Discursos de incorporación

Edmund Burke, dos siglos después

Lucia Santa Cruz Sutil

Discurso de Incorporación de Lucía Santa Cruz Sutil como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

No resulta fácil encontrar palabras originales para expresar el profundo agradecimiento que siento hoy en día ante quienes, en un acto de gran generosidad, me han considerado digna de incorporarme como miembro de número de esta Honorable Academia de Ciencias Sociales como Políticas y Morales.

Mi gratitud es mayor,  porque veo en ella un acto de fe más que de reconocimiento; de confianza en que algún día, con el transcurso de los años, podrá alcanzar los logros públicos que han hecho de la vidas de los ilustres académicos aquí congregados un testimonio de servicio a la patria y el saber. No se trata solamente que con la gracia de Dios, aún me quede mucho camino por andar. Se trata también de que las mujeres, a veces,  tenemos un tiempo de maduración distinto. Alguien dijo: “El hombre hace, las mujeres”. Las mujeres también hacemos. Pero, en la pugna entre la tentación del mundo externo y el mundo interior, solemos elegir, voluntaria y gozosamente por este último. Así,  si yo tuviera que destacar un solo logro en lo que va transcurriendo de mi vida, probablemente no sería de aquellos que una institución académica compete valores, pues el haber en intentado ser buena mujer para Juan Luis y buena madre para Francisco Javier, Juan José y Juan Luis, constituye el trabajo silencioso que he permitido florecer.  Pero hay un tiempo para callar,  un tiempo para hablar, un tiempo para sembrar, un tiempo para cosechar. Veo en esta distinción con que hoy se me honra un nuevo tiempo y lo acepto humildemente como un desafío, para continuar por la senda de la búsqueda apasionada de la verdad.

Me complace enormemente seguir las huellas de mujeres tan extraordinarias como fueron Amanda Labarca e Irma Salas y venir a integrar la compañía de nuestra querida y admirada señora Adriana Olguín de Baltra. Agradezco, en la persona de don Arturo Fontaine com a quien en cierto modo me engendró al periodismo y hoy me recibe en representación de la Academia, que es mejor a todos a quienes han querido destacar me con tan grande e inmerecido honor.

Unos más, unos menos, todos somos hijos —amantes o rebeldes — de la Revolución Francesa. Las ideas que en ella se expresaron, compendio de las concepciones filosóficas surgidas en el siglo XVIII,  han dominado el a lo fundamental la discusión política de las generaciones posteriores, nuestros esquemas, convicciones y paradigmas. Se ha afirmado, no sin razón, que los modelos políticos-institucionales que han predominado en el siglo XX, con sus logros y sus aberraciones, tienen una raíz intelectual que puede encontrarse en las pugnas que se dieron durante el proceso de Revolución Francesa. Es posible trazar una continuidad histórica entre las democracias liberales y la y el individualismo liberal que impregnó en las primeras etapas de la Revolución; y también entre los totalitarismos de nuestro siglo y la idea de la Voluntad General de Rousseau, el igualitarismo de Baboeuf y la dictadura jacobina, con su sueño mesiánico del Reino de la virtud.

Edmund Burke encarnó una profunda rebelión intelectual contra las premisas y presunciones de las principales corrientes de pensamiento del siglo XVIII. Su importancia, que a la vez justifica estas modestas reflexiones, radica en el hecho de que sus escritos postulan un método de análisis del hombre y la sociedad que es antagónico a las tendencias de la Ilustración, pero que es a la vez génesis, remoto pero directo, de ciertas formas contemporáneas del pensamiento liberal y el conservador.

No se trata, por cierto, de usar a Burke como instrumento de las luchas ideológicas de hoy, o de condenar o aprovechar espuriamente sus ideas para objetivos políticos pasajeros, porque eso no sería historia. Ha sido el destino de Burke atraer sobre sí tanto la adhesión como los antagonismos de quienes continúan librando sus propias batallas en torno a la Revolución Francesa. Desde el momento mismo en que Burke se pronunció contra ella, fue objeto de los más viles ataques personales por supuestos malos manejos financieros, que jamás han sido probados. Esta inquina la recoge Marx en Das Kapital, al afirmar que como Burke creía que las leyes de la oferta y de la demanda eran preceptos de Dios, fiel a su fe se vendía en el mercado al mejor postor. Por otra parte, en los años no lejanos de la guerra fría renació el estudio de Burke entre sectores intelectuales conservadores norteamericanos,con el propósito poco sutil de transformarlo en autoridad incontrarrestable de un modelo teórico contrarrevolucionario.

