Discursos de incorporación

El estudio del tiempo histórico: Un itinerario

sol serrano3

Discurso de Incorporación de Sol Serrano Pérez como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

“Un primer rasgo que diferencia nuestra Academia de las demás, es que su denominación no alude a un saber específico… el elemento común a las disciplinas y vocaciones que concurren… es la vinculación de todas ellas con la “polis”, es decir, con nuestra condición de ciudadanos, de miembros de la sociedad política”. [1]

Así definió un celebre filósofo chileno a esta Academia a la cual hoy puedo, por la benevolencia de sus miembros, llamarla también mía.

Expreso mi gratitud con solemnidad. Y como en todo momento solemne, digo:  Sí, acepto.

Aceptar es recibir y recibir con gusto. Recibo con gusto la invitación a buscar horizontes desde diversos saberes y a compartir nuestra vocación por la polis

Asumo el sillón número siete. Soy la segunda que lo ocupa. El primero fue nombrado por el presidente de la República, porque la academia estaba en formación. 

Como mi antecesor no tenía antecesor escogió como tal nada más ni nada menos que a su buen amigo Platón. Invitó a sus colegas al Banquete. Su nombre ya lo habrán adivinado. Recordaré a Juan de Dios Vial Larraín con las palabras con que fue recibido en esta Academia por ese otro gran filósofo que fue Luis Oyarzún: “nada de lo humano le es ajeno, pero el patrimonio de la razón ordenadora le es más propio que otros… Su preocupación por la filosofía es un negocio de amor y su inquietud por el amor nace de una angustia metafísica…” Y remata Oyarzun entre comprensivo y absolutorio que “a la ebriedad del rapto platónico Vial prefiere la claridad de sus esencias”. [2]

Corría el año 1972, 8 años después de la fundación del Instituto de Chile como alero de varias academias. En realidad, la Academia era algo entre una ley, una entelequia y unas personas que se reunían en la oficina del ministro de Educación Juan Gómez Millas. Me pregunto por qué fue tan tardía. Posiblemente, porque el desarrollo de las universidades había absorbido toda forma de construcción de saberes, orientándola hacia la docencia. De haber alguna sociabilidad intelectual, estaban allí. Es posible que exista alguna relación entre la crítica a las universidades sólo profesionales y la formación de academias como un espacio de conversación intelectual. Esta era una institución leve, tan leve que demoró en tener domicilio. Y ese era el punto. Ser ligeros de equipaje. Aquí se reunieron en esos años las personas que estaban pensando críticamente a las universidades chilenas. Solo por mencionar a Juan Gómez Millas, a Jorge Millas y muy especialmente a Juan de Dios Vial.

Vial fue el más sólido ideólogo de la reforma universitaria en la Universidad Católica de Chile. En los años previos, los estudiantes progresistas católicos siguieron su crítica a las universidades por haber traicionado su misión original que era ser la síntesis institucionalizada del cosmos intelectual. Quién diría que un académico tan conservador como él, defendió a los jóvenes rebeldes que, a su juicio, le habían devuelto la vida a una tradición que había devenido en un pozo seco. [3]

Esta joven academia, no diré nada de original, encuentra sus orígenes conceptuales en nuestra historia, tanto en Juan Egaña y el Instituto Nacional como en Andrés Bello y la fundación de la Universidad de Chile. Los diseños de ambos, al contrario de lo que se suele creer, no eran una mera imitación de instituciones francesas. “Preferiría nacer en Constantinopla que en el París revolucionario”, dijo Egaña, defendiendo la cultura clásica como el pináculo de la civilización. [4] Con orgullo preconizaba que, por su lejanía y su relativa armonía política, Chile era el lugar ideal para crear la ciudad de la sabiduría. Era ecléctico como el que más, ilustrado fervoroso y católico piadoso. El Instituto Nacional sería el constructor de una nueva unidad moral, donde lo sagrado y lo profano, la ciencia y la técnica, la educación clásica y las ciencias experimentales, la primaria y la superior convivirían. Bajo la lupa del liberalismo y positivismo posterior, Egaña fue alabado por patriota, pero desdeñado por iluso. No lo era. En las últimas décadas, se ha estudiado mucho la relevancia del republicanismo clásico en los idearios revolucionarios. Nadie en ese periodo ligó con tanta fuerza intelectual y política la necesidad de una moral común para la nueva libertad. Andrés Bello era el opuesto como arquetipo. Fueron buenos amigos y disfrutaron juntos de las tertulias literarias en la villa de Peñalolén. Pero la obra de Bello está en un horizonte distinto, en el del liberalismo, las ciencias naturales y las humanidades críticas, la construcción de las bases jurídicas del estado nacional. Bello defendió la universidad como centro de creación de conocimiento y no de escuelas profesionales. Sus facultades eran en realidad Academias. “Todas las verdades se tocan”, diría en su afamado discurso de inauguración de la Universidad de Chile en 1843. Volvió de otra forma y en otro lenguaje a la universidad como unidad del saber para el desenvolvimiento de la felicidad humana. Un saber transformador de la sociedad política. “Todas las sendas en que se propone dirigir las investigaciones de sus miembros y el estudio de sus alumnos”, decía con cierta belleza que aún conmueve “convergen en un centro: la patria”. [5]

