Discurso de Incorporación de Julio Heise González como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
Una reacción de generosa benevolencia provocada, sin duda en vosotros, por mi dedicación a las ciencias sociales, os movió a brindarme un lugar en esta ilustre Corporación, al ingresar hoy a la Academia de ciencias sociales, Políticas y Morales, con la natural y profunda emoción del sincero agradecimiento, deseo expresaros mi decidido propósito de contribuir a la patriótica tarea que realizáis. Exaltar los valores de la nacionalidad, contribuye sin duda, a engrandecer la patria. Es ésta, entre otras, la interesante labor que ejecutáis y por ello me siento orgulloso de ocupar el puesto a que me habéis llamado.
1. CONCEPTO PELUCÓN DE LA DEMOCRACIA
La crisis monárquica provocada por la intervención de Napoleón en España, ofreció a la alta burguesía criolla una magnífica coyuntura para desplazar a la burocracia peninsular y para organizar un gobierno propio. En nuestra evolución institucional en el año 1810 representa el punto de partida de un nuevo orden de cosas radicalmente opuesto a los conceptos políticos tradicionales.
En las dos primeras décadas de vida independiente, la soberanía popular y el gobierno representativo se abrieron paso lenta y laboriosamente en medio de una estructura absolutista. Para la naciente burguesía chilena -que desde 1810 asume la grave responsabilidad de absolutismo. Más que dos veces secular, la monarquía era, en cierta medida, el gobierno natural del Nuevo Mundo Español. La experiencia histórica de los pueblos es vida que se traduce en hábitos y creencias, siempre difíciles de destruir por la conciencia racional. Pero, he ahí precisamente, uno de los aspectos interesantes de la génesis pre-constitucional haber superado esos hábitos y creencias imponiendo de manera definitiva el ideal republicano y el concepto de gobierno representativo.
En este período de Génesis pre-constitucional se sucedieron más de seis gobiernos y se ensayaron otras tantas fórmulas jurídicas. Es un trozo de historia que se nos presenta como una etapa de agitación aparentemente inútil; pero en el fondo y en su conjunto, fecundo y provechoso, desde que culminó con una feliz adaptación de la teoría jurídica a las realidades concretas.
Mariano Egaña y Manuel José Gandarillas fueron los artífices de esta obra. En estrecha colaboración con Portales crearon una estructura política autocrática y oligárquica, inspirada en la tradición española del Despotismo Ilustrado.
Para la teoría política pelucona el más alto valor no fue el individuo y su libertad, sino el orden y la prosperidad material y cultural. Se consideraba al individuo como parte constitutiva de una totalidad superior, -el Estado- a cuyas funciones no cabía trazar límite alguno. Las relaciones entre el Estado y la Sociedad debían regularse de manera que ésta quedara absorbida por aquél. Los estadistas pelucones -Portales, Egaña, Tocornal, Montt- tienden a identificar el Estado y la Sociedad, llegando de esta manera a una autoridad presidencial absoluta y a una sumisión total de los ciudadanos. La burguesía pelucona se formó en el ambiente autocrático de la Ilustración. En aquellos años, la gran mayoría de los chilenos consideraba el gobierno fuerte como algo obvio. El mando que se compartía con otras autoridades o que se ejercitaba dentro de ciertos límites se consideraba como una sombra de poder. Los juristas pelucones actualizaron este pensamiento en el Código Político de 1833, en la Ley electoral del mismo año, en la Ley de régimen interior de 1844 y en la Ley de imprenta de 1846.
La República conservadora se inició en 1830 sin oposición alguna, sin grupos políticos organizados. El bando pelucón no constituyó un partido. Actuó sin programa escrito, sin estructura ideológica. Se formó espontáneamente como expresión de una determinada categoría social y económica. Comprendía a casi toda la aristocracia que empobrecida con la guerra de la emancipación cayó bajo la sugestión del gobierno fuerte de Portales. Los jefes de Estado tampoco dieron importancia al bando pelucón. No le concedieron beligerancia alguna, ni creyeron necesario contar con su apoyo.
Tanto los mandatarios como la alta burguesía estuvieron convencidos de que el autoritarismo presidencial aseguraba el orden, fundamento y garantía indispensables para lograr la prosperidad material y cultural y para hacer respetar el derecho de propiedad. No importa que el gobierno olvide la libertad si se trata de conseguir el más alto fin del Estado, que es el orden. Este debe conseguirse a toda costa.
Puesto que la libertad de los individuos no cuenta nada se opone a que el orden estatal se realice sin la participación de la gran masa de los ciudadanos. De ahí la clara tendencia oligárquica del ordenamiento jurídico pelucón. Al promulgarse la carta de 1833 nuestra aristocracia contaba alrededor de 150.000 almas, entre un millón y medio de habitantes. Para todo el mundo europeo-americano de la época, democracia era el gobierno dirigido por la clase alta. La masa del pueblo no deseaba ni sentía entusiasmo alguno por el gobierno democrático en el sentido de amplia participación de la colectividad en las tareas gubernativas. En aquellos años, los chilenos todos sin excepción, estimaban que la política debía ser patrimonio exclusivo de los poderosos terratenientes y de los ricos comerciantes. Los constituyentes de 1833, respirando la atmósfera semicolonial de la primera mitad del siglo XIX, rechazaron en forma unánime la democracia pura. La República con exclusión de los que nada poseen, era la única fórmula posible dentro del clima mental de la época. La Constitución de 1833, en su artículo octavo, consagraba el sufragio censitario, limitando el ejercicio de la soberanía a los propietarios de un bien raíz o de un “capital invertido en una especie de giro o industria”. Además, para ser diputado se necesitaba una renta mínima de quinientos pesos y de dos mil para ser elegido senador.
El concepto de gobierno impersonal también fue de inspiración colonial. Deriva del viejo dogma del poder divino de los reyes en virtud del cual se impersonalizaba la autoridad del monarca. El príncipe al ser consagrado rey, recibía un poder divino para gobernar a sus súbditos. Su autoridad no podía ni debía ser discutida. Los ministros podían equivocarse; jamás el rey. Las órdenes reales aparecían como mandamientos divinos y, por tanto, su fuerza normativa era la que regía sin consideración a la persona del soberano. Este principio fue aplicado por los pelucones a la estructura republicana. La ley y su fuerza normativa debían imperar independientemente de la persona que gobierna.
