Discursos de incorporación

“Filosofía y teoría del amor”

Juan de Dios Vial Larraín

Discurso de Incorporación de Juan de Dios Vial Larraín como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

Agradezco profundamente el honor de ser recibido por la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile como uno de sus miembros. Esta distinción, que no estoy seguro de ser el más digno de recibirla, compromete mi gratitud y me alienta en una tarea en la cual el mayor de mis méritos ha sido el amor que he puesto en su ejercicio.

Una especie de rito de continuidad propio de la Academia, y seguramente destinado a consagrar el espíritu de la institución, prescribe a quien recién llega a ella iniciar su trabajo de incorporación con un elogio de la persona a quien se sucede. Como he sido invitado a ocupar un lugar todavía inédito, el elogio que yo pudiera decir queda sin personaje y en esa circunstancia me ha parecido que pudiera tomarme la libertad de elegirlo. Permítanme, pues, hablar de Platón, por dos motivos inmediatos. Primeramente porque fue Platón el fundador original de la Academia, como denominó en su escuela de Atenas, y en seguida porque si vengo aquí como un estudioso de la filosofía quisiera comenzar diciendo algo que tal vez contradice algunas opiniones en boga: que el pensamiento de Platón funda la filosofía misma y habrá de sostenerla hasta el fin de sus días.

Entre los diálogos de Platón hay uno que en todas las épocas de la historia de la filosofía ha despertado lo que con una palabra platónica llamaríamos “entusiasmo”, es decir, un divino arrebato: El banquete. En ese Diálogo un grupo de amigos se reúne para celebrar el triunfo del poeta Agatón y acuerdan celebrarlo diciendo cada uno un discurso en elogio del amor. El discurso que pronuncia Sócrates es, en realidad, un elogio de la filosofía. Permítanme, pues, intentar retomar el hilo de ese discurso socrático sobre la naturaleza de la filosofía como forma del amor.

En nuestros días –en nombre de Nietzsche, de Marx, de Heidegger– se piensa, o simplemente se decreta, una crisis radical de la filosofía. No hace mucho, en el homenaje que la UNESCO rindiera a Kierkegaard y Heidegger se preguntaba por lo que vendría después del “final de la filosofía” ya que ya se habría alcanzado en nuestro tiempo. Pero este concepto “final de la filosofía” es todavía un concepto filosófico, está inscrito en una determinada concepción y depende de lo que en ella se mira como “principio” de la filosofía. Ahora bien, desde una determinada concepción filosófica, desde una cierta comprensión de sus principios ¿es, acaso, posible un libre acceso reflexivo a la filosofía misma que autorice la sentencia que la da por finalizada?, ¿cómo se efectúa la comprensión que la filosofía tiene de sí misma? ¿qué tipo de saber es el que esta comprensión origina?

El análisis de estas cuestiones puede permitirnos fijar el contexto de ese juicio que proclama la muerte de la filosofía y, en definitiva, medir la muerte así anunciada toca a la filosofía en su raíz verdadera, o si solamente es la forma de conciencia de una situación que atañe precisamente a la filosofía que hace una proclamación.

El empeño más constante de la filosofía, desde que se inicia en Platón, ha sido, quizá, averiguar cuál es su propia naturaleza. No obstante, me atrevería a decir que, en rigor, la filosofía no ha llegado a establecer definitivamente qué es la filosofía. ¿Se ha frustrado, acaso, esa tentativa suya tan especial?, no. No se trata de una falla, de una frustración, de una deficiencia del saber filosófico, sino de una condición que arraiga en su naturaleza, que está en el principio mismo del filosofar.

El filósofo, en efecto, sabe en cierto sentido que es la filosofía; pero su conocimiento lo adquiere en el ejercicio mismo del acto de filosofar en tal forma que resulta indiscernible de éste. Ha llegado a saber lo que es la filosofía en esa experiencia original que tiene precisamente al hacerla y que constituirá, justo, su filosofía. El problema consiste, entonces, en determinar la índole de esa experiencia singular y concreta y la medida en que desde ella es posible establecer un saber teórico acerca de la filosofía en su universalidad, es decir, una ciencia de la filosofía.

El saber de la filosofía en el ejercicio mismo de ella conduce a una paradoja: su comprensión comporta un grado ineludible de incomprensión. Pudiera comparársela, meramente a título ilustrativo, con la de interna de indeterminación que introduce el fotón en la posición y velocidad del electrón que ilumina, según el principio de la mecánica cuántica de Heisenberg formulara. La más original y creadora comprensión de la filosofía, comporta e induce constantemente formas de incomprensión de la filosofía. He aquí el problema que quisiéramos abordar. Para aclararlo desde luego, voy a mencionar tres ejemplos.

       Aristóteles, formado en la Academia y que se mira a sí mismo como el discípulo y continuador del pensamiento de Platón, hasta el punto de hablar, como observa Jaeger, de “nosotros los platónicos”, realizaría, sin embargo, una crítica radical del pensamiento de Platón. Fichte dice en una de las Introducciones a la Teoría de la Ciencia que la intención de su obra no es otra que explicar el pensamiento de Kant, a su juicio todavía incomprendido. Pero el pensamiento de Fichte –que de partida concede a la “cosa en sí” un status bien diferente al que tendría en la Crítica de la Razón Pura– está a buena distancia de Kant. Heidegger, en nuestro tiempo, proclama en Sein und Zeit que su método es la fenomenología, pero ello en realidad no le impide distanciarse resueltamente de la fenomenología como el mismo Husserl lo denunciara con energía en el Epílogo de la Ideas. Cada uno de estos pensadores cree comprender una filosofía que, en rigor, es la suya propia y nada más. Y pareciera, precisamente, que la sombra de esta comprensión viene a velar la posibilidad misma de comprender otra filosofía. No solamente otra que pudiera mirarse como contradictoria o adversaria, sino justo aquella que el propio filósofo cree asumir con su mejor simpatía comprensiva. En estas incomprensiones y desinterpretaciones aparentes, renace la filosofía y se arma históricamente su estructura; parece que la misma incomprensión de Platón, Kant o Husserl, origina el pensamiento de Aristóteles, Fichte, y Heidegger, como si en el nacer de la filosofía hubiera una crisis, un minuto de enceguecimiento, un “final de la filosofía”. El sentido de esta singular situación que toca a la naturaleza de la filosofía, es lo que nos proponemos a considerar.

I

Las ciencias no están en condiciones de definirse en sí mismas. Cada ciencia no podría llevar adelante una reflexión sobre su propio cuerpo de saber –a la luz de los criterios de la cientificidad propugnados por la misma ciencia– que llegara a constituir la determinación científica de su naturaleza. El lenguaje con el que se refiere a su objeto no le permite hablar de sí. Una ciencia no incluye el problema teórico de su constitución. Quedará constituida –de hecho– cuando un nuevo género de preguntas acote un campo, y antes de que la quaestiojuris se plantee. No obstante, la cuestión de la naturaleza de la ciencia está presente en su momento originario, en sus líneas de fuerza decisivas, en sus transformaciones más radicales. Es lo que induce a un saber a fundarse, a buscar una estructura sistemática, a abrirse perspectivas, en una palabra, a constituirse como ciencia. Pero esto, precisamente, escapa a la forma de saber que es la ciencia misma.

