Discursos de incorporación

Para una historia de la idea del hombre

jose miguel ibanez

Discurso de incorporación de José Miguel Ibáñez Langlois como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

Recibo con gratitud, y a la par con cierta confusión, mi nombramiento como miembro de número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales. No ignoran ustedes que han sido más bien la crítica literaria, la poesía y la filosofía el objeto principal de mi actividad; es la generosidad de ustedes la que habrá divisado, en medio del discurso literario o filosófico de mi pluma, cierta preocupación específica por el destino social del hombre. Y es verdad que ni la literatura ni la metafísica serían tales de no abrirse a este destino, hoy tan problemático y oscuro. Es con el intento de contribuir a su clarificación que quisiera desarrollar, en esta oportunidad, lo que podríamos llamar unos apuntes sobre la historia de la idea del hombre. ¿Cómo se ha visto el hombre a sí mismo a través de las edades históricas? Creo que la respuesta a esta pregunta puede, aun hoy, iluminar los fundamentos de la antropología filosófica, esa ciencia rectora en la cual se apoyan, de distintas maneras, las ciencias que configuran el ámbito de esta Academia.

l. BOSQUEJO HISTÓRICO DE LA ANTROPOLOGÍA: LA ANTIGÜEDAD

Quisiera, pues, trazar ante ustedes un bosquejo -mínimo y esquemático, por cierto- de la historia de la antropología filosófica. El desarrollo de la idea del hombre, desde Grecia hasta la actualidad, suele describirse hoy con arreglo a dos principios de interpretación. Por una parte, se piensa que esta historia avanza en la dirección de una creciente autoconciencia humana, desde la indiferenciación primitiva del hombre con la naturaleza, hasta la exacerbada lucidez y conciencia de sí del hombre contemporáneo. Por otra parte, este proceso de ascensión de conciencia se describe como una sucesión contrastante de dos tipos de fases, las de seguridad y las de angustia: en las primeras, la antropología está cobijada dentro de la cosmología y de la metafísica, y se manifiesta en forma de grandes sistemas donde el hombre encuentra una definición y un lugar preciso en el universo (Aristóteles, Santo Tomás, Hegel); en las épocas de crisis, cuando los sistemas se derrumban, la antropología emerge corno la ciencia -o la duda- rectora, cobrando forma independiente como teoría del hombre trágico o problemático, y corno exaltación de la mismidad personal (Sócrates, San Agustín, Pascal, Kierkegaard). Aparte la índole simplificada de este doble principio, que no da cuenta de la complejidad real de la historia de las ideas, puede concedérsele algún crédito como esquema puramente descriptivo o funcional, es decir, siempre que se lo depure de todo juicio de valor. Pues hoy, a partir de nuestra propia situación de autoconciencia crítica, tendemos a considerar que el pensamiento antropológico ha “evolucionado” hasta nosotros, en forma perfectiva, y análogamente tendemos a valorar más los problemas que los sistemas, el cuestionamiento que la certeza: todo ello a favor del actual sentimiento trágico de la vida. Pero ese juicio de valor es sólo la expresión de nuestra propia crisis antropológica, y no puede erigirse en principio de interpretación de un pasado que en muchos sentidos nos supera.

No es efectivo que la verdad antropológica coincida con el mayor grado de autoconciencia, pues la subjetividad creciente es un “progreso” harto ambiguo. Si la conciencia diferenciada de sí es un avance en relación a la “hybris” primitiva, por otra parte la exacerbación de esa conciencia, desde el “cogito” cartesiano hasta el existencialismo actual, tiene mucho de enfermizo y descompuesto, y aun de ilusorio: el yo se crece a costa de las realidades objetivas que le dan sentido. Pero la intencionalidad o primacía del objeto real es lo propio de la conciencia sana: y la primacía de la metafísica sobre la antropología es lo propio de la cultura sana. Por otra parte, y análogamente, valorar más los problemas que las soluciones, la duda que la certeza, la angustia que la ciencia, es lo propio de una actitud escéptica, que puede tener cierto valor limitado como estímulo para el conocimiento (así la ironía socrática), pero no puede ser la vida esencial de la ciencia. De allí que la substancia de la antropología como saber filosófico se encuentre más en los sistemas clásicos que en las problematizaciones que éstos padecen en las épocas de crisis. De allí, también, que los momentos más altos en la historia de la antropología no tengan por qué coincidir con la enervada conciencia de sí y con la angustia crítica que caracteriza nuestro presente histórico.

Siguiendo, pues, en términos descriptivos y no axiológicos el esquema aludido, podemos condensar la historia del pensamiento antropológico occidental en tres grandes ciclos, precedidos y prolongados por sus correspondientes crisis. El pensamiento griego brota de la crisis socrática y se despliega en las grandes construcciones sistemáticas de Platón y Aristóteles, que se continúan en la antropología estoica, el neoplatonismo y la gnosis helénica. El pensamiento medieval nace del problematismo crítico de San Agustín, y se desarrolla en múltiples corrientes que reinterpretan a Platón y Aristóteles desde la fe cristiana, confluyendo en la grandiosa síntesis antropológica y metafísica de Santo Tomás de Aquino. Con el quiebre de la cultura medieval, la crisis religiosa y a revolución copernicana, el problematismo de Pascal abre paso a los grandes sistemas del racionalismo moderno, que culminan en Hegel. El impacto del evolucionismo y la lucidez crítica de un Kierkegaard inician, tras la superación de Hegel, un período que es todavía el nuestro, y del cual difícilmente podemos hacer historia. Demás está señalar el carácter enteramente esquemático, selectivo y simplificador de este bosquejo, que sólo persigue agrupar en grandes ciclos las concepciones antropológicas más relevantes de la historia occidental.

Sabido es que el hombre primitivo se sintió inmerso, solidario y en suma casi idéntico con la naturaleza, y sobre todo con el mundo animal y vegetal de su entorno. La conciencia de sí, germinal y borrosa, estaba aún sumergida en la conciencia de totalidades más amplias a las que el hombre se sentía pertenecer: la tribu, el ámbito vital, las fuerzas telúricas, el cosmos. Éste no es sólo un rasgo del hombre primitivo, sino también de momentos muy elevados de la cultura oriental, hasta el día de hoy. Así el humanismo moral chino y el panteísmo religioso hindú se fundan, en buena medida, en el sentimiento de la unidad casi indiferenciada del hombre con la naturaleza.

Los seres -mineral, planta, animal, hombre- se perciben en relación aditiva, enlazados por esencia en la totalidad de lo existente. Suele decirse que el hombre no se destaca netamente sobre la naturaleza hasta la culminación de la cultura griega clásica. Con todo, este juicio es válido sólo en el ámbito del pensamiento filosófico propiamente dicho; pues ya mucho antes de la época áurea de la cultura griega, en la historia original del pueblo judío, existió una experiencia del hombre como ser personal abierto a la trascendencia, que condiciona nuestra idea del hombre y del mundo hasta el día de hoy; sólo que este sentido antropológico permaneció implícito bajo una expresión religiosa, y sólo vino a formularse como “filosofía” en los siglos cristianos.

