue luego en Washington a los cuarenta y dos, en tiempos de la esperanzadora y dramática administración del Presidente Kennedy.
La versación de Sergio Gutiérrez en la disciplina que escogió enseñar aparece de manifiesto en su libro “Mar territorial y derecho marítimo”, publicado por la Editorial Jurídica de Chile en 1955, y en su mismo discurso de incorporación a esta Academia, en 1985, ocasión en la que fue recibido por el Académico Enrique Silva Cimma, que versó acerca del tratado de paz y amistad con Argentina. Amigo también de la historia, e incluso de la buena literatura, su temperamento pudo tal vez expandirse y expresarse todavía mejor en otro libro suyo, bella y apasionadamente escrito, que contiene dos ensayos sobre la vida y la personalidad de Juan Bautista Alberdi, publicado en Buenos Aires por la Editorial Emecé el año 1962.
Quienes vivieron y trabajaron cerca de él le recuerdan como un hombre analítico, prolijo, dotado de una ordenada inteligencia, pero que sabía reconocer también cuándo era el momento para las emociones y el buen humor. Conocía la pintura e incluso el mismo pintaba, y muy bien. Afable, caballeroso, mundano y a la par hogareño, Sergio Gutiérrez Olivos perteneció sin duda a esa clase de chilenos que asume los asuntos públicos no como una pesada carga, sino con auténtico deleite, rozando además sólo lo indispensable la actividad política en sentido estricto y no haciéndose nunca demasiadas ilusiones acerca de los frutos que produce la vida al interior de los partidos.
Tuvo méritos sobrados para ingresar a esta Academia, y no me queda sino expresa la esperanza de que al corresponder, a ocupar el sillón que dejó aquí vacante pueda por mi parte tener un desempeño cuando menos cercano a la dignidad que él mostró en el suyo.
1. DEDICACIÓN A LA ENSEÑANZA
En cuanto a la elección del tema del discurso que ustedes tendrán la paciencia de escuchar, no había posiblemente cómo perderse. Lo más probable es que la Filosofía del Derecho, su cultivo, su enseñanza, su divulgación por medio de iniciativas societarias y editoriales, sea la responsable de que me encuentre hoy aquí entre ustedes, y no tuve así más alternativa que hacer honor a ese hecho y escoger hablar acerca de una disciplina que para muchos, sin embargo, constituye casi un enigma.
Por otra parte, si me gusta ese pensamiento de Rousseau que proclama que es preferible ser hombre de paradojas que hombre de prejuicios, lo cierto es que el título dado al presente discurso —lo que he aprendido enseñando Filosofía del Derecho— no quiere ser una paradoja.
Ese título encuentra explicación en el convencimiento de que, como es bien patente, aprendemos cuando enseñamos, pero, a la vez, en el de que optar por la enseñanza universitaria como una ocupación o carrera permanentes, puede ser incluso la manera más segura de manifestar y asegurar una preferencia por la continuación de los estudios que sólo en apariencia han concluido para nosotros al momento de obtener la licenciatura y el consiguiente título profesional.
Quiero decir, simplemente, que muchas veces escogemos la carrera académica, esto es, dedicarnos a la investigación y a la enseñanza en un centro de estudios superiores, sólo como una manera, probablemente la más eficaz, de continuar aprendiendo, con la ventaja adicional de que tal modo de aprender, en cuanto coloca por delante la presencia constante de alumnos, pone a prueba esa voluntad de seguir estudiando en mucho mejor forma de como lo haría el simple retiro individual para proseguir solos ese proceso de aprendizaje que no deseamos interrumpir.
Por otra parte, la garantía de mayores conocimientos que ofrece la dedicación académica, se embellece con la certeza de que podrán ser compartidos y revisados no sólo con quienes hayan optado asimismo por dicha actividad en nuestro propio campo o disciplina, sino, sobre todo, con sucesivas generaciones de jóvenes estudiantes. Estos son, en definitiva, el más poderoso estímulo de nuestro progreso como docentes, a la par que el mejor de los controles a que ese progreso debe sujetarse.
En otras palabras, quizás más comprometedoras quiero decir que lo que un profesor ama de verdad es saber, no enseñar, y que si acepta esta última ocupación es porque su ejercicio le garantiza mejor el cumplimiento del objetivo preferente de aprender. Pero, como acontece siempre, el medio —enseñar— acaba siendo querido tanto como el propio fin a que nos conduce.
Pues bien: vamos ya al tema mismo de este discurso, para decir que es lo que en definitiva hemos aprendido con ocasión de enseñar Filosofía del Derecho.
2. IDENTIFICAR PROBLEMAS, EXPLICAR RESPUESTAS
Ustedes estarán de acuerdo conmigo en que descubrir escritores de nuestro agrado es como hacer nuevas amistades, aunque esto último ocurra ciertamente con menos frecuencia que lo primero.
Antonio Tabucchi es un narrador italiano que descubrí un día gracias a la indicación de alguien que hizo que me fijara en su libro Nocturno hindu. Pero fue en otra de su obra —Pequeños equívocos sin importancia— donde encontré la sabrosa narración a que voy a aludir en seguida.
El título de la obra, que es también el del primero de los varios relatos que la componen, remite a una frase utilizada por los jóvenes protagonistas de una breve historia, que llaman de ese modo —un pequeño equívoco sin importancia— todos los errores, percances y malentendidos en que puedan verse envueltos.
Llegar tarde a una cita importante, gastar más de lo que se tiene, faltar a un compromiso solemne, leer un libro considerado excelente y que resultaba luego terriblemente aburrido: todo eso lo reducían ellos a lo que consideraban “un pequeño equívoco sin importancia”.
Según se lee en el relato de Tabucchi a que nos venimos refiriendo, la mentada expresión fue tomada por los jóvenes de un antiguo empleado de la Universidad en la que habían decidido matricularse y estudiar.
Uno de ellos, Federico, vivamente interesado en los cursos de literatura clásica, es matriculado en derecho por un error del viejo empleado, y, cuando advierte al mirar su papeleta de matrícula la equivocación que cambiaba de raíz el curso futuro de su vida, regresa a la Universidad junto a sus compañeros e interpela al causante de su desgracia.
“Se trata sólo de un pequeño equívoco sin importancia”, se excusó entonces el empleado, atreviéndose incluso a añadir lo siguiente: “Antes de Navidad le conseguiré la matrícula correcta. Mientras tanto, si lo desea, puede seguir las clases de Derecho, así por lo menos no pierde el tiempo”.
Federico aceptó de mala gana la propuesta, mientras sus compañeros, burlándose de su aire furibundo, repetían una y mil veces la frase del viejo: “Se trata sólo de un pequeño equívoco sin importancia”.
Sin embargo, el episodio concluye de un modo tal vez inesperado. Semanas más tarde, Federico ingresa ahora con aire de suficiencia al café donde solía encontrarse con sus amigos. Les cuenta entonces que salía de una clase de Filosofía del Derecho a la que había ido por ir, por hacer algo, pero que, aunque no se lo creyeran, en una hora había conseguido entender determinados problemas que en toda su vida nunca había llegado a comprender, y, como en comparación con eso los trágicos griegos no explicaban absolutamente nada, había tomado la decisión de continuar en Derecho hasta el término de la carrera.
Por mi parte, debo confesar que después de haber escuchado bastante más que una hora de clases de Filosofía del Derecho, y de haberlas incluso impartido por casi un cuarto de siglo, no puedo compartir, sinceramente, la visión optimista que tuvo de ella el joven personaje del relato de Tabucchi, y que si refiero esta anécdota literaria a mis alumnos cada vez que doy inicio en la Universidad a un curso de Filosofía del Derecho, es únicamente con la intención de mostrar algo de ironía respecto de mi propio trabajo y de la asignatura que alguna vez escogí enseñar quizás sólo como una manera de huir de otras que me parecieron definitivamente intolerables.
He ahí, posiblemente, lo primero que uno debe aprender a propósito de lo que enseña, esto es, que a veces acabamos ocupándonos de algo no por una elección limpia y directa, sino como resultado de la consternación que nos producen las alternativas que tenemos a la mano. Por lo mismo, nunca es aconsejable utilizar la palabra vocación en un sentido demasiado fuerte ni depositar tampoco esperanzas excesivas en el hecho de que vayamos realmente a cambiar algo del mundo o de las personas cuando nos instalamos en medio de un grupo de alumnos para compartir con ellos determinadas materias. He descubierto también que mostrar alguna distancia respecto de lo que uno se apresta a enseñar, puede constituir un recurso eficaz para que los estudiantes acorten la que en mucha mayor medida suelen ellos tener cada vez que se asoman a una de nuestras aulas.
Por lo demás, ni esa vocación ni esa esperanza de que hablábamos son estrictamente necesarias para perseverar en la explicación de una asignatura. Se requiere, en verdad, bastante menos, apenas la persuasión de que se trata de una actividad que continúa proporcionándonos siquiera una parte de ese mínimo gozo, o acaso sólo de identidad, que todos necesitamos para mantenernos en pie, resistir y hacer de la vida que tenemos propiamente una existencia.
De la Filosofía del Derecho y de su enseñanza acaba uno aprendiendo, asimismo, que se trata de una actividad —lo mismo que pasa con la Filosofía general— que hace del que la practica antes un viajero que un simple turista.
Si bien la vinculación de la Filosofía con la idea de un viaje es cosa antigua. — Creso llamaba a Salón “viajero filosofante”— , la distinción entre viajeros y turistas vuelvo a deberla a un escritor contemporáneo.
Paul Bowles, en una espléndida novela de bello título —El cielo protector—, dice de uno de sus personajes que él se consideraba no un turista, sino un viajero, y que la diferencia podía explicarse en parte por el tiempo. “Mientras que el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas —escribe Bowles—, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud, durante años, de un punto a otro de la tierra”. En otras palabras: el turista va y regresa, y cuando va, piensa ya en el retomo. En cambio, el viajero se interna, no vuelve sobre sus pasos, piensa sólo en el punto siguiente de su travesía, y tal como acontece con la pareja de protagonistas de El cielo protector, deja entonces en el viaje mucho más que el tiempo que emplea en hacerlo.
Ortega habló de la Filosofía como una acción equivalente a embarcarse para lo desconocido. Bobbio, por su parte, nos propone la imagen de un hombre en el laberinto. Zubiri dice de ella que se trata de un saber en marcha. San Agustín advierte que los filósofos buscan como los que aún no han encontrado y encuentran como los que saben que han de continuar buscando.
Es efectivo. Modesta y todo, Filosofía al cabo meramente regional que se circunscribe a pensar sobre un ámbito preciso de la realidad, la del Derecho es también un acto de penetración que no encuentra el punto que marca el término de la veta subterránea que uno podría taladrar en la oscuridad para volver luego a la superficie luminosa y familiar. Tampoco halla la Filosofía del Derecho nada parecido a una meta, y todos los puertos que toca, otra vez lo mismo que la Filosofía general, son únicamente fondeaderos en los que descansa y se abastece para reanudar luego su marcha inacabable.
Al enseñar Filosofía del Derecho, he aprendido, ante todo, que quienes cultivan esta disciplina, lo mismo que en el caso de la Filosofía general, no tienen suficiente seguridad acerca de cuáles son los problemas de que ella debe ni, menos aún, sobre las respuestas que podrían estimarse correctas ante tales problemas. La Filosofía del Derecho, en suma, debe lidiar inicialmente con el problema de su objeto, y vale también para ella lo que Isaiah Berlín ha dicho acerca de la Filosofía general. ¿Cuál es la materia de estudio, el tema u objeto de la Filosofía?, se pregunta Berlín. “No existe para esta pregunta una respuesta que se haya aceptado universalmente”, declara enseguida el autor y añade que “las opiniones difieren y van desde que la consideran como la contemplación de todo el tiempo y de toda la existencia —como la reina de las ciencia—, la piedra angular de la totalidad del arco del conocimiento humano, hasta las que quisieran hacerla a un lado como a una seudociencia que saca provecho de las confusiones verbales; como síntoma de inmadurez intelectual, que debe relegarse, junto a la teología y otras disciplinas especulativas, al museo de las curiosidades antiguas, tal y como hace tiempo se han relegado la astrología y la alquimia, por la victoriosa marcha de las ciencias naturales”.