       Pues bien, la filosofía ha ligado a su propia constitución al ordenamiento del mundo del saber –planteo de sus límites y diferencias, de su estructura y fundamento, de sus condiciones de posibilidad, de la unidad de sus diversas formas– en síntesis, de lo que puede conducir justamente a una definición de la naturaleza de la ciencia. Ya en el Cármides Platón hablaba de una forma de conocimiento que sabe de sí, y, a la vez, de otras formas de conocimiento. Análogamente pensaron Aristóteles y Descartes, Kant, Hegel, Husserl. Es decir, la cuestión que recorre el universo del saber, se hallará plenamente en la filosofía, encontrará en ella su madurez como pregunta.

Esa cuestión no llega a la filosofía desde fuera, ni pudiera desgajársela de su cuerpo; por el contrario, vertebrará la filosofía misma, le será consustancial. El problema de la definición de la ciencia se desplazará, así, al de la naturaleza propia de la filosofía. Parafraseando un célebre texto de Aristóteles dijérase que el objeto constante de toda investigación, la cuestión que siempre se plantea, ¿qué es la ciencia? se reduce a esto otra: ¿qué es la filosofía? La cuestión vuelve a plantearse en nuestros días. Heidegger pregunta en el coloquio al que es invitado por filósofos franceses en 1955. ¿was ist das –die Philosopie? Tratándose de un pensador que, a nuestro entender, ha señalado en nuestro tiempo el camino del pensar, parece justo iniciar un análisis sobre la naturaleza de la filosofía oyendo su respuesta.

El demostrativo das imprime a la pregunta que hace Heidegger una significativa inflexión. No se pregunta estrictamente ¿qué es filosofía?, sino ¿qué es esto? Las circunstancias y el contexto dejan en claro que ese demostrativo carga la pregunta de ironía. Al preguntar de esa manera, Heidegger reconoce que se sitúa en una posición por encima y, en consecuencia, fuera de la filosofía. No obstante, dice, la meta de su pregunta “es ingresar en la filosofía”, es filosofar”. ¿A qué obedece este planteo en el doble plano propio de la ironía y de la paradoja, en el cual la pregunta por la filosofía se pone a distancia, adaptándose ante ella una actitud de aparente extrañeza, precisamente en la intención de hacer propio el impulso de la filosofía, de vivirlo desde dentro, simplemente, como dice Heidegger, de filosofar? ¿Por qué la intención de asumir la filosofía, no de mostrarla a distancia, sino de efectuarla, ha de tomar esa forma?

“Si nos abstenemos de emplear la palabra filosofía como un título desgastado” –dice Heidegger– hemos de oírla “desde sus orígenes”. Los orígenes de la filosofía estarían en el pensamiento griego. Pero como Heidegger ha proclamado una crisis de la filosofía ligada a lo que ha denominado “el olvido del ser” en que pronto cae el pensamiento griego, viene a entenderse las cosas como Heidegger llamará a abstenerse de la filosofía a darla por concluida y a efectuar el retorno a un momento originario, anterior de la filosofía mismas, cifrado en una experiencia de índole poética o religiosa primitivamente incumplida por pensadores aurorales la cual Holderlin y Nietzsche –modernamente– darían un testimonio ejemplar. Una interpretación semejante, a nuestro entender, no sólo distorsiona el pensamiento de Heidegger, sino que amenaza con volcar al vacío el pensar filosófico. 

Griega por su origen, la palabra filosofía llega hasta nosotros, que seguimos empleándola. A lo largo del tiempo traza, así, un camino. Y Heidegger acude precisamente a esta palabra –rica desde antiguo en resonancias– para nombrar a la filosofía: la filosofía es un “camino”. Pero la intencionalidad de su pensamiento a nuestro entender se expresa cuando Heidegger dice: “la palabra griega philosophia es un camino en el cual estamos en camino”. La remisión a un origen de la filosofía no solamente es regreso al lugar inicial de un proceso histórico designado como “camino”, sino remisión a un estar actualmente en él. La filosofía no quedó fija in illo tempore, en un momento o en una serie de momentos privilegiados a los cuales sea necesario regresar o que deban dejarse atrás porque están en crisis. Ni lo uno ni lo otro. Estamos originalmente en ella. Dicho estar, sin embargo, no es un instante puntual, sino una constante histórica. Por eso, el proceso a la filosofía comporta un doble movimiento de asunción y distanciamiento, y solo este movimiento hace posible asumir la filosofía en su energía original. Entonces la historia de la filosofía toma la plenitud de su significado: es un haber-sido que, a la vez, es actualidad y es destino. Por eso, el gesto de hacerse cargo de la filosofía, de asumirla, ha de ser necesariamente histórico –en el sentido de que ha de hacer o rehacer el “camino”– pero, originalmente –sólo podrá hacer o rehacer el camino de la filosofía, su curso en el tiempo, un verdadero estar en él.

¿Qué significa estar en el camino de la filosofía? ¿Qué actitud, qué conducta, qué forma de existencia nombra –aquí– este verbo: estar? Para responder a esa cuestión es previo preguntar en qué sentido es posible hablar de “el camino de la filosofía”. ¿Es que la filosofía se despliega realmente como una totalidad, como un continuo al que la metáfora del camino pudiera representar? ¿No es el caso, por el contrario, que lo que hasta ahora se ha mirado como “filosofía” conspira irremisiblemente contra toda tentativa de totalización unificadora?

Volvamos a la comparación con la ciencia. Es un hecho que la filosofía no tiene una estructura como la de la ciencia en el sentido de haber logrado una organización sistemática con el grado de coherencia, rigor, objetividad, universalidad, que algunas ciencias exhiben y que todas –al parecer– aspiran a conquistar. Para algunos esta situación resulta intolerable. Pero esta inquietud, ¿no oculta, acaso, un prejuicio sobre la estructura de la filosofía de peores consecuencias que aquellas de las que procura librar? El prejuicio consiste en pensar que las ciencias han forjado un ideal de conocimiento destinado a ser patrón universal que haría sentir a la filosofía la vergüenza de su presunto desorden, inobjetividad, e individualismo. Ni lo han forjado, ni son ellas las que le asignan tal jurisdicción. Son ideologías surgidas de las ciencias, pero no pertenecen ni a él ni a su problemática, ni a su estructura, las que, al amparo del saber científico, y a veces solamente de algunas de sus modalidades, han querido canonizarlo como forma de conocimiento. Pero si Descartes y Kant han sido seguramente los dos filósofos modernos que con mayor profundidad han planteado el problema de la estructura de la ciencia, que más decisivamente han contribuido a forjar los criterios que recién se mencionarán –coherencia sistemática, rigor, objetividad, universalidad– como valores de la ciencia y que con mayor ahínco los han perseguido y puesto en práctica en su propia reflexión, ellos mismos, no obstante, han llevado a efecto la reflexión que constituye sus filosofías precisamente en la forma de un poner a la ciencia en cuestión y mediante un pensar como el de las Meditaciones Metafísicas o de la Crítica de la Razón Pura que no es el que opera a las ciencias.

Las ciencias tienden a recogerse de estructuras planas, en capítulos abstractos, que les permiten ganar una presencia nítida y una operatividad desarrollada con suma eficacia en el mundo moderno. Ganan, así, un aspecto de ser actuales, de estar al día, casi de no tener pasado. La filosofía, en cambio, opone resistencia a toda tentativa uniformadora, se mantiene rebelde al esfuerzo por reducir sus momentos esenciales, por desvanecer la presencia concreta de sus figuras maestras, de sus obras clásicas. Estas permanecen abruptas como signos indescifrables, insustituibles, admirables siempre. Este espectáculo desgarrado debilita la confianza en cualquier apoteosis venidera; pero, en cambio, arraiga más concretamente, a una realidad rica y misteriosa, abierta a todas las cosas y a todos los tiempos.