Los comienzos de la antropología griega están envueltos aún en las explicaciones míticas de la cosmogonía. Sobre este trasfondo, el “conócete a ti mismo” brota a la par como un mandato ético-religioso y como un alumbramiento especulativo. Se lo encuentra ya explícito en Heráclito, que es a la vez un filósofo “de la naturaleza” y un virtual “antropólogo”: “me he buscado a mí mismo”; ¿por muy lejos que vayas, no hallarás los límites del alma: tan profundo es su logos”. Pero la autorreflexión encuentra su forma madura en Sócrates, quien hace de ella –en oposición a los presocráticos o “naturalistas -, el centro y aun la totalidad del saber. Toda otra cuestión debe ser ahora despreciada o postergada en relación a ésta: ¿qué es el hombre? El Sócrates original nos plantea más bien la pregunta que la respuesta. Esta última se nos ofrece sólo en forma implícita: “una vida no examinada  no vale la pena de ser vivida”; el hombre es el ser que se pregunta por sí mismo, y accede a la respuesta por vía dialogal: el hombre es diálogo con el hombre sobre el hombre. Pero en esta sola indicación late ya, en forma germinal, la antropología toda: pues la facultad que hace posible la pregunta, el diálogo y la respuesta, convierte al hombre en un ser “lógico” y “ético” sujeto inteligente y moral; la reflexión platónica se encargará justamente de formular una teoría expresa de este atributo superior, la mente, al hilo de una metafísica de la verdad y del bien. 

El análisis de la razón humana, como potencia distinta de los sentidos, capaz de abrirse inmaterialmente a la forma y ser de las cosas tal como son en sí mismas, y de conocer por conceptos universales, es para Platón y Aristóteles el principio socrático de toda antropología, y también el fundamento de la ciencia, de la ética y de la teología. La filosofía de Platón proporcionará a la cultura occidental el repertorio ejemplar de las pruebas de la espiritualidad e inmortalidad del alma humana, de la existencia de Dios y de la objetividad del bien moral. Pues el descubrimiento de la inteligencia racional le lleva necesariamente a la afirmación de la divinidad, supremo bien del alma humana a la vez que principio ordenador de la armonía cósmica. La mente pensante del hombre participa de la naturaleza divina, y, por su pertenencia y vinculación inmaterial al mundo de las ideas, trasciende al cuerpo y al íntegro universo de las cosas que se mueven: el hombre es un espíritu alojado temporalmente en la “cárcel” del cuerpo. Este dualismo platónico volverá a aparecer una y otra vez en la historia del pensamiento europeo.

Aristóteles comparte, en general, los supuestos fundamentales de Platón; pero, convencido de la debilidad y límites del intelecto humano, y mejor fundado en el rigor del análisis empírico, recorta los vuelos del optimismo espiritualista de su maestro a favor de una antropología realista y unitaria. Por de pronto, y a partir de un depurado análisis del proceso cognoscitivo, reconoce que la inteligencia, aunque de suyo una facultad superior o inmaterial, sólo puede actuar a partir de los sentidos corporales, y por tanto que el alma depende del cuerpo y le está unido substancialmente. Así como la “forma” aristotélica es la “idea” platónica que ha descendido al mundo real y hace una sola cosa con la substancia o ente singular, del cual es su “acto” o principio configurador, análogamente, el “alma” aristotética ya no es un ente espiritual puro, sino el principio “formal” o “actual” del cuerpo humano; el hombre posee, pues, la misma estructura hilemórfica de los demás vivientes y aun de todos los seres naturales. El alma es, entonces, el primer acto o forma animadora del cuerpo orgánico; su principio intelectivo depende del cuerpo, aunque es, de suyo, inmaterial e inmortal. (Aristóteles afirma la inmortalidad impersonal del intelecto agente; sobre la suerte del alma individual tras la muerte, su juicio es incierto). Por el conocimiento, “el alma es en cierto modo todas las cosas” del universo; pero sólo llega a serlo a partir de la sensibilidad. El alma humana es para Aristóteles una sola, vegetativa, sensitiva e intelectiva: el principio único de la vegetación, la sensación y la intelección. Por cierto que este concepto antropológico no se entiende sino en relación al sistema compacto constituido por la lógica, la física, la biología, la metafísica, la teología, la ética, la política y la poética aristotélica, síntesis monumental del saber antiguo. Digamos, en suma, que de Aristóteles arranca la perdurable noción clásica del hombre como zoón ekonlogou, el animal con lenguaje y pensamiento, el animal rationale, fórmula tan discutida como se quiera a partir del siglo XIX, pero aún hoy vigente como escueta definición esencial (por el género próximo y la diferencia específica).

No se trata, en esta definición, de señalar sólo los límites empíricos que separan al hombre de los animales superiores; partiendo de una consideración empírica, este concepto griego alcanza una dimensión metafísica, en cuanto contrapone al hombre con toda la naturaleza infrahumana en general, y lo relaciona -mediante el logos- con el Theos o fundamento del cosmos. El principio o forma activa de la naturaleza humana, su acto, energía, entelequia específica, es la mente pensante, poder espiritual o participación del Principio divino que encierra en sí de las ideas eternas de las cosas y que mueve y plasma eternamente el mundo su ordenación ideal. Es en virtud de este principio que el hombre puede conocer la realidad tal como es en sí (theorein), obrar bien en la vida (pratein) y producir en la naturaleza obras llenas de sentido (poiein).

En suma: el hombre posee en sí, como principio constitutivo o formal de su realidad, un elemento agente superior (nous poietikos) que la naturaleza no posee subjetivamente (en forma de sujeto); ese elemento está ligado ontológicamente al Principio que da forma al mundo y convierte el caos en cosmos; es un agente absolutamente constante en la historia, pueblos, épocas, clases, etcétera.

El hombre, en el pensamiento griego, se proyecta sobre este grandioso fondo metafísico. Dos límites, sin embargo, se harán sensibles en esta concepción cuando se encuentre con el pensamiento cristiano. Por una parte, parece no dar razón suficiente de la presencia del mal en el hombre y en el mundo, esa terrible herida ontológica en el corazón de lo real; salvo que se atribuya a la propia existencia humana -a la propia incorporación del espíritu en este mundo- el carácter de una caída o culpa radical, de la que sólo nos libramos al morir, con lo que su optimismo se convierte en el pesimismo más denso; cosa que, en buena medida, ocurrirá en los siglos finales de la cultura helenística.

Por otra parte, el hombre, todo lo alto que se quiera en la jerarquía del orden natural, forma todavía parte de la naturaleza y de sus ciclos eternos; no ha alcanzado aún el reconocimiento de la condición que los siglos cristianos llamarán “persona”, y por tanto no se ha revelado todavía la profundidad inconmensurable de su destino. En otros términos, todo lo singular -incluido el sujeto humano- es todavía sólo un “caso” individual de una idea o forma ejemplar que, en su universalidad intemporal, se repite indefinidamente en distintas unidades de materia. La crisis de esta concepción se producirá a partir de una nueva conciencia del destino humano, en su dimensión sobrenatural.    