2. LA DEMOCRACIA PARLAMENTARIA
a) La lucha por la libertad
En la segunda mitad del siglo XIX, el problema de la democracia adquirió otra significación, otro sentido. Se redujo fundamentalmente a la conquista de las libertades. Libertad económica para remover todo estorbo a la expansión de los intereses de la alta burguesía y libertad electoral que permitiera el predominio político. La primera se impuso con el triunfo del libre cambio en la administración de Don José J. Pérez; la segunda se conquistó con la derrota de Balmaceda, el año 1891. En Concón y Placilla la democracia parlamentaria triunfó definitivamente sobre el autoritarismo pelucón. Los derechos de la personalidad pasan a ser la base y el objeto de las instituciones políticas. Se persigue la libertad como suprema finalidad de la vida pública. El orden y la prosperidad material y cultural, sin garantías constitucionales, no merecen vivirse. Basta con respetar las libertades para que todos los demás bienes sean logrados.
La lucha por las libertades -estimulada por la tendencia instintiva del hombre a rechazar toda coacción- alcanzó extraordinaria importancia en la segunda mitad del siglo XIX. Los hombres públicos del parlamentarismo liberal -José Victorino Lastarria, Carlos Walker Martínez, Manuel Antonio Matta, Miguel Luis Amunátegui, Juan Agustín Palazuelos- gustaban subrayar la libertad de la democracia parlamentaria frente a la incondicionalidad sumisión que exigía el autoritarismo pelucón. Los estadistas de la segunda mitad del siglo XIX convinieron en que la existencia del Estado presupone coacción, imperio, dominio. Pero si hemos de ser dominados, debemos serlo por nosotros mismos. Es libre el ciudadano que aún estando sometido, lo está solamente a su propia voluntad. Es precisamente este aspecto el que pone de manifiesto la antítesis radical entre la concepción democrática pelucona y la liberal.
Por otra parte, el liberalismo parlamentario -al revés del peluconismo- estableció una muy clara delimitación entre el Estado y la Sociedad. Redujo la coacción estatal a una expresión mínima: defensa de la seguridad exterior y protección de la vida y propiedad de los miembros del cuerpo social. Nada de fomentar el bienestar de los ciudadanos y nada de intervención de los poderes públicos en la vida económica y cultural, pues una y otra no florecen más que con el libre juego de las fuerzas sociales.
Herber Spencer, conocido por sus admiradores como el Aristóteles moderno, representó en grado eminente la postura política de nuestros hombres públicos de los últimos decenios del siglo pasado y comienzos de la presente centuria. El liberalismo y el individualismo spencerianos fascinaron a los intelectuales chilenos que vivieron la revolución de 1891. “El individuo contra el Estado”, conocida obra del filósofo inglés, interpretaba con asombrosa fidelidad el peculiar estado de ánimo de aquellas promociones: combatir el autoritarismo presidencial avasallador de la libertad individual.
Disminuir las facultades del Poder Ejecutivo fue pues, la tarea inmediata. En los treinta años comprendidos entre 1861 y 1891, la burguesía chilena organizó partidos políticos de sólida estructura ideológica y de perfecta independencia frente al Ejecutivo. Progresivamente va desapareciendo la absoluta sumisión al autoritarismo. De acuerdo con las nuevas tendencias todos los grupos políticos empiezan a conspirar contra el régimen imperante. Se aspira a limitar las facultades presidenciales y a extender las atribuciones del Poder Legislativo. La absoluta unanimidad con que se manifestó este anhelo explica el gran número y la notable trascendencia de las reformas sancionadas, que hacen de la República liberal y parlamentaria una importantísima etapa en la democratización de nuestro país. Todas las enmiendas constitucionales expresaban de manera elocuente el rumbo de nuestra evolución política: predominio del Congreso sobre el Ejecutivo. Después de la guerra del Pacífico esta evolución se acentuó notablemente debido al creciente poder financiero de la burguesía que, como es lógico, se tradujo en un mayor poder político.
b) El individualismo
El individualismo liberal que tuvo sus antecedentes ideológicos en la Revolución Francesa, sirvió de fundamento doctrinario a estos propósitos de independencia y contribuyó eficazmente a la destrucción de la vieja estructura pelucona y a la creación de un mundo político nuevo. El hombre adquiere confianza en sí mismo y basado en ella coloca al individuo y no al Estado en el centro de la vida política.
La burguesía chilena -enriquecida espiritualmente con el racionalismo anglo francés y materialmente con Chañarcillo, el cobre y el salitre- toma conciencia de su propio valor y termina rechazando violentamente la voluntad estatal impuesta por el orden social pelucón. El individuo se rebela contra la coacción. Exige libertad.
La estructura político-social pelucona consideró natural que la sociedad y el individuo se sometieran incondicionalmente al Estado. Es éste y no el individuo el que sirvió de base al ordenamiento jurídico pelucón. En cambio, en el parlamentarismo liberal sólo cuenta el ciudadano, el individuo. Este, independientemente de su profesión, riqueza o clase, elegía al gobierno y a los representantes. Esta postura condujo -en 1874- al sufragio universal que reemplazó al voto censitario de la República conservadora.
Desde mediados del siglo, el peso de la coacción estatal pelucona se hizo insoportable. Había que terminar con los excesos del autoritarismo, particularmente con la corruptela de los candidatos oficiales a la presidencia de la República. Uno de los antecedentes más decisivos de la crisis política de 1891 fue, precisamente, el anhelo de terminar con la intervención electoral del Jefe del Estado.