¿Hasta qué punto la estructura que las ciencias han conquistado responden legítimamente a lo que ellas, en definitiva, son? ¿Hasta qué punto el impulso mismo de la ciencia es el que reclama las formas abstractas, impersonales, ahistóricas, altamente formalizadas, en las que parecen encontrar su status? Este proceso de reducción al que se han visto sometidas ¿es progresivo? ¿trae verdaderamente un enriquecimiento de la compresión u otros valores inherentes a la ciencia? Las formas que asumen ¿no ocultan, precisamente, el trasfondo histórico antes de dejarlo libre o quedar libre de él? ¿no impiden divisar el surgimiento mismo de las ciencias desde esas preguntas todavía confusas y entreveradas, que son las que realmente se han hecho en sus orígenes, desde esos tanteos aventurados de la inteligencia que prefiguran las posibilidades futuras de las ciencias y a los que, no obstante, el tecnicismo de los métodos y de las formas expresivas va acallando? ¿Se ha logrado, así, un rendimiento óptimo de los principios mismos constituyentes de las ciencias, o éstos guardan posibilidades cuyo reconocimiento tendría que venir de otra concepción de la ciencia? Si las ciencias no han logrado resolver cuestiones de este género, que a ellas mismas atañen, mal pueden pretender erigirse en medidas de otras formas de saber.

La filosofía tiene su propio ideal de cientificidad. Es claro en un Aristóteles, un Descartes, un Kant, un Hegel, un Husserl. En rigor, toda gran filosofía de alguna manera los satisface. Toda verdadera filosofía posee una estructura sistemática –no siempre es fácil de advertir– regida por leyes diversas, se da un “orden de razones”, una “dialéctica”, o sencillamente un puñado de intuiciones magistrales. Pero el problema que se plantea es que, si bien una filosofía posee un propio valor de “ciencia”, éste funciona y resulta claro al interior de un sistema, inviste una determinada filosofía, pero no logra explicar la diversidad de los sistemas, dar razón de esa inalterada e irreductible vigencia de pensadores de todos los tiempos que, en abierta discrepancia, conforman algo bastante más dramático que un sistema: esa historia, por momentos contradictoria y desgarrada, que es la estructura de la filosofía. La razón que cada filosofía ofrece de esta estructura es la lógica que preside el desenvolvimiento propio y singular de esa misma filosofía, es una razón, pues, que la explica a ella, que explica cómo, en relación a otros sistemas de pensamiento, llega a constituirse dialéctica o monalógicamente, por vía de interpretación de otras ideas o de recusación de la historia de errores que los demás sistemas constituirían. La parusía de una filosofía explicaría la filosofía, daría la pauta de una historia verdadera de la filosofía. Aristóteles, Descartes y Hegel, han tenido esta conciencia en la medida en que han entendido el propio pensamiento como realización de la filosofía misma. Con ello dejan en claro que la unidad de la filosofía sólo puede descansar en su verdad; a esto obedece que se reconozca dicha unidad justamente en el sistema que se mira como verdadero, No obstante, la filosofía, como diversidad histórica, queda inexplicada.

Tampoco el esquema –por lo demás variable– de las llamadas “disciplinas” de la filosofía –que parecen obedecer al propósito de sistematizarla a la manera de las ciencias– logra ser otra cosa que el sustituto de una determinada filosofía, muchas veces de la más susceptible de descomponerse quizá porque menos ahonda en el pensamiento y más se pliega a la pura voluntad de construir un sistema.

Pero sí, por lo que ha venido diciendo, la filosofía parece multiplicarse en una serie indefinida de vías que se cortan y no se comunican ¿cómo pretender que constituyan históricamente un camino? Heidegger ha dado una orientadora imagen para entender cómo se articula el camino de la filosofía: “En el bosque hay caminos que, las más de las veces, se pierden en lo intransitado. Se llaman Holzwege (sendas perdidas). Cada una de ellas corre aparte, pero en el mismo bosque. A menudo producen la impresión de ser iguales, pero sólo lo son en apariencia. Los leñadores y guardabosques conocen esas sendas. Saben lo que significa estar en una senda perdida”.

Pues bien, pensamos que la diversidad histórica de la filosofía –el pensamiento de Platón, el de Aristóteles, el de Descartes, el de Kant, el de Hegel– constituye las disciplinas reales de la filosofía, las sendas perdidas en la unidad del mismo bosque. Ellas no se reducen unas a otras, ni se sustituyen, ni se componen dialécticamente, ni se identifican monalógicamente. Permanecen aisladas, incomunicadas en apariencia, pero unidas porque todas ellas conducen a las riquezas del mismo bosque, que las desborda y las reúne. Irreductibles en su diferencia, en su diversidad y diacronismo, las disciplinas de la filosofía constituyen –así justamente– la mismidad de la filosofía. La diacronía plantea el sistema sincrónico.

La filosofía, por consiguiente, no es el campo de contradicción de las opiniones humanas, ni un esquema abstracto de conocimientos. Es la renovada tentativa de la inteligencia que se mantiene fiel a sí misma, a sus raíces, que se mantiene a sus límites, en su pobreza, en las sendas que el bosque silencia. En ella la inteligencia asume sus principios sin agotarlos y sin desesperar y –así– sostienen su fuerza originaria la actitud admirativa, el inquirir sin término, ni consuelo, que es la vida propia de la misma inteligencia.

El diálogo Heráclito y Parménides que marca el surgimiento de la filosofía pudiera ilustrar esta interpretación que hacemos del pensamiento de Heidegger acerca de la filosofía concebida como camino histórico. Logos se mira como la noción clave del pensamiento de Heráclito y se lo entiende como ley o razón cósmica. Una natural resistencia a la compresión del logos incapacitaría al hombre para ordenar las cosas, las cuales quedan ante él flotando en la incoherencia y el olvido. Pero Heráclito proclama altivamente que sus “palabras y acciones” establecen una relación al logos que vencería la incoherencia de esa especie de sueño en el que el hombre originariamente estaría sumido permitiéndole alcanzar la determinación de la naturaleza de las cosas. Esta nueva disposición respecto al logos abre a un saber que Heráclito propone con una hermética fórmula: “todas las cosas son Uno”.

¿Qué significa esa unidad del todo, y qué significa la totalidad que Heráclito tiene en vista? A través de diversos fragmentos es posible ver reiterarse y reconocer cierta unidad o mismidad constituida por una totalidad de diferencias. Dirá Heráclito que el sol es diferente cada día (f. 6), que es posible bañarse dos veces en el mismo río (f. 31),  que la armonía del arco y la lira está hecha de tensiones opuestas (f. 31), que la misma trayectoria del tornillo es recta y curva (f. 59), que el mismo camino va hacia arriba y hacia abajo (f. 60), y que el mismo punto en la periferia del círculo es principio y fin (f. 103), por último, que el mismo cosmos es fuego eternamente viviente que se enciende y apaga según medidas (f. 50). Las diferencias que constituyen cada una de las totalidades –sol, río, camino, cosmos– son precisamente las formas de la mismidad de esos todos. Doquiera se advierte la tensión entre mismidad y diferencia, entre unidad y todo: en la naturaleza física (sol, río), en las obras técnicas (camino, tornillos), en la geometría, en la música, en el cosmos. Una gran metáfora circularía entre todas las cosas. Podría decirse: el sol, como el río, como el camino. O bien: la música, como el cosmos, como el río, como el círculo. El principio unificador de este sistema de analogías sería el logos como suceder y comprender, como razón cósmica y razón del discurso.