¿Será, pues, la Filosofía del Derecho algo así como la contemplación de la totalidad del fenómeno jurídico, como la reina de las ciencias del Derecho, como la piedra angular del conocimiento que el hombre ha conseguido acerca de dicho fenómeno, o habrá que apartarla como un seudosaber que se alimenta de las confusiones verbales de los juristas o como un síntoma de la inmadurez de algunos de éstos que persisten en pedir respuesta más allá de las que pueden proporcionarles la Ciencia y la Teoría general del Derecho?
Es sabido que Berlín concluye que a la Filosofía general le compete hacerse cargo de algunas preguntas de muy diversa índole que no encajan en ninguna de las otras dos canastas en que podemos ubicar, respectivamente, las preguntas de carácter empírico y las de tipo puramente formal. La preguntas de la Filosofía son simplemente preguntas de una tercera canasta, y algunas veces parecen ser preguntas sobre hechos, otras sobre valores, también sobre palabras o sobre métodos que siguen quienes las utilizan, o bien se trata de preguntas que tienen que ver con las presuposiciones de nuestro pensamiento con la naturaleza y los fines de la acción moral, social o política. Todas estas preguntas, por otra parte, tendrían como única característica común la de que no pueden ser contestadas ni mediante la observación, ni a través del cálculo, ni por métodos inductivos, ni mediante la deducción, y quienes las formulan los —filósofos— “se enfrentan desde el principio a una perplejidad: no saben dónde acudir para hallar las respuestas”.
Tales, según Berlín, son las preguntas que llamamos filosóficas, y a ellas dedican su actividad los filósofos, una actividad, dice él, “socialmente peligrosa, intelectualmente difícil, a menudo dolorosa e ingrata, pero siempre importante” porque —concluye— “la meta de la Filosofía es siempre la misma: ayudar a los hombres a comprenderse a sí mismos y, de ese modo, actuar a plena luz en vez de salvajemente en la oscuridad”. “… Actuar a plena luz en vez de salvajemente en la oscuridad”: he ahí, asimismo, un cometido general que bien podríamos asignarle, en lo que al fenómeno jurídico concierne, a nuestra Filosofía del Derecho.
La expresión “Filosofía del Derecho”, a diferencia de la sola palabra “Filosofía”, es nueva, y posiblemente fue Hegel, en 1920, quien primero la utilizó, al ofrecérnosla como el título de uno de sus libros. Con todo, la historia no ya de la expresión “Filosofía del Derecho” ni de la consiguiente disciplina que llamamos de ese modo, sino de la simple actividad de los filósofos referida al Derecho, es ciertamente tan antigua como la de la propia Filosofía.
Si uno revisa cualquiera de los textos que se nos presentan como historias de la Filosofía del Derecho, esto es, como compendios de los diversos modos de pensar y doctrinas filosóficas acerca del Derecho, comprobaremos que los temas tratados por los así llamados filósofos del Derecho son a la vez múltiples y diversos, hasta el punto de que tales trabajos no nos sirven mucho a la hora de intentar establecer los deslindes temáticos de la disciplina.
Consciente tal vez de este problema, que no es sino expresión de la inevitable preocupación de toda disciplina por delimitar suficientemente su objeto de estudio y por identificar las preguntas que aspira a contestar, Michel Villey, quien por largos años dirigió la prestigiosa revista francesa Archives de Philosophie du Droit, publicó en 1962 un volumen especial de ella que reprodujo las respuestas que los principales filósofos del Derecho de la época habían dado previamente a la pregunta que el editor les hizo entonces. Esa pregunta fue: “¿Qué es la Filosofía del Derecho?”
Pues bien: si se revisan pacientemente todas las respuestas que dieron autores como Kalinowski, Perelman, Del Vecchio, Kelsen, Legaz, Lacambra, Treves, la sensación de perplejidad que uno desarrolla es muy honda, dada la manifiesta diversidad de pareceres que expresaron los juristas consultados.
Una encuesta similar, aunque a nuestro juicio mejor planteada, fue la que practicaron los editores de la revista española Doxa, y cuyo resultado se difundió en el primer número de esta publicación, aparecido en 1984. En esa oportunidad fueron poco más de cincuenta los investigadores y académicos vinculados a la disciplina en distintos lugares del mundo que fueron consultados sobre el particular. Pero Doxa formuló mejor la pregunta. No interrogo a esos especialistas acerca de qué es la Filosofía del Derecho, sino directamente sobre los temas o asuntos de que cada uno de ellos se había ocupado, de hecho, con motivo de su labor y trayectoria en la disciplina, e inquirió, asimismo, acerca de cuales problemas reclamarían la atención preferente de cada investigador en el futuro próximo.
Esta manera de preguntar parece indudablemente mejor que la que había empleado veinte años antes la revista Archives de Philosophie du Droit, porque favoreció claramente un tipo de respuesta más próximo a la realidad que a la mera especulación. Se trata, en verdad, de una mejor manera de preguntar, porque la primera de las preguntas de Doxa sugiere que una disciplina como la Filosofía del Derecho no puede tener un área de trabajo única y perfectamente delimitada, sino que ella se ofrece más bien como una cierta perspectiva de análisis que permite a quien la cultiva poner atención en múltiples y diversos problemas relevantes, ciertamente todos referidos al Derecho o al saber acerca del Derecho, pero que no han sido adecuadamente planteados ni resueltos por otras disciplinas que hacen también del Derecho su objeto de estudio, o cuyas respuestas han sido asumidas o dadas por supuestas, sin ulterior reflexión, por estas mismas disciplinas.
A diferencia de la pregunta que dirigió a sus encuestados la antes mencionada revista francesa, la primera de las dos preguntas de la revista Doxa favorece la idea de que la Filosofía del Derecho, antes que un conjunto perfectamente identificado de problemas, constituye una actividad que tiene que ver con una determinada perspectiva, con un especial modo de interrogarnos acerca del Derecho y puede entonces recaer en múltiples y diversos problemas que interesan a los juristas, y que éstos, por alguna razón, han considerado provechoso elevarlos a una consideración filosófica, esto es, hacerlos comparecer ante una instancia de la que cabe razonablemente esperar algún tipo de aportación que no ha sido posible obtener en otros niveles de análisis.
En cuanto a la segunda de las preguntas de Doxa, que inquiría, según vimos, sobre los asuntos que de manera más previsible recibirían la atención de los encuestados en el futuro inmediato, nos parece igualmente adecuada, puesto que alienta la idea de que no es conveniente pensar la Filosofía del Derecho como una disciplina que fija de una vez y para siempre los temas o asuntos de que debe ocuparse, sino, por la inversa, que ha de ser considerada como un modo de saber dinámico, en marcha, cuyos centros o áreas de interés, por lo tanto, no tienen por qué ser siempre los mismos.
Pero al enseñar Filosofía del Derecho no hemos aprendido sólo lo que acabamos de decir, a saber, que no hay ni puede haber nada parecido a la fijeza o a la inmutabilidad en la identificación del objeto, de los temas y de las preguntas propias de la Filosofía jurídica. Hemos aprendido igualmente que, quizás como efecto de lo anterior, la Filosofía del Derecho, no ya en cuanto disciplina, sino ahora como asignatura que se encuentra normalmente presente. Frente a los planes de estudio de las Facultades de Derecho donde tiene lugar la formación de los juristas, posee asimismo una evidente diversidad en cuanto a sus contenidos. Una simple mirada a los programas de la asignatura en las distintas Facultades de Derecho permite comprobar otra vez esa diversidad, hasta el punto de que no pocos consideran incluso deseable que no haya un programa único, ni siquiera en una misma Facultad, y que cada docente a cargo de la asignatura pueda formularlo y reformularlo cuantas veces quiera. Lo que de verdad importa, a fin de cuentas, no es entonces el programa, esto es, los contenidos que uno se propone exponer, analizar y discutir en cada caso con los estudiantes, sino que exista de hecho, al término de los estudios jurídicos, una oportunidad curricular que permita a los partícipes de un curso semejante ejercitar antes la inteligencia que la memoria jurídica, y, de ese modo, hacerse cargo de algunos problemas fundamentales no tratados, o insuficientemente desarrollados, en las restantes asignaturas. Como lo expresó cierta vez Jorge Millas, de la enseñanza de la Filosofía del Derecho dependen muchas cosas, por ejemplo, “que los estudios jurídicos no constituyan meras artesanías de aprendizaje e interpretación legales, sino verdadera formación científica”. y agregó todavía: “Las leyes y las normas de una comunidad jurídica son sólo instrumento y subproducto del Derecho. Como tales, son contingentes y variables. La formación jurídica que las convierta en el objeto exclusivo o siquiera preeminente del estudio, arriesga que los profesionales del Derecho se queden con la cabeza vacía cuando ellas desaparezcan. El abogado necesita, antes que memoria jurídica, inteligencia jurídica. La memoria puede ser auxiliada por los textos legales. El discernimiento, que supone capacidad de abstraer, generalizar, discriminar y supeditar valores, reconocer problemas, organizar el pensamiento, —todo ello, en este caso, aplicado a la experiencia jurídica— no puede ser reemplazado”.
Pero un proyecto semejante —conseguir que los estudiantes de Derecho desarrollen antes inteligencia que simple memoria jurídica— no puede depender de una sola asignatura. Se trata, en verdad, de un espíritu que debería ser promovido y hecho consciente por todas las asignaturas, incluidas, por cierto, las de carácter dogmático. Estas también deberían dar ocasión, como sugiere Millas, para filosofar sobre el Derecho, e, incluso, a nuestro entender, para hacer algo de Historia del Derecho y de Sociología jurídica. Con esto último quiero decir que las asignaturas dogmáticas —Derecho Constitucional, Derecho Civil, Derecho Penal, Derecho Procesal, etc.— no deberían limitarse a una pura identificación y aclaración del sentido de las normas que se articulan en el respectivo sector o rama del ordenamiento jurídico. Deberían, mucho más que eso, dar cuenta de las dimensiones valorativas, históricas y fácticas que se imbrican con tales normas y no dejar entregados estos relevantes aspectos a cursos que, como los de Filosofía del Derecho, Historia de Derecho y Sociología jurídica, tienen a veces un presencia apenas simbólica o de mero compromiso, en los diferentes planes de estudio.
3. FILOSOFÍA Y ENSEÑANZA
De la distinción entre la Filosofía del Derecho como disciplina y la Filosofía del Derecho como asignatura, de la diferenciación, en suma, entre el libre, permanente y desinteresado cultivo de un saber filosófico acerca del Derecho y la enseñanza metodológicamente organizada de los resultados de una actividad semejante, hemos aprendido que no hay nada artificioso, por su lado, en la consiguiente distinción entre filósofos del Derecho y profesores de Filosofía del Derecho, que no es otra cosa que la que a mayor escala existe entre los filósofos y los profesores de Filosofía.
No descarto, por cierto, que haya quienes puedan reclamar para sí ambas condiciones, y algunos de ellos han sido ya mencionados en este discurso. Pero lo cierto es que filósofo del Derecho parece ser únicamente el que cultiva seria y sostenidamente la disciplina correspondiente, en lo posible con la obtención de resultados provistos de originalidad, mientras que profesor de Filosofía del Derecho es todo aquel que comparece simplemente en tal carácter con ocasión de impartir la asignatura, el ramo, el curso, que se corresponden con aquella disciplina.