El liberalismo individualista, como fundamento doctrinario del nuevo orden, representó pues, una clara reacción frente al peluconismo esencialmente oligárquico y poco respetuoso de las garantías individuales. La autodeterminación política del ciudadano fue principio medular en la democracia parlamentaria que tuvo vigencia hasta el año 1925.
c) El respeto a las minorías
La democracia política dio también nacimiento al principio de las minorías, cuya existencia jurídica debía ser protegida. Esta idea surgió del concepto democrático de la libertad que exigía no abatir ni aplastar a grupo político alguno. De acuerdo con este convencimiento se introdujo en el gobierno de Federico Errázuriz Zañartu, el voto acumulativo que permitió dar representación a los grupos minoritarios. Hasta ese momento, el voto de lista completa o sistema mayoritario excluía de toda representación a la minoría.
Desde otro ángulo se estimó que a través de los debates y de la fiscalización, los grupos minoritarios tenían la obligación de contribuir a configurar la voluntad mayoritaria. El contenido del orden social no podía ni debía representar en forma exclusiva los intereses de la mayoría. Surgió así la posibilidad de que las resoluciones de los Cuerpos Legislativos reflejaran también, en cierta medida, las aspiraciones de la minoría. La voluntad colectiva debía ser el resultado de la interacción de ambos grupos como consecuencia del choque de sus intereses políticos.
El juego regular entre gobierno y oposición se transformó de esta manera en el mecanismo más importante de la democracia parlamentaria. A la función fiscalizadora de la oposición se asignó igual trascendencia que a la labor legislativa del grupo mayoritario. El respeto a las minorías convirtió a la democracia en un sistema de conciliación y de integración social. Será ante todo esta fuerza de integración social la que conducirá a la institucionalización de la tarea opositora. Los partidos políticos con su inevitable pugna de intereses, permitieron que la voluntad colectiva se orientara en una dirección ecuánime; que se llegara a una transacción de metas y afanes divergentes. La sanción de una norma jurídica se convertía así en auténtica voluntad popular. Tal vez sea ésta la más profunda y significativa de las diferencias entre democracia y autocracia.
3. DEMOCRACIA SOCIAL Y CONQUISTA DE LA IGUALDAD
Con el advenimiento del siglo xx, el problema de la democracia adquiere una nueva dimensión, una distinta perspectiva. Para nuestra centuria, la democracia significa principalmente posibilidades de igualdad y de mejoramiento en las condiciones de vida de las estratas más modestas del grupo social.
El industrialismo produjo una creciente democratización del mundo europeo-americano. La concentración de gran número de obreros en los centros fabriles facilitó la alfabetización que -unida al sufragio universal- permitió a la masa trabajadora participar directa o indirectamente en la vida pública.
Esta circunstancia determinó la formación de una robusta conciencia proletaria que derivó en pugna social y que estimuló al mismo tiempo la lucha por la igualdad.
El ciudadano culto rechazó la superioridad política de los demás. Las autoridades son simples mandatarios del pueblo. Políticamente se les considera iguales a cualquier ciudadano. El Jefe del Estado deriva su derecho a gobernar de todos los chilenos. La democracia se empieza a considerar como una síntesis de los principios de libertad y de igualdad. Es el pensamiento de Letelier y de Eliodoro Yañez; de Alessandri y de Pedro Aguirre, que la burguesía chilena hizo suyo a partir de la segunda década del siglo.
Por otra parte, después de conquistar el total predominio político, la burguesía descubrió que el Estado era “su Estado”. La coacción estatal –hasta ese momento enérgicamente resistida- empieza a ser aceptada por el orden social burgués, que de pronto se ve enfrentado a los complejos problemas planteados por la creciente democratización. En esta forma se inicia lentamente el viraje hacia una postura favorable a la intervención del Estado en diversas actividades. En la década del 90 se abandona el libre cambio establecido en el gobierno de Pérez y se inicia una política proteccionista. La Ley de habitaciones obreras promulgada el año 1906 preconizó abiertamente la intervención del Estado en la construcción de viviendas para las clases desvalidas. Jóvenes egresados de la Escuela de Derecho -como Javier Días Lira, Luis Galdámez, Jorge Errázuriz Tagle- publican tesis de licenciatura en que se recomienda como necesaria la acción estatal en la solución de los problemas laborales.
La democracia se desentiende del ideal de la no sumisión del individuo al Estado; se despreocupa del grado en que la libertad queda mermada y se hace compatible con un mayor predominio del poder del Estado sobre el individuo, llegando incluso al total aniquilamiento de la libertad individual. Es la democracia social y el estatismo que exigen el sometimiento incondicional del individuo al Estado.
El parlamentarismo pierde su aureola de fórmula política de avanzada y simultáneamente se empieza a rehabilitar y a idealizar el autoritarismo pelucón, tan odiado y execrado por los hombres públicos de la segunda mitad del siglo XIX. Portales, Montt y Balmaceda -calificados por los historiadores y políticos liberales de la centuria pasada como dictadores despiadados- empiezan a ser considerados como estadistas eminentes. Es el momento en que llega a la Moneda don Pedro Montt como símbolo de esta tendencia favorable a la coacción estatal.
a) Surge una nueva generación
Como toda transición histórica, ésta no se produjo en forma súbita, sino lenta y laboriosamente. La generación que se formó a promedios del siglo pasado y que actuó en la Guerra del Pacífico y en la Revolución de 1891, es la que dio vida y forma al período parlamentario. Ella tuvo como supremo ideal “la lucha por la libertad”. Hasta la primera década de la presente centuria, estimó que el liberalismo parlamentario era la única forma posible de convivencia política. Dominada por el ideario de la Revolución Francesa, con su exagerada exaltación de la personalidad, vivió y sintió una verdadera mística liberal y parlamentaria. José Victorino Lastarria, Manuel J. Irarrázaval, Ramón Barros Luco, Manuel Recabarren, Ismael Valdés, Enrique Mac Iver, Vicente Reyes fueron, entre otras, las figuras más representativas de esta epoca. La lucha por las libertades, la destrucción del autoritarismo y la consolidación del parlamentarismo fueron las grandes metas de esta generación.
Al comenzar la segunda década de nuestro siglo estos objetivos se habían cumplido. La crisis del 91 marca la conquista de la última de las libertades: la electoral. En esta situación los fundamentos doctrinarios de los partidos se ven de pronto seriamente debilitados y los hombres públicos lucharán por el poder, no en función de ideales a realizar, sino sobre la base de mantener conquistas ya logradas que nadie cuestionaba. La democracia política había llegado a su plenitud y con ello nacían los gérmenes de nuevas formas históricas.