Nuestro objetivo dista mucho de ambos polos, y sólo aspira a una mejor comprensión de los principios del liberalismo inglés del siglo XVIII y de la tradición conservadora que Burke encarna.

Cuando, en enero de 1766, Burke pronuncia su primer discurso en la Cámara de los Comunes (“cuya fama de elocuencia fue mayor a la ordinaria”),  Horace Walpole considera con gran perspicacia los antecedentes biográficos que tendrían mayor influencia sobre el devenir de Edmund Burke: se trata de un irlandés, proveniente de una familia católica, está casado con alguien del mismo credo, y su escasa fortuna  lo ha privado hasta entonces de notoriedad. A mayor abundamiento, en un siglo que considera a los periodistas como enjuiciadores venales sin aceptación social, nuestro personaje se gana la vida escribiendo crítica literaria anónimamente.

En efecto, Burke había nacido en Dublín en el año 1729, hijo de padre rotestante y madre católica, uno de catorce o quince hermanos, de lo cuales sobrevivieron sólo tres. Hombre de profundas convicciones y temperamento religioso, estudió leyes en Trinity College, pero sus amores tempranos fueron la poesía, la historia y los clásicos: Homero, Horado y Virgilio moldearon su personalidad. En 1750 había llegado a Londres para completar sus estudios de abogado, pero, y para gran desilusión de su padre, jamás lo hizo. En verdad, dedicó su vida a la filosofía, publicando opúsculos sobre las más diversas materias políticas y económicas, y a la política activa como miembro del partido whig, aunque sin alcanzar nunca el rango ministerial que por su talento y capacidad merecía, pues su origen social y magra fortuna resultaron obstáculos insuperables.

1. EL DEBATE SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

La obra que habría que destacar en Inglaterra el gran debate en torno a la Revolución Francesa a Burke en una figura ampliamente conocida en Europa por su teoría política, sería sus Reflexiones acerca de la Revolución Francesa y en torno a los procedimientos de ciertas sociedades en Londres. Estas “Reflexiones” guión de convertirse en el más influyente documento antirrevolucionario de la época y en una contribución a la teoría clásica. Fueron escritas en la forma de una carta en la primera mitad de 1790 —esto es, doscientos años ha—, y publicadas en noviembre de ese año con gran éxito editorial; se vendieron siete mil ejemplares en sólo seis días, y se imprimieron once ediciones en un año. A fines de ese mismo mes de noviembre, las “Reflexiones” fueron traducidas al francés y publicadas en París; al año siguiente vieron la luz en Alemania e Italia. La Inquisición prohibió su publicación en el Imperio Español por tratar el tema de la revolución, pero circularon clandestinamente en su versión a nuestro idioma.

Por cierto, esta obra de Burke no representa propiamente una contribución a la historiografía de la Revolución. Sin embargo, a pesar de su ahistoricidad, sus contradicciones, de su conocimiento impreciso de lo que sucedía al otro lado del canal, y de las motivaciones propagandísticas que inspiraron, Burke alcanzó en ellas, por el mero expediente de la mención Y utilizando un marco teórico filosófico, una comprensión profunda de ciertos rasgos del fenómeno revolucionario que sobrevendría.

De esta manera, fue capaz de prever el poder expansionista de esta nueva ideología, que, basada en una teoría de derechos naturales abstractos, habría de llevar —en su opinión—a la destrucción del pasado, de la tradición, de la religión, de la propiedad como él la concebía, y de un orden social que había demostrado ser el más eficaz por el único criterio válido para medirlo: su perduración en el tiempo. Para Burke, ya en 1790 la Revolución significaba el sacrificio de las libertades concretas en aras de un ideal abstracto de Libertad, con mayúscula, pero inalcanzable, que llevaría inevitablemente a la creación de una nueva oligarquía plutocrática, y a una nueva forma de despotismo bajo un gobierno militar.