Son los “reformadores del 42”, como personalmente los denomino para integrar en un mismo horizonte a los jóvenes liberales y sus rebeldías. En esa década emblemática la elite letrada y política enfrenta el reto de institucionalizar las revoluciones para concluirlas. Es un liberalismo a la francesa más que a la inglesa por razones a mi juicio más sociológicas que ideológicas; es el liberalismo doctrinario de la monarquía de julio. Para muchos, el rostro más emblemático y brillante fue precisamente quien refundó la Academia de Ciencias Políticas y Morales en el Instituto de Francia en 1832. 

Francois Guizot encarna un momento crucial que es la tensión entre liberalismo y democracia, entre individuo y ciudadano, en contra del Antiguo Régimen tanto como del terror de Robespierre. Fue un gran historiador y un tremendo político. Su objetivo era construir un orden estable dentro de los principios de la Revolución Francesa: la igualdad civil y la libertad política. Las ciencias debían ser su fundamento. Al asumir como ministro de educación en 1832 propuso un programa intelectual que contemplaba la restauración de la Academia -para que estuvieran los del 79 y no los del 92 según lo sintetizó Victor Cousin-; un ambicioso programa de historia de Francia y una educación pública fuertemente estructurada. Para Guizot las academias debían contribuir creando un poder moral independiente del Estado, pero en su sombra, que vinculara individuo y estado, libertad y democracia. Y remata con su conocida frase: “El gran misterio de las naciones modernas es el gobierno de los espíritus”. [6]

Es clara en la política de mediados del XIX esa tensión entre la secularización de la legitimidad del poder dada por individuos y la de forjar una moral común. Reconocerán en Guizot a los reformadores del 42. Viven los mismos desafíos políticos entre libertad y orden. Pero en Chile había una diferencia sustantiva en el gobierno de los espíritus: que sociológicamente no había tal sociedad de individuos. Crear el individuo era una tarea abstracta y dramática. Es el periodo en que la historia pasa a ser una disciplina del conocimiento y que se fundan o refundan estas academias. 

Creo que a Juan de Dios Vial, quien además fue presidente de esta Academia entre 1990 y 1994, le habría gustado que lo sucediera una mujer. Tengo mis dudas si le habría regocijado que fuera una historiadora. Se reconoció como el más entusiasta alumno de Jaime Eyzaguirre, aunque no de la historia de Chile que más bien le aburría. [7] No lo culpo por ello. No le interesaba mayormente ni siquiera la historia de la filosofía, pues en su recorrido de Aristóteles a Heidegger pasando por Tomas de Aquino, Descartes y Kant ve la continuidad. 

Permítanme a través de este contraste hacer una cierta descripción de mi disciplina, o para ser más precisa, de cómo la miro hoy. Nada más ajeno al estudio de las “esencias ordenadoras” que la historia. Ahí no habita el tiempo.

Muchos quisiéramos sentirnos dispensados de definir el tiempo con la famosa sentencia de San Agustín: “Cuando nadie me pregunta qué es el tiempo, sé lo que es; si alguien lo inquiere, lo ignoro”. La historia que estudia lo humano en el tiempo, no ha logrado fundar por sí misma una teoría del tiempo. Esta distancia con la teoría es a su vez histórica. Proviene de la Grecia clásica en que fue despechada como forma de conocimiento pues se encargaba de lo contingente y mutable. No pertenecía a la filosofía, sino a la opinión.  