La figura clave del enfrentamiento será San Agustín. Con todo, y para evitar simplificaciones, debe observarse que la filosofía cristiana, a partir de ese nuevo principio, querrá salvar todo lo esencial de la versión platónico-aristotélica de la naturaleza humana, a saber: que el hombre es tal en virtud de la “razón”, logos, fronesis, nous, ratio, mens, intellectus, el poder de aprehender el qué de todas las cosas; y que, en virtud de este poder, el hombre y sólo él, entre todos los seres naturales, participa subjetivamente de aquella Inteligencia que es el fondo o fundamento del universo.

2. LA REVELACIÓN CRISTIANA Y LA ANTROPOLOGÍA MEDIEVAL

Sugerimos ya que la idea griega del hombre -alma espiritual, animal racional- no se opone necesariamente a la revelación judeo-cristiana de la criatura hecha a imagen de Dios, caída y salvada en la existencia histórica; ambas concepciones -que de suyo pertenecen a dos órdenes de conocimiento, natural y sobrenatural- se enlazan y aun se integran a lo largo de todo el Medievo y de la propia modernidad. Pero el primer choque de ambos mundos conmovió a la antropología clásica hasta los cimientos. San Agustín representa este conflicto con claridad ejemplar. Antes de entrar en él, digamos lo que había de portentosamente nuevo y paradójico en la revelación cristiana. Ella a la vez exaltaba y abatía al hombre en los abismos del bien y del mal sobrenatural, de la gracia y del pecado, en una forma enteramente desconocida para el alma griega. La existencialidad más profunda e irrepetible irrumpía en ese sereno mundo de formas que se repiten. El hombre estaba ahora frente a Dios infinito, personal y providente, creador del universo y señor de la historia, y se percibía a sí mismo como criatura personal de Dios, como un destino único, como una libertad puesta a prueba dentro de los límites de la temporalidad, y al borde de esos abismos de la salvación o condenación eterna.

A la vez, como humanidad solidaria, se sentía parte de una historia universal de la salvación, que arrancaba del paraíso original y se cerraría con el fin de los tiempos. Nació así el sentido de dos realidades que dominan el íntegro horizonte de nuestra cultura: el sentido de la persona y el sentido de la historia.

Este doble sentido tarda siglos en formularse filosóficamente; pero, como experiencia viva, dirige desde el comienzo la especulación cristiana en sus relaciones con el pensamiento griego. El hombre ya no es sólo naturaleza, como las piedras y los ríos y los animales; ni siquiera es la parte más excelsa -racional y espiritual- de la naturaleza. Como persona frente a un Dios vivo y personal -que los griegos propiamente no conocieron-, el hombre ingresa ahora en otra esfera, que es de suyo sobrenatural -el pecado y la gracia- pero que ilumina con nueva luz su ser natural. A la consideración del individuo como ejemplar de la especie humana, se sobrepone ahora su ser personal e histórico, su abismal libertad, su destino único, irrepetible, puesto en juego peligrosa y esperanzadamente al borde de la eternidad de Dios. “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si es a costa de su alma?”. He aquí una nueva antropología: el “alma” vale más que todos los reinos de “este mundo”, no ya por su logos -que es ambiguo: puede salvar o perder al hombre- sino por su libertad, por lo eterno que se juega en ella, por un destino del cual la razón es sólo el fundamento natural. La autoconciencia humana, iluminada por la revelación, percibe en sí una hondura que podría llamarse “infinita” por su vinculación esencial con el misterio de Dios. Esta imagen del hombre no ha nacido como ciencia antropológica, sino como experiencia viva a la luz de la revelación cristiana. De allí que haya podido engendrar, en la historia, una pluralidad de “antropologías” diversas: San Agustín, San Buenaventura, Santo Tomás, Pascal, Leibniz, Kierkegaard, etc. El interés singular de San Agustín reside en que protagoniza, como ningún otro, el primer choque conceptual de ambos mundos.

San Agustín es un personaje fronterizo que, formado en la filosofía griega, es a la vez el fundador de la filosofía medieval; sus “Confesiones”, quicio de dos mundos, nos hacen seguir su itinerario desde la especulación neoplatónica, pasando por la gnosis maniquea, hasta la fe católica. El alma es aquí el escenario de una lucha indecible. Quis ergo sum, Deus meus, quae natura mea? No se trata ya sólo del asombro filosófico, sino de la ansiedad humana que habla en primera persona. La fórmula del “animal racional” no puede servir de gran cosa a San Agustín, porque le llega escindida entre los dos mundos hostiles de la materia y el espíritu -así en la tradición neoplatónica y en la dicotomía maniquea de los dos reinos, del mal y del bien-; y porque tanto el cuerpo con su miseria y fragilidad, como el espíritu con su impotencia y sus errores, se le muestran, en el mejor de los casos, como ambiguos respecto al mal y al bien. La respuesta filosófica del propio San Agustín no importa mucho para esta cuestión; es un platonismo cristianizado: el hombre como alma, el hombre como espíritu inmortal. El problema no quedaba resuelto –no podía quedarlo- en términos simplemente antropológicos. La escolástica de los siglos posteriores se encargaría de enfrentar el desafío con nuevas armas filosóficas a la vez que con una constante inspiración agustiniana.

La respuesta profunda de San Agustín, la superación de su ansiedad, es su respuesta vivida y experimentada: la contemplación de Dios en el fondo del alma. In interiore homine hábitat veritas. Se trata de la Verdad increada percibida por la oración  y la sabiduría sobrenatural, no todavía de una nueva formulación filosófica. Ocurre, sin embargo, que bajo los conceptos y términos platónicos se ha inyectado ahora una profundidad, un sentido y unos alcances del todo nuevos, por más que se vistan equivocadamente bajo el ropaje clásico del pensamiento griego: “Hombre”, “alma”, “espíritu”, “libertad”, son casi las mismas palabras, pero desde ahora poseen una nueva carga de sentido e interioridad que jamás vislumbró la conciencia griega.

Esta ambigüedad terminológica persistirá durante toda la Edad Media, y se repetirá en la filosofía de Santo Tomás en su relación con Aristóteles. El historiador superficial encontrará en ella la ocasión de considerar la antropología medieval como una segunda edición del pensamiento griego, con algunos añadidos o correctivos teológicos. No es así. Hondas diferencias de estructura metafísica se ocultan bajo la identidad o similitud de las terminologías. El sentido mismo del pensamiento antropológico es nuevo, incluso filosóficamente nuevo, en virtud de una nueva relación del hombre con Dios, mucho más íntima y radical que la relación del anthropos con la Idea platónica o el Primer Motor aristotélico. La primera y más esencial diferencia antropológica se refiere a la persona, de la que por primera vez se desarrolla una doctrina psicológica y metafísica; a la unidad de la persona humana -cuerpo y alma, espiritual- y a la relación del espíritu con el organismo del hombre.

