Discurso de Incorporación de Óscar Godoy Arcaya como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
1. LA NOCIÓN DE AMISTAD
Desde hace muchos años me he preguntado por el significado de los lemas de la Revolución Francesa, que parecen expresar a los elementos fundantes de la legitimidad política de nuestra época y enunciar lacónicamente los principios de la democracia contemporánea: libertad, igualdad y fraternidad. Mi perplejidad se ha ido despejando lentamente, junto con el correr de los años y a la luz de una sostenida reflexión acerca de la política. Hoy día, con algunas certidumbres a la mano, he llegado a cernir algunos contenidos del discurso y las prácticas políticas que emergen de la libertad y la igualdad, que paso a paso han dado alguna consistencia a mi tarea intelectual. Sin embargo, casi inadvertidamente, fui dejando en la penumbra, como algo inasible, la realidad o irrealidad de ese tercer y olvidado principio político que es la fraternidad.
Al ser elegido miembro de esta Academia, gracias a un acto de magnanimidad que realmente no merezco, decidí que debía exponer a mis nuevos pares esta inquietud y los precarios resultados de una aventura intelectual que ha sido ardua, esquiva y plena de vacíos e interrogaciones. Pensé que se me estaba ofreciendo la oportunidad para hacer un recorrido por las fundaciones de la política e intentar un esclarecimiento del principio fraternidad, postergado y oscurecido por el carácter imponente y fascinante de la libertad y la igualdad, y el enorme caudal analítico y retórico que el pensamiento occidental les ha dispensado. La pregunta que sirve de hilo conductor a este trabajo, y que corresponde al desafío que acabo de anunciar, es entonces, a pesar de la complejidad de la respuesta, muy simple, ¿qué es la fraternidad como principio arquitectónico de la política?
Inmediatamente y sin mayores trámites, querría proponerles un cambio semántico. En lugar de fraternidad voy a recurrir a otro término “amistad” Y más precisamente a la vieja palabra griega “philia”. En efecto, fraternidad nos evoca algo abstracto y lejano. Sabemos, con cierta vaguedad, cuál es su contenido, que podemos singularizar de un modo general e insuficiente. En cambio, como resulta obvio para quien se interesa por la filosofía política, libertad e igualdad son dos nociones amplia y profundamente trabajadas, cuya teorización está incluida en las grandes obras de los pensadores políticos. La noción de fraternidad, por otra parte, se nos aparece como un concepto universal y abstracto, desligado de la política e incluso de los asuntos humanos cotidianos. Por estas razones, les propongo ingresar al tratamiento del tema a través de la más antigua concepción que nuestra cultura tiene de este principio político: la “philia”. Se trata de tomar esa concepción como un punto de partida, con el propósito de articular un discurso contemporáneo acerca suyo, vinculado con una experiencia próxima y concreta de nuestra existencia, que sabe por trato directo y vivido aquello que es la amistad.
La noción de “philia” nos lleva muy atrás en la historia de nuestra cultura. Los primeros filósofos, en el siglo V1 a.C. la situaron como principio primero, originario y explicativo del mundo físico, o sea, de la realidad como “physis”. Tanto para expresar un movimiento de las cosas en pos de lo similar a ellas mismas, como para establecer una dialéctica de los contrarios. La amistad florece entre los que se asemejan entre sí, porque “lo semejante tiende a lo semejante”, sostenía Empedocles. Y al otro extremo, Heráclito establecía que de “los contrastes surge la más bella armonía” (Aristóteles, Ética Nicomaquea, VIII, cap. 1).
Sin embargo, además de estas significaciones recogidas por Platón y Aristóteles, como doctrinas recibidas por la vía de la historia de los primeros filósofos, la investigación contemporánea ha rastreado la palabra “philia”, y el conjunto de sus imbricaciones semánticas, en la primera literatura griega. Estos estudios han esclarecido el ámbito real del cual emergió un amplio y vigoroso campo enunciativo. Y allí vemos que ese ámbito ha sido las relaciones de cada hombre con aquello más próximo a sí mismo: su propio cuerpo, sus familiares y los que est.an cerca suyo, sus próximos. En la Ilíada, por ejemplo, Homero se sirve del término “philon” para expresar las acciones, el placer y la Libertad de las relaciones que los individuos anudan entre sí.Y, como centro emergente de tales relaciones, para el mismo autor, son “phila” las diferentes partes del cuerpo, especialmente aquellas que permiten proyectar nuestra propia iden udad hac1a fuera, más allá de sus propios hordes: la cabeza, las manos, los ojos, etc. Porque es”philon” lo que “no puede estar separado de mi sin que yo deje de existir, o al menos de llevar la existencia que es mi razón de ser”. El juego entre el cuerpo y sus pares, como lo más cercano a nosotros mismos, y los más próximos, aparece emblematizada por homero cuando llama “philoi” —amigos— a los miembros de la familia. Así entonces, por una parte, el enunciado “philia” designa un modo de tener conciencia de nuestra propia interioridad. Y por otra, reciben el nombre de “philoi” aquellos que están más unidos porque los vincula el lazo del parentesco. Todo apunta como fácilmente se puede advertir, a nombrar un ámbito de relaciones interindividuales centradas en una vivencia personal de doble faz, la conciencia de sí en la comparecencia de los otros.
La amplitud e indeterminación del tema de la amistad, que abarca tanto el estudio de las cosas de la naturaleza como a los asuntos estrictamente humanos, es claramente perceptible en la filosofía pitagórica y en los primeros historiadores.Jámblico nos da una visión de las enseñanzas de Pitágoras, donde se recoge una especie de sincretismo que funde distintas aplicaciones de la “philia”. Nos dice: “Pitágoras ha enseñado, con la más grande claridad, la amistad de todo hacía todo; aquella de los dioses hacia los hombres, a través de la piedad y el culto esclarecido por la ciencia: aquella del conocimiento de unos hacia los otros, y, en general, del alma hacia el cuerpo y de su parte racional a las partes irracionales, por medio de la filosofía y la contemplación que le es propia: aquella de los hombres hacia los otros por intermedio del sano respeto a las leyes, si son conciudadanos, y de un recto conocimiento de la naturaleza, si son extranjeros; aquella del hombre hacia su mujer, sus hijos, sus hermanos, a sus prójimos, a través de una comunidad sin perversión; en una palabra de todos hacia todos”. Le va a corresponder a la filosofía clásica griega en el siglo IV a.C. ceñir con mayor rigor el tema, separando el tratamiento de la amistad de las consideraciones sobre la “physis”, para acotar un discurso acerca de la amistad, entendida como una dimensión fundamental de la vida humana práctica. Y va a ser Aristóteles quien va a desplegar vigorosamente ese discurso en toda su amplitud, dando un poder de suscitación que llega hasta nuestros días.
2. VIDA PRIVADA Y PÚBLICA
Hoy día tenemos la percepción de que la amistad es básicamente una realidad de nuestras vidas privadas. Y que, por lo mismo, su vigencia en la vida pública parece algo lejana. Pero, por otra parte, también entendemos que se trata de un valor cuya aplicación a la vida social permite la convivencia cívica, especialmente en sociedades que se caracterizaban por un gran pluralismo e incluso por graves quiebres y diversiones. Hablamos, por lo mismo, de amistad cívica o política y creemos que ella debería permear y animar a la vida común. Nosotros, en nuestro país, hablamos de una reconciliación cuyo trasfondo se insinúa una forma especial de amistad, como cura y superación de una dramática ruptura histórica. En este cuadro Aristóteles nos ofrece un esclarecimiento intelectual sobre la compleja índole y contextura de la “philia”, que abre la posibilidad de responder a nuestros asuntos contemporáneos.
En el discurso aristotélico, subyace y se da por supuesto algo que a nosotros nos interesa dilucidar y hacer explícito, porque constituye una de las cuestiones disputadas de nuestro tiempo. Se trata, en efecto, de la naturaleza y límites de la vida privada y la vida pública Y, ciertamente, de sus mutuas relaciones. La distinción entre ambos géneros de vida pertenece a los orígenes de nuestra cultura y sigue vigente, más allá de los. cambios que sobre ella han operado los tiempos históricos. Sería apasionante seguir el hilo de la vida privada y la vida pública que nos revela la historia de Occidente, analizar su línea de continuidad y sus mutaciones y las mutuas relaciones que se han hecho y deshecho, avanzado y retrocedido, entre sus esferas de acción. Pero, aun dejando abierto ese flanco, podemos sostener que durante los últimos cinco siglos hemos asistido a una sorda lucha destinada a establecer la extensión y límites de sus respectivos campos. No creo aventurado afirmar que desde su fundación el Estado nacional moderno ha intentado monopolizar la vida pública y, más aún, invadir casi totalmente a la vida privada. El vaivén de este antagonismo ha dado como resultado una gran variedad de situaciones, todas ellas conatos de algún modelo ideológico, sin que hasta la fecha resultase de las mismas una solución estable. Conviene entonces recorrer las líneas originales de ambas esferas, para determinar el ámbito en que se aplica la amistad.
Más atrás, he dicho que el discurso sobre la amistad se refiere a la vida humana práctica. Nuestra tradición occidental distingue dos grandes formas de vida específicamente humanas, la vida teórica o contemplativa y la vida práctica: a esta última, los latinos y medievales llamaron “vita activa”. Ellas corresponden a la vida fundada en la actividad especulativa de la razón y a la vida de la praxis o acción iluminada por la razón respectivamente. El desplazamiento de ambas modalidades de vida humana se mantiene en nuestra cultura como un aire que jamás dejaremos de respirar; su presencia es constante y la crítica acerca de la índole y límites de la razón pura y práctica marca toda la reflexión de la modernidad, como lo demuestra la recurrencia del pensamiento de Kant en la filosofía contemporánea.