Simultáneamente irrumpe una nueva generación que empieza a actuar políticamente alrededor del año 1912. La vieja promoción que vivió la Guerra del Pacífico y la Revolución de 1891, empieza a abandonar la vida pública y cede el paso a sus hijos. A. Melchor Concha y Toro, lo reemplazarán sus hijos Juan Enrique y Carlos Concha Subercaseaux que, inspirados en la Encíclica “Rerum Novarum” de León XIII, sostienen la conveniencia de modificar la legislación en el sentido de estimular y proteger las asociaciones obreras y establecer la indemnización por accidentes del trabajo. Agustín Edwards Ross, de muy destacada actuación en el gobierno de Balmaceda y en la crisis de 189l, abandona la vida pública a la cual ingresa su hijo Agustín Edwards Maclure, sin duda el más ilustre representante de esta familia. Muy joven ingresó a la política. Desempeñó con gran acierto los cargos de Ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda. Su brillante acción pública -inspirada en una línea progresista- le granjeó extraordinaria popularidad. Muchos pensaron que debía suceder en la presidencia de la República a D. Pedro Montt. A Manuel Arístides Zañartu le sucederán sus hijos Enrique y Héctor. Rafael Sotomayor Baeza, que desempeñó con brillo el cargo de Ministro de Guerra en el conflicto del 79, estuvo representado en la nueva generación por Rafael Sotomayor Gaete, político Nacional de destacada actuación. Al Presidente Balmaceda lo suceden sus numerosos hijos y su yerno Emilio Bello Codecido. Manuel José Irarrázaval dejó el campo político a sus hijos Fernando, Sergio, Arturo y Francisco; todos varias veces parlamentarios. Arturo Irarrázaval se mostró en 1919 partidario entusiasta de incorporar a la mujer en la vida administrativa y política del país. Miguel Cruchaga Tocornal -lejano precursor de la actual política habitacional- sucedió en la vida pública a su padre, el economista Cruchaga Montt.
También formaron parte de esta nueva generación cuatro estadistas que con talento y decisión interpretaron las nuevas tendencias. Nos estamos refiriendo a Augusto Matte, Manuel Rivas Vicuña, Eliodoro Yáñez y Arturo Alessandri P.
Desde la administración Balmaceda, Augusto Matte y su hermano Eduardo aparecen como jefes indiscutidos del liberalismo doctrinario. Eran dueños del diario “La Libertad Electoral” -el mejor redactado de su época- que fue órgano de expresión y hogar político del sector más avanzado del partido liberal. Augusto Matte, como representante de Chile en Alemania, no sólo observó y estudió la experiencia del socialismo de cátedra, sino que además, tomó contacto con personeros más destacados, los profesores Schmoller, Weber y Wagner. De regreso a Chile, en una interesante y para la época muy novedosa conferencia, dio a conocer las nuevas tendencias y las realizaciones logradas por Alemania en el campo de la previsión social.
Manuel Rivas Vicuña se recibió de abogado el año 1903 con una tesis sobre enseñanza primaria, que lleva el título de Instrucción del pueblo. Su notable labor también estuvo inspirada en las reformas sociales que sancionó el canciller Bismark en la década del 80.
Eliodoro Yáñez, precursor ilustre de la democracia social, ejerció, desde “La Nación” y desde el Senado, un sereno y firme liderazgo político. En su libro Política de Previsión y de Trabajo, encontramos bosquejada toda una estructura de previsión social.
Finalmente, Arturo Alessandri P., con notable coraje cívico dio el primer paso en la organización de nuestra democracia social. Hizo realidad la legislación del trabajo y en las deliberaciones de la Gran Comisión Consultiva, que discutió el proyecto constitucional de 1925, combatió el viejo concepto quiritario de la propiedad, llegando a proponer la supresión del “jus abutendi”.
Pero serán las nuevas promociones mesocráticas y proletarias las que expresarán con más aspereza y vehemencia la antinomia entre democracia política y democracia social. Valentín Letelier, Bonifacio Veas, Armando Quezada y Luis E. Recabarren, Santiago Labarca, Pablo Ramírez, representan la nueva postura. Todas las personalidades jóvenes de distinto pensamiento y muy diversa sensibilidad que la generación anterior. Plantean problemas absolutamente reñidos con la escala de valores imperantes y con los intereses de la vieja burguesía. Progresivamente va debilitándose el complejo aristocratizante de la clase media, que ya no siente mucho entusiasmo por imitar a la alta burguesía. Aparecen amplios sectores que afirman con calor y agresividad su condición mesocrática, no sólo en discursos y publicaciones, también lo hicieron abandonando definitivamente la apostura y los modales aristocráticos, que son reemplazados por cierta agresividad en el lenguaje en abierta contradicción con el tradicional estilo burgués de vida. La abundante cabellera, la corbata amplia y vistosa, el chambergo, expresaban la rebeldía espiritual del universitario y del joven político. Pedro León Ugalde, Juan Pradenas Muñoz, José Domingo Gómez Rojas simbolizaban esta postura de franco desafío a las clases acomodadas. Es el momento en que nuestra mesocracia -y en gran medida también la alta burguesía- empiezan a reemplazar el complejo aristocratizante, por el complejo izquierdizante que tiene vigencia hasta nuestros días en todas las estratas sociales.
Alrededor del año 1912, la juventud empieza a rebelarse contra todos los cánones establecidos. Nada queda al margen de esta evolución que se aleja cada vez más del liberalismo parlamentario. La filosofía, el arte, la religión, la política, la economía, la situación de la mujer, la educación, las entretenciones, absolutamente todo empieza tímidamente, pero cada vez en forma más decidida a tomar otros rumbos. Para las nuevas promociones, la mayor parte de las reacciones burguesas no eran genuinas, siempre se producían inhibiciones desacuerdos entre la intención, entre lo que realmente desea el individuo y los convencionalismos y normas establecidas por el grupo social, normas que terminaban desvirtuando esas reacciones. De ahí la necesidad de rechazar los viejos esquemas de la moral burguesa. Había que actuar con el máximum de libertad y de autenticidad.