Resulta que la filosofía griega nunca consiguió incardinar satisfactoriamente el logos en la animalidad humana. Así lo muestran las visibles dificultades del espiritualismo platónico, que hacía del hombre, esencialmente, un puro espíritu encarcelado en el cuerpo, o unido a él en forma accidental, “como el auriga al carro”. El realismo aristotélico se acercó a una solución a través del hilemorfismo; pero las visibles vacilaciones de Aristóteles frente a la naturaleza, origen y destino del “intelecto agente” -al parecer, una potencia impersonal que viene al hombre de fuera, lo anima transitoriamente y luego lo sobrepasa retornando a una inmortalidad impersonal- muestran a las claras lo problemático de esta solución, que sigue prendida a un dualismo de inspiración platónica, agravado por la impersonalidad “divina” de la parte más “espiritual” del hombre. La filosofía griega posterior se reduce a la incómoda dualidad entre un naturalismo de inclinación materialista -epicúreos y estoicos- y a un espiritualismo neoplatónico donde el cuerpo es expulsado hacia las fronteras del reino del mal. En esta disyuntiva inicial, es bien lógico que el pensamiento cristiano optara primero por la tradición platónica, que le aseguraba la espiritualidad e inmortalidad personal del alma humana. Pero las serias dificultades de San Agustín y de los escolásticos posteriores muestran qué problemático resultaba el “espiritualismo”, y en general todo dualismo, con respecto a las fuentes de la revelación cristiana.

En efecto, el Evangelio anunciaba la salvación del hombre entero, no la simple liberación del espíritu humano. En la Biblia no se formula nunca la dicotomía entre alma y cuerpo como espíritu y materia: se habla sólo del hombre a secas. No se habla de la “inmortalidad del alma”: al hombre entero le está prometida la resurrección gloriosa, en la que participará el propio cuerpo del hombre. Los misterios de la encarnación y la resurrección eran, pues, un correctivo del dualismo espiritualista, e inclinaban de suyo a una antropología unitaria. De esos misterios procede la insistencia del pensamiento cristiano en el valor y la perpetuidad del cuerpo, y en la dignidad de la materia como criatura de Dios, asociada a los más altos misterios de la salvación. La principal ventaja del pensamiento cristiano sobre el mundo pagano, en esta materia, reside en que no necesita atribuir al cuerpo, o a la unión del alma con el cuerpo -a la propia constitución ontológica del hombre- la responsabilidad del mal y de las limitaciones de la existencia. Pues, proviniendo el mal de un acontecimiento histórico -el pecado-, ya no aparece la propia existencia como una caída, ni la unión del alma con el cuerpo como un daño para ésta, sino que la constitución natural del hombre se revela -como obra de Dios- en toda su adánica positividad. El mundo griego tuvo una experiencia viva de la existencia humana como caída (se trata de una experiencia universal, como sabe muy bien el existencialismo contemporáneo). La interpretación griega más frecuente de esta caída consistió en atribuirla al cuerpo, al nacimiento, a la materia como “cárcel” del alma espiritual. Así la existencia entera se oscurecía, y la suprema liberación era la muerte -la desencarnación-. El misterio cristiano de la caída histórica –el pecado original y todos los pecados personales- y de la salvación también histórica –la redención del Cristo- confiere, en cambio, un carácter positivo a la unión del alma con el cuerpo -y al cuerpo mismo-; la caída no reside en la propia encarnación del espíritu que desciende a encarcelarse en un cuerpo. Se abre así paso a una interpretación positiva de la unión del alma y cuerpo, y a una doctrina antropológica de la unidad y armonía del ser natural del hombre.

En el desarrollo de esta antropología, resultó natural que Santo Tomás de Aquino se volviera -en un gesto visionario de grandes consecuencias- hacia Aristóteles, que por entonces parecía un pagano naturalista y un enemigo potencial de la fe cristiana. La antropología aristotélica se había acercado mucho más a la buscada unidad, si bien no había llegado a una solución satisfactoria -ni compatible con la fe-. Se trataba ahora, no sólo de insuflar un sentido rotundamente nuevo a la fórmula aristotélica, sino también de corregirla en puntos substanciales. Lo que complica la labor del historiador es que Santo Tomás atribuye siempre sus propias ideas a Aristóteles, aún allí donde lo modifica esencialmente. Así ocurre con el problema del intelecto agente, que para Santo Tomás no es un poder separado ni advenedizo, que tras la muerte personal se reintegra a su esencia impersonal, sino una potencia natural de la persona humana, un poder intrínseco del alma individual. Así se asegura, no sólo la unidad substancial del ser humano, sino también la inmortalidad personal del alma. Los pormenores de esta gran síntesis, que supera con mucho los datos aristotélicos del problema, no pueden entregarse aquí. Digamos sólo que para Santo Tomás “el alma humana es una suerte de horizonte y de línea fronteriza entre el universo corporal y el universo incorpóreo” (C.G., II, 68).

El espíritu humano es el más débil de los espíritus -en contraste con los ángeles-; demasiado débil para aprehender el inteligible puro, ante el cual quedaría cegado y deslumbrado; pero, en cambio, apto para conocer lo inteligible que se encuentra en la materia sensible. Para ejercitar su acto y su destino espiritual debe, pues, ser creado y actualizar su potencialidad –la tabula rasa aristotética-en el mundo de los cuerpos, corno “forma” de un cuerpo orgánico y, a través de él, en contacto con el mundo sensible. Hay un estrecho paralelismo entre la constitución metafísica del ente corpóreo y la del hombre: así como el mundo de las cosas sensibles posee una estructura ideal o una configuración inteligible -es un sistema de formas-, y en cuanto tal encierra lo inteligible en potencia, así también el hombre posee, como organismo, una forma inmaterial que es su principio animador, el alma intelectiva que se abre a lo inteligible de los cuerpos. El espíritu humano, pues, es alma o principio de vida, y esta alma espiritual intelectiva es el “acto primero” o ley estructurante del organismo humano. A esta visión ”descendente” se llega, en todo caso, por vía “ascendente” o empírica, a partir del análisis de la sensación y la intelección humana. En suma: la síntesis tomista es una explicación múltiple, a la vez que coherente y unitaria, de las diversas realidades que constituyen al hombre, y que han resultado tan difíciles de integrar en otros sistemas filosóficos: la corporeidad o animalidad humana, la espiritualidad e inmortalidad del alma, y la unidad substancial de alma y cuerpo. Se trata de aristotelismo perfeccionado en sus fórmulas, pero a la vez cargado desde el interior con la gravidez ético-religiosa de la revelación cristiana.