Sin perjuicio de los errores fácticos obvios en que incurre reiteradamente y de las contradicciones y motivaciones propagandísticas a que ya aludimos, Burke parece haber entendido en profundidad el espíritu de quienes se arrogarían el liderazgo de la Revolución. A diferencia de sus contemporáneos, captó la dimensión global del fenómeno revolucionario como algo muy distinto a la experiencia británica de 1688 y muy ajeno a la idea de reforma que conlleva el cambio, pero no la eliminación de lo ya existente. Su descripción de la Revolución como “that strange, nameless, wild, enthusiastic thing which exists in the heart of Europe” es muy cercana al concepto de Revolución como idea fundacional. Burke fue uno de los primeros observadores que percibió la Revolución no sólo como un hecho histórico, sino también como un mito simbólico. Por lo mismo, comprendió su esencia como fenómeno que contiene en sí todas las promesas y sueños, utópicos o reales, de la modernidad, como asimismo todas las amenazas de desintegración, violencia y anarquía potenciales que conlleva. Mientras sus contemporáneos y el establishment whig veían en ella una posibilidad de reformar los males atávicos del orden constitucional francés, Burke la percibió como un cambio radical, como el advenimiento de una nueva era, como un episodio autocontenido, como una transformación global que envolvería todos los ámbitos del acontecer. Para Burke, la Revolución es un elemento fundacional de la modernidad, una cápsula que contiene todas las promesas proféticas de un nuevo hombre, una nueva forma de relación social, una nueva cultura, una nueva ideología; en resumen, un hito en el cual el pasado termina, el presente se constituye y el futuro se forja. En su acepción moderna, la palabra “revolución” adquiere significado en el curso de la Revolución Francesa, y Burke entiende que ello implica la transformación voluntaria y abrupta, por medio de la acción política, de todas las expresiones del acontecer humano.

Esta percepción de la idea del cambio total y de la posibilidad de moldear la realidad de acuerdo a una voluntad preestablecida, así fuere por medio del terror o de la violencia,  es lo que imprime a la lucha solidaria de Burke su pathos perdurable. Estos,  coma los elementos intuitivos de la comprensión profunda del fenómeno de la Revolución, son el sello más peculiar y distintivo de la obra de Burke.

2. EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO ANTIRREVOLUCIONARIO

Interesa plantearse si la posición de Burke respecto a la Revolución evoluciona  en el tiempo o tiene una consistencia desde sus inicios. En 1770, al momento de la disputa entre la monarquía francesa y los Parlements, Burke escribe en el Annual Register a favor de estos últimos, preguntándose textualmente: “por cuánto tiempo puede continuar este poder destructivo ( el de la monarquía) desolando el país, o bien, como suele ser el caso, habrá de caer por su propio y enorme peso, sólo el tiempo lo dirá”. No obstante, junto con aflorar los primeros acontecimientos revolucionarios en Francia, Burke se alarma. En efecto, en agosto de 1789 escribe a su amigo Lord Charlemont y comenta: “Nuestros pensamientos están suspendidos en asombro ante el espectáculo notable que exhibe nuestro país vecino y rival. ¡Qué espectadores y qué actores! ¡Inglaterra mirando con sorpresa una lucha de los franceses por la libertad, sin saber si condenar o aplaudir! El espectáculo tiene algo paradójico y misterioso. Es imposible no admirar el espíritu, pero la antigua ferocidad parisina se ha desatado en una forma alarmante. Puede que sea sólo una explosión momentánea, en cuyo caso no indicaría nada. Pero si llega a verse que esto es parte de su carácter y no un accidente, entonces esa gente no es apta para la libertad y necesita de una mano fuerte para coercionarla. Los hombres deben tener un fondo natural de moderación para ser dignos de la libertad, pues de otro modo son un daño para ellos mismos y una perfecta molestia para todos tos demás… para fundar una Constitución sólida se requiere sabiduría, además de ingenio, y si los franceses tienen o no cabezas sabias entre ellos o si teniéndolas tienen también autoridad igual a su sabiduría, eso está por verse”.

Dos meses más tarde, en octubre de 1789, escribe M. Dupont expresando su deseo de que en Francia se establezca un esquema de libertad que llegue a ser sólido y racional, pues su aspiración es que todas las naciones alcancen la libertad, la seguridad y el orden. Sin embargo se niega a “celebrar” estos acontecimientos hasta no tener mayor certeza acerca de lo que ocurre en Francia respecto de la seguridad legal de todos los ciudadanos, de sus vidas y propiedades, del libre ejercicio de sus capacidades y su industria y del goce de los bienes que por ley hayan heredado, de modo que cualquier simple ciudadano pueda “decentemente expresar sus sentimientos acerca de los asuntos públicos sin peligro para su vida o seguridad, así se así sea que ellas vayan en contra de la opinión de moda que hoy predomina”.