Este nuevo estado espiritual que empieza a insinuarse alrededor del año l912 se generaliza y se acentúa en la primera postguerra. Después del año 1918 se transforma en agitación ruidosa. La vida burguesa con su tono aristocrático y moderado, con sus inhibiciones de toda especie, no cuenta con la adhesión de las nuevas promociones. El liberalismo no representa -como pretendía la doctrina spenceriana- ciencia política alguna sino simplemente el egoísmo de una clase social. Se hacen presente los primeros conflictos de ideas. El enfrentamiento ideológico se torna áspero. Los jóvenes serán víctimas de la persecución: se asalta la Federación de Estudiantes; se sustancia el proceso de los “subversivos”; se sacrifica la vida del joven poeta José Domingo Gómez Rojas. Decididamente los jóvenes empiezan a vibrar en diapasón desacorde con la vieja generación.
b) Nuevas corrientes ideológicas
En el campo de la filosofía pierde terreno el positivismo de Comte, Mill y Spencer en boga en la segunda mitad del siglo XIX. La juventud empieza a leer apasionadamente a Nietzsche, a Bergson y a Wiliam James. Con ingeniosos aforismos, el filósofo alemán hizo comprender a la intelectualidad burguesa más avanzada, toda la problemática cultural de comienzos del siglo y logró dar satisfacción a las rebeldías, frustraciones y descontentos de la nueva generación. Según Nietzsche, la estructura político social, la religión, la filosofía y la moral tradicionales no hacían sino reprimir y deformar los instintos vitales, alienando al individuo. Era urgente liberar los instintos a fin de que el hombre viva con autenticidad. Como puede apreciarse Marcuse, y las rebeldías de nuestro mundo contemporáneo tienen en Nietzsche un ilustre precursor. “…Toda moral sana -dice el filósofo alemán- está dominada por un instinto de vida… La moral antinatural, es decir, casi toda la moral profesada, venerada y predicada hasta ahora, se vuelve por el contrario precisamente en contra de los instintos vitales; es una condenación ya encubierta, ya franca y descarada de estos instintos… “.
Pero será el pragmatismo de William James el que interpretará plena y cabalmente la sensibilidad burguesa. Dará completa satisfacción a las necesidades ideológicas de nuestra clase dirigente. Para James lo que cuenta es la actuación práctica. Ella debe lograr absoluta autonomía frente a la filosofía y frente a cualquier concepción religiosa. Sólo interesa el mundo conocido, la experiencia inmediata. El burgués de comienzos de siglo abandona el romanticismo político en que vivieron sus padres y se torna fundamentalmente realista. La riqueza y los honores deben ser las metas de la vida privada; y el éxito político, la gran meta de la vida pública. William James interpretó admirablemente este peculiar estado de ánimo. Sus principios equiparan la verdad y la utilidad. Al mundo hay que entenderlo y comprenderlo con todas sus limitaciones con todos sus defectos y debilidades; el idealismo es una de estas debilidades.
El pragmatismo introdujo una importante modalidad en la postura ética y doctrinaria de los hombres públicos. La clase dirigente chilena de la segunda mitad del siglo XIX, bajo la influencia del positivismo de Comte y de Spencer presenta, sin duda, un mayor rigor ético y una mayor rigidez doctrinaria que los burgueses de las primeras décadas de nuestra centuria. Es muy fácil comprobar una distinta actitud espiritual frente a las luchas doctrinarias y, en general, frente a la vida pública entre la generación de Martín Palma, Juan A. Palazuelos, Domingo Santa María, José V. Lastarria; y los hombres públicos del primer cuarto de siglo: Eliodoro Yañez, Juan L. Sanfuentes, Arturo Alessandri o Pedro Aguirre. El pragmatismo determinó un viraje en la escala de valores que servían de fundamento al estilo de vida pública de la clase dirigente. En “El Ferrocarril” del 18 de marzo de 1906, un viejo liberal anotaba con desencanto esta mutación en los valores tradicionales. “Así -dice este liberal de antiguo cuño- continúo con el mismo espíritu de los soldados del matrimonio civil de la ley de cementerios laicos y de la instrucción obligatoria. Por lo mismo, veo con tristeza que todo cambia en los antiguos campamentos de los cuales desaparece el laicismo doctrinario. Los pocos, los poquísimos dotados de suficiente ánimo para mantenerse firmes, se encuentran de repente aislados, sin tiendas de campaña, ni compañeros de filas. En medio de la lucha de los últimos años, los liberales han roto las filas y han perdido de vista sus banderas… “
Los problemas doctrinarios empiezan a perder ese prestigio indiscutido que tuvieron hasta los albores de nuestro siglo. En el espíritu de los más destacados hombres públicos, las ardorosas campañas en torno a los principios doctrinarios no ejercerán ya la sugestión que tuvieron en el siglo XIX.
En la contienda presidencial de 1906, los balmacedistas lanzaron la candidatura de D. Juan L. Sanfuentes, enarbolando la bandera antidoctrinaria. En uno de los manifiestos los personeros de esta candidatura expresaban: ” … Nos parece que la opinión sensata y perspicaz del país reclama cómo candidato al que sepa y piense esfumar un poco las beldades doctrinarias del pasado y dé relieve al esplendor del sentido común, del arte comercial y del modernismo industrial… Principia el clamor por un cambio eficaz hacia una política práctica, cuyos resultados positivos sean inmediatos y certeros… La República ha entrado de lleno en la corriente de los intereses positivos… “.
La partida del nacimiento de la candidatura presidencial de D. Pedro Montt -el mismo año 1906- fue un pacto secreto de tregua doctrinaria y religiosa.
Lentamente va disminuyendo el calor y el entusiasmo con que se procuraba contrarrestar la influencia clerical en la vida pública. El pragmatismo condujo a la burguesía atea del siglo XX a reconocer al clero “cierta utilidad social”. Se llegó a pensar que era conveniente y hasta necesario mantener la fe en las estratas populares a fin de asegurar la paz y la tranquilidad sociales.