Sobre el particular, entonces, hemos aprendido que luego de cerca de veinticinco años de hallarse uno próximo tanto a la disciplina como a la asignatura de Filosofía del Derecho, tiene cuando menos un deber: saber con claridad en cuál de los dos lados se encuentra finalmente al cabo de ese tiempo. Sin ninguna duda sobre el punto, me cuento ciertamente entre quienes, como simples profesores de la asignatura, han procurado, en un esfuerzo que envuelve ya a varias generaciones de estudiantes, no propiamente enseñar a éstos algún tipo de verdad jurídica superior a la que uno pueda haber tenido un acceso previo, sino tan sólo compartir con ellos el gozo y el vértigo que resultan de poner en tensión la inteligencia a propósito de ciertas preguntas fundamentales acerca del Derecho.
Gozo, digo, porque uno desarrolla una actividad semejante por mera predilección, por puro gusto. Gusto por la sabiduría, dijeron los antiguos, y nos legaron la bella palabra que es “Filosofía”. Gusto por la sabiduría jurídica, podríamos decir en el caso de la Filosofía del Derecho. Pero únicamente predilección, gusto, y no la sabiduría misma, porque el filósofo, tal como ha sido dicho, no es propiamente el señor de todas las verdades, sino apenas un fiel y perseverante amigo de la verdad, de su búsqueda, de la pregunta incluso: de si hay algo que en el terreno filosófico podamos realmente presentar a los demás como auténticas verdades.
Unas reflexiones de Octavio Paz, a propósito de la publicación de su libro El fuego de cada día, constituyen una casi perfecta reivindicación del gusto y una cierta reparación, a la vez, de una palabra que ha sido maltratada por el uso excesivo que hacemos de ella casi a diario.
El escritor mexicano cuenta que al seleccionar los poemas que componen ese libro no fue guiado por la inspiración de ningún propósito didáctico filosófico o moral, sino simplemente por “los poderes de la memoria efectiva” esto es, por el gusto. Nadie sabe a ciencia cierta qué es el gusto, dice Paz. Se trata de un “sabor y de un saber inconsciente”, de “una facultad estética”, de “un placer y de un acto de voluntad”, de “una brújula misteriosa y una veleta voluble”, de “un conocer que no pasa por la cabeza, semejante pero no idéntico al instinto”.
Si Octavio Paz tuviera razón, si el gusto fuera eso, un reconocimiento, “un examen del que fui, un descubrimiento del desconocido que he sido para mí, una expedición en tierras abandonadas, un recuento de mis trabajos y mis días”, entonces no estaríamos diciendo poco de la Filosofía, ni de la Filosofía jurídica en particular, cada vez que, siguiendo la fórmula clásica, la volviéramos a llamar de ese modo: gusto por la sabiduría.
4. EL CONCEPTO DE DERECHO
Si la filosofía del Derecho según acabamos de ver, no sabe suficientemente de sí misma, es efectivo, también que ignora, o al menos no tiene suficiente certeza, en las respuestas que proporciona a algunas preguntas que por modo recurrente, vienen haciéndose quienes cultivan esta disciplina.
Incertidumbre, entonces, acerca de sí misma, de su objeto, de los temas que corresponde tratar, y, a la vez, vacilación cuando a propósitos de uno determinado de esos temas los filósofos del Derecho tratan de encontrar una respuesta que pueda resultar aceptable o satisfactoria para todos.
La determinación del concepto de derecho, sin ir más lejos es uno de aquellos problemas que son a menudo considerados como propios de la Filosofía jurídica, en tanto se espera preferentemente de ésta, y no de otras disciplinas, que sea capaz de proporcionarnos una idea acerca de lo que es el Derecho.
Se trata de la pregunta acerca de qué es el Derecho, así, en general, y no de qué es o qué rige como Derecho aquí y ahora, en un lugar y tiempo dados. Se trata de averiguar, en suma, qué es el Derecho universal, o sea, de saber a qué tipo de fenómeno o de realidad se alude cuando se utiliza la palabra “Derecho”. Pero ésta, como todas, es una palabra difícil. Cualquier observador externo a las profesiones jurídicas podría considerar que dicha pregunta debió de ser contestada hace ya tiempo por los juristas. Todavía más: a un observador de ese tipo le resultaría desconcertante que los juristas vengan hablando de Derecho desde hace muchos siglos, sin que hubieran convencido plenamente de qué hablan cuando emplean esta antigua palabra.
Se trata, sin embargo, como apunta Hart, de una “pregunta persistente”, de lo cual es precisamente una prueba el hecho de que una de las obras de Filosofía jurídica más influyentes de la segunda mitad de este siglo, escrita por el propio Hart, se encuentre dedicada al tema o problema a que nos venimos refiriendo, y que haya sido titulada por su autor, precisamente, El concepto de Derecho.
Los juristas emplean la palabra “Derecho” a lo menos en tres sentidos distintos. En primer lugar, para referirse a una determinada regulación a que se halla sujeta la vida de los hombre que viven en sociedad. En segundo término, para aludir a una cierta facultad de que una persona está dotada bajo determinadas circunstancias. Por último, la palabra “Derecho” es también utilizada a menudo para designar al saber que ha sido posible constituir acerca del Derecho entendido como simple regulación.
Así, cuando digo que el Derecho chileno prescribe tal o cual comportamiento, estoy empleando la palabra “Derecho” en el primero de tales sentidos, o sea, estoy aludiendo con ella a una cierta regulación vigente en el territorio de nuestro Estado. En cambio, cuando afirmo que toda persona tiene derecho a manifestar libremente sus opiniones, la palabra “Derecho” viene ahora empleada como sinónimo de un poder o facultad de que las personas se encontrarían dotadas. En fin, cuando declaro que enseño en una Facultad de Derecho, esta palabra se encuentra ahora utilizada para referirse a un cierto saber o tipo de conocimiento que en ese lugar se cultiva Y difunde.
De este modo, “Derecho” es una palabra que se utiliza no sólo para aludir a un determinado orden vigente —caso en el cual hablamos de Derecho en sentido objetivo—, ni, tampoco, para referirse únicamente a ciertas prerrogativas o facultades de las personas —caso en el que hablamos de derecho en sentido subjetivo—. “Derecho” es también una voz con la cual se designa igualmente un determinado saber que desde antiguo, con el nombre asimismo de Ciencia del Derecho o Dogmática jurídica, los juristas han logrado constituir acerca de ese mismo orden y facultades a las que con similar palabra se alude cuando se la emplea en sentido objetivo o subjetivo.
Pero aún si nos quedáramos con el primero de los tres sentidos antes explicados, esto es, incluso en el caso de que quisiéramos explicar qué es el Derecho en cuanto orden que rige socialmente, las opiniones de los filósofos del Derecho se muestran muy diversas entre sí.
¿Qué se ha dicho en tal sentido del Derecho?
“Ordenes bajo la amenaza de castigos”, sentenció Austin en el siglo pasado. “Producto cultural del espíritu del pueblo”, dijo por su parte Savigny. “Normatividad coactiva tendiente a fines históricamente condicionados”, replicó Ihering, discípulo de aquél. “La cosa justa”, había dicho mucho antes Santo Tomás. “La realidad que tiene el sentido de servir al valor jurídico”, opinó Radbruch. “Las profecías acerca de lo que harán los tribunales”, apuntó Holmes, con algún sarcasmo. “Lo que los individuos miembros de una comunidad reconocen y obedecen como tal”, expresó Somlo. “La coordinación objetiva de las acciones posibles entre varios sujetos, según un principio que la determina, excluyendo su impedimento”, escribió Del Vecchio. “La voluntad de una clase erigida en ley”, denunció escuetamente Marx. “Específica normatividad coactiva”, podemos leer en Kelsen. “Querer entrelazante, inviolable y autárquico”, dijo Stammler. “Conducta humana en interferencia intersubjetiva”, proclamó aquí cerca, en Argentina, Carlos Cossio. “Interacción dinámica y dialéctica de hechos, normas y valores”, manifestó algo más allá, en Brasil, Miguel Reale. “Unión de reglas primarias y secundarias”, concluyó Harten en su libro El concepto de Derecho.
Cuánta perplejidad producen esas respuestas tan diversas a una misma pregunta —qué es el Derecho—, sobre todo porque todas provienen no de cualquier persona que se ve de pronto interpelada por dicha pregunta, sino de especialistas que trabajaron seriamente en ella durante toda la vida. Algunas de esas respuestas, por ejemplo, las de Ihering, Austín, Kelsen y Hart, definen el Derecho como un conjunto de normas. Otras, como las de Holmes, Somlo y Cossio, pretenden definir el Derecho por referencia a ciertos hechos comportamientos de determinadas personas. Las hay también, como la respuesta de Santo Tomás, que vinculan la idea del Derecho al tema de los valores. Por último, una definición como la de Reale procura ofrecernos una idea del Derecho que dé cabida y articule a todos los distintos elementos del fenómeno jurídico —normativos, fácticos y valorativos— que las restantes definiciones han mencionado cada cual aisladamente.
La confusión que indudablemente suscitan tales respuestas, ¿constituirá acaso un indicio de que tal vez lo mejor sería dejar de lado una pregunta como ésa?
Creemos que no.
Por lo demás, siempre cabe pensar que la Filosofía, antes que consistir en una determinada clase de respuesta, tiene que ver más bien con un cierto modo o estilo de preguntar, de dónde se sigue que abandonar este μpo de preguntas, o dejar librada su respuesta a un puro acuerdo o convención, equivaldría a hacer dejación de la propia Filosofía. Un pensamiento de Goethe viene a este respecto en nuestro auxilio: el hombre no nació propiamente para resolver los problemas del universo, sino para descubrir dónde comienzan los problemas y mantenerse a su respecto dentro de los límites de lo razonable.
Por lo demás, ya decía Kant que no todos los conceptos pueden ser definidos, pero que tampoco necesitan serlo, de modo que a veces debemos contentarnos con aproximaciones a las definiciones de ciertos conceptos, aproximaciones que son en parte exposiciones y en parte descripciones.
Desde un punto de vista semejante, ese abirragado, contradictorio y a veces incomprensible conjunto de nociones acerca del Derecho que reprodujimos antes, algunas de las cuales pueden parecernos toscas simplificaciones, aportan, todas ellas, algún elemento útil para nuestra comprensión del Derecho, de su origen, de las funciones que cumple o del modo cómo se relaciona con problemas de tipo fáctico y de carácter valorativo.
Si filosofar es una actividad que equivale a sumergirse en el pequeño abismo que es cada palabra, como sugirió Ortega, filosofar acerca del Derecho puede entonces consistir en introducirse en profundidad en palabras como “Derecho”, pero también en otras, como veremos más adelante, tales como “moral”, “justicia”, “derechos humanos”, o “democracia”.
Por mi parte, no puedo ocultarme que considero difícil describir el Derecho de otro modo que no sea en los términos de una realidad específicamente normativa. Es de ese modo, ante todo, como el Derecho se nos presenta y comparece ante nuestra atención intelectiva. Pero estoy consciente de que semejante idea del Derecho nos coloca a las puertas de varias dificultades, a saber la de definir el género de las normas, o sea la de establecer qué normas de conducta: la de definir, acto seguido, la clase particular compondrían así las llamadas normas jurídicas; la de explicar además, la presencia, en todo Derecho u ordenamiento jurídico de enunciados que no son propiamente normativos, como aquellos que definen conceptos, otorgan competencias, interpretan, derogan, etc; la de proveer, asimismo, algún tipo de explicación acerca de los principios jurídicos y las diferencias que estos tienen con las normas; en fin, la de analizar cómo se articulan las normas de derecho con ciertos saltos fácticos y valorativos que se hallan también presentes en el fenómeno jurídico.