Mientras Fox elogia en el Parlamento a la Francia revolucionaria sin percibir el peligro bélico que ella podría representar, Y el mismo Pitt espera que de todo esto surja una Francia reconstruida, el 9 de febrero de 1790 Burke pronuncia en los Comunes su primer discurso explícitamente antirrevolucionario. En un debate sobre el presupuesto de defensa contradice la creencia predominante entre sus compañeros de partido en orden a que Francia —en su estado actual—ha dejado de ser una amenaza militar para Gran Bretaña. Por el contrario, declara su temor de que esta “infección” se propague a su país. Así, indica que “algunas personas perversas han mostrado una fuerte disposición a recomendar una imitación del espíritu reformista francés”. Ello significa que, en el largo plazo, Francia representa una amenaza para la seguridad británica. Su crítica no se limita sólo a los medios que estarían usándose, sino también a los fines mismos, porque —dice— el “espíritu de innovación, tan distante de todos los principios de una verdadera y segura reforma, es uno calculado para derrumbar Estados, pero perfectamente incapaz de enmendarlos”. En otras palabras, su percepción acerca del carácter específico del fenómeno revolucionario y de su dimensión global lo lleva a distinguir entre la reforma, o cambio gradual basado en la evolución, y la revolución propiamente tal, diferencia que otros políticos y hombres de letras ingleses no eran a la sazón capaces de advertir. Burke también critica los procedimientos revolucionarios que han destruido todos los contrapesos y equilibrios de la vida política francesa, luego de lo cual han procedido a terminar hasta con las raíces de la propiedad confiscando los bienes de la Iglesia por consiguiente, han acabado con la prosperidad nacional. Así, señala, “han hecho un compendio de la anarquía llamado los Derechos del Hombre y, al hacerlo, han destruido todo vestigio de autoridad civil o religiosa, en las mentes de las personas. A través de esta loca declaración han subvertido el Estado e impuesto calamidades que ningún país ha debido soportar sino como producto de largas guerras”; y luego profetiza que ello desencadenará no solo una sino varias guerras.

La preocupación de Burke dice relación estrecha con su temor a la expansión de las doctrinas revolucionarias, temor alentado por acontecimientos que alude en el título mismo de las “Reflexiones”. Nos referimos a lo que el autor llama “los procedimientos de ciertas sociedades sociedades y grupos” favorables a la Revolución Francesa coma que se encuentran en plena actividad en Londres. Ahora bien,  a las “Reflexiones” incluyen una respuesta a estas organizaciones que, basadas en ideas similares a las expresadas en la Declaración francesa de los Derechos del Hombre, representan, a juicio de Burke una grave amenaza al orden de las libertades inglesas. En esa medida, las “Reflexiones” adquieren una dimensión propagandísticas y así fue percibido por algunos de sus contemporáneos. Mackintosch escribe en 1971 que se trata de un “manifiesto contrarrevolucionario”. Efectivamente Burke parece ser el primer político de los inicios de la modernidad que está consciente de la fuerza de la opinión pública y de la importancia de un esfuerzo organizado, financiado y apoyado por el Gobierno, en orden a influir sobre esa opinión en una dirección determinada. Con todo, ella no obsta a que la molestia de Burke ente a la simpatía de sus contemporáneos por la revolución fuera contemporáneamente genuina.

Uno de los detonantes de la indignación de Burke parece haber sido el sermón que el 4 de noviembre de 1789 predicara el Dr. Price a la llamada “Sociedad de la Revolución”. El Dr. Price, un eminente pastor protestante no conformista, encendió la ira de Burke al elogiar los acontecimientos franceses y propugnar su emulación en Gran Bretaña. Dice Burke: “Vi en ese sermón la declaración pública de un hombre muy conectado con caballeros literarios y filósofos intrigantes, con teólogos políticos y políticos teólogos”.