La vida práctica, o sea, la vida de la “praxis” humana, siempre fue pensada en Occidente como privada y pública. Esta categorización es quizás una de las realizaciones más potentes del pensamiento antiguo, porque jamás hemos podido prescindir de ella o superarla. Lo que ha acontecido, a través de un largo complejo desarrollo histórico y cultural, es que han variado los límites de sus respectivas esferas de acción. No podría ser de otra manera porque así como nuestra vida es individual y a la vez societal, también es privada y pública y entre ambas hay un flujo de continuidad y un juego dialéctico que vincula necesariamente entre sí.
Aristoteles nos habla sucintamente acerca de esa vida en sus textos éticos, políticos y económicos. La idea básica de lo privado es que constituye una esfera de suficiencia para cumplir ciertos fines. O en otras palabras, que a su interior se posee un grado de autarquía que permite realizar algunos, pero no todos los propósitos de la vida humana práctica. El ámbito de la vida privada es coextensivo con el dominio de la “oikía” de la casa. Y la casa, en su realidad e instauración jurídica, se nos aparece como un nudo de relaciones. En primer término, la casa es un ámbito retirado y separado de los demás, porque a su interior se realizan asuntos secretos, que no se dicen o enuncian porque son acciones propias de la familia, vinculadas con los cultos religiosos y procreación, el amor conyugal y los placeres corporales de la intimidad. En segundo lugar la “oikia” cubre todas las actividades relativas a la producción de los bienes destinados a satisfacer las necesidades fundamentales de la vida material. De esta acepción deriva el término contemporáneo economía. No obstante, “oikonomia” y “oeconomicus” originalmente significan extensivamente al conjunto de los asuntos de la casa, en tanto ellas están reguladas por principios emanados de la razón práctica y por cuanto a ella le incumbe organizar la preservación y mantención de la vida, así a secas. A los bienes que incluye la “oikia” se les denomina propiedad privada. Dicho así, pareciera que su función principal y termina en la sustentación material de la especie y de la subsistencia corporal. Pero no es así, en la cultura griega y romana, la casa y la propiedad privada son elementos claves para ingresar a la vida pública.
En efecto la posesión de lo que hoy llamamos familia y propiedad conduce a la constitución del sujeto político de la democracia ateniense habilitado para la vida pública bajo el nombre de ciudadano, “polietes”. La “oikia” misma era un ámbito prepolítico, como muy bien ha señalado Hanna Arendt, porque en ella regía una desigualdad absoluta aquella que le daba un predominio riguroso al marido sobre su esposa, al padre sobre sus hijos y al señor sobre sus esclavos. Pero, hacia fuera, la “oikía” era el punto de partida de la vida activa de los hombres libres, aquellos que eran dueños de sí mismos y seria de base para el ejercicio de la libertad y la existencia de sus instituciones básicas: libertad de palabra (isegoria) e igualdad ante la ley (isonomia) la palabra “privado” nos ayuda a echar luz sobre este punto.
“Idion” y “Privatus”, en griego y latin respectivamente, tienen un doble sentido, por una parte, el ámbito de los privados significa positivamente a la realidad de la “oikía” con los caracteres ya señalados. Pero por otra, la misma palabra tiene un sentido negativo, como también acontece en nuestra lengua. En español “privado” es aquel que carece de algo —por eso decimos de un demente que “está privado de la razón”—y lo llamamos específicamente “idiota”, recogiendo así la raíz griega “idion”. En el mundo grecorromano, esta última acepción del privado se relaciona con la vida pública. De este modo, en sentido privativo, quien solamente tiene vida privada, carece de vida pública. Así acontecía con las mujeres, los niños y los adolescentes y forzosamente con los esclavos, cuya situación era precisamente el no ser dueños de sí mismos. En sentido positivo, la vida privada realizada en ciertas circunstancias era el paso obligado para alcanzar el ejercicio de la vida pública.
Los griegos llamaban al “bios políticos”, a la vida política, como una “segunda vida” en cuyo decurso se despliegan las acciones correspondientes a los asuntos que son comunes a toclos, dado que lo político es la esfera de “aquello que es común”. Así se establece un mundo propio (ídion) y otro común (koinón). En este último, acontecen las realidades que conciernen a todos, que básicamente se refieren a las leyes que sirven para regular a la existencia y al gobierno de aquello que es común. Los griegos llamaron “polis” ciudad y los romanos “res publica” a este tipo de comunidad. De este modo la significación acerca de esta esfera empezó a girar en torno a lo político y lo público, como dos magnitudes enunciativas que se refieren a una misma realidad. Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de la aparición de esta segunda vida?: la vida privada, en cuyo seno se resuelve el misterio de la continuidad de la especie humana y la mantención de la vida individual, no es acaso una vida completa, una vida que no pide más?
La respuesta más simple a las preguntas recién planteadas nos podrían remitir a la simple verificación experimental de que todos, en el mundo contemporáneo, con distinto grado de intensidad, vivimos ambas vidas. Este doble invade nuestra existencia cotidiana. Hoy día ninguno de nosotros puede sustraerse a vivir los asuntos chilenos, comunes a nuestra sociedad, y difícilmente a los que afectan al resto de las naciones, que aguantamos bajo una comunidad internacional. Tales preguntas, sin embargo, siguen siendo válidas. La verdad es que la respuesta de Aristóteles es sorprendente porque en su tiempo no había estados nacionales y su mundo internacional era un pálido similar del nuestro. El “bios politikós”, como una segunda vida surge porque la vida privada no agota todos los fines humanos. Aristóteles definió el ámbito de la “oikia” como un grado de suficiencia para realizar algunos fines situados en una esfera que denomino “mero vivir” (zeen), muy próximos al “ios” animal, o sea, a la “praxis” que emana de las funciones del hombre como un ser viviente. Esa vida no puede vivirse sin satisfacer necesidades básicas, ni tampoco sin volver a reproducirse, como una condición de la realidad entendida como mundo. No hay mundo sin el hombre, y no hay hombre sin la vida animal. Pero, el hombre es más que vida animada, porque su animación incluye la razón.
La vida humana es racional y la razón es portadora de fines que desbordan los límites del mundo natural. La superación del “mero vivir” es el “bien vivir”, que se expresa como el “extremo de toda suficiencia”, o sea, como la plena autarquía para cumplir todos los fines humanos. A ese estadio humano plenario se le denominó “polis”. Ya Platon, en la República, había advertido que la ciudad era la realización de la obra humana más alta, porque en ella la vida individual y privada se articulaba en un ámbito común en el cual se pueden alcanzar los bienes humanos superiores. El vínculo “polis” y “bien vivir” es tan importante como que esta última palabra es equivalente a “eudaimonía” que designa a la felicidad temporal. Dicho de otra manera, la ciudad es el ámbito donde el hombre alcanza la felicidad. Y esta, como sabemos, emana del hombre mismo porque es la perfección de su propia condición, o sea, de la vida según la razón.
Por otra parte, y esta es otra línea argumental del pensamiento de Aristóteles, la vida privada aparece como un mero “primordium” de la vida completa y feliz porque solamente en la vida pública o política culmina la naturaleza comunicativa del hombre. En su obra La Política se define al hombre como un “zoon politikon” porque es también un “zoon lógon ejon”, un ser viviente capaz de lenguaje. Lenguaje y no solamente voz. Los seres vivientes, es cierto, usan la voz para expresar las situaciones básicas en que los pone su propio instinto y ella les permite comunicarle a los demás. En el hombre, en cambio, la voz sirve para articular los sonidos a través de los cuales se expresa la razón. En definitiva, la esencia humana racional está abierta a los demás a través del lenguaje. Y es en la “polis” donde la palabra humana va a encontrar su expresión plenaria, porque es en ella, y solo en ella, donde puede adquirir actualidad el discurso sobre la verdad, el bien, la belleza y la justicia Y sus contrarios. La “plena suficiencia” no es otra cosa, en el ámbito:el lenguaje, que el espacio donde se pliega la totalidad de discurso humano. En la casa y en la aldea y las comunidades prepolíticas, los discursos están limitados al marco de esferas de suficiencia parcial. Son discursos, diríamos, de la familia, del vecindario, de la provincia, pero no aquel de la sociedad civil o civilizada. La “civitas” es la comunidad suficiente para construir el discurso de la civilización, el discurso universal.
Digamos, entonces, que la vida práctica discurre en dos grandes esferas, que son lo privado y lo público. Y, para entrar al centro de nuestra reflexión, agreguemos que ambas se dan formas de amistad.
3. AMISTAD Y VIDA PRIVADA
Todos tenemos algún grado de conciencia acerca del significado de la amistad y de su situación en nuestras vidas. Ella incluye la inserción de la amistad, como dijimos más atrás, en la esfera de la vida privada. Esta conciencia primaria emana de una experiencia vital ordinaria. En la trama de relaciones interindividuales que tejemos día a día, sobresale la figura de esa relación privilegiada que denominamos amistad. Ella se recorta en forma destacada, porque es la más próxima a nosotros, a tal punto que constituye nuestra circunstancia humana inmediata. La disposición de nuestras amistades hacia nosotros y la nuestra hacia ellas, parece casi natural, algo espontáneo que vivimos gratuitamente, y cuya carencia sentimos con gran pesar. A este respecto, Aristoteles nos dice que “la amistad es aquello que es más necesario para vivir, pues sin amigos nadie elegiría vivir, aunque tuviese todos los bienes restantes” (Ética Nicomaquea, VIII, cap. 1).