Salvo que estuviéramos dispuestos a asumir el riesgo de transformar este discurso en una disertación acerca del concepto de Derecho, no parece ser ésta la ocasión para extenderse sobre los aciertos, alcances, limitaciones y dificultades de una idea del Derecho que aprecia a éste en términos de una realidad específicamente normativa. Un libro propio que aprecio mucho, aunque no ciertamente por el valor de su contenido, sino por el de las circunstancias en que fue escrito hace ya veinte años en Madrid, constituye un intento, ignoro si logrado o no, de exponer, a partir de la Teoría pura de Kelsen, una apreciación del Derecho que podría ser calificada de “normativismo abierto”. Algo similar procuramos hacer en un trabajo que titulamos, atrevidamente, ¿Qué es el Derecho?, preparado en 1986 para ser incluido en un volumen colectivo que publicó el año siguiente la Editorial Porrúa y que fue previamente editado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Ahora sólo puedo declarar que creo en una noción normativista del Derecho con la misma fuerza con que creo en las dificultades a que una noción semejante debe hacer frente. Uno de los principales de esos problemas, como se mencionó hace un instante, dice relación con las dificultades que ofrece por su parte el concepto mismo de norma. Hart y Kelsen, en un foro que tubieron alguna vez ante centenares de estudiantes en la Universidad de Berkeley, disputaron arduamente sobre el punto y protagonizaron, de paso, una de las anécdotas más divertidas de cuantas registra la Filosofía del Derecho, que no son ciertamente muchas. En ese foro, Kelsen insistía ante su interlocutor en la defensa de una concepción normativista del Derecho. Por su parte, Hart replicaba diciendo que si el Derecho era sólo un conjunto de normas, alguien debería explicarle qué era una norma. Tanto repitió Hart la pregunta de que era una norma, que Kelsen, empleando un tono de voz inusualmente fuerte en un octogenario, le respondió, ya algo enfadado: ”¡Una norma es una norma!”. Cuenta Hart que Kelsen se valió de un tono de voz tan fuerte, hasta el punto de transformar esa frase casi en un grito, que el cayo literalmente de espaldas hacia atrás en su silla.
Desde luego, la respuesta de Kelsen no fue una buena respuesta. Tal vez no fue ni siquiera una respuesta. Pero la salida del jurista vienés —otros dirían su exabrupto— resulta cuando menos bastante demostrativa de las dificultades que ofrece nuestra comprensión del genero de las normas no obstante los avances que en tal sentido debemos a Henrik von Wright y en el medio hispanoamericano a los autores argentinos Eugenio Bulygin, Carlos Alchourrón y Carlos Santiago Nino.
Otro de los problemas que debe encarar una concepción normativista del Derecho, según anticipamos hace unos instantes, consiste en la evidente presencia en todo ordenamiento jurídico de enunciados que no son normas, esto es, de enunciados que cumplen funciones bien distintas de las de prescribir comportamientos, como acontece con aquellos que definen determinados conceptos jurídicos, otorgan competencias, interpretan o derogan normas. La complicación consiste aquí en explicar cómo el Derecho, definido como una realidad normativa, o sea, como un conjunto de normas, puede acoger, en los distintos y múltiples ordenamientos jurídicos en que dicha realidad se manifiesta históricamente, algo que no son, estrictamente hablando, normas.
No menos problemático resulta, en fin, para una concepción normativista del Derecho, poder explicar determinados hechos, conductas y cuestiones de valor que el fenómeno jurídico exhibe de manera también bastante visible . Yo no llegaría a suscribir una teoría como la de Reale, que define el Derecho, precisamente con el fin de dar cabida a todos esos diferentes componentes, como “interacción dinámica y dialéctica de hechos, normas y valores”. Admito, sin embargo, que un “normativismo abierto” es aquel que, sin desplazar el elemento normativo corno dato central del fenómeno jurídico, debe dar también alguna explicación satisfactoria de esos tres componentes indicados.
Por ello, a raíz precisamente de los problemas que hemos señalado, me atraen conclusiones de las del tipo a que llegan, por ejemplo, autores como el propio Hart y Norberto Bobbio. El primero nos dice que el Derecho “es algo que contiene reglas” o que está compuesto principalmente por ellas”. Por su parte, Bobbio no vacila en declararse normativista si por “normativismo se entiende aquella teoría según la cual el modo más conveniente de definir el Derecho es referirse a la noción de la norma”. Con una precisión, sin embargo, a saber, que la palabra “Derecho” se emplee no por referencia a una o más normas aisladas, sino por referencia a un conjunto de normas, esto es, a un ordenamiento. Así, la experiencia jurídica es, ante todo, “una experiencia normativa”.
5. DERECHO Y MORAL
Rudof von Ihering declaró en el siglo pasado que el tema de las relaciones entre Derecho y moral constituía el Cabo de Hornos de la Filosofía del Derecho sea, un ámbito muy complicado y lleno de escollos que es preciso sortear con el máximo de atenc1on y de cuidado.
Pues bien: al cabo de revisar ese tema reiteradamente, creo haber aprendido que la distinción entre Derecho y moral, lejos de perjudicar nuestra comprensión de los asuntos éticos y jurídicos, ha sido bastante beneficiosa tanto para la libertad como para la propia dignidad del hombre moderno.
La indiferenciación de los ámbitos normativos de la religión, la moral el Derecho no fue en su momento lesiva para esa dignidad tanto por el número la cantidad de los deberes que impuso a las personas, cuanto por el hecho de que facilitó que todo ese conjunto de deberes, y no sólo los de naturaleza jurídica, pudieran ser auxiliados, a efectos de incentivar su cumplimiento, por sanciones de tipo coactivo, esto es, por castigos que resultaba posible y legítimo aplicar en uso de la fuerza socialmente organizada.
La conveniente distinción entre esos tres diferentes órdenes normativos en consecuencia, no disminuyó necesariamente la carga de obligaciones que cada ser humano reconoce o ha contraído como suyas, pero reservó la aplicación de sanciones coactivas sólo para el caso de los deberes específicamente jurídicos y facilitó, asimismo, una más correcta identificación de los distintos fines que busca conseguir cada uno de tales órdenes normativos.
El Derecho, entonces, no es un orden de la conducta al que debamos sujetarnos para ser mejores o para alcanzar algún estado superior de perfección espiritual. Esos fines, posiblemente superiores desde el punto de vista del plan de vida de las personas, pueden ser los de la moral o los de la religión. El Derecho, en cambio, procura satisfacer ciertas finalidades sociales indispensables, aunque a la vez más modestas, como la paz, el orden, la seguridad, Y colabora también el reinado de un valor todavía más alto: la justicia.
Cabe destacar, por otra parte, que la distinción entre Derecho y moral es solo eso: distinción y no separación, porque ambos órdenes normativos, con ser distintos y no separación, porque ambos órdenes normativos, con ser distintos uno de otro, reconocen también algunas evidentes relaciones.
La palabra “distinguir” tiene ciertamente un sentido menos fuerte que el que posee la expresión “separar”. “Distinguir” quiere decir, en primer lugar, conocer la diferencia que hay entre una cosa y otra, y, en segundo término, manifestar o hacer patente la diferencia que hay entre una cosa y otra cosa con la cual la primera podría confundirse. En cambio, “separar” quiere decir bastante más que lo anterior, porque equivale a establecer distanciamiento entre dos cosas, o sea, tiene que ver con una actitud que considera aisladamente dos cosas.
A la vez, si representó un progreso la distinción entre Derecho y moral, otro tanto ocurrió con la que hoy podemos hacer, al interior de la propia moral, entre los diferentes ámbitos de esta última. De este modo en la actualidad sabemos que la moral no es un ámbito normativo único e indiferenciado, sino que es posible distinguir en ella distintas esferas , como las de la moral personal, moral social y moral de los sistemas religiosos.
El abandono de una percepción de la moral como un sector unitario y no diferenciado ha traído varias consecuencias de interés. En primer lugar, cuando se trata de caracterizar la moral como orden normativo, ya no es posible, en consecuencia, identificar un mismo y único conjunto de propiedades, puesto que éstas no son exactamente las mismas en el caso de la moral personal, de la moral social y de la moral de los sistemas religiosos, como bien lo ha mostrado Heinrich Henkel.
Seguidamente, la tarea que consiste en establecer las diferencias y a la vez las relaciones entre Derecho y moral, constituye hoy una operación intelectual que arroja resultados distintos según si lo que se compara con el Derecho es una u otra de esas distintas esferas de la moral. Por último, la claridad que hemos conseguido acerca de esas distintas esferas de la moral, torna plausible la pregunta que inquiere sobre qué moral es la que deben tomar en cuenta las personas autorizadas para producir Derecho, por ejemplo, jueces y legisladores, cada vez que deseen que sus decisiones jurídicas sean, además, moralmente correctas.
Desearía detenerme un instante en este último alcance.
El legislador sabe que las leyes que produce deben ser suficientemente estudiadas, de modo que consigan un nivel técnico adecuado y alcancen también grados aceptables de eficacia, esto es, de obediencia y aplicación, y de efectividad, sea, de cumplimiento de los fines u objetivos sociales para los cuales fueron aprobadas. Pero el legislador sabe también que muchas materias que se regulan por medio de leyes lo interpelan desde un punto se vista específicamente moral, esto es, lo obligan a remitirse a algún código moral determinado para justificar las decisiones que adopta al momento de pronunciarse y de votar tales materias. En otras palabras, podríamos decir que el legislador aspira a una cierta racionalidad moral, en el sentido de que las decisiones que adopta sean moralmente correctas o, al menos, que sean percibidas como tales.
Algo similar ocurre a nuestro entender con los jueces. Porque si bien estos últimos se hallan vinculados al Derecho, preexistente al caso que deben conocer y fallar, lo cierto es que, dentro de ciertos límites, ellos también producen Derecho. Por otra parte, ese mismo Derecho preexistente que los jueces deban interpretar y aplicar, en especial el Derecho legislado, los remite con alguna frecuencia, directamente, a la aplicación de criterios de orden moral, que es lo que ocurre cuando la legislación se vale de expresiones tales como “moral” “buenas costumbres” y otras semejantes.
Volvamos ahora a la pregunta que dejamos antes enunciada.
¿Qué moral deben aplicar legisladores y jueces cuando con motivo de aprobar una ley o de emitir un fallo necesitan dar algún tipo de justificación igualmente moral a las decisiones que adopten en ejercicio de sus respectivas funciones legislativas y jurisdiccionales? ¿Ha de ser su moral personal, la moral que prevalece en la respectiva sociedad o la que deriva del sistema religioso que hubiere adoptado cada juez o legislador?
La pregunta, como se ve, no posee un puro interés teórico ni especulativo, sino práctico, puesto que tiene que ver con decisiones que adoptan autoridades públicas y que, por lo mismo, atañen directamente a los comportamientos futuros que se esperan de las personas a quienes esas mismas decisiones, según sus respectivos ámbitos de validez, afectarán en definitiva.
La pregunta, según parece, tampoco es trivial, porque a nadie se le escapa que las tres esferas de la moral que hemos identificado previamente pueden no coincidir en lo que cada una de ellas, por separado, establece como lo moralmente correcto frente a un caso dado.
El filósofo del Derecho de Barcelona, Albert Calsamiglia, se ha preguntado, en un reciente artículo sobre la materia, si acaso la moral debería ser el único criterio para legislar. La propuesta del autor catalán a este respecto es que la tarea legislativa no es una mera cuestión de voluntad y de excelencia ética, y que, en consecuencia, “un buen legislador no es el que proclama ideales éticos excelentes, sino el que los consigue”.
Es efectivo, sin embargo, tal como señalamos denante, que quienes tienen a su cargo la función legislativa aparecen preocupados de cuidar una cierta racionalidad de sus decisiones, o sea, procuran que las leyes que producen concuerden con un ideal ético determinado.
La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿qué moral es la que debe ser aplicada por los legisladores cuando a propósito de la discusión y votación de una ley tienen que hacer opciones de carácter moral?
Hemos dicho antes que dicha pregunta es pertinente porque la moral no es un orden normativo único e indiferenciado, sino que se nos presenta configurado en distintas esferas. Esto último quiere decir que cada vez que un legislador apela a la moral para dar fundamento a su votación favorable o contraria a un proyecto de ley, debería aclarar a qué moral se refiere. Porque hay una moral personal autónoma, cuyos principios y normas forja o adopta cada sujeto en la interioridad de su propia conciencia, de acuerdo con la idea de bien y de perfección que es capaz de trazar para sí mismo. Hay también una moral religiosa, nacida no ya,de la conciencia individual, sino del mensaje transmitido por esas personalidades que son los fundadores de las grandes religiones. Tenemos, en fin, una moral social, constituida por el conjunto de exigencias éticas que cada sociedad dirige a sus miembros y que provienen de un acervo de ideas predominantes en el grupo social acerca de lo que se considera moralmente bueno o moralmente incorrecto.