Aquí coinciden dos objeciones fundamentales de Burke. Desde luego, impugna la incitación a imitar el modelo francés; en segundo término, rechaza algo que le parece casi tan reprobable como lo anterior, cuál es la intromisión del clero en los asuntos políticos. En efecto, afirma que las palabras “política” Y “púlpito” son términos que no concuerdan y dice que “ningún sonido debería oírse en la Iglesia, salvo la voz curativa de la caridad cristiana. La causa de la libertad civil y del gobierno civil ganan tan poco como la religión por esta confusión de deberes. Quienes abandonan así su papel propio son totalmente ignorantes del mundo en el cual tanto les gusta inmiscuirse”. Luego agrega que estos predicadores de la “política sólo tienen las pasiones que ellos llegan a excitar”, y exige que las iglesias puedan ser el lugar “donde haya un día de tregua permitido a las divisiones y animosidades de la humanidad”.

Las “Reflexiones” consiguieron un gran éxito de público porque fueron un compendio del sentido común popular que imperaba, pero no tuvieron buena acogida en el Gobierno ni en la oposición. El sentimiento general en los círculos políticos era que Burke, aunque elocuente e ingenioso, llegaba demasiado lejos sus temores respecto a la amenaza que la Revolución representaba para el orden constitucional británico. Ese sentimiento, reinante incluso entre sus compañeros de partido, lo llevaría a una suerte de ostracismo y hasta a una ruptura personal con Fox, su amigo más cercano.

Pero William Wyndham, que sería Secretario de Guerra en 1794, se conduele, en cambio, de que Burke —quien, a su juicio, debería ser llamado al gobierno— sea “criticado, perseguido y proscrito” por su propio partido y considerado por la mitad de la nación como “un loco ingenioso”. Y es que Wyndham, como Burke, se siente horrorizado por “esa extraña mezcla de metafísica y política que presenciamos en el país vecino, donde parecía que el mundo ideal estuviera a punto de aplastar al real”.

Ya hemos dicho que el establishment británico muestra una benevolencia generalizada hacia la Revolución, mientras sus horrores no se manifestado, ni se han producido las masacres de septiembre ni la ejecución de los reyes. Tal benevolencia se explica por una apreciación generalizada muy negativa respecto de la situación prevaleciente en Francia bajo el Antiguo Régimen. Para muchos la cuestión se reduce, como escribió Sir Brooke Boothby, a si acaso el Antiguo Régimen francés permite o no una reforma. Para él no la permite, porque a su juicio en Francia “el fundamento de toda ley” está comprendido en una corta fórmula real: car tel est notre plaisir, y porque cuando la libertad personal y, en consecuencia, la propiedad y la vida de cada individuo quedan a la voluntad absoluta y a disposición de un solo hombre, se trata de un gobierno que atenta contra el sentido común y contra los sentimientos de la humanidad”. Esta visión crítica del orden constitucional en Francia es la que lleva a Boothby, y a muchos otros, a ver en la Revolución el “espectáculo más magnífico jamás visto por ojo humano. Una grande y generosa nación, animada por una sola alma, se levanta como un solo hombre para pedir la restitución de sus derechos naturales”.

La respuesta de Tom Paine a Burke, en la publicación “The Rights of Man”,  descalifica las “Reflexiones” de nuestro autor como retórica dramática que omite algunos hechos y distorsiona otros,  y tacha a Burke de prejuiciado sentativa del sentir de las élites británicas en los inicios de la Revolución. Pero Francia, influía también en la existencia de un creciente movimiento a favor una reforma del Parlamento británico, que intentaba extender el sufragio y dar mayor representación al pueblo. En ese sentido, los reformistas ingleses, que en su mayoría coincidían con los sectores protestantes no conformistas más anticatólicos, tendían a identificarse con las teorías de la soberanía popular que estaban en boga al otro lado del canal. Eso los lleva a pensar que el movimiento que buscaba el fin del oscurantismo y del prejuicio propios del catolicismo eran, por definición, el continuador natural de los principios consagrados en la Declaración de Derechos de 1689,  qué; a su vez, encarnaba los logros de la Gloriosa Revolución del año anterior. De esta manera, una de las razones de la incomprensión del fenómeno de la Revolución Francesa en Gran Bretaña fue la tendencia a interpretar en términos de la revolución inglesa de fines de XVII. De ahí que se la sirva como un medio práctico para resolver problemas también prácticos, y por se la empleó como argumento para lograr la reforma parlamentaria por parte de los reformistas moderados, pero también por sectores más extremos que abogaban por una extensión de la soberanía popular tan amplia como el sufragio universal.