A partir del advenimiento del cristianismo, parecería que la conciencia humana ya no es susceptible de una exaltación más alta y profunda que ésta; y que toda nueva profundización en el misterio del hombre debe ser una nueva y más insistente exploración en la misma experiencia de la seriedad terrible de la vida humana. Con todo, el problema no queda resuelto de una vez para siempre, pues el hombre, un verdadero microcosmos a la vez que un ser en equilibrio inestable, va descubriendo históricamente en forma siempre distinta el mundo material al que pertenece el cuerpo, y el orden espiritual al que está abierta su alma, y la propia relación de ambos universos tal como se funden en su propio ser; en los siglos modernos, las nuevas ciencias de la naturaleza le han planteado un desafío inédito, las nuevas técnicas de producción han modificado su base social, y la historia espiritual de Occidente ha sufrido cambios profundos de sentido con el retroceso de la fe sobrenatural cristiana y el avance de nuevas formas de ateísmo. Sin embargo, los desarrollos ulteriores de la antropología, desde la ruptura del orden medieval hasta hoy, por muy “heréticos” o excéntricos que parezcan en relación al fundo de la fe, son ampliamente tributarios de su origen cristiano, y sólo se entienden en profundidad como formas secularizadas del cristianismo. Así la antropología del racionalismo, que culmina en Hegel: el hombre no ya unido sino identificado a la divinidad: así la antropología existencial de nuestros días: el hombre no ya caído en el pecado sino irremisiblemente perdido en la angustia de la finitud. Y así, también, todas las filosofías de la historia en la edad moderna y contemporánea: el reino de Dios traspuesto al interior de la historia en forma de “progreso”, “edad de la razón”, “era positiva”, “sociedad sin clases”, etc. La antropología, pues, ha seguido girando en torno a su eje helénico-cristiano, que contiene la experiencia y la sistematización antropológica más alta y diferenciada de la historia. Lo que viene después no es una “superación” de la autoconciencia humana, como nos hace creer un menguado historicismo de premisas hegelianas; lo que viene después del mundo clásico y medieval son originalísimas variaciones en torno a la antropología del “animal racional” y de la “imagen y semejanza de Dios”; en torno al sentido cristiano de la persona, de la libertad, de la historia y de su consumación mesiánica.

3. LA CRISIS MODERNA Y LA ANTROPOLOGÍA RACIONALISTA

Cuando la escolástica medieval tardía degenera en un conceptualismo inerte y satisfecho, sin contacto con la realidad ni contenido dramático, y ocupan su lugar como conocimiento del mundo las nuevas ciencias de la naturaleza, en cierto modo hostiles al hombre, se desencadena una profunda crisis antropológica. Esta crisis es demorada pero en modo alguno detenida por el humanismo renacentista y sus alegres proclamas del “hombre infinito”, y es luego intensamente acelerada por el sobrenaturalismo protestante y su descrédito de la naturaleza y de la razón natural. El Renacimiento y la Reforma, todo lo contrastantes que se quiera, tienen al menos esto de común (implícito en sus propios nombres); su fatiga de la historia, su deseo de retornar a un origen auroral, que en un caso es la antigüedad clásica, y en otro el cristianismo primitivo, concebidos ambos a través de un prisma antimedieval y en forma casi ahistórica. Si a estas dos fuerzas se agrega la intensa sobrevivencia del gnosticismo medieval, se tendrá idea de las críticas condiciones intelectuales y afectivas en que el hombre moderno padece la bancarrota de la idea clásica de la “humanitas” y hace frente a una nueva conciencia de sí, originada esta vez en las ciencias naturales.

Tanto la filosofía griega como la teología medieval concebían el universo como un orden jerárquico y un dinamismo teleológico, donde el hombre ocupa el centro y el punto más alto. Este supuesto, vacilante a partir del pesimismo luterano, se verá también cuestionado a fondo por la física de Galileo y Kepler, la “nuova scienza”, y especialmente por la revolución de Copérnico, el sistema heliocéntrico. La antigua imagen del universo físico hace crisis, situando al hombre en una posición minúscula y angustiosa ante los espacios infinitos, y sin que la escolástica sobreviviente -debilitada por la duda protestante- pueda afrontar este nuevo desafío. La cosmología del Dante, la jerarquía medieval donde el hombre es el rey de la creación, la tierra como centro del universo con sus diez esferas concéntricas, el mundo familiar donde hasta el cielo y el infierno están al alcance del turismo del poeta (imágenes que revestían una verdad metafísica y teológica con la rudimentaria cosmología del medievo), ceden su lugar a una nueva y terrible visión científica del cosmos: la tierra deja de ser el centro del universo: el hombre se percibe como una partícula insignificante rodeada por los espacios infinitos. En los espíritus de la época -Montaigne y Pascal, por ejemplo- se percibe el estremecimiento de esta nueva evidencia. ¿Quién ha hecho creer al hombre, pregunta Montaigne, que “esas luminarias que giran tan por encima de su cabeza, y los movimientos admirables y terribles del océano infinito, han sido establecidos y se prosiguen a través de tantas edades para su servicio y conveniencia?”. Y un autor de nuestros días, haciéndose eco de esa angustia todavía actual: “Hay que padecer un antropocentrismo verdaderamente incurable para creer que esta raza de microbios pensantes que pueblan un globo imperceptible que gira alrededor del sol, pueda tener la menor importancia”.

El sistema copernicano, sumándose a la crisis interna que padecía el pensamiento medieval en su decadencia, vino a ser un gran estímulo para el agnosticismo filosófico y teológico del siglo XVI. El hombre se anula ante la inmensidad de un universo hermético a su persona, ciego y mudo y neutral para su sentimiento religioso y sus aspiraciones morales. Pero, por otra parte, esta constatación repugna al antropocentrismo moderno, al humanismo del Renacimiento y de la Ilustración, que a su manera -de espaldas al Dios cristiano- quieren hacer del hombre el centro de la creación, y más aún, quieren atribuirle prerrogativas antes reservadas a la divinidad. Por eso el “mesianismo” de la edad moderna -su conciencia de cerrar un pasado oscuro y de protagonizar un nuevo y radical comienzo de la humanidad, con horizontes indefinidos de progreso ante sí- lleva a neutralizar por todos los medios aquel pesimismo cosmológico, más aún, a convertirlo paradójicamente en un factor de exaltación humana, en una suerte de nueva religión de la razón y del progreso científico. Pues, con todo, es la razón la que descubre la estructura del universo físico y su desolada extensión; ella será también el fundamento del nuevo credo. Sólo que, para hacer posible este abrupto cambio de signo de la cosmología heliocéntrica, hará falta identificar la razón del microbiopensante con la “razón universal”: ésta será, justamente, la empresa de la filosofía moderna.

La vivencia de nuestra insignificancia cósmica, que está en la base de la nueva antropología, fue sentida con particular intensidad -en los orígenes mismos de la modernidad- por Pascal, matemático, físico y creyente apasionado. Pascal es ya esencialmente un hombre moderno, que participa de los supuestos mentales de la filosofía cartesiana y de la nueva ciencia empírito-matemática. “El silencio eterno de estos espacios infinitos me espanta”. “¡Cuántos reinos nos ignoran!”. El entusiasmo inicial de Kepler y Copérnico ha sido ahogado por esta melancólica pregunta: “¿Qué es un hombre en el infinito?”. La empresa de Pascal consiste en hacer, junto al esprit geometrique de la nueva ciencia, un lugar al esprit de finesse como actitud propia para enfrentar el problema del hombre, el drama de este ser contradictorio y caído. El espíritu de fineza, como sentido de lo paradójico, sólo se cumple cabalmente en la fe católica. “Conoce, hombre soberbio, qué paradoja eres para ti mismo. Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza imbécil: aprende que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre… Escucha a Dios”. Un intenso acento agustiniano vuelve a resonar en este momento crítico, verdadera réplica del siglo V. Así como la crisis antigua encamina a San Agustín a la fe cristiana como única respuesta, pero le obliga también a una nueva formulación filosófica, así Pascal se ve conducido, no sólo a una fe apasionada en Jesucristo, sino también a un planteamiento filosófico que contiene en germen toda la antropología moderna: “El hombre no es sino una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante… Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Es de allí de donde debemos alzarnos, y no del espacio y del tiempo, que no podemos llenar”.