Pero como es claro, debemos analizar cuidadosamente esa experiencia primaria con el objeto de determinar en qué consiste la relación amistosa, como circunstancia humana inmediata de nuestra propia existencia. Volvamos, para ello, a la “philia”. Sabemos que ella designa una relación interindividual. De ahí se desprende que ella involucra una actividad vinculante que une a las personas entre sí, pero a un grado tal que colma la vida y le da sentido. Este carácter vinculante y planificador aparece en el pensamiento de Aristóteles en primer lugar, como un modo de tomar conciencia de sí mismo.
La actividad que brota de cada uno de nosotros y nos relaciona con los demás no solamente completa nuestra vida, sino algo más. Hemos visto que no bastando el hombre a sí mismo, para alcanzar su pleno estatuto humano, necesita esa relación para que su vida sea completa: esto significa que en la relación con los otros actualizamos nuestra esencia humana, o sea, aquello de más radicalmente humano que hay en nosotros.
Ahora bien, ¿cómo aparece la amistad en este cuadro? Aristóteles nos dice: “lo que el hombre es para sí mismo, esto es también para su amigo” (Ética Nicomaquea, ,X, cap. 12). Cada amigo es el “otro” en la primera línea, en el horizonte inmediato de nuestra existencia. Tan cercano, que constituyen un espejo de nosotros mismos, porque en él se refleja nuestra propia identidad A través de la amistad, entonces, adquirimos conciencia refleja de nuestro propio yo. Por esta razón, el amigo emerge ante nuestro yo, como un segundo yo, un “alter ego” “otro sí mismo”. Gracias a la intermediación de ese “yo” separado adquirimos la conciencia más lúcida sobre nosotros mismos. Si el hombre está constitutivamente abierto a la realidad, su abertura más radical se da en la amistad. A través suyo, salimos de nosotros mismos y actualizamos y perfeccionamos nuestra existencia.
Por otra parte, en la amistad se expresa plenamente el amor a sí mismo, porque este es justamente su fundamento. En Aristóteles, tal amor no es egoísmo, porque es similar a aquel que existe entre la parte inferior y la superior de nuestra alma. Se trata, en efecto, del valor que cada cual le atribuye a los mejor de sí mismo, que está radicado en la razón teórica, que es la parte superior humana.
El amor de sí, correctamente entendido, es la aspiración a realizar el bien de lo mejor de nosotros mismos. Y ese es el único camino para concordar consigo mismo; y, en definitiva, para integrar nuestra vida como una unidad radical y de sentido común. No se ama a sí mismo quien está internamente dividido y ohra en su propia contra. En la amistad, en suma, adorar al otro como a sí mismo, significa que el amor por nuestras amistades es idéntico a aquel que tenemos por lo mejor de nosotros mismos. Por esta razón, en la amistad perfecta, tal amor es equivalente a amar al otro por sí mismo. No hay contradicción entre ambas afirmaciones, como pudiera parecer a primera vista. El amor al otro por sí mismo, y no por algo adjetivo o accidental, reconoce como “locus” amoroso su propio bien, o sea, la realización de la mejor posibilidad de sí mismo, que es, a la vez aquello que amamos en nosotros.
En la relación amistosa alcanzamos un grado altísimo de actualidad vital. Si la vida cimera es feliz y la felicidad es una actividad, la perfección de este tiene que ser ininterrumpida, un despliegue continuo. La condición necesaria para tal continuidad es la presencia amical con el grado de presencia va señalado; esto es, aquella de un alter ego. Tal calidad e intensidad eleva a la amistad a un rango eminente, porque es la única forma de relación humana durable, verdaderamente indisoluble y radicalmente íntima. Ahora bien, nada de lo dicho tendría validez si la relación amical no fuese recíproca. En su sentido primero, todas las características de la amistad que aquí hemos dado se aplican recíprocamente a quienes están vinculados por sus lazos. En este punto adquiere toda su significación el carácter de “comunidad” que tiene la amistad. La reciprocidad en los afectos, las ideas y la mutua elección, funda un ámbito común que es lo más inmediatamente próximo a nuestra propia identidad. De ahí la radicalidad de la amistad y su fuerza. El principio vinculante de la relación amical perfecta es la recíproca elección de uno por el otro y la voluntad de perfeccionarse mutuamente. Aristoteles expresa con meridiana claridad esta idea: “la amistad es una comunidad, todo aquello que la existencia es para cada cual, lo es también para el amigo: ahora bien, en lo que a nosotros concierne, la conciencia de nuestro existir nos es amable, y también, por lo tanto, la del amigo, y como esta conciencia se traduce en acto en la vida común de aquí que los amigos tienden a ella (Etica Nicomáquea, IX, cap. 12)”.
Podríamos decir que en síntesis “philia” designa una doble relación: consigo mismo y con los demás. Ninguna de estas dos relaciones puede darse separadamente, están indisolublemente atadas entre sí. En Aristoteles el verbo “philein”, que deberíamos traducir por un neologismo algo así como “amilcar” nos remite a un tipo de actividad dirigida a los demás a través de la cual queremos su bien y somos correspondidos. Esa actividad genera una comunidad, una asociación en torno a algo común, que es el bien recíproco. Y donde el bien de cada cual es el desarrollo de sus propias facultades, y por lo mismo, la realización de la mejor posibilidad de sí mismo. Aristotlees considera a esta clase de amistad como la más perfecta. A ella se le agregan las amistades llamadas por utilidad y por placer, donde la reciprocidad no descansa en el puro bien de cada cual, sino en el intercambio mutuo de beneficios o placeres. En todo caso, si pusiesemos entre paréntesis el fin de cada tipo de amistad —el bien, el interés y el placer— nos quedamos por reducción con sus dos características: comunidad y reciprocidad.
En este trabajo no es posible extenderse sobre las diversas formas de amistad en su especificidad, pero sí en relación con la igualdad y la desigualdad. En las distintas clases de amistad, las diferencias surgirán cuando el amor, el beneficio y el placer no es igual en ambos lados. Y este análisis parece muy esclarecedor si se aplica a la amistad que Aristoteles denomina “por interés”, o sea, cuando el bien recíproco lo constituye los beneficios intercambiados. El rasgo inicial de este tipo de amistad es la desigualdad entre quienes la cultivan. Para este tipo de “philia” se trata de integrar ciertas desigualdades, por la vía de la complementariedad. En efecto, las amistades utilitarias se establecen en virtud de la mutua complementación de sus respectivos intereses.
En el dominio de la amistad útil se insinúa la amistad política. Por de pronto, es la amistad más difundida, porque es aquella que cultiva la mayoría. En seguida, dado que es una amistad que igualiza a quienes son desiguales, haciéndolos complementarios, acerca a todos los hombres más allá de su condición cultural o social. Por otra parte, exige actos convencionales, o sea, acciones voluntarias muchas veces pactadas formalmente. Si, para hacer un contraste, miramos a la amistad primera, vemos que en ella prima el bien de cada cual, y que, por lo mismo, su ejercicio corresponde a personas que han desarrollado un arte de sí, una habitud de cultivo de sí, como un camino de perfección y felicidad. En este caso, los intereses materiales con toda certidumbre también se dan pero como un elemento residual. Pues bien, la amistad virtuosa no es abundante; prima en ella un principio de escasez. En cambio, la amistad fundada en el interés no apunta derechamente al bien fundamental del sujeto, sino a las condiciones materiales que lo posibilitan y es la más corriente y difundida. En su ámbito podemos tener muchos amigos, practicar la “poliphilia”. No es así en la amistad perfecta.
En la vida privada se inicia el despliegue de nuestra subjetividad al mundo exterior y la sociedad. La amistad, en general, se denomina un tipo privilegiado de nuestras relaciones con el otro, aquellas que constituyen nuestra circunstancia humana inmediata. A través de la amistad se esclarece y cobra sentido nuestra propia identidad. La amistad primera o más perfecta es aquella que amamos al otro por sí misma. En las amistades solamente placenteras o interesadas, nuestra relación con el otro se establece desde los efectos corporales y los intercambios útiles. Aristóteles remarca que la primera es efímera y cambiante como el deseo y es propia de la juventud. En cambio, la segunda es más segura y puede ser más estable, porque dura según el tiempo convenido por las partes, en vistas al fin que se han propuesto alcanzar. La amistad completa o acabada, en el contexto del bien recíproco del otro, incluye y jerarquiza, por vía de trascendencia, placeres e intereses y es la más perdurable y estable de las tres. Veamos ahora más directamente que acontece con la amistad en la esfera de la vida pública.
4. AMISTAD Y VIDA PÚBLICA
La amistad que aparece en el ámbito público es próxima a la amistad fundada en el interés. Ya hemos señalado que esta amistad opera una igualización de quienes la ejercen. También lo justo produce un efecto similar. Y nos ayuda a esclarecer nuestra tema comparar lo justo y lo útil porque permite establecer con mayor rigor el campo de la amistad utilitaria. A estos efectos, la primera observación que puede hacerse se refiere a que lo justo iguala a partir de un criterio preestablecido. En la sociedad civil lo justo se expresa a través de normas que regulan la distribución de los beneficios entre aquellos que se asocian para conseguirlos. Por otra parte, lo justo en sentido estricto y metajurídico entraña una distribución proporcional de los beneficios ceñida al mérito de cada cual. Lo útil, en cambio, se funda en una consideración razonada de las partes acerca de aquello que se intercambia y no de lo que le corresponde a cada cual. o, en otras palabras, son ellas las que deciden acerca de la igualdad de los bienes intercambiados poniendo entre paréntesis al mérito de cada cual y, simultáneamente, aquello que de suyo les corresponde. De este modo, en la amistad utilitaria se definen ámbitos de igualdad en un marco de desigualdad. Así lo justo reconoce y mantiene las desigualdades fundadas pues de lo contrario no serfa posible darle a cada cual lo suyo: en cambio, lo útil las pone en suspenso, para establecer una franja de igualdad que hace complementarias las diferencias propias de quienes son desiguales. En ella operan las relaciones recíprocas de los beneficios mutuos.