El elemento religioso jugó también un papel especial en Burke, tal vez, por provenir de un matrimonio anglo-irlandés no embebido en el antipapismo característico de la Inglaterra del siglo XVIII. Al contrario, en su momento llegaría a la convicción de que los intereses de los propietarios rurales y de la nobleza de su país estaban ligados al catolicismo europeo, al cual veía como bastión del orden. Del mismo modo, las vinculaciones jacobinas de los no conformistas suscitaron cierta suspicacia en Burke respecto a los peligros de esta forma de protestantismo; y ello lo hizo más benevolente hacia el catolicismo, que para él llegaría a representar “la más efectiva, si no la única barrera en contra del jacobinismo”.

Su condición de irlandés fue significativa desde esta perspectiva religiosa. Pero también lo fue porque, a diferencia de los ingleses, le permitió darse cuenta de que el fenómeno revolucionario no era una abstracción distante, que sólo ocurría en países lejanos, sino que estaba siempre latente y podría precipitarse, como de hecho aconteció poco después, en su propia tierra natal.

El factor principal que incidió en la posición antirrevolucionaria de Burke fue la percepción de que la Revolución Francesa era esencial y necesariamente expansionista. Los efectos erróneos de una doctrina —afirmaba— pueden ser erradicados, pero aquellos que se derivan de un saqueo exitoso son mucho más permanentes. En su carta sobre una Paz Regicida anotó: “Estamos en guerra con un sistema que en su esencia es enemigo de todo otro gobierno y que hace la guerra o la paz en cuanto la guerra o la paz pueden contribuir mejor a la subversión. Estamos en guerra con una doctrina armada”; por eso debía ser vista como “un Coloso que avanza sobre nuestro canal; que tiene un pie en territorio extranjero y el otro sobre suelo británico”. Para Burke la lucha contra la Revolución era una guerra religiosa, una nueva cruzada, y pedía que ella se librara en todos los campos: censurando libros subversivos, controlando organizaciones facciosas e impidiendo toda comunicación con los revolucionarios.En cierto modo, Burke elaboró la primera teoría del “dominó”, al afirmar que “si España cae, Nápoles la seguirá rápidamente y luego Prusia, mientras que Suiza ya está jacobinizada” (octubre de 1793).

En definitiva, la contribución de Burke al debate sobre la Revolución proviene de su facultad de comprender intuitivamente los procesos revolucionarios, de imaginar los instintos revolucionarios como una realidad social cercana e identificable. Quizás ello se deba en alguna medida, como ha postulado uno de sus exégetas, a que “Burke es capaz de sentir lo que un revolucionario sentiría, porque para él las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución existen no sólo en el mundo externo sino también dentro de sí mismo”.

Ahora bien, Burke continúa siendo hasta hoy una interrogante para el historiador. ¿Fue realmente un liberal utilitario, como se pensó en el siglo XIX? ¿Fue un continuador de la escuela del Derecho Natural? ¿Por qué se interpreta su obra en forma tan diversa? ¿Es que ella no tiene coherencia alguna? ¿Y cuáles son sus inconsistencias? ¿Por qué es un personaje tan actual, que muchos tratan de rescatar para sí? ¿Es posible compatibilizar la defensa que Burke hace del orden jerárquico tradicional, con los planteamientos propios de un orden económico liberal basado en el libre mercado? ¿En fin, quiénes tienen más derecho sobre él: los conservadores o los liberales?

Con todo, las preguntas que hoy nos conciernen se resumen en sólo dos.

En primer lugar: ¿Es posible considerar a Burke como un filósofo político propiamente tal, con una teoría determinada respecto a los derechos y obligaciones que se derivan de la naturaleza humana y de la vida en sociedad? ¿O —como se ha pretendido— su obra es un conjunto de panfletos proselitistas sin reflexión profunda, que sólo aspira a persuadir al público de las bondades de una causa política específica?

En segundo término: ¿Existe algún elemento constitutivo de unidad y coherencia en el pensamiento de Burke, que explique las contradicciones aparentes de su vida pública?

Por una parte, es un hecho que Burke luchó arduamente contra el partido de la Corona y fue un crítico acerbo del gobierno autocrático y de lo que a su juicio eran las crecientes prerrogativas del monarca, que ponían en peligro los logros libertarios de la Gloriosa Revolución de 1688, que había consagrado los principios del liberalismo británico. Su espíritu liberal y humanitario lo había llevado a oponerse con igual fuerza a los excesos de la administración imperial en la India; a la opresión de la población católica en Irlanda; a los castigos y penas excesivamente crueles, y al tráfico de esclavos. También favoreció una política de privilegios para las colonias norteamericanas, primero y más tarde su independencia. Asimismo, en una de sus primeras obras, La Vindicación de la Sociedad Natural, publicada en 1756, planteó una de las más agudas críticas sociales en contra de la opresión y la injusticia del sistema legal británico y de las condiciones de los obreros en las minas, lo cual permitía, en sus palabras, que “aquellos que trabajan más gozan de lo menos y aquellos que no trabajaban del todo gozan del más alto número de bienes”.