A nuestro entender, y establecido que los legisladores no han sido elegidos para tomar decisiones para sí ni para los fieles de la religión que puedan profesar, sino para adoptar decisiones vinculantes para toda la sociedad, deberían dispensar en el trabajo legislativo una atención preferente a la moral social. Y no porque hayan de conceder a ésta ningún mayor valor de verdad sobre las otras dos esferas de la moral —la personal y la de tipo religioso—, sino porque se trata de funcionarios estatales llamados a tomar decisiones colectivas y a ofrecer razones justificatorias de sus actos, que, en consecuencia, no tienen por qué ser las mismas que dan como personas privadas o como creyentes cuando buscan su perfección moral individual o la salvación de sus almas.
Si hay algo que resulta difícil de ser caracterizado de modo unitario es el así llamado “positivismo jurídico”. Con ello quiero decir que no está del todo claro cuáles son las proposiciones que acerca del Derecho hay que asumir como correctas para que pueda decirse que ,estamos en presencia de un auténtico positivista. Prueba de ello es que un autor como Kelsen, para muchos prácticamente el arquetipo de positivista, fue, sin embargo, considerado por Alf Ross, otro positivista, sólo como un “cuasipositivista”. Otra prueba de la dificultad que hemos mencionado puede hallarse en el hecho de que los propios filósofos del Derecho que se consideran a sí mismos positivistas, o que son rotulados de esa manera por sus colegas de otras orientaciones, no están realmente de acuerdo en cuáles ni en cuántas son las posiciones que un autor debe asumir como correctas para ser considerado, en propiedad, un positivista. Kelsen menciona dos; Bobbio, tres; Hart, cinco; Ross, seis. Una complicación adicional surge todavía si se repara en que cada uno de esos autores, salvo el caso del primero de ellos, sostiene que las distintas tesis o proposiciones del positivismo jurídico no se implican unas con otras, y se declaran entonces positivistas únicamente en cuanto asumen como correctas sólo algunas de las que antes han identificado como propias del positivismo jurídico.
No obstante lo anterior, la distinción entre Derecho y moral, así como la afirmación consiguiente de que el Derecho tiene una estructura interna de validez independiente de la moral, constituyen proporciones que son sustentadas por todos los positivistas.
Dichas proposiciones, a efectos de una mejor comprensión de las mismas, podrían ser presentadas de la siguiente manera:
a) Derecho y moral son órdenes normativos diferentes, que si bien coinciden en reconocer ambos una cierta expresión en normas Yen principios que tienen la pretensión de guiar el comportamiento de las personas, se diferencian, por ejemplo, en la distinta procedencia que tienen en uno y otro caso tales normas y principios, en su muy diversa situacion respecto a la posibilidad de ejecutar sanciones en uso legítimo de la fuerza socialmente organizada y, desde luego, en los distintos fines a cuya realización apunta también uno y otro orden normativo;
b) La distinción entre Derecho y moral puede expresarse también diferenciando el Derecho que es, o sea, el Derecho que ha sido puesto y que rige efectivamente en un lugar y tiempos dados, del Derecho que debe ser, esto es, del Derecho que se considere mejor o más deseable desde una determinada perspectiva o punto de vista moral; y
c) No existe una relación necesaria entre el Derecho que es y el Derecho que debe ser, lo cual quiere decir que afirmar que algún Derecho es no significa sostener que ese mismo Derecho deba ser, y que postular que un Derecho deba ser no significa afirmar que lo sea realmente.
De este modo, un Derecho cualquiera, dotado de realidad histórica, puede entonces ser identificado con prescindencia de criterios de orden moral, de donde se sigue que un determinado Derecho puede ser tanto aprobado como reprobado desde un punto de vista moral sin que esta última calificación afecte a su existencia como Derecho. Simplemente, como propone Hart, cuando las personas, o en particular los juristas, encuentren de hecho un Derecho, una institución o una norma jurídica abiertamente contraria a sus convicciones de orden moral, en vez de exclamar “esto no es Derecho”, lo que deben decir es “esto resulta demasiado inicuo para ser obedecido como Derecho”.
La fórmula propuesta por Hart, además de atenerse mejor a la realidad de las cosas, resulta también políticamente más eficaz, puesto que, en vez de negar que algo sea Derecho, moviliza la conciencia y la voluntad de la gente de los actores sociales para modificar o sustituir un Derecho que se considera inconveniente.
Por lo demás, identificar algo como Derecho no equivale a aprobarlo como tal. Un determinado Derecho, así como una institución jurídica o una norma de ese tipo, pueden ser identificados como Derecho y, a la vez, reprobados desde un punto de vista moral. Nadie demanda entonces de las personas, y menos de los juristas, ninguna abdicación valorativa. Lo que se espera de estos últimos es únicamente neutralidad valorativa a la hora de identificar y describir lo que rige como Derecho en un lugar y tiempo dados, aunque dicha neutralidad naturalmente cesa al momento de enjuiciar ese mismo Derecho con fines de política jurídica o, también, cuando se trata de decidir en conciencia si debemos o no obedecerlo.
Al enseñar Filosofía del Derecho, en suma, he aprendido también, según creo, a comprender en qué consiste el postulado metodológico de la neutralidad valorativa y cuáles son sus reales alcances, y, por consiguiente, cuáles son también las limitaciones con que ese postulado debe ser entendido y aplicado.
Dicho postulado, según tuvimos oportunidad de expresar en nuestro discurso de incorporación como miembro correspondiente de esta Academia, en 1986, no tiene por qué ser visto como sinónimo de indiferencia o de descaracterización en los planos de la ética y la política, de lo cual se sigue que se trata sólo de un postulado metodológico con vistas a la identificación y conocimiento del Derecho, y no una suerte de esterilización de la capacidad de apreciación y de elección en los mencionados planos de la política y de la moral.
De este modo, el mencionado postulado no puede ser visto como un obstáculo, en el caso de los juristas, para la profesión de ideas morales y políticas, como tampoco para las consiguientes posibilidades de crítica moral y política de un Derecho dado. Así, vedar al jurista esas posibilidades constituye, cuando menos, una ampliación indebida del postulado de la prescindencia valorativa; pero puede también esa prohibición enmascarar, en lo más, un propósito no siempre confesado: el de hacer desaparecer a los juristas como instancia de crítica moral y política del Derecho y de las autoridades encargadas de su producción, confinándolos a una labor de mera identificación y promoción de lo que se halle establecido como Derecho.
Vocación científica y conciencia política y moral, tuvimos ocasión de decir entonces: he aquí una doble exigencia que los juristas deben satisfacer simultáneamente, 0 , mejor sucesivamente, sin sacrificar una en beneficio de la otra. Porque cuando la vocación científica se subordina a la actividad y metas propias de la política, se empobrece nuestra comprensión de la realidad. Por otra parte, cuando los juristas invocan el nombre prestigioso de la ciencia para eludir posiciones en los terrenos de la política y de la moral, entonces quizás ocurra para ellos algo peor: verse disminuidos como hombre y ciudadanos.
6. FILOSOFÍA, DERECHO Y JUSTICIA
Al enseñar Filosofía del Derecho, he aprendido también que quienes cultivan esta disciplina buscan denodadamente respuesta a la pregunta que inquieta por la justicia. Esta pregunta nos moviliza hacia la fijación de algún criterio superior que establezca con cierta nitidez y exactitud aquello que debe ser en relación con lo que son o pueden ser los derechos positivos dotados de realidad histórica, y es, junto a la pregunta por el concepto de Derecho, una de las que más ha preocupado a los juristas y filósofos de los tiempos y lugares más diversos.
No faltan autores, por ejemplo Kelsen y Radbruch, que propugnan como tarea propia, específica e incluso única de la Filosofía del Derecho, la de atender al problema de la justicia, ocupándose de establecer no qué es Derecho, sino qué debería ser Derecho, y trabajando, en suma —con el auxilio de la Política jurídica—, no con el Derecho que es, que rige efectivamente en un determinado tiempo y lugar, sino con el Derecho que debe ser, que debería ser establecido y regir como tal, configurando de este modo nuestra disciplina como una “teoría del Derecho justo”, según palabras de Stammler.
También Dworkin sostiene que a la Filosofía del Derecho compete mostrar cómo el Derecho puede desarrollarse en dirección a la justicia. En uno de los acápites finales y más logrados, incluso más bellos, de su libro El imperio de la justicia, acápite que él titula Los sueños del Derecho, el autor norteamericano convoca a los filósofos del Derecho a plantear un desafío al Derecho actual y a concebir un mejor Derecho futuro, calificando a los filósofos del Derecho como “novelistas en cadena”, con variadas epopeyas en mente, que conciben su labor como un despliegue a través de infinitos volúmenes que pueden tardar varias generaciones en ser escritos, y saben además —cito textualmente— “que cada uno de sus sueños está latente ya en el Derecho actual y que cada sueño puede ser, en última instancia, el futuro del Derecho”.
La persistencia de la pregunta por la justicia puede ser un resultado del hecho indesmentible de que el hombre, junto a su facultad de conocer, cuenta también con una determinada aptitud para valorar. “Todo hombre, por naturaleza, apetece saber”, dice Aristóteles en tanto Zubiri en nuestro tiempo, añade que “la conciencia del hombre no es sólo conciencia cognoscente, también conciencia moral”.
El Derecho es por cierto uno de aquellos fenómenos que el hombre no se limita a conocer. Se trata de algo que los hombres también enjuician o valoran a la luz de algún determinado criterio de lo que cada cual entiende como lo debido a lo que debe ser.
Necesitamos conocer el Derecho, esto es, cada ordenamiento jurídico en particular, para saber así qué es lo que ese Derecho demanda de nosotros en términos de comportamientos que debamos o no emitir. Pero precisamos, igualmente, poder valorar ese mismo Derecho, tanto cuando se trata de un mero proyecto como cuando nos rige ya de hecho, porque estamos advertidos acerca del carácter coercible de sus normas y de la consiguiente posibilidad de vernos privados de ciertos bienes, tales como la vida, la libertad, el patrimonio o el honor, en caso de que no ordenemos nuestra conducta a las prescripciones del Derecho de que se trate.
El Derecho nunca puede dejarnos indiferentes. Queremos saber cómo es, pero también cómo debería ser. Queremos, en suma, que él responda a lo que en general podemos llamar nuestros criterios o ideales de justicia. Necesitamos instalarnos ante el Derecho no únicamente con fines de conocimiento, sino premunidos también de algún propósito estimativo acerca de lo que deberían ser sus normas e instituciones.
Si bien los juristas suelen confinarse a una función de mero conocimiento y exposición acrítica de un determinado derecho vigente, ello no impide que, a la vez, puedan y deban llevar a cabo una crítica moral y política del Derecho vigente y de las autoridades y órganos encargados de su producción.
Ahora bien, si llamamos juicios de justicia a aquellos que, enunciados sobre la base de un determinado ideal de justicia, califican de justa o injusta la actividad de las personas, autoridades y órganos encargados de la producción del Derecho, a la vez que el contenido de las normas que son el resultado de esa misma producción, lo cierto es que tales juicios resultan posibles sobre la base de tres supuestos, a saber, primero, que exista un determinado Derecho positivo con realidad histórica, al que se tratará, precisamente, de evaluar en su justicia o injusticia; segundo, que exista un determinado criterio o ideal de justicia, por referencia al cual ese Derecho positivo podrá finalmente ser calificado de justo o injusto, y, tercero, que exista un sujeto interesado en llevar a cabo la contrastación entre el ideal de justicia escogido y el Derecho positivo de que se trate, a fin de verificar el grado en que este último realiza dicho ideal.