Las relaciones utilitarias que se generan en la esfera privada se difunden extensamente en la esfera pública y actúan de un modo determinante en la generación de todo tipo de bienes, incluida la riqueza individual y colectiva. Su cercanía con los asuntos públicos es muy grande a tal punto que no pueden realizarse sin tener a la vista y considerarlos como un factor fundamental. Por otra parte, parece que la amistad política encuentra su fundamento privilegiado en la amistad utilitaria.
En efecto la comunidad política se funda en el mismo principio que la amistad utilitaria. Aristóteles nos dice directamente que aquella “parece estar constituida y mantenerse en nombre de la utilidad” porque en la “polis” la asociación de los individuos persigue la creación de un ámbito de plena suficiencia que en términos reales no puede concretarse sino por medio de la actividad complementaria de todos. La articulación de los individuos en función de una asociación de intereses se nos presenta como “homonoia”, concordia. Va a ser, entonces, la concordia el principio amical base de la existencia de la comunidad política que no se puede explicar solo y completamente por sus fines últimos.
Ahora bien, una mirada más minuciosa sobre la concordia nos revela que ella actúa en un campo de realidad muy preciso, al cual Aristóteles denomina “ta pragmata”, o sea las cosas prácticas, que son aquellas que una comunidad humana puede realizar por sí misma. Estas “cosas” son las que hay que hacer para concretar el “bien vivir”. Es por eso que la concordia no se refiere al pensamiento teórico, ni a la opinión colectiva sobre cualquier cosa, sino en términos precisos a la decisión común de ejecutar aquello que es realizable por una comunidad política determinada. La concordia como es evidente concierne a la existencia del conjunto de una sociedad políticamente organizada Y tiene como horizonte el futuro de la misma.
De este modo la concordia está firmemente asentada en lo que modernamente deberíamos llamar un verdadero “realismo político”. Porque, en suma, reduce el nudo articulador de la organización política a la decisión sobre aquello que es realizable como interés común. La fórmula “to koinon sumpheron” en su literalidad nos dice “interés común” y así define Aristóteles a uno de los fines de la “polis”. La lejanía con la idea platónica de un “bien común” como una idea absoluta es muy clara en esta perspectiva utilitaria. Y quizás por esta razón Aristoteles usa muy poco terminó “to koinon sumpheron” que significa textualmente “bien común”. Lo que ocurre es que al interior de esta esfera el “interés común” la obtención de una plena suficiencia como un fin final hace posible el acceso a las formas superiores de la vida humana, incluyendo la vida contemplativa y la relación con Dios.
Las cosas realizables están en el futuro y la comunidad política se organiza para ir instalándolas procesualmente en cada presente por venir. El desarrollo de las decisiones políticas, aunque est.in tomadas hoy día, dicen relación con el futuro. Es por ello que la concordia tiene un carácter prospectivo e impelente a la vez; dado que asienta sobre una deliberación común concerniente a lo que debe y puede hacerse para alcanzar los fines sociales futuros, y la decisión también común que nos impele a poner en realidad las cosas decididas. Este proceso ordena y disciplina los deseos, porque de la multiplicidad de la deseabilidad individual se instaura un deseo común, acompañado de la decisión racionalmente deliberada de ejecutarlo.
La concordia, en la medida que plantea exigencia mayores de deliberación y decisión común, encuentra su mejor versión en la democracia, que es el régimen político más participativo. Para la elaboración de esta idea nos podemos servir de un texto de la Política que sitúa el tema general de la amistad en la esfera de lo netamente político. Dice así: “la ciudad no es una comunidad de lugar y cuyo fin sea evitar la injusticia mutua y facilitar los intercambios. Todas estas cosas se darán necesariamente, sin duda, si existe la ciudad; pero el que se den todas ellas no basta para que haya ciudad, que es una comunidad de casas y de familias con el fin de vivir bien (eu zeen), de conseguir una vida perfecta y suficiente. Esta no podrá realizarse, sin embargo, sin que los ciudadanos habiten un mismo lugar y contraigan entre sí matrimonios. De aquí surgieron en las ciudades las alianzas de familia, las fratrias, los sacrificios públicos y las diversiones de la vida en común; y estas cosas son producto de la amistad, ya que la elección de la vida en común supone la amistad” (Aristóteles, Política III, cap. 9) .
La cita recoge apretadamente las características centrales de la “pólis” como una comunidad política cuyo fin último es la vida perfecta y suficiente. En esa comunidad, las relaciones que establecen los individuos en distintas esferas de la vida privada y pública, son una obra (ergon) de la amistad ya que ésta sirve de fundamento a la elección de una vida en común (suzeen). Si hay algo que destacar en esta breve formulación es el nexo que se establece entre amistad, elección y vida en común. Hay que advertir que “suzeen” se expresaría mejor en algún neologismo, como por ejemplo, en “co-vida”. Pues bien, esa co-vida emerge directamente de una elección cuya condición posibilitante es la amistad. Ella, en efecto, permea todo el tejido societal como intimidad, “aphrodisia” e interés utilitario.
La concordia, como vemos, aparece fuertemente vinculada con las afinidades electivas que sirven de base a la decisión acerca de los intereses comunes de la comunidad política. Ahora bien, toda “polis” está investida de un régimen o constitución política (politeía), que es el ordenamiento (taxis) de sus magistraturas superiores, o sea, de su estructura gubernativa. No vamos a repetir la tipología de las constituciones clásicas,. porque no viene al caso. Pues, lo que es importante, en estas reflexiones es que cada uno de esos regímenes establece sujetos políticos diferentes. Si asumimos que la ciudad, o el Estado también se puede describir como “cierta multitud de ciudadanos” la diversidad de regímenes nos plantea la existencia de distintas modalidades de ciudadanía. y este punto es relevante si deseamos esclarecer el oscuro nexo entre comunidad política y elección.
Aristóteles nos dice que la ciudadanía es la “participación en la administración de la justicia y en el gobierno”. Y señala a continuación que esta definición conviene más exactamente a la democracia que al resto de los regímenes políticos, pues en estos últimos “no tiene función el pueblo, ni existe normalmente una asamblea sino que se la convoca expresamente”. En otros términos, en la democracia la participación del pueblo está maximizada, a través de su integración en la asamblea, en la “Ekklesia”. En ella, por lo tanto, la concordia tiene una espacialidad institucional donde se desarrollan los procesos deliberativos y electivos que adquieren así un estatuto colectivo pleno. Este fenómeno no acontece en el resto de los regímenes políticos, pues en ellos la naturaleza colectiva de esos procesos son sustituidos o por la razón individual del monarca o el autócrata o bien por la razón de una minoría ilustrada de una simple oligarquía. En este punto se podría discutir la supremacía del monólogo y el diálogo, reducido o amplio, de las alternativas gobernantes que se evocan, pero no es atingente a nuestro tema. Lo que corresponde, en cambio, es poner de relieve que la concordia democrática es la más difícil de alcanzar, pero una vez lograda, la más perfecta, porque exige un alto grado de racionalidad deliberativa por parte de los ciudadanos.
La concordia, al interior y desde la asamblea democrática, exige que los ciudadanos participen en la elaboración de juicios sobre asuntos de interés común tomen decisiones comunes y ejecuten aquello que·decidieron conjuntamente. Ello entraña, como parece evidente, un sujeto político específico que es el ciudadano democratico, cuya característica fundamental es su capacidad para deliberar con otros, o sea, deliberar para decidir. Desde esta perspectiva uva este sujeto es la pieza clave de un proceso cognitivo colectivo, que culmina en la gobernación democrática de la sociedad. Pero, por otra parte, hay que enfatizar que tal sujeto solamente puede constituirse en la medida que se reconocen los límites de la aplicación de la razón práctica. Esta es una condición “sine qua non” pues que los desbordes del poder político son causados por una expresa renuncia a tal reconocimiento y a la aplicación equivocada de la razón pura y técnica a campos de la realidad que no le corresponden. Por este camino se explican las utopías y las ideologías. Por otra parte, ese campo de realidad, al cual se aplican los procesos operativos, está configurado por los “ta pragmata , ya mencionados anteriormente. Son las cosas comunes prácticas que pueden realizarse o no, y que se inscriben en el campo de lo probable. La obra política aparece de este modo acotada por un implacable realismo, cuya violación sólo puede provenir de un uso desventurado de la razón.
La amistad, en el ámbito público se expresa a través de la concordia. Ella, en definitiva, es una forma de amistad utilitaria. La fuerza de esta concepción está encerrada en la vieja formación de la “res pública” enunciada por Cicerón en el libro I de la República, que dice “un pueblo (populus) no es sino la reunión de una multitud de individuos que est.in asociados en virtud de un acuerdo sobre el derecho y una comunidad de intereses” (multitudinid iuris consensu et utilitatis communiones sociatus). En una sociedad políticamente democrática esa amistad sirve de contexto al ejercicio de la razón práctica, o sea, a la prudencia política aplicada a las cosas comunes, contingentes, probables y futuras. Sin la concordia la comunidad política sería una simple agregación de comunidades prepolíticas, carentes de un vínculo de unidad formal: una masa de comunidades persiguiendo intereses privados.