Hay que comprender bien este nuevo giro de la cuestión antropológica en los albores de la modernidad. La cultura grego-cristiana había conseguido “llenar el espacio y el tiempo” con la presencia del hombre, es decir, representarse un mundo “humano” y un hombre unitario, sólida y positivamente inserto en la materialidad por el cuerpo. Pero ahora ya no puede regir la idea tomista del alma humana como horizonte fronterizo entre el universo físico y el universo espiritual. Ambos mundos se han escindido. Hostilizado por la inmensidad de los espacios físicos, el pensamiento humano vuela a las regiones de su propia grandeza incorporal; la caña pensante se resarce de su abandono y pequeñez material en la fuerza del “cogito” y de la autoconciencia. El espíritu se escinde de la materia, de la “res extensa” que, sometida a la desolación de lo infinito y al rigor ciego del mecanicismo, ya no es morada habitable para el hombre. El dualismo platónico conoce así una tercera edición; el espiritualismo moderno genera el problema de la “comunicación de las substancias”, espíritu y materia. El lazo causal entre ambas se hace cada vez más débil, y a medida que este lazo se debilita -ocasionalismo, armonía preestablecida, idealismo-, el espíritu humano se separa del cuerpo, lo absorbe y se acerca por fin a la identificación con Dios, o sea, a la deificación de la razón. Este paso es todavía inconcebible, durante mucho tiempo, por influjo de la tradición cristiana; así en Pascal, Descartes, Malebranche, Leibniz y Kant. Pero Spinoza y Hagel llevarán sin vacilaciones este germen a su consumación panteísta y monista.

Se trata, en otros términos, de exorcizar la inhumanidad de la nueva cosmología, interpretándola en un sentido favorable a la afirmación racional del hombre; se trata de mostrar que la inteligibilidad mecánico-matemática del universo es un caso especial de las leyes generales de la propia razón humana, que se crece así hasta ser virtualmente infinita. La infinitud del universo, afirmada por la nueva cosmología, se transforma en la infinitud potencial de la propia mente que, forjando esta cosmología, penetra el secreto físico-matemático del universo. En un paso ulterior, esa inteligibilidad del mundo hará provenir de la propia mente humana, ahora una potencia ordenadora e incluso creadora, es decir, idéntica a la Razón divina. Al cabo de este proceso, el terror de los espacios ilimitados se habrá convertido en la más rotunda autoafirmación del hombre que conozca la historia; la melancolía de la caña pensante será ahora el optimismo romántico-racionalista del espíritu hegeliano. Y en este cumplimiento habrán confluido, paradójicamente, todas las aspiraciones iniciales de la modernidad: la ciencia positiva, que engendró el proceso; el ideal renacentista y antropocéntrico del “hombre infinito”, ahora satisfecho; el espíritu protestante, que en su modalidad secularista o desacralizadora ve extrañamente cumplido su objetivo; y el gnosticismo moderno, que, como religión de la razón, cree alcanzar por fin el secreto del hombre y el universo y la técnica de su redención. A su vez esta empresa como filosofía de la historia, abre al hombre un horizonte también infinito -el “progreso”-, puesto que se estima potencialmente infinita la perfectibilidad racional de la mente humana.

Este proceso está ya iniciado en Giordano Bruno, que por primera vez atribuye a la infinitud del universo un carácter positivo y aun dichoso y liberador para el hombre, en cuanto signo del poder ilimitado de la propia mente humana. Galileo, por su parte, hace del saber matemático un verdadero análogo del conocimiento divino. A partir del “cogito” -la afirmación de la autoconciencia- Descartes aproxima la conciencia de spi y la conciencia de Dios -que ya algunos místicos heterodoxos habían identificado- hasta un grado tal, que cree poder demostrar la existencia del mundo externo mediante la idea de Dios, y no viceversa, como hizo siempre el pensamiento metafísico. En Descartes -católico- no está planteada la identidad entre razón y divinidad, pero sus continuadores la afirmarán a partir de sus propias premisas. El ocasionalismo de Geulincx y el ontologismo de Malebranche empujan este proceso hacia la identidad: Dios es la única causa real de toda acción y movimiento de la criatura; Dios es poseído inmediatamente en la intuición del espíritu humano. Spinoza sacará las consecuencias panteístas de estas premisas. La filosofía de Spinoza -more geométrico demonstrata- arranca de la infinitud astronómica, cuyo carácter inquietante trata de neutralizar: la extensión infinita es ahora uno de los infinitos atributos de la substancia infinita, Deus sive substantia sive natura. El otro atributo que nosotros conocemos es el pensamiento. El espíritu humano es sólo “una parte del infinito amor con el que Dios se ama a sí mismo”. El íntegro sistema de Spinoza es un delirio racional de infinitudes; nuestra absorción en la Substancia infinita cobra un carácter abiertamente gozoso. Leibniz, el más aristotélico de los modernos, afirmará todavía el pluralismo de las substancias; pero, por otra parte, reducirá la materia extensa -compuesta de puntos de fuerza inextensos- a una ilusión de los sentidos; y hará del espíritu humano una substancia cerrada -sin puertas hacia la materia- cuyo movimiento ha sido impreso por Dios en ella desde el origen.

La crítica Kantiana admite una interpretación semejante, como intento de transformar la nueva cosmología -ahora la físico-matemática de Newton- en una liberación antropológica. Más aún, del propio Kant procede formalmente la idea de que la estructura inteligible del universo obedece a la propia estructura del sujeto cognoscente, ahora ordenador del mundo. El espacio ya no es real, sino la forma a priori de la sensibilidad humana; la infinitud es sólo el contenido ideal de una antinomia de la razón pura. Lo inquietante de un mundo ciego y de un espacio infinito ha sido exorcizado, es decir, reducido al enigma de la propia constitución del sujeto humano. El idealismo trascendental alemán -Fichte, Schelling, Hegel- arranca de esta premisa, la reducción del objeto al sujeto, y termina suprimiendo del todo la problemática “cosa en sí” kantiana, como un límite humillante para la creatividad del sujeto humano. Sólo que el auténtico sujeto está ahora más allá del hombre mismo, de su constitución psicofísica individual; es el Yo puro, trascendental. Y la persona, el “yo empírico”, pasa a ser ahora un momento o forma del Yo absoluto, una posición del Espíritu en su despliegue histórico. Toda objetividad, en cuanto tal, es subjetividad. El inhóspito universo de la física moderna es una posición interna de la consciencia; el espacio queda reducido a ilusión, exterioridad, apariencia sensible; la verdadera morada del hombre es el tiempo, “la suprema potencia de todo lo que es”, según Hegel. El devenir temporal o histórico está regido por las leyes de la dialéctica, y es pura racionalidad; su sentido se identifica con su conocimiento, es la propia ascensión de la autoconciencia. El universo es el devenir de un teorema divino, y el hombre, su momento de conciencia. La facticidad de nuestro cuerpo y de nuestra existencia singular es cosa tan racional y deductible como todas las demás piezas del sistema. El proceso está consumado; la antropología de la modernidad ha alcanzado su plenitud en Hegel.