La mentalidad pragmática de la burguesía explica también el hecho de que destacados dirigentes anticlericales -cediendo a las preocupaciones sociales de la época- matricularan a sus hijos en los colegios congregacionistas, desdeñando los liceos fiscales laicos. Para el pragmatismo burgués, la vida tiene razón primariamente frente a las objeciones de espíritu. Y los prejuicios, que son vida, reclaman sus derechos en la historia.
Esta inquietud espiritual, estos cambios se manifiestan no sólo en la parte sustantiva de la vida pública; también los vemos claramente expresados en el aspecto puramente formal. Con ánimo un tanto desaprensivo, jóvenes de todos los sectores afirman un nuevo estilo de lucha partidaria. En Santiago, estudiantes y obreros organizaban ruidosas manifestaciones que -en épocas preelectorales- se repetían noche a noche. Por primera vez se moviliza a las poblaciones marginales que llegan hasta el centro de la ciudad a gritar su entusiasmo por la Alianza Liberal. La política se traslada del Congreso a la calle. El Joven diputado radical Pablo Ramírez, como Ministro de Justicia e Instrucción Pública, ante el asombro de sus subalternos, abandonó súbitamente su despacho y se puso a la cabeza de un desfile que en ese momento pasaba frente al edificio del Ministerio, desfile que había organizado la Alianza Liberal para presionar por el más pronto despacho de la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria.
Las nuevas promociones manifiestan cierta impaciencia política que se expresa en el hecho de que las funciones públicas se buscan afanosamente y se conquistan ásperamente. Los viejos estadistas del periodo parlamentario como Vicente Reyes, Enrique Mac lver, Ismel Valdés, Pedro Montt, Ismael Tocornal, piensan que los cargos deben ofrecerse, pero jamás solicitarse. Gestionar personalmente el apoyo político de personas o grupos resultaba indelicado, casi plebeyo. No se consideraba conveniente comprometer el prestigio y el nombre del candidato en una propaganda bulliciosa. esto se estimaba poco serio. Solicitar adhesiones en plena calle o en las plazas públicas en algo insólito. El presidenciable podía conquistar simpatizantes, pero exclusivamente a través de los amigos políticos, y utilizando para ello la correspondencia epistolar. No podía ni debía aparecer solicitando el cargo o ambicionando el poder, lo que resultaba de mal tono. Debía hablar poco y atacar lo menos posible al adversario. La proclamación del candidato debía realizarse en teatros o salas cerradas, en los cuales el elector cómodamente sentado escuchaba los discursos. El del candidato debía destacar por su elevación, su mesura y corte académico. A la proclamación había que concurrir de chaqué y colero. La proclamación de la candidatura de D. Pedro Montt fue la última que se realizó con esta tenida.
Alessandri barrió con este estilo de propaganda política, primero en la campaña senatorial por Tarapacá en 1915 y poco después en la elección presidencial de 1920. Inauguró la propaganda emotiva que reemplazó a la de tipo persuasivo que había creado el racionalismo burgués del siglo XIX y que se practicó durante toda la etapa parlamentaria. Descubrió la fuerza insospechada de la agitación popular y la voluntad de lucha. Echó mano de numerosos y eficaces símbolos auditivos y visuales que desencadenaron emociones e incitaron a determinadas acciones. Estimuló el instinto agresivo de las masas dándole a las lucha como base psicológica el símbolo que representaba al propio candidato como el “león de Tarapacá”. Alessandri se ingenió para orientar la propaganda electoral por los caminos de la violencia psíquica. Se atemorizó a la burguesía con las ligas contra el cohecho, y se la amenazó con “la movilización” del pueblo para defender el triunfo.
Los discursos de agitación popular -desconocidos hasta entonces- serán, sin duda, la forma de propaganda más revolucionaria iniciada por el candidato presidencial del año 1920. Con notable intuición valorizó la agitación callejera, la exaltación popular y la demagogia como resortes inmanentes a toda democracia social.
En el terreno de la propaganda política, Alessandri hará escuela. Será un auténtico precursor de la democracia social o de masas. Los políticos chilenos hasta nuestros días no han hecho sino imitarlo, a menudo sin lograr la habilidad ni la maestría del candidato presidencial del año 1920. Este supo dosificar inteligentemente los elementos de la propaganda emotiva. Sus discursos, saturados de la más convincente demagogia, estuvieron en abierta e insólita contradicción con el estilo de acción pública propia del parlamentarismo inspirado en el espíritu burgués. Desde esa época, los políticos empiezan a actuar sin consideración alguna frente al adversario. En los debates del Congreso se prescinde de la cortesía -muy burguesa- del parlamentarismo inglés, imitada por los chilenos hasta 1920. En la Cámara de Diputados y en el Senado empiezan a resonar voces destempladas. Cada día aumenta el número de parlamentarios que se desentienden de la ponderación, de la serenidad y del espíritu de conciliación tan característicos del gobierno de gabinete. La leyenda del hombre superior, del prócer del patriarca –empeñados en resolver los problemas políticos por la unanimidad- pierde su prestigio. Ismael Valdés, Enrique Mac Iver, Ismael Tocornal, ya no actuarán como moderadores o árbitros de la contienda política. Nadie cree ni confía en ellos. La consigna es luchar violentamente; no transigir. Es una nueva época que se anuncia; es la postura antiburguesa de las nuevas promociones que inician violenta ofensiva contra los valores tradicionales.