Por otra parte, la amistad plena, aquella que solamente puede darse en la esfera privada, porque exige la intimidad de los que aspiran recíprocamente el bien del otro, también tiene una función política, aunque indirecta. Sabemos que esa amistad virtuosa implica llevar a la perfección la resolución con el otro, y, por lo mismo, a su grado más alto esa constitutiva abertura de cada cual a los demás. Esta forma de amistad es la condición necesaria para el desarrollo de todas las formas de convivencia humana incluyendo a la política. Esto quiere decir: la construcción recíproca del bien del otro es el modelo ejemplar de nuestras relaciones con los demás. Esta clase de amistad, mirada desde su exterior, es una forma de sociabilidad dispersa en una multitud de pequeñas comunidades nucleadas en torno a personas individuales relacionadas entre sí por un “eros platónico”. En su conjunto forman un tejido diferenciado, heterogéneo y polimorfo, cuyos puntos de condensación son las relaciones amicales profundas: por su fuerza de atracción ellos actúan sobre el conjunto de la sociedad como causa ejemplar. Si el estilo de convivencia que ella establece pudiese reproducirse a escala societal se realizaría el sueño de algunos utopistas del XIX, pues surgirá un “orden social amoroso”, donde la justicia no sería necesaria y donde reinaría la paz desarmada. El “ius” de la enunciación ciceroniana quedaría superado y la “utilitas” trascendida en el contexto de la “cáritas” del amor. Esta idea, en el contexto del cristianismo, aparece con mucho vigor en Agustín de Hipona, para establecer el fundamento de la civitas Dei en la tierra, que es la Iglesia: “Es pues manifiesto que Sion es la ciudad de Dios: ¿y que es la ciudad de Dios sino la santa Iglesia? Porque los hombres que mutuamente se aman y aman a Dios que habita en ellos, constituyen una ciudad para Dios. Pues la ciudad está constituida por ciertas leyes: esa ley es la caridad y la misma caridad es Dios: Deus caritas est (I Jn 4, 7).
5. ENEMISTAD Y DISCORDIA EN LA POLÍTICA
La amistad y la concordia tienen sus opuestos que son la enemistad y la discordia. La historia política de Occidente nos ofrece un panorama amplio y completo de la realidad y vigencia de la enemistad y la discordia. Este hecho cuantioso e imponente ha motivado un torrente de reflexión siempre renovado. De esta corriente, a efectos del itinerario de esta exposición, interesa poner de relieve algunos aspectos de las ideas políticas que la enemistad y la discordia han originado.
El estudio del curso de la política occidental permite descubrir algunas variables esclarecedoras. Durante gran parte de la Edad Media en Europa el poder político estuvo repartido en pequeñas autonomías locales llamadas feudos. Aquellos que detentaban el poder tenían sobre sí a la autoridad de la Iglesia y el Papado, que durante un extenso período sostuvo y defendió el principio petrino de que Dios ha hecho al Sumo Pontífice depositario de todos los poderes existentes en la tierra
El estudio del curso de la política occidental permite descubrir algunas variables esclarecedoras. Durante gran parte de la Edad Media en Europa el poder político estuvo repartido en pequeii.as autonomías locales llamadas feudos. Aquellos que detentaban el poder tengan sobre sí a la autoridad de la Iglesia y el Papado, que durante un extenso periodo sostuvo y defendió el principio petrino de que Dios ha hecho al Sumo Pontífice depositario de todos los poderes existentes en la tierra (“Tu est Petrus et super hanc petram…”. Matt XVI, 18-19). Los señores feudales, a su vez, estaban vinculados entre sí por pactos que los hacían pares o iguales entre sí.. Existían reinos que aún no asumían la moderna estructura de los estados nacionales. De este modo, el rey era un señor feudal más al interior de una constelación de feudos y aquello que los distinguía del resto de sus iguales era el hecho de ser un “primus interpares”. Esa primacía la recibía de la Iglesia, en virtud del principio petrino a través de una ceremonia llamada unción real, pero, en términos concretos, nos entrañaba una diferencia de poder relevante con el resto de sus pares. La historia del surgimiento de los estados nacionales tal como los conocemos hoy día podría ceñirse a recorrer el proceso que hizo de este “primus inter pares” un “primus solus”.
Originalmente cada monarquía tenía el escaso poder político, económico y militar que le permitía el feudo de su titular y las obligaciones contraídas con el resto de los señores feudales. Si hacemos abstracción de la cronología es bastante clara la línea estratégica del proceso desde el cual emerge el “primus solus”: doble liberación de las monarquías ascendente tanto de su dependencia al poder político de la Iglesia —para evitar la aplicación del principio petrino, que legitimaba la defenestración de los príncipes ungidos por la Iglesia—, como de los vínculos contractuales establecidos entre el rey y Jos señores feudales de su propio reino. Solamente de ese modo el rey podfa consolidar su poder y llegar a ser una “princeps liber”; y, respecto de las estructuras feudales, abandonar la situación de “primus inter pares” para asumir la condición de “plimus solus”, solo o solitario, sin pares, o sea, desigual. De estas dos vertientes del proceso surgió la imagen del príncipe “absolutus”, que es el príncipe “separado de” cualquier instancia de dependencia temporal, solo responsable de modo directo ante Dios. Así se reinterpretó la fórmula “Rex Gratia Dei”, como enunciativa de una transmisión directa del poder desde Dios, sin la intermediación de la Iglesia, de la aristocracia o del pueblo.
Pero ese proceso no se desarrolló en forma pacífica sino violenta. El rey absoluto, el príncipe libre, desplegó una voluntad de poder enorme, al hilo de grandes empresas, como fueron la unidad de las naciones bajo la forma de los estados monárquicos modernos. Debió, en suma, vencer los obstáculos internos de quienes en el pasado fueron sus pares y al enemigo externo contra el cual había que oponer la fuerza para establecer el ámbito de jurisdicción territorial del Estado emergente. En definitiva, la libertad del príncipe se puso en juego como capacidad para organizar cultural, económica y militarmente a una nación y desplegar una política de poder cuyo eje era, y siguió siendo, la eficaz administración de los conflictos.
En el contexto esbozado muy tempranamente las ideas se orientaron hacia el esclarecimiento de los problemas del poder. Maquiavelo marca la aparición de los tiempos modernos justamente porque desarrolla un arte de la adquisición, conservación y acrecentamiento del poder. El príncipe aparece en toda su magnitud de poder individual, solitario y hegemónico, enfrentado a la tarea técnica de dominar y subordinar esa masa voluble y anárquica que son los otros y las eventualidades de un destino incierto. La obra política del príncipe no sería viable sin la aparición de un arte o técnica productiva, sustitutiva de la prudencia política clásica, fundada en el ejercicio recto de la razón práctica. La aparición de una nueva racionalidad política puede ser demostrada por distintos caminos. En este texto solamente vamos a dar una mirada a este fenómeno a través de un autor emblemático de esta nueva tendencia que marca a la política de poder de los tiempos modernos. Se trata de Hobbes.
El arte política de Maquiavelo tiene muchas falencias, incluso desde el punto de vista del nudo realismo de la política de poder que nutre sus raíces.
Se trata de un arte para esclarecer métodos de gobierno absoluto, cuyo centro es el soliloquio del príncipe y carece, por lo mismo, de una visión amplia y analítica de los conflictos que permean las relaciones entre los hombres. Maquiavelo desconoce la posibilidad que cada individuo ordene y limite sus deseos bajo la conducción de su propia razón práctica y nos propone como opción la voluntad ordenadora del príncipe, cuya actividad descendente es capaz de rectificar la tendencia a la anarquía y establecer Y consolidar la unidad de la sociedad política. Hobbes va a ir mucho más allá, porque va a intentar fundar una ciencia de la política, capaz de superar omni comprensivamente no solamente a la prudencia política, sino las debilidades del arte maquiavélico. Para ello buscó un paradigma de ciencia aplicable a la política. Creyó encontrar ese modelo en la ciencia física y la geometría. La ciencia de la política trataría entonces de los teoremas que enuncian el saber acerca de los cuerpos políticos. A partir de Maquiavelo y Hobbes la política va a buscar consistentemente asilo en la razón productiva o técnica y en la razón teórica, estableciendo una línea de continuidad que llega hasta nuestros días. Ahora bien, cuál es el punto de partida hobbesiano para desplegar los teoremas de la nueva ciencia política? Hobbes supone que la sociedad políticamente organizada es un cuerpo artificial en contraposición al hombre que es un cuerpo natural. La hipótesis inaugural de su reflexión política es que los hombres, como cuerpos naturales, están en permanente conflicto. El estudio de la política entonces va a poner al descubierto las conclusiones que se derivan de esa resolución antagónica original y permanente que configuran una teoría de la enemistad y la discordia y como es claro, de su regulación.
Hobbes sitúa en el punto de partida de la construcción del orden político la hipótesis de un estado de naturaleza equivalente a una guerra de todos contra todos. El interés principal de esta hipótesis es que sirve para fundamentar el contrato por el cual, con el propósito de establecer un ámbito de paz y seguridad, los individuos deciden reducir la esfera de sus libertades originales y crean un cuerpo artificial, el Estado. Sin embargo, en este texto interesa otro aspecto de la teoría de la guerra de todos contra todos. Pues, en efecto, el carácter de esa relación de contienda radical entre los individuos, parece enunciada como una hipótesis extrema y puramente especulativa, en que se reduce la vida humana a tendencias exclusivamente individuales, en una situación social o de anarquía absoluta. Pero no es así, porque Hobbes, por otra parte, refuta el carácter naturalmente político del hombre, o sea, su espontánea sociabilidad. Ello demuestra que este filósofo, más allá de la hipótesis extrema, elabora una teoría de las relaciones interindividuales fundadas en la enemistad. Por esta razón el conflicto se prolonga en ese ámbito de seguridad y paz que es la sociedad civil, aunque sin el rigor y la radical agresividad del estado de naturaleza, donde el derecho de todos sobre todo (ius in omnia) incluye al cuerpo y la vida de los demás.