La formidable miseria de esta solución se hará sentir muy pronto -en pleno siglo XIX- en la filosofía europea. La crítica y superación del racionalismo será obra de dos grandes tendencias antropológicas, sumamente variadas, pero que pueden caracterizarse a grandes rasgos por las dos realidades que, anuladas por el espíritu moderno, reivindican ahora sus derechos con acentos hostil: la naturaleza, la materia, la vida, la corporeidad y animalidad humana, por una parte; la existencia personal, el individuo, el sentimiento, la libertad, la sinrazón, el absurdo, por otra. De la primera raíz arrancan las antropologías naturalistas -Darwin, Comte, Marx, Freud-; de las segunda, los planteamientos existencialistas -Kierkegaard, Heidegger, Jaspers, Sartre-. Entre una y otra corriente, o más allá de ellas, se sitúan diversas formas del pensamiento actual que apenas podemos mencionar en este breve esquema: el vitalismo, la fenomenología, la axiología, el neotomismo… No podemos aquí ni siquiera reseñar su contenido; sólo nos interesa destacar las fuerzas vivas en nombre de las cuales se proclama, desde la segunda mitad del siglo pasado, la bancarrota del racionalismo como antropología: ellas son las nuevas ciencias biológicas, sociales y psicológicas; el pensamiento judeo-cristiano, católico y protestante; y el sentimiento trágico o irracional de la existencia. Entre estas grandes coordenadas se sitúan las diversas tendencias de la antropología contemporánea. Todas ellas proclaman un retorno a la realidad concreta del hombre, en su ser natural, espiritual o histórico, más acá de las gigantescas abstracciones e ilusionismos de la modernidad.

4. EL NATURALISMO: LOS PROBLEMAS DE LA ANTROPOLOGÍA ACTUAL

Si la filosofía moderna debió aceptar, desde el siglo XVI, el reto de la físico-matemática naciente, son en cambio las nuevas ciencias biológicas y sociales las que, desde mediados del XIX, desafían o aún se imponen al pensamiento filosófico, imprimiendo nuevos rumbos a la antropología. El “espíritu”, que el racionalismo magnificó hasta el límite de la deificación, se interpreta ahora, en nombre del realismo científico, como simple función psicofísica, como un caso particular del desarrollo de las formas orgánicas de la naturaleza. Los espléndidos sistemas racionales del idealismo pasan a ser poco más que secreciones cerebrales o sueños fantásticos del mamífero humano; la “razón” es reducida a las condiciones de su génesis natural, y el hombre -homo sapiens- resulta un simple animal de organización más compleja. Lo que el heliocentrismo fue en los albores de la edad moderna, lo representa ahora el evolucionismo o transformismo en esta nueva hora crítica del pensamiento occidental. A la biología, como ciencia piloto de la nueva mentalidad, siguen luego la psicología y la sociología; las tres tienen en común, sin embargo, el principio de reducción de las formas superiores a las formas inferiores de la naturaleza; así la sociología nace como “física social”, y la psicología como una fisiología superior. A su vez, el trasfondo filosófico o interpretativo de estas ciencias procede de la tradición materialista, mecacinista, nominalista, empirista que existió, en forma paralela al racionalismo, desde los albores de la filosofía moderna.

Si casi toda la antropología anterior, griega, cristiana o moderna, se fundó de distintas maneras en la trascendencia ontológica de la “ratio” por encima de toda naturaleza o historia natural, es justamente este privilegio el que ahora no se está dispuesto a otorgarle. Más bien se supone que no habría entre hombre y animal diferencia de esencia, sino de grado. Se piensa que en el hombre actúan las mismas fuerzas de la naturaleza infrahumana, sólo que en forma más compleja o evolucionada. Y esto, a partir de la hipótesis darwinista de “El origen de las especies”. La idea evolucionista, empero, fue mucho más que una acumulación de datos empíricos de carácter paleontológico; esos datos -bastante escasos y fragmentarios- fueron casi el símbolo y la cifra de un presupuesto metafísico, de un “sentimiento” evolucionista, de un nuevo estado de la mente, que sólo creía comprender algo cuando lo reducía a su génesis hipotética, a su originación a partir de las formas inferiores y más simples de la naturaleza. La explicación aristotélica -por las causas eficientes y finales, demasiado “metafísicas”- fue abandonada a favor de las causas materiales, a las que se hacía operativas por la mediación del azar y de algún principio mecánico -como la “selección natural” y la “lucha por la vida”- actuando a través de un tiempo virtualmente infinito. Así la idea de Darwin excedió con mucho a las ciencias biológicas, convirtiéndose en una suerte de metodología universal de todo saber posible.

La idea, germinada en contacto con las especies biológicas inferiores, no tardó en extenderse integralmente al dominio humano. Esta extensión significaba que la civilización y la cultura debían reducirse, como cualquier otro fenómeno “natural”, a unas pocas causas o elementos simples que explicaran su génesis y desarrollo, en el supuesto de que la especie humana produce religiones, obras de arte o códigos jurídicos igual como la araña su tela y miel la abeja. La mente, la libertad, el sentido religioso, moral o estético serían tardíos epifenómenos, reflejos más complicados de las fuerzas “análogas” del mundo animal, sobre todo de los primates antropoides. La inteligencia, en esta hipótesis, se reduce a una facultad de adaptación activa frente a situaciones atípicas, por encima de la rigidez del mero instinto. Su fin sería, por lo demás, la satisfacción de los mismos impulsos fundamentales de la vida inferior: el instinto de poder (Hobbes, Nietzsche), el instinto nutritivo o la necesidad económica (Feuerbach, Marx), el impulso sexual (Freud). A su vez, el paso de “hominización” -el modo concreto de originarse el hombre y la cultura a partir de la vida animal- se describe e interpreta en términos análogos: “los hombres comienzan a diferenciarse de los animales desde el momento en que se dedican a producir sus medios de subsistencia” (Marx); “el hombre se ha hecho hombre por la mano… Al ojo del animal rapaz, que domina teóricamente el mundo, añádese la mano humana, que lo domina prácticamente” (Spengler); las facultades superiores del hombre “pueden sin esfuerzo comprenderse como una consecuencia de la represión de los instintos” (Freud).