c) El triunfo de la igualdad
En este clima espiritual se inicia la lucha por la igualdad. Las nuevas concepciones y los nuevos anhelos empiezan lentamente a forzar los viejos esquemas ideológicos. En todos los círculos surgen criterios discrepantes en torno a las funciones del Estado. Unos pretenden mantener el imperio del liberalismo político; otros se inclinan hacia un estatismo más o menos acentuado. Los viejos dirigentes siguen aferrados al individualismo; los jóvenes preconizan, en cambio, una actitud social. Es éste el sentido íntimo de la conocida pugna doctrinaria que plantearon en el seno del partido radical, Enrique Mac lver por un lado y Valentín Letelier, por otro; en el partido conservador: Calos Walker M. y Zorobabel Rodríguez que representaba la escuela liberal y Juan E. Concha, entusiasta partidario del orden social cristiano: en el partido liberal, Luis Claro Solar o Ladislao Errázuriz que defienden las estructuras tradicionales y Eliodoro Yáñez o Arturo Alessandri que se alejan de esas estructuras; en el partido nacional, Arturo Besa o Pedro Montt, que representan la vieja generación y Agustín Edwards Maclure las nuevas promociones y, finalmente, en el partido demócrata, Malaquías Concha y Angel Guarello, que debieron enfrentarse con Luis E. Recabarren que intentó imprimir al grupo demócrata un rumbo socialista. En el fondo se trata de una dramática pugna entre dos generaciones. Los viejos dirigentes políticos dominados por un idealismo romántico y por abstracciones doctrinarias basadas en el individualismo, no percibieron los nuevos requerimientos que, desde comienzos del siglo, se hacían sentir en el campo de la vida pública.
En las postrimerías de la administración Riesco se inicia esta pugna irracional entre viejos y jóvenes, y entre grupos políticos que representaban a las clases sociales con intereses opuestos y con distinta mentalidad. El divorcio entre las dos generaciones llegó a tal punto, que las nuevas promociones empiezan a cuestionar incluso la estructura política. Hasta ese momento nadie habría osado atacar el ordenamiento jurídico parlamentario.
El desarrollo acelerado de la sociedad impuso un crecimiento del aparato estatal. En todas partes se empieza a hablar de fortalecer y de ampliar las funciones del Ejecutivo. Con la guerra del 14, el problema hizo crisis, particularmente en los países en desarrollo. La democracia social exigió superar el subdesarrollo.
A partir de 1918, la burguesía -tanto de derecha como de izquierda- rechazaba abiertamente la estructura parlamentaria y la inalterable juridicidad que le sirvió de fundamento. Pensaron algunos que debía ser reemplazada por una dictadura fascista y otros por una dictadura marxista.
En el sector democrático también se formularon serios reparos al gobierno de gabinete. Mirkine Gurtzevich, el gran teórico del derecho público, recomendaba insistentemente un ejecutivo fuerte como única manera de evitar la dictadura y salvar a la democracia social.
Se impuso así el régimen presidencial.
En Chile será D. Arturo Alessandri quien lo hará realidad a través del Código Político de 1925. Un gobierno fuerte y autoritario será -desde ese momento- la más prestigiosa bandera política de todos nuestros hombres públicos. En las elecciones presidenciales realizadas bajo el imperio de la Constitución de 1925, el fenómeno es claramente perceptible. D. Arturo Alessandri, en 1932; D. Juan Antonio Ríos, en 1942; D. Carlos Ibáñez del Campo, en 1952; D. Jorge Alessandri Rodríguez, en 1958, fueron llevados a la primera Magistratura de la Nación como símbolos de un gobierno fuerte y autoritario. Desde 1925, todos los jefes de Estado -pero muy especialmente los señores Juan A. Ríos, Carlos Ibáñez, Jorge Alessandri y Eduardo Frei- lamentaban no contar con suficientes atribuciones. Todos ellos estimaban necesario aumentar las facultades presidenciales consagradas en la Constitución. Si las reformas a la Carta fundamental insinuadas por estos mandatarios se hubiesen formalizado, no cabe la menor duda que ellas habrían sido aprobadas, gracias al ambiente público favorable al autoritarismo presidencial.
Si a la luz de la experiencia presidencialista examinamos el problema de la democracia, llegamos a las siguientes comprobaciones:
1° Nuestro régimen presidencial transformó al Ejecutivo en el centro de la vida pública; en el único poder que tomaba iniciativas. El congreso desempeñó un papel cada vez más pasivo. No llegaba más allá de negar o consentir las iniciativas presidenciales. El Ejecutivo siempre aparecía a la ofensiva; el Parlamento, en cambio, a la defensiva y en algunas ocasiones en actitud casi medrosa.
2° La Constitución de 1925 suprimió una de las tareas medulares del Congreso, su función fiscalizadora, lo que trajo como consecuencia un evidente desequilibrio entre ambos poderes.
3º No existió un contacto institucionalizado entre el Jefe del Estado y el Congreso. En el hecho, el Ejecutivo tomaba importantes decisiones al margen de la opinión parlamentaria.
4º El Primer Mandatario de la Nación no necesitaba explicar regularmente sus actuaciones y su posición política. Solía hacerlo a través de conferencias de prensa, discursos televisados o concentraciones públicas. Podía reducir al mínimo o postergar las declaraciones sobre cualquier tema delicado. En las conferencias de prensa tenía la posibilidad de eludir las preguntas. En el hecho la fiscalización de los actos del Ejecutivo se realizaba casi exclusivamente por la prensa escrita o hablada. De ahí la extraordinaria importancia política que desempeña el periodismo en un régimen presidencial. Es la única autoridad con derecho a preguntar. Sin prensa verdaderamente libre el sistema presidencial puede llegar fácilmente al más arbitrario autoritarismo.
5° El Presidente mantuvo a sus ministros enteramente subordinados a su política, y a menudo solía tratarlos con indiferencia. Prefería el consejo y la asesoría de amigos personales.
6° En abierta contradicción con los más elementales principios democráticos, el artículo 54 de la Constitución -que reglamenta el veto presidencial- permitía al Ejecutivo obtener la aprobación de sus proyectos de ley con sólo un tercio más uno de los parlamentarios. En esta situación, el Congreso no podía legislar sin la aprobación del Presidente de la República a menos que reuniera un voto mayoritario de las dos terceras partes para contrarrestar el veto opuesto a sus proyectos. Don Pedro Aguirre Cerda gobernó con una mayoría opositora tanto en el Senado como en la Cámara Baja. El mecanismo del veto le permitió la aprobación de numerosas e importantes leyes que no contaban con las simpatías del sector mayoritario. En la estructura presidencialista, el veto conduce al sometimiento incondicional del Congreso si la oposición no cuenta con las dos terceras partes de los representantes; o al sometimiento incondicional del Presidente de la República si la oposición cuenta con esos dos tercios.