De esos tres supuestos necesarios para que puedan tener lugar los juicios de justicia, no cabe duda que el más problemático es el segundo, o sea, el que dice relación con la determinación de un criterio de justicia que permita llevar a cabo esa evaluación positiva o negativa a que esta clase de juicios puede ser finalmente reducida.
A nuestro entender la historia de las ideas jurídicas, políticas y morales enseña que los hombres han forjado siempre ideales de justicia. Esa misma historia muestra enseguida que los hombres no han elaborado uno, sino múltiples ideales de justicia. Por último, es posible advertir también que a la multiplicidad de ideales de justicia se añade la diversidad de los mismos, en cuanto sus contenidos no son siempre similares y resultan a menudo contrapuestos e incompatibles entre sí.
Por lo demás, esta diversidad de ideales de justicia no es únicamente histórica y cultural, o sea, no se manifiesta sólo en el evidente cambio que esos ideales experimentan según las distintas épocas y lugares. Tal diversidad se expresa también en la pluralidad de ideales o criterios de justicia que coexisten en un mismo tiempo y espacio. De este modo, es obvio que nuestras actuales ideas o convicciones acerca de lo justo no son similares a las que tuvieron en su momento los chilenos que habitaron esta tierra, por ejemplo, a mediados del siglo pasado. Pero esas ideas y convicciones que hoy tenemos acerca de la justicia tampoco son uniformemente compartidas por todos nuestros connacionales, sino que es posible advertir que éstos, según las convicciones de cada cual, adhieren a diversos y contrapuestos ideales de justicia, todo lo cual se manifiesta, por ejemplo, en los diferentes programas de gobierno de la sociedad que se ofrecen a la gente y por los cuales los ciudadanos votan periódicamente con el propósito de hacer triunfar el ideal de su preferencia a fin de que sea éste, y no el de sus oponentes o adversarios, el que oriente e inspire las decisiones del gobierno.
Pues bien: de la existencia, multiplicidad y, sobre todo, de la diversidad de los criterios que acerca de lo justo han sido y son ideados históricamente, resulta a nuestro entender un problema crucial, a saber, el de si es o no posible fundar racionalmente la verdad y, por consiguiente, la preeminencia, de uno determinado de esos criterios de justicia sobre los restantes.
Una opinión, de la que puede ser un buen exponente el jurista italiano Giorgio del Vecchio, se inclinará por la respuesta afirmativa y admitirá en consecuencia, que es posible a la razón trazar, con validez universal, un ideal de justicia que permita valorar todo Derecho positivo. Otra opinión, de la que Kelsen puede ser arquetípico, sostendrá precisamente lo contrario y negará la posibilidad de una demostración racional que conduzca a la identificación de un determinado criterio de justicia como el verdadero mejor. Para Kelson, como es sabido, tras la formulación de los distintos ideales de justicia se esconden nada más que los intereses, las preferencias o cuando menos, la simple subjetividad de quien lleva a cabo esa formulación.
Por lo mismo, Del Vecchio puede decir que a la Filosofía del Derecho, entre otras tareas, corresponde la de “valorar el Derecho según el ideal de justicia trazado por la pura razón”. Kelsen en cambio, hacia el final de una obra dedicada al tema de la justicia, confesara que “en verdad no se si puedo decir que es la justicia, la justicia absoluta, ese hermoso sueño de la humanidad. Debo pues, darse por satisfecho con una justicia relativa y decir que es para mi la justicia”.
Esta diferencia de opiniones es iluminada por otro filósofo del Derecho contemporáneo —Herbert Hart—, cuando afirma que los que piensan que es posible a la razón humana acceder a ciertos criterios seguros acerca de lo que debe ser, dicen a los segundos, o sea, a los que niegan semejante posibilidad, “ustedes son ciegos”, mientras que éstos, por su parte, replican, con no menos énfasis, “ustedes están soñando”.
Ciegos y soñadores, entonces.
Yo no vacilo en contarme entre los primeros, y no por carecer de preferencias o de convicciones acerca de la justicia, sino porque entiendo que no dispongo de suficiente argumentación racional como para demostrar de modo inequívoco que tales convicciones y preferencias son las únicas correctas y que deberían, por tanto, ser compartidas por todos mis semejantes. Poseo determinadas convicciones, admito ciertas preferencias, procuro ciertamente argumentar en favor de ellas y convencer de su bondad a quienes me rodean, pero no puedo llegar hasta el punto de creer que quienes no las comparten viven simplemente en el error y, menos aún, que deberían ser de alguna manera forzados a adherir a ellas.
Lejos de ello, considero que la pluralidad, esto es, el mero hecho de la existencia de múltiples y contrapuestas visiones acerca de lo que debe ser, conduce mi espíritu al pluralismo, o sea, a la estimación de ese hecho como algo valioso para la dignidad y libertad de las personas, en tanto al pluralismo, por su parte, me lleva a la tolerancia, a saber, a la convicción de que todos los puntos de vista acerca de cómo debe ser organizada la sociedad tienen un mismo derecho a existir, de expresarse y de disputar pacíficamente las preferencias de la gente, mientras que la tolerancia, por último, me deja ya a las puertas de la democracia, esto es, de la única forma de gobierno que no tiene una respuesta de antemano acerca de qué persona o grupo debe gobernar la sociedad ni sobre cuál deba ser tampoco el programa de gobierno, y que se atreve, por lo mismo, a entregar el poder a cualquiera que obtenga para sí la mayoría.
Pero la democracia es sólo el gobierno de la mayoría, no la tiranía de la mayoría. Ella no sólo tolera a la minoría, sino que la protege jurídicamente y permite que pueda algún día transformarse en mayoría y asumir el gobierno. Ella es, todo lo contrario de una tiranía, un eficaz antídoto contra esta, puesto que, como señaló tantas veces Popper, se trata de la única forma de gobierno que permite darse un gobierno y a la vez reemplazar a éste sin derramamiento de sangre. Ella, la democracia, es una forma de gobierno en fin, preocupada tanto de establecer las competencias del poder cuanto los límites de este.
7. DERECHO Y DEMOCRACIA
Fue también leyendo y enseñando la obra de algunos juristas, en particular la de los filósofos del Derecho que mencioné hace un instante, cómo pude conseguir lo que me parece una buena idea acerca de qué es finalmente la democracia como forma de gobierno de la sociedad. Me refiero, claro está, a la democracia de los modernos y no a aquella de la que hablaron los antiguos. Me refiero, en suma, a la democracia liberal, que presupone y a la vez garantiza y promueve unos derechos fundamentales de las personas, en especial los llamados derechos de libertad.
Asimismo, he procurado transmitir y discutir esa idea de la democracia con ocasión de diversos cursos universitarios, especialmente a fines de la década pasada, puesto que había entonces entre nosotros bastantes confusiones sobre el tema y no eran pocos los que consumían ríos de tinta para convencernos de que nada bueno podía esperarnos como sociedad si es que nos empeñábamos en restablecer un régimen democrático de gobierno.
Hoy las cosas son diferentes y hay quienes llegan incluso a conjeturar algo así como el fin de la historia, a partir, precisamente, del auge y prestigio mundial de la democracia como el ordenamiento político posiblemente más justo de cuantos han sido ensayados en el devenir de nuestras sociedades occidentales.
A veces, sin embargo, pienso que los enemigos de la democracia esperan tan sólo su próxima oportunidad. Hoy pueden aparecer de su lado y hasta participar con entusiasmo y algo de mala memoria en las instituciones democráticas, pero en su más secreta intimidad continúan posiblemente añorando la sociedad de Platón. Aquella en la que no debe gobernar la mayoría, sino los mejores. Aquella que no tolera la diversidad ni la incertidumbre y que postula un mundo de creencias, igualadas por la mano severa del que ha conseguido plena certeza acerca de cómo deben pensar y vivir no sólo él, sino todos sus semejantes. Aquella sociedad, en fin, que desprecia las discusiones y los compromisos que promueve la democracia y desearía dejar brillar únicamente la verdad, para salvación de quienes vean su luz y condena de los que percibimos apenas su claroscuro.
Pero volvamos a la idea de democracia que mencionamos antes y que debemos a algunos filósofos del Derecho. Resulta tal vez curioso, pero los más importantes filósofos del Derecho del presente siglo —Kelsen, Radbruch, Alf Ross y Norberto Bobbio—, realizaron todos alguna contribución bibliográfica relevante en tomo al problema del concepto, fundamento, alcance y futuro de la democracia como forma de gobierno.
Radbruch lo hizo en algunos notables artículos de la década del 30. Kelsen, aún antes, en su librito Esencia y valor de la democracia. Ross, por su parte, consiguió despejar muchas preguntas sobre la materia en la obra, de 1952, que él tituló: ¿Por qué democracia? En fin, Norberto Bobbio escribió El futuro de la Democracia, pero es autor, asimismo, de un texto que leyó providencialmente en Valparaíso, el año 1986, y en el que, valiéndose de sus conocimientos de Historia, Derecho y Teoría política, pudo explicar, con la claridad de un auténtico maestro, de qué hablamos hoy cuando mencionamos la democracia como la forma de gobierno que deseamos para nuestras sociedades.
De esos autores, como también de Karl Popper, he aprendido que tenemos algo así como buenas razones para preferir la democracia sobre las restantes formas de gobierno, en especial porque ella ha podido acreditarse históricamente como la que mejores resultados puede exhibir en cuanto a reconocer, proteger y facilitar el desarrollo de la libertad.
Sin embargo, no debemos ver en la democracia una forma de gobierno que pueda realmente colmar todas nuestras expectativas. Popper, por ejemplo, tal vez no la consideraría una forma de gobierno, sino una simple manera de organizar el Estado de modo que los gobernantes ineptos no causen males excesivos y puedan ser reemplazados sin necesidad de recurrir a la violencia. En una entrevista que concedió a un diario español en 1991, Popper pidió enseñar a los niños, ya en la escuela, que el sistema democrático no es el del gobierno del pueblo, sino un sistema por el cual el pueblo puede echar al gobierno, concluyendo que lo esencial de este sistema es que constituye un medio para evitar la tiranía. La democracia, cree este autor, no es un medio para organizar sociedades perfectas, sino sólo sociedades libres, y aquel que pretenda conseguir una sociedad perfecta estará seguramente en contra de la democracia, aunque tampoco conseguirá nada mejor. “La política consiste —concluyó Popper— en elegir el mal menor”.
Ideas como ésa, unidas a un intento de observar lo mejor posible cómo funcionan las cosas en la realidad, me llevó alguna vez a vincular dos palabras: democracia y decepción. ¿Por qué, se preguntarán ustedes, presentar unidas ambas palabras, si una de ellas—democracia— eleva nuestro espíritu, mientras la otra —decepción— nos lo decae y ensombrece?
Permítanme explicar brevemente este punto.
Si en toda sociedad es necesario tomar decisiones colectivas, esto es, vinculantes y obligatorias para todos los miembros de la sociedad de que se trate, de modo que ésta pueda, tanto en lo externo como en lo interno, sobrevivir y desarrollarse como tal, entonces parece ineludible hacerse la pregunta acerca de quién estará facultado para tomar ese tipo de decisiones, o sea, acerca de quién gobernará la sociedad. Los distintos sistemas de gobierno procuran dar una respuesta a esa pregunta. Pero el solo hecho de admitir que la pregunta es legítima, o, cuando menos, inevitable, trae consigo una cierta decepción, a saber, la que consiste en reconocer que nuestro sentido e impulso de la libertad, que nos llama a no obedecer más que a nosotros mismos, tiene los límites que impone, de hecho, la existencia de decisiones cuya validez y obligatoriedad serán generales y comunes para todos y que nadie tomará individualmente por sí mismo.
Si lo que caracteriza entonces los distintos sistemas de gobierno es que todos ellos dan alguna respuesta a la pregunta acerca de quién debe gobernar, lo que distingue a la democracia dentro de tales sistemas, es que ella no sabe quién debe gobernar, esto es, carece de una respuesta asumida de antemano, y no dice, por ejemplo, que deba gobernar tal o cual persona o grupo, ni tal individuo que se halla ligado a otro por determinado vínculo de sangre o de parentesco, ni tal partido, ni tal clase social, ni tal casta profesional, militar o religiosa cualquiera.