Parménides es contemporáneo de Heráclito –no se han establecido con seguridad si le procede (Reinhardt)  o lo sigue (Gigon) – y escribe un Poema poblado de figuras alegóricas que narra la revelación de una diosa al hombre que se aventura hasta sus dominios en una especie de Odisea (Havelock) o de drama ritual (Diels, Cornford), en un estilo arcaico arcaico que contrasta con las breves y penetrantes sentencias de Heráclito. Son dos pensadores a quienes, como es sabido, se sitúa en las antípodas.

El tercer fragmento del Poema de Parménides dice en su más literal versión (Bauch, Reinhardt, Vlastos) : “Pensar y ser es uno y lo mismo”. ¿No será, acaso, el logos de Heráclito lo que subyace en esa unidad y mismidad de noein y einai que Parménides propone? ¿No podría decirse, también, que el pensar y el ser son como la dirección hacia arriba y hacia abajo en un mismo camino, o como el ser principio y a la vez fin de un mismo punto en la periferia del círculo? Pero, ¿cabe entender lo dicho como si Heráclito y Parménides vinieran, en buenas cuentas, a decir lo mismo? En rigor; no. Para ser precisos, habría que reconocer que Heráclito y Parménides dicen cosas bien diferentes, lo que no excluye que hablen de lo mismo y que sea esta mismidad, mentada o asumida en las palabras de ellos, lo que las unifica y las hace todas construir una y la misma filosofía. ¿Cuál es la mismidad unificante del decir filosófico de Heráclito y Parménides?

La interpretación del fragmento tercero del Poema de Parménides proyecta en las más diversas direcciones. Considérese, por ejemplo, cómo lo entienden tres distinguidos filólogos contemporáneos que escriben en inglés y a quienes, en consecuencia, pueden estimarse como partícipe de una misma tradición cultural y académica. Vlastos lo entiende como si Parménides dijera: Bein ing is mind. Para Shorey significa:  Thinking is the same as being. Para Verdenius: Knowing is the same as being. No es difícil advertir que en el trasfondo de esas distintas versiones yacen filosofías distintas. La versión de Shorey lleva las aguas al molino del realismo: el ser es considerado un supuesto del pensar. En la medida en que Vlastos entiende el ser como mind, parece inclinarse al idealismo. Verdenius, en cambio, adoptando una posición que es corriente en la filosofía contemporánea, esquiva ese conflicto. Diríase que el texto de Parménides, en manos de sus intérpretes, se mueve circularmente entre las tres ideas que lo integran: pensar, ser, mismidad del pensar y el ser; que sus interpretaciones posibles están dirigidas por un código con esas tres posibilidades.

Pero si hay una filosofía que late en el fondo de toda exégesis, no por ello la intérprete, a pretexto de objetividad, ha de intentar despojarse de toda filosofía. Sin desmedro de su ciencia, para entender un texto el intérprete debe asumir conscientemente la filosofía. No una filosofía de uso privado, no una filosofía que pudo enredársele en sus años de aprendizaje y que se oculta todavía entre los pliegues de su toga académica, no algunas ideas generales que pudieran avenirse mejor con sus métodos y prácticas científica, en fin, no una ideología, sino la filosofía como totalidad unificada del pensar.

El fragmento tercero del Poema de Parménides me dice “pensar y ser es uno y lo mismo” remite seguramente los logos de Heráclito, que enseña “todas las cosas son uno”. Pero no es menos cierto que remite igualmente a lo que veintitantos siglos después dirá Descartes: cogito ergo sum. Y Berkeley: esse est percipi. Y Kant: “las condiciones de la posibilidad de la experiencia en general, son al mismo tiempo, las condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia”. Y Hegel: “todo lo real es racional”. Y Heidegger: “la comprensión del ser es una determinación del ser”. Cogito y sum, esse y percipi, experiencia y objeto de la experiencia, real y racional, comprensión y determinación del ser, en todas las expresiones claves de las filosofías distintas, divisamos una relación de unidad y mismidad entre el pensar y el ser en correspondencia con lo que Parménides intuyera.

No cabe decir, entonces, solamente, que Heráclito se anticipó a Parmenides o éste a Hegel, ni que Descartes vino recién a explicitar lo que Heráclito y Parménides intuyeran. En cierto modo todo eso es así, pero lo es por una razón más fundamental que en rigor no tiene que ver con la transmisión de un mensaje, sino con una trama argumental en cuya estructura el pensar habita. Con lo que Heidegger ha llamado un “camino” en el cual “estamos en camino”.

La historia del pensamiento en vista siempre desde un punto que es un punto que está en movimiento y que, él mismo, pertenece a esa historia. Esa historia es precisamente la que hace el punto de vista desde donde se la mira. Pero no la hace como un demiurgo caprichoso, o un pequeño dios fabricante, o un poderoso creador de sacara las cosas de la nada, sino que el pensar hace su historia mediante un gesto que es, a la vez, de reconocimiento y de apertura, que es un camino y un estar en él. La trama total de la filosofía y la argumentación que van tejiendo Descartes, Berkeley, Kant, Hegel, Heidegger irán abriendo el camino de la filosofía; al hacerlo, irá dando la comprensión del Poema de Parménides. El contexto de la filosofía permite esta esclarecer el texto de las filosofías como la mismidad de estas diferencias. El futuro esclarece el pasado tanto como éste o aquel.

Al asomarme a la ventana de mi cuarto en diferentes horas del día y con luces diferentes, veo el jardín. El jardín es el mismo y no es el mismo. Cada mirada rompe y reitera esa mismidad. La mirada del amanecer se esclarece en las miradas sucesivas. Una no sustituye a la otra; cada una es, en su tiempo y en su luz, insustituible. Todas recíprocamente se reclaman y yacen en el fondo de las obras. Así, desde Heidegger, Kant y Descartes, se entiende a Parménides, tanto como Parménides remite a la comprensión de Descartes, de Kant y de Heidegger.

Esta compleja unidad de la filosofía no es dialéctica, ni monadológica; no es una síntesis, un resultado, un producto final; no es tampoco un prototipo, la identidad de una figura que juega a formular nuevas combinaciones. La discontinuidad de los caminos perdidos de la filosofía enlaza dialógicamente en una estructura abierta, como un saber conocido y por conocer, como un sistema en estado de generarse que diseñan las palabras esenciales de la teoría: logos, ser, cogito, dasein.

II

¿Cuál es, entonces, esa mismidad que unifica la constante densamente histórica del filosofar? O, retomando la cuestión de los términos en que ya fuera formulada: ¿qué significa estar en el camino de la filosofía, cuál es la conducta, la forma de existencia que determina dicho estar? El principio se sitúa en el camino es una pasión intelectual a la que, en el lenguaje de El banquete de Platón, cabe denominar amor de la inteligencia. En la raíz de la constante dialógica del filosofar hay, pues, un amor que anima a la inteligencia y toma la contextura de lo que se llamará filosofía. En esta segunda parte de nuestro trabajo nos proponemos analizar el discurso de Sócrates con que culmina El Banquete para determinar, al hilo del pensar socrático-platónico, cómo juega este principio esencial de la filosofía.