Hasta fines del XVIII la historia habitaba en dos campos casi contrapuestos: el de la erudición pura y el de la literatura, específicamente en la retórica. Fue con el historicismo alemán, con la fundación de la Universidad de Berlín que la historia entró triunfante a los claustros universitarios de la mano del joven Leopold von Ranke, quien se había distinguido por su libro sobre la formación de los estados modernos europeos en base a lo que ahora sí podía ser considerado científico, pues se basaba en la evidencia de los archivos y la crítica de sus fuentes. Pero el historicismo iba por mucho más: esos hechos reales develaban el sentido de la sociedad humana y sus valores. [8] La historia reclamaba para sí el rol de la filosofía. Para Ranke “mientras el filósofo, que ve la historia desde su punto de vista, busca la infinidad meramente a través de la progresión, el desarrollo y la totalidad, la historia reconoce algo infinito en toda existencia: en toda condición, en todo ser, algo eterno que proviene de Dios”. [9] Con ello, como señala Geor Iggers, pretende historizar la filosofía de la historia de Hegel. 

Si Ranke había construido la base del método histórico científico, su alumno Wilhelm Dilthey le dio espaldas epistemológicas al defender que las ciencias naturales estudiaban las relaciones de causa y efecto, mientras que las ciencias del espíritu buscaban comprender e interpretar a través de una experiencia compartida que era la vida vivida. Entraba con ello a la hermenéutica. Criticó al historicismo, como lo hicieron luego tantos otros, por su relativismo al negarle a la metafísica cualquier comprensión de lo humano. La crisis del historicismo se debió a que derivaba en un nihilismo revestido de erudición en que solo la historia explica y justifica la historia. 

El siglo XIX fue el siglo de la historia. También lo fue en Chile.  En Francia la historiografía positivista con aires románticos fue menos reflexiva sobre la dimensión temporal de la vida humana y del conocimiento. 

El nacimiento de la sociología a fines del XIX le disputa el campo totalizante a la historia y a la filosofía por su capacidad de establecer leyes generales sobre la sociedad. Durkheim y Weber, cada uno criticó al historicismo por su incapacidad, llamémosla así, de desprenderse de la historicidad hacia planteamientos totales del desenvolvimiento histórico. Pero, posiblemente, fue la sociología del conocimiento la que le quitó a la hermenéutica iniciada por Dilthey su aire idealista para postular que el conocimiento era un proceso histórico. De allí la importancia que adquirió para la historiografía. Aquí ya puedo ir a mis propios recuerdos como estudiante de historia para confirmar la importancia de Karl Mannhein y Georg Gadamer en nuestras lecturas.

Mannheim tuvo una enorme influencia entre los historiadores más volcados a la historia intelectual y política que a la económica y social que reinaba bajo el poderoso influjo de la Escuela de los Anales francesa. Su clásica obra Utopia e Ideologia es un notable estudio sobre los intelectuales y sus condiciones de producción de pensamiento. Más adelante, otro sociólogo del conocimiento tuvo un fuerte impacto en la historiografía contemporánea, porque coincidió con los cambios que ésta vivía. Norbert Elias estudió con Mannheim en Frankfurt a comienzos de la década de los 30 y pasó bastante desapercibido hasta los 70. Su gran obra El proceso de la civilización: Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas estudia las normas de comportamiento entre la Edad Media y el siglo XIX, siglos en los que ve un desplazamiento hacia el autocontrol y la individuación, un control de los afectos que ya no viene desde el exterior, sino del interior del individuo. Elias liga este proceso a la diferenciación de las funciones sociales y la monopolización por parte del Estado del uso de la violencia. Su obra fue publicada en alemán en el maldito año 1939, cuando él ya había arrancado a Inglaterra. El libro no tuvo mayor eco hasta que fue publicado nuevamente en alemán el ‘69, traducida al francés el ‘73 y al inglés el ‘78. Era un momento de inflexión en la historiografía francesa que había gobernado el siglo XX. Ya estaba en la mesa la crítica al estructuralismo de la Escuela de los Anales y su concentración en la historia económica y social. Nacía la historia de las civilizaciones y de las mentalidades que tuvieron corta vida con ese nombre. Más relevante fue el surgimiento de lo que podríamos llamar la nueva historia política y la historia cultural -distinta de los estudios culturales- que reivindica el tiempo corto y el estudio de las prácticas sociales y políticas en su relación con los imaginarios y las ideologías. Francois Furet y Roger Chartier son sus nombres emblemáticos. Es el propio Chartier, quien considera que la obra de Elias es la más importante del siglo XX. [10]