En el Leviatán, Hobbes nos propone una articulación visión de Ia índole polémica de las relaciones humanas, válida para cualquier situación e hipótesis, incluso al interior de una sociedad regulada por el consenso, Ia Iey positiva y la autoridad política dotada de un brazo armado. Independientemente de cualquier hipótesis, Hobbes concibe al hombre como una suma de poderes.
Tales poderes no se ejercen en el vacío, sino en un mundo de realidades, entre las que tiene una presencia preeminente el hombre. El punto central es cómo se ejercen esos poderes justamente en relación con los otros. Para Hobbes el poder se aplica primariamente para la preservación de la propia vida, para mantenerse en la existencia, pero en una dinámica acumulativa. Hay por una parte, un poder humano original constituido por las facultades del cuerpo (fuerza física, belleza, etc.) y del espíritu (prudencia, liberalidad, ciencia, etc.); y, por otra, un poder humano instrumental, que está conformado por varios poderes que se adquieren gracias al primero o a la fortuna. Estos últimos permiten ampliar el poder de cada cual porque dan acceso a la “riqueza, la reputación, los amigos, y a esa acción secreta de Dios que los hombres Haman buena suerte”. En este ámbito el deseo de preservar la propia vida padece una metamorfosis porque se transforma en una dinámica de expansión del poder individual mismo, que termina por concebir al otro como un mero objeto. La adquisición del poder sobre los demás, su inteligencia y su cuerpo, hace del deseo una “libido dominandi”. De este modo, y dado que el poder de cada cual encuentra sus límites y barreras en el poder de otro y recíprocamente, la potencia real de cada cual va a consistir en el exceso de poder de uno sobre otro: “potencias iguales que se oponen, se destruyen mutuamente”. A esta posición se denomina conflicto.
El exceso de poder sobre otros es la clave para la comprensión de la teoría hobbesiana que exponen . Siguiendo el modelo de la física de Newton, ese autor va a comparar el acrecentamiento del poder con el aumento de velocidad de los cuerpos pesados, “que muestran cada vez más su impetuosidad a medida que recorren su camino”. El poder crece, entonces, a medida que avanza. De aquí se extrae la conclusión de que el poder humano más grande es aquel compuesto por el mayor número posible de hombres, unidos por el consentimiento alrededor de una sola persona natural o civil”, que ejerce las funciones de una voluntad única. En eso consiste el poder tanto del Estado, como de los grupos o facciones, o de las alianzas entre ellas. Así, agrega Hobbes, “tener servidores es un poder: tener amigos es un poder: pues ellos son, en efecto, fuerzas reunidas”.
Detrás de esta mecánica del poder se esconde un modelo de relaciones interindividuales antagónicas. La conciencia de sí, en este caso, aparece como una evaluación de las fuerzas y necesidades de cada cual. El otro no aparece como un “alter ego”, sino que como la negación de sí mismo y, por lo mismo, como enemigo. La ciencia de la política construida “more geométrico” por Hobbes descansa sobre este punto de partida Posteriormente la idea de una relación dialéctica entre opuestos va a encontrar su expresión en distintos autores. Entre ellos, creo interesante detenerme en Carl Schmitt porque su propuesta está hecha en los años 30 de nuestro siglo, y, por lo mismo,a la luz de una experiencia histórica ya muy distante a la de Hobbes. Este autor, instalado en la tradición hegeliana, concibe el Estado como la unidad política absoluta y fundamental y le atribuye la conducta hobbesiana que acabamos de describir, descontextualizada del mecanicismo del siglo XVII y reinscrita en el idealismo contemporáneo.
Schmitt intentó determinar las categorías básicas de lo político, como una entidad anterior y más vasta que el Estado que en pleno auge de las grandes ideologías estatistas parecía dominar y hegemonizar la esfera de la vida pública y política de la sociedad europea. Este autor orientó su indagación por el camino de las categorías trascendentales; o sea, se preguntó si acaso había para la política un equivalente al bien, lo bello o lo útil, que acotan los campos reflexivos de la ética, la estética y la economía, respectivamente. Y concluyó que existía un criterio simple al cual podía reducirse la esencia de lo político: el concepto binario amigo-enemigo.
Para Schmitt, esa noción reúne todas las características de una matriz explicativa de lo político. Por de pronto, permite identificar con autonomía el campo propio de esa realidad, sin tener que remitirse a otro concepto más general o anterior. Esta distinción “expresa el grado extrema de unión o desunión de asociación o disociación” y puede existir en Ia teoría y Ia práctica sin exigir la aplicación categorías extra políticas. A través suyo, el enemigo aparece como un “otro extranjero”, con el cual el conflicto no puede resolverse ni por normas preestablecidas, ni por la sentencia de un juez imparcial. El grado de conflicto que determina la existencia de enemigos significa que las decisiones de los adversarios revierten sobre ellos mismos, sin ninguna apelación a terceros. De tal modo que solamente a ellos les corresponde decidir si la alteridad del extranjero representa, en el caso concreto de tal conflicto, la negación de su propia forma de existencia, y si los fines de la defensa o del combate son de preservar el modo propio, conforme a su ser, según el cual vive (La Noción de Política. Cap II).
Según Schmitt, el liberalismo intenta reducir este antagonismo a concurrencia, en el campo de la economía, y al adversario en el debate de ideas que caracteriza a las democracias y los parlamentos. Se trata más bien; según este autor de pensar el paradigma de amigo-enemigo en términos colectivos y no individuales. En efecto, enemigos, en sentido estricto, no pueden ser sino agrupaciones humanas enfrentadas en una lucha al menos virtual. Este enemigo es el enemigo público, que es “hostis” y no “inimicus”, “polemios” y no “exthros” o sea, un antagonismo hostil dispuesto al conflicto a un nivel extremo. La configuración amigo-enemigo se encuentra en plenitud en las relaciones interestatales, porque solamente en ese caso se da una agrupación política dotada del grado de unidad esencial que permite su actualidad. Dado que el concepto de enemigo incluye la posibilidad de la lucha, la guerra y en definitiva de la muerte física de los contendores, es claro que su carácter público se predica básicamente del Estado.
La guerra, dice Schmitt, “nace de la hostilidad, siendo esta la negación existencial de otro ser; así, la guerra no es sino la actualización última de la hostilidad”. Sin embargo, contra lo que podría concluirse, la guerra no es el fin de la política. De modo más preciso, ella es una realidad eventual que “gobierna según su propio modo al pensamiento y la acción de los hombres, determinando de esta suerte un comportamiento específicamente político”. El autor precisa, la guerra es la “prueba decisiva”, la “situación de excepción que reviste una significación particularmente determinante, revelatrice del fondo de las cosas”; es en “la perspectiva de esta eventualidad extrema que la vida de los hombres enriquece su polaridad específicamente política” (La Noción de Política, cap. 3).
La discriminación amigo-enemigo ya descrita, en el marco del conflicto supremo, solamente puede hacerla el Estado. Schmitt lleva a sus últimas consecuencias la noción de soberanía expresa en el siglo XVII por Jean Bodin. Una agrupación de individuos habilitada para enunciar la naturaleza pública del enemigo reúne las características del rasgo central del Estado moderno, su soberanía. Nuestro autor nos dice que “está en la naturaleza de la unidad política que ella sea la unidad determinante, maestra de sus decisiones, cualesquiera sean las fuerzas que nutren sus motivaciones psicológicas últimas. Ella existe o no existe. Y, en tanto ella existe, es la unidad suprema, o sea, aquella que impone su voluntad en los casos decisivos”. La vida internacional es interesante, porque el mundo no es una unidad política, sino un “pluriversum” político. Schmitt rechaza la idea de que el concepto de Humanidad tenga validez en el ámbito político, en la medida que los actos políticos fundamentales provienen de las únicas unidades políticas reales, que son los Estados soberanos, capaces de ejercer el “ius belli” o derecho a designar al “hostis” al enemigo. Si estos desaparecen no habrá política y ello parece una utopía.
Algunos críticos de Schmitt han señalado un vacío aparente en sus planteos. Su énfasis en las relaciones interestáticas parecen marginar la política interna en el ámbito de la política. La verdad es que este autor se refiriera a la política interna enmarcada en la unidad del Estado. En esta perspectiva, la actividad política pluralista,que caracteriza a las democracias liberales, es pensada como un peligro que afecta a la unidad del Estado. En términos condicionales nos propone un caso extremo, en los siguientes términos: “si en el seno de un pueblo, el potencial político de una clase O de cualquier otro grupo se dirige a impedir la realización de toda guerra exterior, sin que haya en estos grupos la capacidad o la voluntad de tomar en sus manos el poder del Estado, y operar por su propia iniciativa la discriminación del amigo y del enemigo y de hacer la guerra si fuera necesario, la unidad política queda destruida” (La Noción de Política, cap. 4). Schmitt pretender fundar la política en la existencia paradigmática del conflicto total. Este modelo ordena “hacia dentro” y la estructura un campo político interno no pluralista, al cual se extiende la posibilidad de aparición de un enemigo público. Si el Estado posee la capacidad de ejercer el “uis belli”, también detenta el enorme poder de disponer abiertamente de la vida de sus ciudadanos, para realizar la pacificación intraestática. Así, el Estado, bajo ciertas circunstancias y como último recurso para subsistir como unidad política, puede definir y actuar contra el enemigo de adentro, contra el enemigo público interior.