La inteligencia libra primeramente una lucha en contra de sí misma para acceder a la filosofía. Es una lucha contra lo que en definitiva la oscurece y arrebata fuera de sí: las opiniones e ilusiones, los esquemas abstractos y los mitos, las ideas que se fundan solamente en su utilidad, en su eficacia, en su presunta belleza; una lucha, al fin, contra aquello que, en definitiva, bloquea el camino hacia la inteligencia de esta energía esencial que era para Platón el amor. Aquellas instancias inmediatas del pensamiento ocultan una magnitud negativa cuya dinámica negadora puede ser casi imperceptible, pero que es justamente la de una potencia contraria a la del amor alojada en la misma naturaleza del hombre. En ella está la clave de la sofística, la razón de ser de personajes como Calicles en el Gorgias o Trasímaco en la República. Modernamente Nietzsche la ha denominado “voluntad de poder” y ha visto en su fundamento lo que llamara “nihilismo”.

El nihilismo postula “no hay verdad, no hay naturaleza absoluta de las cosas”. El ámbito donde una pura voluntad de dominio puede consumarse en este espacio vacío de toda consistencia y verdad: la “nada”. Referida solamente en sí misma, definida solamente por su poderío, la voluntad ahinca en sí e instaura la nada en su fundamento. “Nihil ne signifié pas le non-étre –ha dicho Deleuze– mais d’abord une valeur de néant”. Por eso, afirma Nietzsche, en el nihilismo las cosas pasan a ser solamente “síntoma de fuerza de quien dicta el valor”.

Pues bien, a este saber sintomático propio del sofista en donde la palabra es instrumento de dominio de la voluntad sobre la conciencia, Sócrates opuso un saber que nace de la conciencia de no-saber y que se manifiesta eminentemente como búsqueda. Lo denominó “conocimiento de sí mismo”. Es este conocimiento una educación de lo que Sócrates, el primero quizá en la historia, denominó el “alma”, designando así aquella mismidad universal en la cual todo hombre puede reconocerse y que no es otra cosa que la forma de su más profunda y personal energía. La sí mismidad comparece en un saber que es raigambre ética; que es, decía Sócrates, un “cuidado” del alma. En la doctrina socrática esta conducta cuidadosa que constituye el “conocimiento de sí mismo” se instaura y sostiene en un tipo de trato con el prójimo, con el alma ajena, en ese lugar excelente del alma que es la sede de la vida intelectual y en donde está, decía Sócrates, “lo que en ella hay de divino”.

Esta en la razón profunda de la vida dialógica del conocimiento que Sócrates abriera –del diálogo socrático– a través del cual el interlocutor, el prójimo, el otro hombre, es reconocido e interiorizado. Esta interiorización no es una identificación, ni una confusión; en ella el otro permanece como realidad personal distinta y, por consiguiente, como aquella diferencia interior cuya voz severa y rigurosa enseña a conocerse a sí mismo. Pues bien, esta es la estructura básica del pensar en la filosofía de Platón, y por eso Platón definió el pensamiento justamente, como el diálogo que el alma entabla consigo misma (Teeteto 198c.).

¿Cómo es posible este diálogo del alma, en donde arraiga, qué es lo que mueve al pensar a tomar esta forma? El conocimiento de sí en el sentido socrático, ese cuidado del alma que induce al diálogo, es lo contrario del acto de un espectador desinteresado ante quien su mismidad compareciera como un objeto ajeno, como el producto azaroso de estructuras biográficas o sociales, como el secreto de una subjetividad profunda. El conocimiento de sí mismo en su sentido más real, según Sócrates, lo procura la filosofía por la vía dialógica. Y ésta no es la que abre una dominada y aniquiladora voluntad de poder, sino una inteligencia capaz de alumbrar la mismidad personal haciendo nacer, mayéuticamente, a un ser libre. Esta capacidad creadora de la inteligencia es la raíz misma de la filosofía y es lo que expresa el discurso de Sócrates.

En El Banquete Sócrates es el último en hablar. Lo hace después del poeta Agatón. El poeta ha entonado el elogio del amor como el de una divinidad a la que nombra con palabras como “bueno”, “bello”. Sócrates, entonces, pregunta cuál es el objeto del amor y aclara que lo que pregunta es si el amor dice relación al “ser” o a la “nada”, con lo cual el planteo socrático pone el amor en la perspectiva originaria de la ontología.

Lo que determina el amor, lo que constituye su objeto, es aquello que el amor busca. Pero lo que se busca es, justamente, lo que no se posee. En la búsqueda del amor, éste apunta, por consiguiente, a lo que no tiene, a lo que no es. Con todo el amor a aquello de cuya posesión se goza, a aquello que ya tenemos, que es nuestro, ¿no es, acaso, su forma más probada y fuerte? En ella, sin embargo, esa desposesión, ese no tener que Sócrates parece postular como la figura primera del amor, pareciera no darse. Sócrates, sin embargo, insiste: el amor no reside precisamente en la posesión de lo que amamos, no coincide con ese tener ya como nuestro lo que amamos, su vena viva está en el afán de no perderlo, en el anhelo a futuro que la misma presencia y posesión actual de lo que se ama lleva implícita. Y puesto que el amor, en esta forma, se proyecta oscuramente en el tiempo, en rigor es no-tener, relación abierta a lo inactual, a lo inexistente todavía.

En el amor, por consiguiente, dirá Sócrates al iniciar su discurso, hay un “ser” por relación al cual el amor mismo está en carecía. De esta suerte, la estructura propia del amor cabe descubrirla como la de un no-ser: precisamente ese no-ser el ser por quien se determina a amarle. Un no-ser, distinto pues de la nada. Nótese, aunque de paso por ahora, que la noción fundamental de la Física aristotélica “movimiento” se definirá como actualidad de la potencia –y la “potencia”, como es sabido, es un no-ser– en tanto potencia (Met. XII 1069b. 2). Es decir, estos conceptos tan decisivos de la filosofía aristotélica, como son “movimiento” y “potencia” estarán pensados como arreglo en un esquema intelectual de la índole de esta primera determinación del amor que Sócrates hace en El Banquete.

Esta religión intermedia que el amor descubre reaparece en el plano del saber y empieza a mostrarse, así, como una fuerza integradora del alma. Sócrates, en efecto, llama la atención hacia un tipo de conocimiento en el que hay un juicio que es correcto, pero cuyo fundamento no se conoce, del cual, por ende, no se sabe dar razón. Lo llama “opinión recta”. En esta forma de conocimiento hay un juicio correcto, que ha dado con lo que es real y, por consiguiente, constituye un saber verdadero. No obstante, ese saber de alguna manera está incapacitado de volver sobre sí para dar razón de sí, por ende, queda infundado, aloja un no-ser en su estructura y cabe considerable, pues, como un conocimiento con una estructura defectiva. Porque, en efecto, es el saber ya dado el que reclama un fundamento que a él mismo le resulta inalcanzable por lo que cabe decir que su ser está íntimamente ligado, o más bien, constituido como no-ser. Vale decir, según la misma estructura defectiva del amor. Ahora bien, la pregunta que cabe hacerse en presencia de esta realidad primera del alma, es la siguiente: este no-ser estructural de operaciones diversas del alma, que pareciera tener en el amor su paradigma, ¿constituye un signo necesariamente de defectivo? ¿No sería concebible en el orden del saber un tipo de conocimiento cuya fuerza y autonomía estuviera precisamente en su carencia de fundamento, pero en el cual carece de fundamento fuera, por así decir, la manera adecuada a su naturaleza de fundarse, por consiguiente, un conocimiento que él mismo fuera “amor”, y que en ello consistiera su excelencia?