Elías no quería mucho a los historiadores, porque estudiaban periodos cortos y volcados sobre sí mismos sin hacer una síntesis general. Es la filosofía clásica la que tiene entre cejas luego de haber escrito su tesis sobre Kant, que su tutor censuró por algunas críticas. Su tesis de habilitación ya fue en sociología, en parte, para refutar que pudiera existir algo así como formas innatas de pensamiento, como substancia o naturaleza. En sus últimos años disculpó a Kant por lo poco desarrollada que estaba la biología en su tiempo. Una de sus últimas obras fue Sobre el Tiempo en la cual sostiene que la determinación del tiempo es un problema cognitivo, que cambia y es acumulativo, porque es una relación social que obedece a la necesidad de organización y coordinación de la sociedad. Estudia el tiempo moderno, su aceleración, su diferenciación, y sus formas de medición.

La historiografía -me perdonarán llamarla en singular con tanta soltura- ha reflexionado sobre su epistemología, aún para invalidarse a sí misma. Y ha recurrido a las otras disciplinas para su propia teorización.  Pero es cierto que podemos funcionar como el burgués de Moliere hablando en prosa sin saberlo y aplicando una epistemología sin hacernos cargo y, a veces, sin mucha conciencia de hacerlo. Es una disciplina, pero también es un oficio. Su epistemología corresponde efectivamente a esa rama de la filosofía. Creo que Paul Ricoeur ha sido el más influyente en este campo, siendo filósofo e historiador. Pero no es lo mismo que una teoría del tiempo, del tiempo histórico. En ese itinerario la figura de Reinhart Koselleck es un paradero obligado. 

Koselleck estudió en Heidelberg, fue alumno de Heidegger y de todas las lumbreras del periodo, especialmente de Gadamer. A caballo entre múltiples disciplinas, ocupó la primera cátedra de teoría de la historia en Alemania en la Universidad de Bielefel. Sus alumnos cuentan que en el ambiente neo kantiano del periodo, fue considerado un ave rara sino hostil, tanto que ellos evitaban encontrarse con los alumnos de Jürgen Habermas hasta en el ascensor.

Koselleck se sitúa en una intersección de la filosofía hermenéutica con la historia social (en el sentido alemán). En él, la historicidad de la hermenéutica requería de la historia como disciplina. Su proyecto intelectual era una teoría del tiempo histórico que no logró completar. Pero a juicio de algunos expertos, es quien ha llegado más cerca desde la epistemología de la historia. De acuerdo a Koselleck, el concepto de tiempo histórico debía estudiarse a partir de la relación que una cultura establece entre el pasado, el presente y el futuro. O, cómo desde el presente se vive la dimensión del futuro y del pasado, y cómo se diferencian. [11] A través del estudio del uso del concepto “historia” desde el siglo XV en adelante, concluye que el concepto que se refería a historia como el acontecer en el pasado se va unificando con el uso del término en cuanto estudio de ese pasado. Esa transformación reflejaría la temporalidad moderna en que el presente estudia el pasado en relación a la construcción del futuro. 

En otras palabras, la temporalidad moderna transforma la relación entre el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativas. Si en los siglos anteriores la historia había sido concebida como maestra de la vida lo cual suponía una naturaleza común entre el pasado y el presente; si la visión escatológica era una profecía que se cumplía al final de los tiempos, la modernidad se define por la diferenciación del futuro con el pasado. El futuro es un campo abierto a construir para lo cual debe superar el pasado. [12] Se trata ni más ni menos de que los seres humanos ahora podemos construir la historia. Podemos entonces moldear el futuro. La transformación sucede en el siglo XVIII con la filosofía del progreso de la Ilustración y la Revolución Francesa donde todo era un futuro a construir. [13] Allí estaría el origen de las ideologías modernas. [14]

Su proposición historiográfica fue la historia conceptual, la cual está muy lejos de la historia de las ideas que las estudia en sí mismas y de la historia intelectual que las sitúa en sus contextos sociales. La historia conceptual estudia los significados expresados desde su campo semántico; el significado de conceptos políticos y sociales, y su manifestación en prácticas y espacios. [15] Estudia en cualquier tipo de texto, desde tratados teológicos a refranes, esa relación entre el pasado y el futuro, la experiencia como pasado y el futuro como esperanzas. [16]