Los planteos pluralistas del liberalismo, según Schmitt ponen en riesgo la unidad del Estado, y, por lo mismo a la esencia de la política. El sistema teórico del liberalismo, nos dice, “solamente se interesa en una lucha contra el poder del Estado en el plano de la política interior, y ofrece una serie de métodos propios para frenar y controlar esa potencia, en beneficio de la libertad individual y la propiedad privada, para hacer del Estado un compromiso y transformar sus instituciones en válvulas de seguridad”. De este modo, sostiene el filósofo alemán, el pensamiento liberal elude o ignora al Estado y la política, para moverse en la polaridad característica siempre renovada de dos esferas heterogéneas: la moral y la economía, el espíritu y los negocios, la cultura y la riqueza (la Noción de Política, cap. VIII). La conclusión que extrae Schmitt es radical porque el liberalismo, sobre los supuestos expresados, no podría aceptar que la unidad política exija, en caso extremo, el sacrificio de la vida. Para el individuo como tal, en su pura individualidad, no existe un enemigo contra el cual exista la obligación de batirse a muerte, si no lo consiente el mismo, partir de su propia y libre voluntad. La política del liberalismo, en la visión schmittiana, es la no política, la negación de lo político, porque no lleva el antagonismo hasta sus últimas consecuencias.
La desvirtuación de la sabiduría clásica, centrada en la teoría de la prudencia, es patente en los tres autores mencionados. En Maquiavelo ese giro opera por la vía de una tecnificación del uso del poder, en Hobbes a través de la constitución de una ciencia mecanicista y en Schmitt por medio del establecimiento de categorías politológicas trascendentales, que aparentemente descansan sobre sí mismas, sin remisión de dependencias a otras superiores. Digo aparentemente, porque me parece claro que toda la conceptualización de Schmitt tiene como fondo la idea de Estado de Hegel, como un “totum” ideal en proceso constitutivo, objeto de la razón teórica.
En definitiva, el despliegue de la política entendida como técnica del poder o como objeto de la razón especulativa, jalona el desarrollo moderno de la reflexión politológica. Se pueden encontrar rastros dispersos de la razón práctica clásica en muchos autores, y habría que nombrar a Locke y también a la escuela escocesa y algunos utilitaristas, pero en general hay que decir que el caudal grueso ha ido en la dirección indicada.
6. ALGUNAS CONCLUSIONES SOBRE LA CONSTITUCIÓN DE UN NUEVO SUJETO POLÍTICO DEMOCRÁTICO
La discusión acerca del fin de la modernidad se extiende también a los problemas anexos al tema de la teoría de la acción política. La exposición que hemos hecho sobre la amistad política está inscrita en una reflexión sobre la actividad humana en el ámbito público y al interior de las sociedades políticamente organizadas. Todo lo que se ha dicho acerca de la “praxis” política y amistosa no nos remite a una teoría normativa, sino a un modo de racionalidad.
Aristóteles desarrolló un amplio aparato analítico para distinguir la “poyesis” de la “praxis” y los saberes correspondientes a cada una de ellas. En ambas, como es evidente, el “logos” tiene una función específicamente distinta. En el primer caso, ella opera como la facultad que orienta una actividad cuyo fin es la realización de una obra externa al agente: aquí la razón sabe cómo hacer esa obra, y, por lo mismo, cuáles son los medios técnicos para ponerlo en la realidad. De este modo, la razón es el fundamento de los saberes técnicos; porque es capaz de establecer los cánones productivos que preceden a la realización de una obra. El arquitecto, a través de la razón técnica, sabe como construir una casa o un edificio. En cambio, la razón no opera del mismo modo para orientar la acción, la “praxis” humana, individual y social. La primera característica de esta racionalidad es que no genera cánones. Dicho en otros términos, ella no establece principios universales y verdaderos que se aplican a cada caso particular concreto. La razón en este campo, no es codificadora. Su segundo rasgo, es que ella se perfecciona en la práctica como el arquero que busca dar en el blanco, al hilo de la secuencia sostenida de tiros que se aproximan a él. En definitiva, la regulación última de la acción humana proviene de la aplicación directa, en cada caso singular de la razón práctica misma, habitada a deliberar y decidir qué, cómo y cuándo realizarla. Aristóteles denomina “phrónesis”, prudencia a la perfección de esa actividad racional pero en forma más genérica se la ha llamado “sabiduría”.
En nuestros días, las cuestiones claves planteadas por la razón práctica se han agudizado, a medida que han ido haciendo crisis los paradigmas políticos construidos por la razón teórica moderna. Habermas, en su obra “El Discurso Filosófico de la Modernidad” (cap.II) nos propone algunas hipotéticas alternativas que habrían tenido los filósofos modernos, desde sus propios fundamentos, para salir del círculo del sujeto y que, sin embargo, no siguieron. Y, refiriéndose a Hegel y Marx, nos señala que tal alternativa habría consistido para ambos en “no tratar de reducir aquella intuición de la totalidad ética al horizonte de la relación que guarda consigo mismo el sujeto que conoce y actúa, sino en haberla explicado conforme al modelo de una formación no coactiva de una voluntad común, en una comunidad de comunicación sujeta a la necesidad de cooperar”. Es evidente, a mi juicio, que tal comunidad comunicativa, libre y voluntaria, y además utilitaria, poco tiene que ver con Hegel y Marx. Pero, el punto es otro, y es que a Habermas le preocupa establecer las condiciones que posibilitan la aparición del discurso, con el objeto de extraer las normas racionales que lo rigen. Para la ética comunicativa que intenta fundar, tales normas fundamentales son un último hecho de razón (“Legitimation Crisis”, pág. 96) y su verdad consiste en el consenso que sobre ellas establecen sujetos racionales, relacionados entre sí a través de un proceso comunicativo. De este modo, Habermas pretende echar las bases de una validación intersubjetiva de las demandas por verdades normativas, aplicables a la acción. El metadiscurso, la estructura racional subyacente del discurso, develado por un consenso, satisfará esas demandas. Pero como observa un agudo analista de Habermas, el problema es entonces como una “Sprachthid” formalista puede generar una fuerza normativa suficiente para orientar la acción. Habermas permanece prisionero de la tradición formalista de Kant.
El camino de Habermas no parece constituir una alternativa firme frente a la “phronesis”, a la sabiduría clásica, ni tampoco responder a las demandas de los tiempos presentes. El problema de la “praxis” después de haber pasado por múltiples vicisitudes se vuelve a replantear en los términos de la “phrónesis” clásica. Carentes de una ciencia de la acción, capaz de establecer cánones y certidumbre principalistas, el hombre contemporáneo se encontraría nuevamente enfrentado a la tarea de reconstituir el campo, la naturaleza y los límites de la razón práctica. A mi juicio esta es una de las empresas intelectuales de primera magnitud que nos aguarda en los próximos años. Este desafío irrumpe oportunamente ante la crisis de todas las versiones de la razón especulativa moderna, sea ella la razón positiva del siglo XIX o la razón dialéctica de la primera mitad del XX. Esta crisis consiste básicamente en que esa razón práctica, sin conseguirlo, como lo demuestran sus propias realizaciones políticas. Todos los paradigmas políticos construidos por ella Iio han superado su estatuto epistemológico estricto de utopías o sea, de “sin lugar”, de idealidades no realizables en el ámbito práctico. Del intento de ponerlas en la realidad han resultado los gigantescos ensayos totalitarios de nuestro tiempo, como un efecto perverso, no querido por esa misma razón. Quizás como autocastigo de la humanidad frente a su propia desmesura.
La reconstrucción de la razón práctica incluye una ingente reflexion, que deberá cubrir distintos campos, entre los cuales me atrevo a enunciar los siguientes: delimitación del campo de los “ta pragmata” contemporáneos, o sea, de las cosas probables y realizables por la actividad del hombre actual; determinación de sus alcances, como facultad calculatriz, para deliberar y decidir exclusivamente sobre medios y no acerca de fines, en el ámbito de las cosas públicas; definición de su capacidad comunicativa para crear esferas de la deliberación y decisión colectiva acerca de lo común y contingente. Las respuestas a estas cuestiones deberían acotar la esfera de aplicación de la razón práctica y generar procesos cognitivos interindividuales objetivos y no puramente formales o acumulativamente subjetivos. Pienso, a modo de ejemplo histórico, en la “Ekklesia” ateniense donde los procesos deliberativos y decisorios tenían esas características, aunque reducidas a reuniones de algunos miles de personas. Hoy día, los medios de comunicación hacen viable la puesta en marcha de procesos similares, ahora con la participación de millones de personas. Es evidente que los hechos políticos contemporáneos son cada vez más cercanos a una relación intercomunicativa de grandes cantidades de individuos acerca de cuestiones que les afectan y les son comunes: tal es el caso de los problemas ambientales, a modo de ejemplo. También parece claro que en un aprendizaje de prueba y error las naciones y la humanidad, los estados y las agrupaciones interestatales, se acercan a un estadio de realismo práctico donde importan más las cosas realizables que las construcciones ideológicas, y los intereses recíprocos que la hegemonía de unos sobre otros. La reconstrucción de la razón práctica vendría a darse en una coyuntura histórica proclive a la concordia política utilitaria que hemos caracterizado más atrás.
Sin embargo, no debemos confundir esa circunstancia con la dirección profunda del proceso histórico, que exige mucho más que plegarse a la su funda del proceso histórico, que exige mu perficie de una corriente.