En orden a una respuesta a esta cuestión, examinemos qué significa la belleza en este discurso de Sócrates. El “ser” en función del cual el amor primeramente se constituye, tiene el aspecto de “belleza”. Por eso, al amante, lo que ama le parece bello. En este quedar a la vista como belleza, la abertura del ser es, a la vez, acusación de una carencia en el amante, a cuya conciencia despierta justamente en el amor. La manifestación de la belleza es el  nacimiento del amor. El espacio para ese impulso del amor hacia el ser es el carecer propio del amante, de manera que lo bello colmaría ese impulso en la medida en que diera plenitud y acabamiento del mismo ser del amante. Platón denomina “felicidad” ese estado que colma el originario no-ser que al amor ocusa, y que constituye la plena realización del ser que ama. En ella pregunta ¿para qué? signo del impulso inacabado, se excluye. La felicidad excluye la posibilidad de ponerse en cuestión porque en ella el amor alcanza su cumplimiento y deja ya de ordenarse a otra cosa: es ya sosiego puro, quietud, colmo.

Platón viene a decir en esta forma que, a través de la cosa bella, el amor revierte al amante, le identifica y fortifica en su ser. La belleza es, pues, como la figura que, en el amante, reviste el ser amado, y en cuya posesión se identifica. La belleza es un ser del amante en lo que ama, sin dejar de ser en sí y un identificar en esta figura al amante y lo que ama en la felicidad, e identificarles –en el sentido de colmar el ser– para siempre: “a thing of beauty sí –dirá platónicamente el poeta inglés Keats– is a joy for ever” (Endymion, book I). El amor descubre una ausencia y busca una identificación destinada a no cesar que a primera vista pareciera cumplirse en la figura misteriosa de la belleza.

Pero esta experiencia que el amor hace de la belleza es nada más que una primera apariencia desmentida por una trascendente profundidad que la misma belleza abre y a la cual, no obstante, pareciera a la vez querer ignorar por esa gozosa complacencia que ella inmediatamente induce.

Más allá del estadio estético en el cual la belleza ejerce su inmediata fascinación, hay un ser resplandeciente que la belleza de los seres permite presentir, que ella misma revela, pero que también puede ocultar. Y esta trascendencia de la belleza origina un doble riesgo de la experiencia que el amor hace de ella. Uno es quedar fascinado, atrapado en las redes de la belleza, riesgo que acarrea la pérdida del sentido de la profundidad que ella misma abre, de la belleza misma. Su contrapartida es el riesgo igualmente peligroso que consiste en la pretensión de ignorar el estadio estético, de sentir un derecho a violar la resplandeciente presencia de las cosas en su belleza, un nombre de algo más alto que la desmentiría.

La teoría de Platón avanza entre esos dos escollos contrapuestos. La identificación por la belleza que el amor busca, es creadora. No se ama, propiamente, la belleza de un ser, sino lo que en ella se origina: el amor busca engendrar en la belleza, dirá Platón. Y aquí está la pauta de su pensamiento: la belleza es el principio, el motivo inmediato de una operación esencial: la creación. La belleza abre paso a la acción creadora propia del hombre, y este paso es el venir a la existencia, el paso de no ser a ser.

En el plano de los cuerpos físicos de la vida, el proceso descrito es fácil de reconocer. El cuerpo revestido por la belleza despierta el amor que se consuma como procreación. El otro cuerpo que viene a la existencia es la creación vital del amor. Este otro cuerpo es una identificación de la diferencia. Quien de origen se reconoce a sí mismo, pero en otro. Así, su propia vida, llamada a desaparecer, se renueva y persiste en su ser. Esta perduración es una victoria sobre la muerte, la forma de inmortalidad dable en el orden impersonal de la vida. Es decir, en este orden de la vida, esa inmortalidad de lo divino que Platón definía como “la identidad absoluta de una existencia eterna” toma la forma de creación de un nuevo ser dentro de una misma estructura.

Pero lo característico de la teoría platónica del amor, es que en ella el amor no queda confirmado en ese orden de los cuerpos y de la vida. Hay una creatividad en todos los planos del alma y en todos ellos transparece el eros. El problema que entonces se plantea es el de la unidad interna de esta proteica energía, por consiguiente, de la naturaleza esencial, del sentido pleno del amor.

Sócrates reconoce que estas nuevas formas del amor se dan primeramente en el plano más inmediato del hacer propiamente humano, es decir, el de la praxis y el del arte. Por eso mostrar que la obra de Solón como la de Homero, es decir, la conducción del pueblo por el político y en el ordenamiento de las palabras por el poeta son, en última instancia, gestos del amor. El amor puede engendrar por esta vía obras duraderas, “inmortales”.

Ahora bien, el discurso de Sócrates sobre el amor culminará cuando Sócrates muestra cómo el amor toma la forma de la misma inteligencia, o –también pudiera decirse– cómo la inteligencia se deja embargar por el amor de su objeto, de su ser propio, por el amor al saber, experiencia que los griegos llamaron justamente filosofía.

Estas formas del amor aparentemente desligadas de los cuerpos, que asumen la pura vida del espíritu, padecen, sin embargo, una persistente mala inteligencia que se da maña en desvirtuarlas. Se las mira a veces como formas sublimadas, puramente sintomáticas, que representan o reflejan, más bien, perversiones del amor; específicamente la homosexualidad, interpretación que se torna superficialmente verosímil si se considera la cabida que ella tiene en los Diálogos de Platón como reflejo de la situación cultural en donde nacen. O bien a manera de contrapartida de aquella interpretación y de réplica a su intención descalificadora, se formula lo que en el fondo es el mismo argumento, pero invertido para hacerlo obedecer ahora a la “valoración” opuesta: se asignan, entonces, a esas perversiones una dignidad “espiritual”. He aquí un texto bien autorizado de esta última manera de interpretar “Si el amor a los jóvenes es superior al amor a las mujeres –dice Robin en La Théorie Platonicienme de Pamour– es precisamente por ser más susceptible de desprenderse de la pasión carnal y alcanzar el fin científico y moral del amor”. Dicho en otras palabras, la posibilidad de que el amor alcance sus formas supremas estaría condicionada por la homosexualidad. A nuestro entender en cualquiera de estas interpretaciones el pensamiento de Platón queda desvirtuado en su misma esencia, como trataremos de explicar.