Esta filigrana que he desenvuelto como una primeriza no tiene otra coherencia -si es que la tiene- que la búsqueda de categorías que interpelen mi propia ruta. Las categorías de Koselleck me resultan inspiradoras para muchos ámbitos de la investigación histórica. Mi campo no es la historia conceptual, sino la historia política moderna desde la relación entre ideología y las prácticas. Estudio los vínculos, nada lineales, que echa andar la política moderna y la vivencia de los actores.

Esto me vuelve al gobierno de los espíritus de Guizot y a los reformadores del 42. He tratado de estudiar cómo ese concepto moderno del tiempo, el progreso, se traduce en instituciones precarias que se encuentran con unas realidades sociales que no son precarias en sí, pero lo son espantosamente para quienes las miran desde el futuro. Sabemos que el tiempo moderno, finalmente, para bien o para mal, transformó profundamente a las sociedades y lo hizo de formas desiguales a la vez que simultáneas. Sabemos la aceleración del tiempo moderno. Es legítimo preguntarse por qué estudiarlo históricamente. Y creo que es importante, porque devela la trama de las vivencias del tiempo histórico que son particulares y que forman parte del humus de nuestro presente.

Mi pregunta, entonces, es cómo el tiempo histórico, la relación entre el campo de experiencia y el horizonte de expectativas va moldeando una nueva comunidad política. La experiencia social del tiempo como futuro.

No estoy inventando la pólvora. Hay una amplia historiografía un tanto desperdigada sobre la vivencia social del tiempo; el tiempo del mercader y el tiempo eclesiástico en el clásico estudio de Jacques Le Goff; el tiempo medido por el reloj de manera precisa y simultánea y el tiempo incierto y simultáneo de una salvación eterna. [17] Como línea de investigación significa hacer algo así como un mapa diacrónico y sincrónico sobre espacios donde esa tensión se enfrenta. Ello resulta especialmente interesante en el siglo XIX, porque se observa de una manera prístina y gruesa, inocente, como en un antiguo cuento infantil. 

Estudio en este momento a dos actores de la segunda mitad del XIX que encarnan un tiempo nuevo, que lo portan corporalmente. Son dos caminantes, recorren caminos si es que no solo huellas. Ellos son en sí mismos la institución que representan y porque son nuevas deben salir a buscar a otros. Los otros no llegan por sí solos. ¿Porque para los otros la novedad debía ser de suyo necesaria o buena? Ambos tienen reloj. No saben la hora y el día por los ciclos naturales, que ya se han alejados de ellos, sino por su medición abstracta y simbólica, homogénea. Pertenecen ambos a una cultura letrada y ambos tienen una relación compleja con aquellos que van a transformar. Tienen total convicción de su tarea, pero ambos al final mastican una suerte de fracaso.

Es el profesor normalista y el misionero. El primero profesa la idea moderna de progreso. Donde se funda una escuela antes había un vacío, no una cultura. Su gran enemigo es el pasado. Ya no el suyo, sino el de esos niños que nunca habían sido analfabetos hasta que de repente alguien se los dijo.  El de esos padres que ahora son llamados irresponsables porque no mandan a sus hijos a la escuela sino a la cosecha y van a la escuela cuando se les antoja. El inventario es largo. Solo quiero destacar que en esa construcción del horizonte de expectativas y el campo de experiencias hay tensiones gigantes. 

La experiencia no se entrega así de fácil al horizonte.

El misionero vive una temporalidad escatológica, pero a fines del XIX evangelizar ya no es solo bautizar y el infiel requiere también rasgos de la civilización moderna. El misionero pasa de ser un hombre a caballo, con el viático resguardado en la manta para sacramentar al moribundo, a establecer la misión como un lugar. Deviene en profesor si no está obligado a ser párroco. Ellos saben con precisión cuántos infieles de la Araucanía recién anexada van dejando de serlo a través de los sacramentos.  