En efecto, a esa tarea de primera magnitud le sigue una segunda, que le es correlativa. Se trata de un tema que hemos nombrado en dos o tres ocasiones durante este discurso: la constitución de un sujeto político democratico. Muchos vieron, a comienzos del actual siglo, el advenimiento de una sociedad de masas, cada vez más despersonalizada y anónima.·Tal sería el efecto de la democracia y el desarrollo de la tecnología y los medios de comunicación. El sujeto político, entonces, habría de ser pasivo indiferenciado, tener frente a Ia consolidación de grandes poderes centralizados en un Estado omnipresente y benefactor. El sujeto igualitario, como una unidad numérica en el seno de! Estado, parecía ser el “homo politicus” del futuro. Sin embargo, hay señales suficientemente claras para sostener que no ese pronóstico era errado. Ellas indican más bien un fuerte impulso hacia la participación activa de los individuos en los asuntos que son comunes a la sociedad. Se podría decir, que esta participación es creciente en aquellas esferas de lo público que no es estatal. Porque, en efecto, contra ias predicciones de Hegel, la marcha de la historia no se orienta hacia una integración total de la sociedad en el Estado, sino más bien a una mejor y marcada diferenciación entre sociedad y Estado, y entre las esferas de la vida privada, la vida publica estatal. Este fenómeno involucra nuevas formas de autonomías individuales y societales y una relativización de la acción soberana y gubernativa de los Estados. En definitiva, una de las dos opciones democráticas previstas por Tocqueville, como formas de la legitimidad democrática que se anunciaba a finales del siglo XIX, ha empezado a prevalecer: la democracia fundada en el primado de la libertad.
Otra pregunta fundamental es si acaso estamos en las vísperas de la emergencia de un nuevo sujeto político, y si la respuesta es afirmativa, debemos preguntarnos cómo y cuáles son las condiciones para que ello ocurra. Según las premisas que hemos ido proponiendo se puede sostener la hipótesis de que la rehabilitación de la razón práctica, como facultad calculatriz de aquello que es realizable por una comunidad parecer ser una condición fundamental. En efecto, sobre ella descansa la posibilidad de reducir el campo de las decisiones políticas al reino de los medios uno de los fines, ciñendo los procesos de deliberación y decisión colectiva a lo probable y no a lo imposible. La amistad política como “poliphilia”, es posible justamente bajo estas condiciones. La historia nos ofrece suficientes ejemplos para demostrar que los desbordes de la política fuera de este ámbito han producido las más tremendas divisiones y odios entre los hombres, con resultados de guerras civiles e interestatales, muerte y desolación.
Sin embargo, resulta obvio preguntarse por los fines, especialmente cuando grandes sectores de la humanidad están perplejos frente a los cambios y la crisis de los paradigmas éticos y políticos vigentes hasta la fecha. Este es una tercera área de problemas, vinculado con la aparición de un nuevo sujeto político, que no puede significar la extinción del reino de los fines, porque ellos nos remiten a los bienes y valores morales que animan la vida individual y colectiva. Ese reino, considerado como tal, siempre seguirá vigente, aun cuando los valores cambien o se jerarquicen de un modo diferente según las épocas. El problema radica siempre en la relación entre esos fines valóricos y el fin de la sociedad políticamente organizada, que es el “interés general de la sociedad”. Dado este último, el proceso político no debería consistir sino en un continuo discernimiento colectivo de medios para alcanzar ese fin. Ahora bien, si el concepto utilitario de interés general es substituido por otro fin, definido desde el horizonte de la imaginación especulativa o de una fe religiosa, toda la concatenación de medios sufre una drástica mutación. En cuyo caso, no se trata de realizar el bien común, sino otro bien, por ejemplo, la sociedad igualitaria de Cabet o Marx, o la sociedad integrista de Joimeni, por ejemplo.
El problema de los fines no es simple. Creo que en la perspectiva de la noción de “interés general” ya esbozada, es necesario indagar cuatro temas centrales, que se enuncian de modo temático. En primer término, es urgente profundizar y establecer la índole y los contornos de un principio de prevalencia de la naturaleza en su globalidad. Las realidades “ex naturae” reclaman un estatuto de permanencia e inviolabilidad, que subordine la dinámica de poder y dominación del hombre sobre la humanidad y el mundo a límites prefijados por la naturaleza misma. En seguida, se debe establecer un principio de pluralismo “ex facto”, o sea, fundado en la existencia ficticia de una diversidad y una heterogénea muy compleja, que incluye razas, creencias, culturas, tradiciones, ideologías y prácticas, que están obligadas a convivir pacíficamente. Para mucho, y entre ellos hay que contar a Schmitt, este pluralismo es un mal. El problema central en que la rectificación de ese mal solamente tiene tres alternativas prácticas: el consentimiento libre y voluntario para todos de una misma cosmovisión o bien de su aceptación forzada y coactiva; o, finalmente, la tolerancia pacífica de un pluriverso. Las ideologías y los integrismos piden y buscan la fuerza y el poder político para cumplir con sus fines. El principio de pluralismo, expresado bajo la forma de una positividad, tiene su versión ética en la tolerancia. Este es uno de los aspectos salientes de la concordia, porque ella se aplica justamente a desiguales, y en tanto desiguales, para situar sus relaciones en un punto o franja de igualdad donde la convivencia y los intereses recíprocos se complementan y hacen posible la convivencia común. El tercer aspecto se refiere a un principio de continuidad, que podríamos denominar “tradente” ya que explica la creación a lo largo de grandes periodos históricos de enclaves y desplazamientos de valores y prácticas culturales, que se transmiten de generacion en generacion graduando los cambios y moderando la relación entre lo viejo y lo nuevo. En efecto, aceptados los principios de prevalencia de la naturaleza de pluralismo fáctico y de tendencia, el campo de los acuerdos voluntarios y libres, productos de las decisiones colectivas. se reduce solamente a formas superestructurales de convivencia política. Una parte de esa formas deben ser convenidas o pactadas por la vía de consenso, para dar estabilidad y solidez al sistema de la organización política que se quiera adoptar: todo el resto debe ser objeto de reglas de decisión mayoritaria en la línea tradicional de la democracia liebral clásica.
La constitución de un sujeto político democratico y una eticidad correlativa nos plantea otra interrogante, ¿es que el “locus” de este ciudadano es el Estado nacional tal como lo conocemos hasta la fecha? A mi juicio, la respuesta es negativa. El Estado nacional, como forma política debe decaer y está en decadencia. El término mismo es ambiguo, porque son pocos los estados estrictamente nacionales. Muchos estados son plurinacionales, porque bajo una sola estructura de soberanía política, se organizan varias nacionalidades. Ejemplos se pueden dar muchos, como es el caso de la Unión Soviética, que incluye a 14 nacionalidades mayores y más de una centena de menor entidad. La verdad es que la existencia de los Estados modernos descansa sobre un principio de soberanía absoluta, como la que sostienen Bodin y Schmitt, y en algunos casos, en virtud de la hegemonía de la soberanía de una nación sobre otras. Tanto la idea como la práctica de los Estados nacionales soberanos, después de seis siglos de desarrollo, están entrando en una fase de cambios. La Europa de 1992 es más que un anuncio de este “novum”. Y habrá más porque el desarrollo político de las naciones más avanzadas en lugar de apuntar hacia la constitución de formas de poder político universal centralizado, tiende a la multiplicación de esferas de autonomías. Federaciones y confederaciones de estados, a cuyo interior puedan convivir unidades políticas con grados relativos de autonomía, parecen fórmulas razonables y probables para el próximo futuro. Incluso más, en este contexto ya pueden advertirse síntomas de una nueva vida ciudadana y cultural centrada en grandes megápolis, que empiezan a actuar como catalizadoras de los intereses espirituales éticos, políticos y materiales de enormes contingentes humanos, En este sentido, la pertenencia a los Estados nacionales en declive, va a quedar trascendida pero no abolida por el ejercicio de megaciudanania, ya claramente visible en Europa. El “locus” del sujeto político democratico no sería entonces el Estado nacional.
En el cuadro descrito,el bios politikos, la segunda vida acerca de la que hemos hablado, empieza a transcurrir en un nuevo escenario. Sería utópico, no obstante sostener que la política de poder aludida aquí a través de ejemplos severos, como Maqmavelo, Hobbes y Schmitt está experimentando un ocaso total. Hay que decir con claridad que ella jamás podrá extinguirse en tanto la sociedad políticamente organizada descanse sobre el mando y la obediencia, como sus elementos estructurales básicos. La realidad de la autoridad y la subordinación puede ser atenuada a niveles insospechados en la medida que el hombre asuma su más alta condición, pero nunca desaparecerá totalmente. Las servidumbres involuntarias que la humanidad ha padecido en las tirantas de la antigüedad y en los totalitarismos y dictaduras modernas son situaciones que el hombre puede superar, sin olvidar que siempre va a permanecer la acción transitiva que va desde la gobernación a los gobernados y la diferencia de mando y obediencia que la acompaña. El problema radica en cómo hacer más leve el peso de la política de poder y la distancia entre los que mandan y los que obedecen. Y esta es una gestión en cuya frontera nos ha situado la marcha y la discusión de la historia contemporánea.
A una distensión de la política de poder, anexa a una ampliación de las libertades debe seguir una nueva alternativa para la amistad y la concordia. En efecto si el horizonte del “bios políticos” postmoderno se caracteriza por una crisis de las formas estatales soberanas y una revalorización de las comunidades nacionales, regionales, culturales y lingüísticas necesariamente lo privado y lo público se reordenaran a partir de una ética de la vida como acto personal. Al interior de esa eticidad, la amistad en sus diversas formas constituye uno de los elementos fundantes de la política desde la intimidad de la vida privada hasta la comunidad de los intereses generales de la sociedad. Porque, en definitiva, la fraternidad o amistad, como principio político viene a ser el origen y la simiente de la humanización de la política de poder.