Según esta última interpretación, la subordinación del amor físico a formas más elevadas del amor descalificaría, privaría de significación propia, a las formas eróticas de los cuerpos. La estructura creativa específica del amor sexual –que implica la relación heterosexual–  perdería su dignidad propia y quedaría bajo el imperio de otra forma. Se erige así un prototipo, un orden espiritual autónomo que devalúa el orden físico llamándole a constituirse como forma seudoespiritual, sin ley propia, sin realidad verdadera. Por esta vía se anima a un fantasma al que se califica un signo despectivo “platonismo” y aun “espiritualismo” y que puede ser un buen producto de lo que Nietzsche llamara “nihilismo reactivo”, pero no del pensamiento de Platón. Esta interpretación de su pensamiento pretende trasponer al orden físico y vital de los cuerpos lo que se cree válido en un orden espiritual puro, constituido sin relación ninguna con el orden físico y, no obstante, con poderío para distorsionarlo. La heterosexualidad como estructura creativa se relega a un plano a-priori devaluado y se la reduce a una baja función biológica, ajena a la misma esencia del amor en razón de exigencias que Robin llama “científicas” y “morales”.

Si se analiza esta interpretación podrá observarse que ella descansa sobre un falso supuesto: que las formas del amor que Platón distingue no pueden concebirse en unidad y que es posible entenderlas como momentos dispersos y en pugna, sin relación íntima, que no componen una mismidad y, en consecuencia, que pueden desmentirse y contradecirse recíprocamente.

Muchos fenómenos “culturales”, de la psicología individual, de la dinámica psicológica de grupos sociales –no solamente pertenecientes a una cultura de nihilismo reactivo, sino también a su contracara, el nihilismo desmitologizador– hallarían seguramente su clave, aunque de ordinario ni siquiera se lo sospeche, en esa ruptura y desplazamiento del amor que induce, por ejemplo, a interpretar el pensamiento de Platón como apología del homosexualismo.

Pero que algo no puede ser dicho, manifestarse, aparecer, de una vez, no significa que deje, por eso, de ser uno. El amor posee una estructura compleja que no puede ser dada por entero de una vez. En su misma riqueza la que reclama un destellar reiterado y diferente. Ello no implica incoherencias, quiebres, contradicciones internas, sino la unidad de formas en escala cuyo gradual ascenso es, justo, lo que revela el verdadero rostro del amor. Una escala ascendente de cosas bellas que comienza en los mismos cuerpos, arrebata el amor que, a la vez, las descubre y se descubre en ellas. Cada una de esas cosas o estadios tiene un valor indeleble en su ser, una individualidad irreductible. Las instancias del amor, por consiguiente, no son signos sueltos, momentos discontinuos con una analogía extrínseca que admitiera cortes, contraposiciones, sometimiento distorsionador de una por otras tal que unas deban vivir de la de la negación de otras. El amor es uno y el mismo, hay continuidad en el proceso de sus formas, unidad en su diversificada contextura de orden física, moral e intelectual. Este es un rasgo muy especial de la concepción platónica.

El amor tal como Platón lo ha descrito es una paideia que deja a la vista el mundo en la variedad de sus regiones y en el orden que las articula. Es la educación de una mirada, la formación por la contemplación que reconoce el universo por la veta ascendente de la belleza. El aspecto resplandeciente de las cosas, que las hace amar –su belleza– permite descubrirlas y reconocerlas. Como Platón lo describe, ese descubrimiento de lo bello en la naturaleza se propaga con creciente intensidad. Comienza en el descubrimiento de la belleza de un cuerpo. De ese fascinante primer hallazgo que deslumbra y enamora, el alma se abre al paisaje de los cuerpos bellos. Sería verdadera locura, quiebra de la coherencia propia del amor si la belleza de un cuerpo no condujera a reconocer que es una y la misma la belleza que reside en todos los cuerpos. Y lo sería, una vez más, si este reconocimiento no condujera a reconocer que es una forma de la misma belleza, más elevada y noble, la que transparece en la acción humana y si –finalmente– no llevara hacia la pura contemplación intelectual donde la belleza brilla ante los ojos de la inteligencia como un océano.

El amor que persigue la belleza, que incansablemente renueva su búsqueda en el medio infinito de la realidad, va descubriendo los seres y el orden del universo y finalmente es la misma inteligencia poseída por ese amor, la que se ve arrebatada no ya por la belleza de esta o aquella cosa, no ya por lo que puede demostrar, situar en universo, sino por lo que solamente atina a contemplar y a lo que nombra “lo bello mismo”, según la versión que con literal justeza da Zubiri de las palabras de Platón autó todo kalón. Aquel halo que velando en cierto modo las cosas impulsaba el amor hacia ellas, aquella misteriosa llamada de los seres –la belleza– ha ganado finalmente consistencia y sustancia como objetivo puro –ella en sí misma– del amor. Esta experiencia tiene para el hombre un sentido que El Banquete expresa con palabras solemnes y decisivas: “En este punto de la existencia, más que en cualquiera otra parte, la vida merece ser vivida para un hombre: cuando contempla lo bello mismo”. Y el discurso concluye con las razones por las que merece ser vivida: “Concibes que será una vida miserable la del hombre cuya mirada se dirige a ese fin, que contempla ese objeto y se une a él? ¿No consideras que sólo allí logrará, viendo lo bello por medio de lo que es visible, crear no simulacros de virtud, porque no es con un simulacro que está en contacto, pero en virtud auténtica puesto que este contacto existe con lo real auténtico? Ahora bien, a quien ha creado, a quien ha alimentado una auténtica virtud ¿no le es propio llegar a ser grato a la divinidad? ¿Y no es a ese, más que a nadie en el mundo, a quien pertenece el hacerse inmortal?”

Los textos recién citados pueden, quizá, inducir a ver en ellos un sentido místico o vagamente religioso, a entenderlos como apelación a una experiencia herméticamente cifrada en cuya virtud se alcanzaría una identificación de tipo místico con una realidad situada más allá del mundo, probablemente de naturaleza divina.

Conviene precisar y distinguir las cosas. La filosofía de Platón puede vincularse a la experiencia de la fe cristiana y lo ha hecho muy legítimamente como el sólo nombre de San Agustín permite comprenderlo; pero eso es –reiteramos– la filosofía de Platón y precisamente los textos de El Banquete que ahora consideramos son, a nuestro entender, filosofía de Platón y no mística, ni mucho menos mística cristiana. En la comprensión del pensamiento platónico como mística –que es otra cosa distinta– subyace no el cristianismo, sino concepciones vagamente religiosos o gnósticas posiblemente de origen oriental y más que el pensamiento del mismo Platón, concepciones del platonismo medio que representan filósofos del siglo II después de Cristo, como Nicómaco de Gerasa, o neoplatónicos, como Plotino o platónicos de la Academia de Florencia como Ficino.

La filosofía de Platón, insistimos, es filosofía, no mística. En la teología cristiana el saber místico es inesperado e inaudito, su verdad es enteramente otra, quiebra los cuadros de la presencia natural, no es que el ojo pudiera descubrir un cuerpo, sino una realidad dispensada por gracia que se introduce sobrenaturalmente, que puede dispensarse a quien pareciera menos digno a la luz de los valores humanos naturales, a que no tuviera otra cosa para merecerla que su simple humildad. La mística cristiana no supone ni requiere una experiencia del universo, sino derechamente de Dios mismo, y ésta y ésta, por obra y gracia suya. No es esto lo que los textos citados de El Banquete ofrecen, en ellos hallamos rigurosamente una filosofía y en ésta la más profunda explicación de lo que es la filosofía.

Hay una pusilanimidad en la inteligencia teórica, bastante común en el pensamiento moderno, en recelo y rebajamiento de sus de sus propios saberes, que parece inducirla a renunciar al mundo que le es propio, relegándolo al dominio de lo incognoscible, irracional, místico, que contamina también la comprensión del pensamiento de Platón.