El horizonte del futuro penetra por tantas vías y en todos los actores aparece también una nueva frustración. Aquel que llevaba la luz de la razón y el que llevaba la luz de la fe, no dudan de su vocación, sino de sus resultados. El normalista que ha devenido visitador de escuelas de las provincias concluye que, al ritmo que crece la cobertura de la primaria, seguirá por décadas más baja que el crecimiento de la población. Tuvo razón. Comprende también que los niños que sí van a la escuela apenas decodifican lo que leen. Y el misionero capuchino en la Araucanía tiene dudas de si lograron convertir a los mapuches. Es un cristianismo sin cristianos, diría uno de ellos. 

Es difícil construir el futuro, aunque la temporalidad moderna se infiltra por espacios menos lentos, voluntarios y simbólicos que los de mis lentos caminantes. No basta con estudiar los instrumentos: los rieles extendidos del ferrocarril, el comercio, el metálico, el correo, la urbanización, la política, sobre todo la política con la prensa bajo el brazo. Hay que estudiar a quienes lo vivieron y como vivieron el cambio del tiempo. 

Hasta aquí llego.

Vivimos claramente una crisis de la temporalidad moderna. Muchos sostienen que vivimos solo en un presente continuo sin pasado y sin esa fe en el futuro a construir. 

Es uno de los grandes temas de la polis que reúne a nuestra Academia. 

Con qué entusiasmo recibo entonces el honor de ser una de sus miembros. 

Un último agradecimiento:

Conocí el Instituto de Chile a los 15 años cuando mi papá, Horacio Serrano, entró a la Academia de la Lengua. Nadie estaría hoy más orgulloso que él. Estaría parado al fondo de la sala suspirando y mis hermanas y yo muertas de vergüenza.

Entonces le diría -le digo- “Taita, tenemos un nuevo hogar común”.

Muchas Gracias.

Notas

 [1] Academia Chilena de Ciencias Jurídicas, Políticas y Morales; VADEMECUM, Instituto de Chile, Sexta Edición 1964-2021, Santiago de Chile, 2021, p.69.

 [2] Luis Oyarzun, “Discurso en la Academia”, Dilemas N.os 7-8, diciembre 1972, p.41.

 [3] Juan de Dios Vial Larrain, Crisis y perspectiva de la universidad, 1967 [S.n.].

 [4] Juan Egaña, “Reflexiones sobre el mejor sistema de educación que puede darse a la juventud de Chile 1811”, Archivo Nacional, Fondos Varios, f.4.

[5]  Andres Bello, “Discurso pronunciado por el Sr. Rector de la Universidad Don Andres Bello, en la instalación de este cuerpo el día 17 de septiembre de 1843”, Anales de la Universidad de Chile. 1, 1843-1844, pp.139-152.

[6]  Pierre Rosanvallon, Le moment Guizot, Ed. Gallimard Paris, 1985, pp.225-230.

[7]  Ivan Jaksic, La vocación filosófica. Conversaciones con Humberto Giannini, Gastón Gomez Lasa, Juan Rivano, Félix Schwartsmann y Juan de Dios Vial, Ed. UDP, Santiago, 2021, p.114.

[8]  Georg G. Iggers; La historiografía del silgo xx. Desde la objetividad científica al desafío postmoderno; FCE, Chile, 2012, p.53.

[9]  Citado por G. Iggers, ver nota anterior.

[10]  Roger Chartier, “Avant Propós. Conscience de soi et lien social” en Norbert Elias, La Societé des Individus, Fayrad, Paris, 1991, p.8.

[11]  Reinhart Koselleck, Futures Past. On The Semantics of Historical Time, Columbia University Press, 2004, p.3.

[12]  David Carvounas and Craig Ireland, “Precariousness, the Secured Present and the Susteinability of the Future. Learning from Koselleck and extrapolating from Elias.”, Time & Society, Vol.17, No.2/32, (2008), p.164.

[13]  Elías Jose Palti, “Introducción” en Reinhart Koselleck, Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, Ediciones Paidós, Barcelona-Buenos Aires-Mexico, 2001, p.20.

[14]  Terence Holden, “Hartog, Koselleck and Ricoeur: Historical Antropology and the Crisis of the Present”, History and Theory 58, no.3 (september 2019), p.386.

[15]  Jason Edwards, “The ideological interpellation of individuals as combatants: An encounter between Reinhart Koselleck and Michel Foucault”, Journal of Political Ideologies (February 2007), 12 (1), p.58.

[16]  Reinhart Koselleck, op.cit, p.4.

[17]  Terence Holden, op.cit., p.329.