El hombre es, pues, “animal de trabajo”, “animal de señales”, “animal de instrumentos”, “animal cerebralizado”· En cierto modo, también estos conceptos poseen, paradójicamente, una intención “humanista”, ya que quisieran suministrar al hombre una nueva dignidad, la “dignidad terrestre” por encima de las fantasías metafísicas o religiosas; la dignidad del trabajo, del poder y de los instintos vitales. De allí que a menudo estas teorías hayan actuado como estímulo histórico con vistas a determinadas metas civiles (el superhombre nietzschiano, la sociedad sin clases marxistas, etc.). Por cierto que el “humanismo” así definido no ha tardado en exhibir su lastre naturalista y su esencial enemistad hacia lo propio y formalmente humano. Y desde el punto de vista teórico, estas tesis han mostrado una contradicción análoga: resulta que todos sus portavoces son decididos empiristas, que alegan fundarse exclusivamente en datos positivos y hechos experimentales: pero el coeficiente interpretativo y abstracto de tales sistemas se pone de manifiesto a la hora de contrastarlos entre sí, en su esencial heterogeneidad: cada uno postula una versión diiferente de lo humano, según que favorezca o absolutice el instinto sexual, la voluntad de poder, el impulso económico, la fabricación de herramientas, la función del lenguaje, del signo, etc. Tenemos así tantos sistemas diversos cuantos esquemas abstractos se hayan construido para insertar en ellos a la fuerza todo lo humano, eliminando lo que no se ajustaba a su simplificación.

Los presupuestos básicos de estas corrientes antropológicas pertenecen, en rigor, al siglo XIX más que a nuestro tiempo: con todo, alcanzan hasta hoy, desde el punto de vista social y cultural, cierta difusión popular, al menos cuando se han convertido en auténticos “movimientos de masas”: así el positivismo, el psicoanálisis, el marxismo. Como teoría, la mentalidad naturalista pervive hoy en el estructuralismo, que es una actualización de sus tesis esenciales en el campo de la cultura, sobre todo de lo lingüístico y etnológico. Pero los planteamientos antropológicos más propios del siglo XX, desde el punto de vista filosófico, comienzan rechazando por igual los presupuestos del racionalismo y los del naturalismo decimonónico: ya sea porque se inspiren en tradiciones anteriores -en la propia filosofía griega y en el pensamiento medieval: así las escuelas más metafísicas de la filosofía actual-, ya sea porque arranquen del nuevo sentido kierkegaardiano de la “existencia”. La crítica y demolición del sistema hegeliano, realizada por Kierkegaard, y extensiva en muchos aspectos al naturalismo -en cuanto que ambos atropellan la existencia personal-, convierte al pastor danés en un símbolo semejante a San Agustín y Pascal como figuras de crisis y personajes fronterizos. Por lo demás, igual que ellos, Kierkegaard filosofa a partir de una intensa experiencia religiosa cristiana, recela de los sistemas y hace filosofía al hilo de sus “confesiones” y “pensamientos”. Kierkegaard no perdona a Hegel que haya diluido al hombre en una totalidad impersonal, siendo que le existencia humana concreta -el individuum ineffabilie- no puede jamás “deducirse” racionalmente a partir de la idea absoluta. En contraste con la proclamada identidad del hombre con el absoluto -la disolución del “yo empírico en el “yo trascendental”- se trata ahora de afirmar -y practicar- la identidad de la persona consigo misma, lo que sólo se conseguiría en la “existencia cristiana”, y en todo caso en la “existencia”. Ésta, que se caracteriza por la subjetividad, la elección y el riesgo, es la antípoda del pensamiento puro. “Pienso, luego no existo”, dice Kierkegaard parodiando a Descartes. Filosofar a lo Hegel es “construir palacios de cristal, y tener que acostarse en el cobertizo vecino”. La verdad es “la incertidumbre objetiva apropiada firmemente por la interioridad más apasionada”. No se trata aquí del subjetivismo, sino de “vivir” la verdad objetiva en forma de elección, pasión y riesgo.

Las corrientes existencialistas, que se apoyan en Kierkegaard, atienden menos a su contenido ético-religioso -del cual han prescindido casi por completo- que a su peculiar sentido de la “existencia”. Por otra parte, han sido intensamente influidas por Nietzsche, y el “Dios ha muerto” es el horizonte de su experiencia fundamental: la angustia de la finitud. El Primer Motor, el Dios cristiano, el Absoluto hegeliano, en suma, la idea de todo principio eterno y fundante se desvanece en lo histórico. Queda el hombre como libertad pura, sin naturaleza, sin fundamento, contingencia pura, pasión inútil, absurdo: ser abocado a la muerte, héroe de la autenticidad inútil. Ésta no es, por cierto, toda la filosofía contemporánea. Al influjo deshumanizador del naturalismo y a la angustia existencial debe sumarse el aporte positivo de otras corrientes: en especial, la afirmación realista, espiritualista y personalista de Bergson, Scheler y Buber, entre otros pensadores de primera fila. Todos ellos estiman al hombre irreductible a la naturaleza o a la corporeidad; enfatizan la condición ontológica y la dignidad ética de la persona; subrayan la irreductible vocación moral y religiosa del hombre, y desarrollan una rica doctrina de las relaciones interpersonales y del amor. En algunos de estos aspectos se les suman filósofos caracterizados habitualmente como existencialistas: Jaspers y Marcel. Pero todos ellos ven limitada la solidez de sus afirmaciones por ciertos lastres que son prácticamente comunes a la filosofía contemporánea, a saber: el nominalismo y anti-intelectualismo al menos implícito en su teoría del conocimiento (la negación de los conceptos universales como forma válida del saber) y el consiguiente actualismo (la negación de la substancia, esencia o naturaleza del hombre, que se reduce así a su devenir o historia).

El pensamiento aristotélico y neotomista de nuestros días se nos presenta como el único capaz de responder integralmente al desafío antropológico actual, en cuanto simultáneamente abierto, desde su inspiración metafísica, a los dos órdenes de problemas claves del presente: el hombre como especie o naturaleza, y el hombre como libertad y existencia personal. No parece haber diálogo posible entre el actualismo existencial o personalista y el naturalismo de origen o pretensión científica. Por falta de una mínima base antropológica común, uno y otro excluyen a veces hasta la legitimidad del problema contrario. A los unos, la “existencia” o la “persona” les parece un pseudoproblema, una ilusión, un galimatías; los otros piensan algo similar de la “naturaleza” de la “especie” humana. La concepción aristotélico-tomista, en cambio, está abierta por igual a ambos problemas, desde su doble experiencia del hombre como ente natural en el cosmos y como existencia espiritual personal. No se trata, empero, de un eclecticismo, sino de una apertura originaria. Pues esta antropología arranca de una “física” y de una “biología” filosófica: de una “filosofía de la naturaleza” con sólida base empírica. Y, sin negar este fundamento -antes afirmándolo- alcanza lo más singular e inefable de la persona espiritual en su ser histórico y en su libertad. Se abre así por igual a los problemas planteados por la ciencia contemporánea y a los enigmas histórico-morales del destino del hombre, renovando la mejor tradición de la “philosophia perennis” en contacto vivo con los problemas antropológicos del presente.