Lo bello mismo de que habla Platón, es una realidad, y una realidad absoluta: no relativizada por un originarse o un desaparecer, ni por un ningún género de movimiento, ni por el punto de vista de quien se considere, ni por el tiempo, ni por aquello con que se la compara, o con lo que aparece unida –rostro, cuerpo– ni al tipo de conocimiento que la aprehende, ni el ente que participa de ella –terrestre, viviente o del cielo. El “ascenso” conducente al saber de lo bello mismo es continuo, y es la profundización de lo que estaba ya presente en la primera, sensible y común experiencia en la que la belleza aparece animando a un bello cuerpo.

Lo bello mismo que Sócrates revelará como objeto de una contemplación de la pura inteligencia, surge en la línea del cuerpo y como el progresivo descubrimiento de la realidad de su belleza. Platón describe, pues, una experiencia única tal como se despliega desde la superficie hasta la profundidad. Porque lo profundo, en efecto, es auténtico cuando está ya en la superficie y su autenticidad precisamente consiste en ser lo mismo siempre. En el amor –como Platón lo muestra– no hay momentos discontinuos que les dejara abierta la posibilidad de recusarse o sustituirse recíprocamente y no hay tampoco un sentido hermético que lo velara místicamente, sino una realidad que en forma progresiva se esclarece por entero. Lo mismo que se ama físicamente –que es contemplación de la belleza del cuerpo y procreación– es lo que la inteligencia esclarece: es teoría, contemplación de lo bello mismo. El desconocimiento de esta íntima y activa unidad del amor distorsiona el pensamiento de Platón, sea por el rebajamiento del amor físico a pretexto de homosexualidad, sea por sublimar la contemplación intelectual hacia un místico más allá. Es la distorsión del pensamiento de Platón homosexualidad y gnósis mística parecen confabularse por un secreto parentesco.

La clave del amor –según la explicación de Sócrates en El Banquete– es su trascendencia creadora. En el plano físico se manifiesta heterosexualmente y en el orden de la inteligencia constituye diálogo. El amor es a un ser otro, al que se respeta como otro queriendo su bien y entregándose generosamente a procurarlo con una “alegría por la felicidad de otro” –como decía Leibniz del amor– que es creadora. El orden físico, la entrega creadora de los amantes, es el hijo. Asimismo la inteligencia, en el diálogo socrático, no es egocéntrica voluntad de dominio, instrumento de su acción de seducción y avasallamiento de la libertad del otro, sino apelación a una mismidad ajena a través de la cual, en la negación de mi mismo, en la generosa ab-negación, me renuevo.

¿Se puede pensar, entonces, que la homosexual sea una forma del amor? ¿No hay en ella, más bien, una conducta que permanece en la pura identidad, girando alrededor de lo mismo. En ella la búsqueda del otro es la reiteración desesperada de una seudomismidad fija en un regreso eterno; esa relación al otro trágicamente se refleja, en definitiva, en una secreta voluntad de aniquilarle, de no dejarle ser. El amor, en cambio, nace de una conciencia real de sí como carencia, como menesterosidad que sólo otro –auténticamente otro– puede colmar. El amor se atiene a la diferencia, se construye en ella: es un salir de sí a una nueva identificación. Platón llamó a esto “creación”, donación de ser, pasó a la existencia. El amor es, por eso tensión al ser. Y, en cambio, nada es la noción que puede forjarse en la experiencia de la negación del amor. Por su estructura demoníaca, transitiva, el amor está ante una alternativa: o la creación, que afirma el ser, o su posibilidad contraria. El hundimiento regresivo del amor en el no-ser que comporta designaría la nada. ¿No es la experiencia abisal del nihilismo, de la voluntad de poder, de la anti-filosofía?: la experiencia aniquiladora de una inversión del amor, de su anulación en una seudoforma, en un simulacro de trascendencia, en una subjetividad inalterada en el fondo, que permanece reflejándose infinitamente en sí misma.

Platón ha dicho que la experiencia de “lo bello mismo” es una experiencia de “lo real auténtico”. La concepción platónica del diálogo no se mueve en el ámbito de la subjetividad. En el amor hay un paso al otro y a lo otro, un gesto realmente trascendente, allende el cual no está lo mismo dado al principio, sino lo nuevo que la virtud creadora que hay en la naturaleza del amor es capaz de instaurar. La belleza juega en la teoría platónica el papel de una instancia mediadora: se desprende de los amantes que la buscan y de sí misma como primera apariencia del objeto del amor. Misteriosamente se evade –dice Rilke– y deja su lugar a lo que los amantes engendran. La belleza está mostrando así su naturaleza fugitiva, su constante recogerse y evadirse, se está mostrando como la cara de algo que, en definitiva, no está ligado a los amantes, sino más allá de ellos, pero que es, a la vez, aquello que les permite encontrarse, que es la diferencia fundamental, algo otro, desligado del sujeto, que en definitiva, es ab-soluto, real por sí mismo. Recogemos apenas los resplandores de esta realidad absoluta que son el signo de la belleza de las cosas. La inteligencia no llega a decir acabadamente lo que es, sino un gesto puro del ápice de la inteligencia, que desde Platón los filósofos han calificado de intuitivo, muestra sin poder dar razón –en el sentido de demostrar– lo que dice. O mejor: muestra sin poder dar otra razón que la que aparece en el mismo decir demostrativo como la belleza de la palabra, los logos mismo.

Tal es el estado –o el estar– del pensamiento que hay en la filosofía. La pregunta cargada de destino que de la contemplación de los seres del universo puede coherentemente llegar a una teoría de lo que Platón llamaría “lo bello mismo”, es el amor intelectual en que la filosofía consiste. No hay, pues, una experiencia anterior a la de la filosofía misma sobre la cual deba esta modelarse o que pudiera ser el fermento destructor que ella misma anidaría; no hay tampoco un saber constituido a cuyos datos o cuya lógica la filosofía deba atenerse. En la acción creadora del pensar, entregado a su destino, está la filosofía. Ella apunta una realidad que no logrará jamás reducir. No obstante, es precisamente lo más alto que llega a saber, su última y unificadora perspectiva, la razón absoluta de su diversidad. Por eso mismo, cada uno de sus testimonios es irreductible y todos forman un diálogo. La filosofía no se deja sistematizar desde una sola intuición, ni reducir a una voz impersonal; cada uno de sus grandes testimonios irreductibles a otro fundamento que no sea el que en sí mismo comporta y es insustituible, de manera de filosofar será estar en el camino de esos testimonios y la forma de la filosofía no será otra que la de la energía originante del amor que asume el diálogo de la inteligencia.

La filosofía, por consiguiente, surge cuando el hombre toca sus límites, su defectividad, su finitud, pero no como una experiencia de ilusorio o de la nada, sino de la más profunda interpelación de lo real. Entonces nace ese “diálogo del alma” que late ya en el encuentro de los cuerpos, en el signo infinitamente renovado de la belleza y que es el pensar al que anima nada más que la realidad que comparece en él. Y así como los cuerpos engendran otro cuerpo como testimonio de su encuentro, el diálogo del alma recrea sus formas que son también testimonios diferentes de lo mismo. Esta mismidad es el estar fundamental del hombre en la realidad, abierto a ella, perdido en ella, y sin embargo, confiado, como el leñador en el bosque.