La democracia responde, simplemente, que deben gobernar las mismas personas que quedarán luego vinculadas por las decisiones de gobierno; por ejemplo, toda la población adulta, aunque actuando para ello sobre la base de determinaciones de mayoría.
Esto último suena satisfactorio para todos, porque todos gobernarán, pero la verdad es que, imposibilitada la gente para estar reunida de manera permanente en asamblea para adoptar decisiones colectivas directamente o bien por medio de referéndumes, lo cierto es que debe el pueblo resignarse a tomar decisiones no por sí mismo, sino por medio de representantes, lo cual trae consigo que en una democracia no pueda decirse que sea el pueblo el que gobierna, sino tan sólo que el pueblo es llamado periódicamente a elegir al que gobierna. Esta inevitable intermediación que significa introducir la figura de los representantes trae posiblemente consigo otra decepción, a saber, la de que no es en propiedad el pueblo el que decide, sino los representantes que éste elige con ese fin.
Y aquí entra todavía algo más: en una democracia gobiernan todos, pero, de hecho, y también de derecho, gobierna únicamente quien o quienes hayan obtenido para sí la mayoría, aunque es cierto, por otra parte, que el que manda, si bien puede exhibir algo así como un derecho a ejecutar su programa de gobierno, debe a la vez proceder con respeto por los derechos de la minoría, en especial el de llegar esta última a transformarse en mayoría y a ganar el poder para sí.
En consecuencia, si las minorías quedan con menos poder, o simplemente fuera de él, la mayoría, por su lado, tampoco puede hacer lo que quiera desde el poder. La democracia es sólo gobierno de la mayoría, no tiranía de la mayoría. Mayoría y minorías vuelven así a tolerar una nueva decepción como consecuencia de las reglas del juego democrático.
Además, la experiencia real de cualquier democracia demuestra que la mayoría no impone siempre ni necesariamente todos sus puntos de vista acerca de todos los asuntos de gobierno, sino que, a fin de dar mayor estabilidad a sus decisiones, o por cualquier otra causa, busca acuerdos con los grupos políticos de minoría, esto es, negocia con ellos, en especial cuando se trata de legislar sobre materias que requieren de quórum parlamentario que la mayoría no puede formar por sí sola.
Así, las decisiones que finalmente se adoptan en una democracia no se corresponden muchas veces con el planteamiento que inicialmente tenía la mayoría ni, tampoco, con el que poseía por su parte la minoría, sino con un punto de vista o resultado que ésta y aquélla puedan razonablemente compartir, lo cual implica, como es obvio, que ambas cedan algo desde sus respectivas posiciones originarias. En otras palabras: en una democracia, sobre todo en lo que se ha dado en llamar una democracia de los acuerdos, nadie realiza plenamente la totalidad de sus deseos, en tanto se admite que a veces es mejor no imponer una determinada decisión, a pesar de que se cuente con la fuerza electoral y parlamentaria para ello, sino que se busca, a través de la discusión y compensación, un resultado que pueda ser compartido por la mayor parte.
En suma: todos sabemos que la democracia es una forma de gobierno que se relaciona con la igualdad, la libertad, el pluralismo y la tolerancia, o sea, con un conjunto de valores que nos interesa preservar y desarrollar, y que son los que, a fin de cuentas, nos dan algo así como buenas razones para preferir la democracia a otros sistemas de gobierno que vulneran esos mismos valores o dificultan su expansión. Pero este es un lado de la moneda. Del otro hay que estar conscientes de que la democracia es también el sistema de gobierno que, al impedir la total realización de las expectativas de cualquier grupo determinado de la sociedad —incluso del que gobierna—, controla y regula estas mismas expectativas y empuja, tanto a unos como a otros, a combinar sus aspiraciones con las de los demás.
Admitir por último, que la democracia se relaciona en tales sentidos con la decepción no es, por cierto, una invitación a decepcionarnos de la democracia, sino un intento por comprender mejor la naturaleza Y los límites de ésta de modo de no cifrar en ella esas falsas ilusiones que más tarde, al no poder realizarse, sí que precipitan a la gente y a las sociedades en un desencanto nada positivo. Tal vez en esto pensaba Raymond Aro cuando escribió que la democracia es el único sistema político que nos enseña que la historia de los pueblos está escrita en prosa y no en verso.
Una persona adulta, en fin, no es aquella que consigue llevar una vida sin decepciones, sino tan sólo la que aprende a vivir con éstas. Del mismo modo, las sociedades que aspiran a gobernarse democráticamente deben aprender también que nuestros sueños e ideales colectivos, por muchos que sumen quienes los comparten, se realizarán siempre, no obstante, sólo en una cierta proporción.
Nada de ello, sin embargo, constituye un motivo suficiente para deponer tales sueños e ideales ni para decretar, corno tantos se han apresurado a hacer, el llamado fin de las ideologías. La libertad, pero también la igualdad, tal como procuraremos argumentar más adelante en este mismo discurso, continuarán siendo valores y metas que movilizarán la voluntad de las personas. A veces parece que marcháramos con la idea incluso de que nos aproximarnos a una cierta ciudad prometida. Pero las ciudades prometidas no existen, al menos en esta tierra. Por eso, siempre será necesario volver a reanudar la marcha, una vez que hayamos aprendido de nuestros propios errores e ilusiones. Hasta un libro contemporáneo tan optimista como El fin la historia, de Francis Fukuyama, no puede menos que admitir, en la última de sus páginas, que no podemos saber con certeza si los ocupantes de las carretas que avanzan en caravana hacia la ciudad prometida —en este caso la democracia y la economía libre—, llegados finalmente a ella y después de echar una ojeada al nuevo paisaje, no lo encontrarán a su gusto y posarán la mirada en otro viaje nuevo y más distante.
8. DERECHOS HUMANOS Y FILOSOFÍA DE LA LIBERTAD E IGUALDAD
En lo que concierne ahora a los llamados derechos humanos, una materia a menudo presente en los programas de la asignatura, he aprendido que, ya sea que se los considere derechos naturales, derechos morales, o derechos simplemente históricos, está demostrado que los hombres han debido luchar para que se los reconozca, consagre y proteja de manera efectiva, y que el Derecho positivo, tanto nacional como internacional, presta actualmente a esos derechos una base de sustentación objetiva que por sí sola no garantiza la plena vigencia de los mismos, pero sin la cual ellos no pasarían de constituir expresiones más o menos inciertas y difusas de nuestras concepciones acerca de la dignidad del hombre y de las condiciones en que este debe vivir y desarrollarse.
Por lo mismo, de todos los procesos por los cuales han atravesado los derechos humanos desde que empezó a hablarse de ellos a inicios de la modernidad, el de la positivación de tales derechos, esto es, el proceso en virtud del cual los derechos del hombre se han ido incorporando al Derecho positivo interno de los Estados, y más tarde al Derecho internacional que se forma por acuerdos de estos últimos, constituye, sin lugar a dudas, uno de los más importantes, tanto que en nuestros días es posible hablar con propiedad de un auténtico Derecho positivo de los derechos humanos.
Hemos aprendido sobre este tema que las distintas maneras de fundamentar los derechos humanos, o sea, que los diferentes modos de explicar qué son a fin de cuentas estos derechos y en virtud de qué representan exigencias universales de carácter a la vez perentorio e insoslayable, es una materia que divide visiblemente las opiniones de los autores.
Algunos creen encontrar ese fundamento en un Derecho natural, anterior y superior a los ordenamientos jurídicos positivos, y consideran que los derechos humanos, en consecuencia, son derechos naturales de que los hombres nos hallaríamos provistos aun en el caso de que el Derecho positivo que nos rige callare completamente acerca de su existencia y protección. Otros ven ese fundamento en la moral y afirman, por lo mismo, que los derechos humanos son derechos específicamente morales. Hay quienes, en fin, se remiten a la historia cuando se les pregunta por el fundamento de esta clase de derechos, y responden entonces que se trata tan sólo de derechos históricos, o sea, de ciertas prerrogativas de mayor importancia que los hombres han conseguido incorporar al patrimonio jurídico de la humanidad, y al de cada sujeto en particular, como resultado de la lucha llevada a cabo para conseguir una mejor y a la vez más plena y eficaz realización de valores tales como la libertad y la igualdad.
Hemos aprendido, en fin, que esas diferentes fundamentaciones que se ofrecen para los derechos humanos, por mucho que uno pueda sentirse más próximo a una determinada de ellas —y yo no oculto mi inclinación por la tercera de las nombradas—, pueden ser vistas como distintas maneras de argumentar en favor de los derechos del hombre, y, en tal sentido, de todas ellas podría afirmarse, si no que son simultáneamente correctas o verdaderas, que resultan las tres igualmente útiles y dotadas cada cual de algún grado de eficacia en relaciona con el punto que realmente interesa, a saber, que estos derechos sean efectivamente reconocidos Y protegidos en todos los lugares de la tierra.
Tengo dudas, incluso, de si acaso puede existir algo así como un mismo tipo de fundamento para unos derechos de suyo heterógenos, como son, en verdad, los así llamados derechos humanos, porque lo que denominamos de este modo alude a una realidad en la que concurren, simultáneamente, auténticos derechos en sentido subjetivo, pero también libertades, principios generales, bienes e incluso aspiraciones colectivas desprovistas de una auténtica tutela jurisdiccional y que orientan, no obstante, las decisiones colectivas tanto del gobierno como del parlamento y de los órganos de la administración de justicia. Tengo dudas, además, de si la propia opción que he preferido, esto es, la fundamentación historicista de los derechos humanos, constituye propiamente eso, un modo de fundamentar tales derechos, o únicamente una perspectiva desde la cual pueden ser ellos explicados en su aparición y posterior expansión y desarrollo. Menos dudas tengo, en todo caso, acerca de lo que mencionamos hace sólo un instante, a saber, que todas las distintas maneras de fundamentar o de explicar los derechos humanos son bienvenidas en tanto cada una de ellas se presenta como un discurso a favor de la causa de esta clase de derechos.
Por otra parte, en un trabajo reciente, publicado por la revista Atenea, de la Universidad de Concepción, me pregunté acerca de qué derechos humanos tendremos el próximo milenio. Descontado que no comparto demasiado la obsesión algo neurótica de nuestra época por el futuro, y que comparto todavía menos la creencia algo supersticiosa acerca de que algo terminará efectivamente a fines del presente siglo y que algo será propiamente inaugurado en el próximo, lo cierto es que la pregunta antes mencionada me pareció una buena manera de orientarme hacia lo que más tarde fue la siguiente conclusión.
¿Qué derechos humanos tendremos el próximo milenio?
Mi conclusión al respecto quiere sugerir, simplemente, que con toda probabilidad continuará adelante el proceso de expansión de los derechos del hombre, esto es, que nuevos derechos se incorporarán al catálogo de los derechos humanos, pero que, con todo, nuestra principal preocupación al dar inicio a un nuevo milenio debería consistir antes en procurar hacer realidad nuestros actuales derechos para el mayor número posible de personas que en imaginar o fantasear sobre los derechos del porvenir, colaborando de ese modo a superar la contradicción —denunciada por Bobbio— “entre la literatura enaltecedora del tiempo de los derechos y la denunciante del conjunto de los sin derechos”. Esta orientacion que propongo nos parece tanto más exigible a propósito de los así llamados derechos económicos, sociales y culturales, especialmente en países como el nuestro, donde continúan presentándose como meras disposiciones programáticas, cuando no como simples declaraciones de buenas intenciones, y, por lo mismo, tienen mucho de derechos en el papel. Es preciso, pues, que esta categoría de derechos humanos pase pronto de estar meramente declarada y de ser de hecho reivindicada a hallarse efectivamente reconocida y tutelada.