7º En un régimen presidencial regular pretende conseguir un equilibrio entre los poderes, asegurando un maximum de independencia entre el Ejecutivo y el Legislativo. Esta exigencia no se cumplió entre nosotros. De acuerdo con las disposiciones constitucionales, el Ejecutivo tenía en sus manos mucho más facultades legislativas que el Congreso. Más de un 75% de la actividad legislativa correspondía al Jefe del Estado. El veto, como queda dicho, le permitía imponer su voluntad frente a la mayoría de los parlamentarios. La Constitución reservaba al Primer Mandatario la iniciativa exclusiva en proyectos de Ley que significaran gastos; era dueño de la Legislatura extraordinaria y disponía, además, de la institución de las urgencias. Los propios cuerpos legislativos no tomaron clara conciencia de esta verdadera “capitis diminutio”. Hasta la reforma constitucional que reglamentó la delegación de la potestad legislativa -Ley 17.284 de 23 de enero de 1970-, el Parlamento, de hecho, delegó dicha potestad a todos los mandatarios. También se dictaron numerosas leyes que disminuían las facultades del Legislativo y aumentaban considerablemente las del Ejecutivo.
8º El Jefe del Estado podía accionar importantes resortes extra-constitucionales para imponerse al Congreso. Desde luego, al llegar al poder contaba con un programa cuya realización tenía derecho a exigir la mayoría que lo había elegido. Disponía también de medios de publicidad, prensa, radio y televisión, que le permitían obtener el apoyo popular para sus iniciativas.
9º La independencia de ambos poderes descansaba sobre el sufragio de un cuerpo electoral que no era ni podía ser el mismo para la elección presidencial y para la parlamentaria. Esta situación se agravaba por la duración del mandato, distinta para el Presidente de la República, para los senadores y para los diputados. Aunque ambos poderes emanaban del pueblo, no reflejaban exactamente la misma opinión pública que naturalmente variaba de un momento a otro.
10º Roto peligrosamente el equilibrio entre el legislativo y el ejecutivo, el presidencialismo criollo amenazó con llegar a una situación absolutamente anormal. Desde luego, se pudo producir una eventual estrangulación de la actividad legislativa. Por otra parte, la exaltación del caudillo, del hombre fuerte suele conducir al olvido de los principios. Se corría también el riesgo de que el cuerpo social terminara imperceptiblemente por considerar los derechos individuales y sociales como una merced o concesión de la autoridad y no como una estricta aplicación de la ley.
11º Finalmente nuestro presidencialismo criollo manifestó una evidente falta de flexibilidad que se agudizó debido a nuestra condición de país en desarrollo. El anhelo de modificar rápidamente las estructuras económico-sociales a fin de mejorar los niveles de vida de la población, produjo un estado crónico de tensiones y conflictos de toda especie, que en algunos casos llegó a límites deplorables.
Desde otro punto de vista, esta impaciencia violentó la ideología de los partidos. Piénsese sólo en la distorsión doctrinaria de algunos grupos políticos chilenos que alardeaban de ser democráticos, como el socialista y el radical. Algo parecido podemos comprobar en la democracia cristiana. No cabe duda alguna que esta agrupación partidaria asume una postura centro-derecha en las naciones plenamente desarrolladas, como por ejemplo en Alemania Federal; en cambio, se acerca resueltamente al marxismo en los países subdesarrollados.
De esta suerte, la acción política de las democracias tiende a hacerse cada vez menos doctrinaria. En 1os países en desarrollo, los hombres públicos tienen una sola preocupación: procurar un desenvolvimiento económico-social rápido y cada vez más acelerado. Frente a esta exigencia, frente a esta única meta, el presidencialismo democrático ha sufrido y sufre profundas transformaciones conceptuales. Desde luego, las libertades y en general las garantías constitucionales entran en crisis. La democracia social o de masas impone la creación de superestructuras políticas que sirven de instrumento para llevar adelante las transformaciones. En esta forma nace una nueva política que acentúa el estatismo hasta asignarle tareas abiertamente revolucionarias.
En todo el mundo los candidatos a la presidencia pregonan diversos tipos de acción revolucionaria. Los programas de gobierno se cumplen imprimiendo a la acción pública un ritmo más o menos violento que a menudo se inspira mucho más en la experiencia del comunismo que en los auténticos principios de la democracia.
Grandes sectores -a menudo sin proponérselo- terminan desarticulando el orden social democrático. Es ésta una consecuencia de la actividad impaciente y de la postura demagógica que provoca el subdesarrollo en los grupos políticos y que amenaza conducir a un deplorable crisis de la conciencia democrática. Parece indispensable mantener un equilibrio entre las fuerzas espirituales que sirven de fundamento a la vida política del mundo occidental y el desarrollo de las estructuras económico-sociales. Es difícil terminar con el subdesarrollo en unos cuantos decenios. Los países europeos han cumplida esta tarea en dos o más siglos. Basta sólo con recordar las dificultades que en el siglo pasado debieron afrontar países hoy plenamente desarrollados como Gran Bretaña, Francia o Alemania, para erradicar el analfabetismo, el hambre, las poblaciones marginales y la miseria inherentes al subdesarrollo.
Estas y otras características se han hecho presente en todos los países sujetos al régimen presidencial. Se ha iniciado una reacción en orden a crear los mecanismos legales y constitucionales que permitan salvar o corregir los inconvenientes señalados. Entre nosotros también se han realizado esfuerzos en este sentido.
La democracia chilena ha creado una muy saludable tradición de compromisos y transacciones que ha permitido superar graves y serios conflictos. Ha hecho posible un efectivo consenso político moderando los extremismos y haciendo prevalecer, en último término, los intereses nacionales frente a los intereses sectarios. La madurez cívica del pueblo chileno y el patriotismo de sus gobernantes han servido de norma reguladora para superar los graves y frecuentes conflictos que plantea el difícil y laborioso tránsito de la democracia política a la democracia social.