Lo anterior supone, como es evidente, reponer ante nosotros la importancia de un valor hoy por hoy debilitado en el discurso público y en los programas que ofrecen los distintos actores y partidos políticos. Me refiero, claro está, a la igualdad, aunque no en sus aspectos puramente jurídicos y políticos, sino también en su dimensión material. La igualdad jurídica y política registra sin duda grandes avances desde que fue proclamada hace sólo dos siglos. Somos efectivamente iguales ante la ley y tenemos además el derecho a elegir y a ser elegidos para cargos de representación popular por medio de elecciones periódicas en las que el voto de cada cual cuenta por uno. Sin embargo, dicha igualdad jurídica y política suele darse de la mano con una profunda desigualdad de la gente en sus condiciones materiales de vida, con un cuadro, en suma, donde vemos, por un lado, la vida notablemente dulce de unos pocos y, por el otro, la existencia demasiado dura y amarga que debe arrastrar la mayoría; donde se percibe, por un lado, el despilfarro de riquezas, y, por otro, la pobreza extrema; donde asistimos a una fuerte contraposición entre derroche e indigencia; donde, en fin como decía en su tiempo Adam Smith, “continúa habiendo ricos que se vanaglorian de su riqueza, mientras los pobres continúan avergonzándose de su pobreza y sintiéndose invisibles para los demás hombres”.
En consecuencia, no exageraba, creo yo, el ex primer mandatario de uno de nuestros países, cuando, al recibir a un jefe de Estado europeo, se preguntó a sí mismo, en medio de su discurso de bienvenida, acerca de “cuánta pobreza puede tolerar la libertad”.
Tampoco resulta desproporcionado lo que nos recuerda Bobbio en una entrevista muy reciente, a saber, que en el mundo global “la sociedad de los privilegiados es, como máximo, la de un décimo de los hombres”. Y concluye el autor italiano: esos privilegiados “son los que viven en una balsa en el planeta de los náufragos”, por retomar el título del libro de Latouche”.
Bobbio va todavía más lejos. En su más reciente libro, publicado el pasado año, cuando su autor contaba ochenta y tres, rescata, atrevidamente la distinción entre derecha e izquierda, que tantos, desde uno y otro lado, han querido archivar en nuestros días por anacrónica. “a los que me preguntan dónde está la diferencia entre derecha e izquierda —dice Bobbio—, les respondo con un ejemplo sencillísimo: “El gobierno debe encontrar algunas decenas de miles de millones de libras para equilibrar las cuentas del Estado. Si esos millones serán sacados preferentemente de los bolsillos de los trabajadores, la operación será de derecha; si saldrán de las cajas de los ricos, *será de izquierda. Los que niegan esta distinción son generalmente gente de derecha. Ni de izquierda ni de derecha, dicen, porque estamos todos en la misma barca. Pero, casi siempre, los que dicen están en el puente de mando”.
Si hemos presenciado ya en buena parte de la tierra el triunfo de los derechos personales, a cuya base esta el valor de la libertad, debiéramos avanzar con mayor decisión para conseguir la similar victoria de los derechos económicos, sociales y culturales, a cuya base está, por su parte, el valor de la igualdad. Si fuimos capaces de tomarnos en serio esa primera categoría de derechos humanos, debemos ahora hacer otro tanto con la segunda de ellas y desarrollar acciones más eficaces que propendan a una mayor igualdad material mínima de la gente. No, por cierto, a la igualdad de “todos en todo”, sino, meramente, a la igualdad, “de todos en algo”. Y ese algo no pueden ser sino las necesidades básicas ·o fundamentales, o sea, aquellas que “son sustancialmente idénticas para todos en una determinada sociedad y ·en un determinado momento”, según palabras nuevamente de Bobbio, aunque con la prevención, por cierto, de que no se trata de que todos satisfagan sólo sus necesidades básicas, sino que todos encuentren satisfacción a los menos a sus necesidades de ese orden, con lo cual, en suma, el ideal de la igualdad en el terreno material queda suficientemente diferenciado de ‘las propuestas del igualitarismo, entendido este último como simple aspiración a la uniformidad.
Los liberales se han batido tradicionalmente por la libertad. Los socialistas· han hecho lo propio por la igualdad. Los primeros han creído, muchas veces, que la libertad de las personas sólo es posible al precio de que se mantenga un cierto nivel de desigualdades en el terreno material o, lo que equivale a lo mismo, que todo avance deliberado en favor de una mayor igualdad acaba siempre cercenando la libertad. Los segundos creyeron firmemente que para conseguir la igualdad en las condiciones de vida de la gente era preciso limitar y hasta sacrificar la libertad en nombre de aquélla o, lo que es lo mismo, pensaron que toda concesión a la libertad de las personas, en especial en el campo de la actividad económica, traería inevitablemente consigo una profundización de las desigualdades sociales y materiales.
Los liberales han producido así sociedades desiguales, mientras que los socialistas instauraron sociedades en las que los individuos no gozaron de auténtica libertad. Llevados de este modo al extremo, los ideales de la libertad y de la igualdad parecen excluirse.
Pero el liberalismo y el socialismo provienen de una misma matriz histórica y de pensamiento y no tiene por que parecer disparatada una doctrina que llame hoy a batirse tanto por la libertad como por la igualdad, y que asuma entonces como el auténtico desafío de nuestras sociedades la búsqueda de formas políticas y económicas que, sin ignorar los roces e incluso las colisiones que pueden producirse entre ambos valores, apunten a la mejor y más justa conciliación posible de conseguir entre ambos.
Ross, Dworkin, Rawls, el propio Bobbio, son filósofos del Derecho de nuestro tiempo que cada cual a su modo, han llamado a batallar en favor de ambos valores, porque tanto la libertad como la igualdad forman parte del estilo de vida más humano que ha de prevalecer en cualquier sociedad decente y cohesionada.
De este modo, si en el transcurso de la Revolución francesa, como dijo Lord Acton, “la pasión por la igualdad hizo vana la esperanza de la libertad”, en el devenir de lo que hoy se denomina a veces la “revolución neoliberal” habría que postular que las aspiraciones por una mayor libertad no caduquen los legítimos deseos por una sociedad más igualitaria. Esto último significa que la desigualdad no tendría ya que ser vista como la inevitable sombre negra que proyecta el reinado de la libertad, sino como una imperfección de la propia libertad, porque las desigualdades más manifiestas e injustas en las condiciones de vida de la gente, para quienes las padecen, pueden tornar casi completamente ilusorio y vacío el disfrute y ejercicio de las propias libertades. Recíprocamente, como se lee en el discurso de ingreso del miembro de número de esta Academia, Manuel de Rivacoba, a la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, “sólo viviendo en libertad y compartiéndola con todos, sólo desde y en la libertad, no resultan un ludibrio y a la postre un sarcasmo trágico la igualdad y los intentos y esfuerzos por lograrla, y cobra sentido y resulta asequible la fraternidad”.
Libertad, igualdad y fraternidad, proclamaron en su momento los revolucionarios franceses·. Tal vez la fraternidad, esto es, la unión y la buena correspondencia entre los que son o .a ,lo menos se miran como hermanos, pueda constituir el puente que se necesita tender entre la libertad y la igualdad, a fin de que, reconociéndose distintas, no se repelan, y propendan, en cambio, junto con preservar sus respectivas autonomías, a ceder cada cual de su en la proporción justa que permita la realización simultanea de la otra.
No es un jurista, sino un poeta —otra vez Octavio Paz—, quien abrevia esa misma idea. “He criticado al socialismo (o lo que se ha hecho pasar por tal)” expresó en una reciente entrevista. Y añadió lo siguiente: “ahora déjenme decirles que al liberalismo actual le faltan muchas cosas, sin las cuales la vida no es digna de ser vivida. Si pensamos en aquella tríada con la que comienza el mundo moderno, la libertad, igualdad y fraternidad, vemos que la libertad tiende a convertirse en tiranía sobre los otros; por lo tanto, tiene que tener un límite; la igualdad, por su parte, es un ideal inalcanzable a no ser que se aplique por la fuerza, lo que implica despotismo. El puente entre ambas es la fraternidad, la gran ausente en las sociedades democráticas capitalistas. La fraternidad es el valor que nos hace falta, el eje de una sociedad mejor. Nuestra obligación es redescubrirla y ejercitarla”.
Para conseguir ese sueño, para tener sociedades más igualitarias, para hacer realidad los derechos económicos, sociales y culturales y evitar que éstos continúen siendo cartas a Santa Claus, como expresó alguna vez con ironía Jeanne Kirkpatrick, es preciso conseguir en Latinoamérica, ahora en palabras de Carlos Fuentes, “que nuestra imaginación política, económica e incluso moral, iguales algún día a nuestra imaginación verbal”, esforzándonos, como dice por su parte Fernández Retamar, “por poner algún día nuestras ciencias sociales a la altura de nuestra novela y de nuestra poesía”.
9. SEGUIR ADELANTE
Sé perfectamente que esta intervención ha tomado ya demasiado tiempo. Les pido excusas por ello y manifiesto la esperanza de que, además de extensa, no haya resultado para ustedes tediosa ni menos, intolerable. En ocasiones como éstas cabe únicamente hablar de lo que se sabe, y, acaso, de lo que tan sólo se conoce.
Por otra parte, más cosas de las dichas hoy aquí he podido ciertamente aprender enseñando Filosofía del Derecho. Hemos referido apenas las que consideramos más importantes. En cuanto al futuro, sólo cabe disponernos a seguir adelante, porque este oficio de enseñar es de aquellos que no deben ser dejados sino en el momento en que uno considere que ya no es posible aprender de él al practicarlo. En el mismo instante en que un profesor descubre que ya no aprende cuando enseña, sino que meramente repite lo sabido, debe hacerse a un lado y dejar a otros con la palabra.
Pero aprender con motivo de la enseñanza no es algo que dependa únicamente del estudio que uno debe hacer, constantemente, con motivo de esa actividad. Aprender de lo que enseñamos depende también de la actividad que los estudiantes desplieguen en torno a nosotros. De sus preguntas, de sus interpelaciones, de sus críticas, de todo lo que nace de ellos y nos remite nuevamente al examen, a la reflexión, al estudio. Por eso, quisiera expresar ahora una gratitud que se dirige no sólo a quienes me enseñaron en su hora como profesores, sino muy especialmente, a quienes me han permitido continuar aprendiendo en su condición de alumnos de los cursos universitarios que he debido dar aquí y allá.
“…Y así seguimos, luchando como barcos contra la corriente, atraídos incesantemente hacia el pasado”. Cito a menudo, porfiadamente, esa frase algo melancólica con la que termina una de las mejores novelas de nuestro siglo.
Hace justo veinte años, cuando redactaba mi tesis doctoral en Madrid, desde la mesa de escribir veía primero elevarse y luego buscar su rumbo los aviones que salían del aeropuerto de la ciudad. Dejaban casi siempre una larga estela blanca que cruzaba un cielo a menudo muy azul y sus alas destellaban a causa del sol que las abrazaba en pleno vuelo. No estaba para nada solo en ese cuarto y, sin embargo, no podía evitar sentir en tales ocasiones el conocido aguijón de la nostalgia. Apuraba entonces la escritura y procuraba anticipar de ese modo el deleite del regreso.
Pues bien: si la Filosofía del Derecho, tal como advertimos al comienzo de estas palabras, hace de quien la cultiva un viajero, no un simple turista, yo descubría en esas tardes frente a la ventana que en punto a mis sentimientos por las personas que había dejado aquí no podía presumir de ser un viajero que se interna cada vez más sin pensar en el retorno. Yo era, en tal sentido, apenas un turista que acariciaba de vez en cuando el billete de regreso.
¿Por qué todo eso?, preguntarán ustedes.
Lo supe entonces con claridad y me alegra poder decir que continúo sabiéndolo: necesitaba de mis amigos, de ustedes, de quienes han tenido la bondad de acompañarme hoy en un acto que, al estar inspirado sólo por el afecto, el compañerismo y la buena voluntad, deberíamos impedir que se nos transformase en una simple ceremonia.