Pero este Burke, reconocidamente el primer liberal británico, habrá de transformarse, sin embargo, en el más importante enemigo de la Revolución Francesa y en el precursor del movimiento antirrevolucionario. ¿Se trata de una mutación intelectual que no responde a ningún pensamiento lógico?

Nuestra hipótesis al respecto es que, si bien el enfoque epistemológico mismo de Burke excluye una filosofía política que parta de supuestos teóricos inmutables, ello no obsta a que sus generalizaciones en torno al hombre y sus derechos, a los orígenes y fundamentos del gobierno civil y a la relación entre el individuo y la sociedad, conformen un cuerpo de pensamiento coherente. Este conjunto de ideas, diseminado en sus escritos, cartas y discursos, alcanza su cristalización más completa en las “Reflexiones”. De esta manera, sus “Reflexiones” críticas de los sucesos de allende el canal —que en sus propias palabras “provienen de un hombre que no ha sido jamás instrumento del poder ni adulación de los grandes … y cuya vida pública casi entera no ha sido sino un combate por la libertad de los demás”— no sólo no significan una traición a los principios que habían inspirado las actuaciones anteriores de Burke, sino la concreción más explícita de los mismos.

3. DERECHO NATURAL

Esta unidad y consistencia en el pensamiento de Edmund Burke sólo es comprensible si se atiende a sus referencias permanentes a los principios generales de la escuela clásica del Derecho Natural. Burke parte del supuesto —que no se cuestiona porque es un hecho o bien materia de fe— de que existe un principio eterno, una ley universal, un orden moral perfecto, instituido por Dios, de naturaleza metafísica, dentro del cual se desenvuelve el orden histórico social, que es por definición imperfecto como resultado del estigma del pecado original, aunque no incapaz de progreso. El imperativo principal de este orden social es la ley moral, que obliga a los hombres a buscar la justicia en sus relaciones sociales, a respetar los derechos de los demás y a cumplir con los deberes que le indican su inteligencia, su libre albedrío y su recta conciencia. El cumplimiento de la ley moral, que es el fundamento del orden social y político, ha permitido al hombre a través de la historia aproximarse a los designios divinos, contribuyendo a un acercamiento cada vez más estrecho entre el orden social y el orden del universo como modo de hacer prevalecer la justicia. Este mandato del derecho natural es consustancial a la naturaleza humana.

Para Burke, la forma de conocer la realidad no puede provenir del racionalismo materialista positivista del siglo XVIII, ni tampoco del empirismo de Locke, que es limitado y sólo permite comprender la realidad de aquellas cosas respecto de las cuales se pueden tener percepciones inmediatas. El pensamiento abstracto deductivo, basado en la razón formal, tampoco tiene validez para nuestro autor, por cuanto, si bien existen primeros principios permanentes, su concreción práctica se plasma en una infinidad de modalidades que fluyen del desenvolvimiento histórico: “Son las circunstancias las que dan a los principios su color distintivo”. Por ello, es el conocimiento histórico, la comprensión de la fonna en que la tradición se ha manifestado, lo que permite conocer la realidad. En política no es posible, por ende, formular generalizaciones universales válidas partiendo de la razón abstracta, por definición parcial, y prescindiendo de su concreción práctica en la experiencia histórica, la cual a su vez responde a los imperativos de la ley natural. Por eso, Burke indica que “nunca dijo la naturaleza una cosa y la sabiduría otra. La política debe ajustarse no al raciocinio humano sino a la naturaleza humana, de la cual la razón es sólo una parte y no la mayor”. El hombre goza de una razón, pero no es aquella de la filosofía especulativa, que se concierne con la verdad última de una proposición metafísica, sino la razón del Derecho Natural, que se preocupa del bien y del mal medidos en relación a las normas del orden moral natural. La recta razón, con la ayuda de la religión revelada, obliga a buscar el bien y a actuar conforme al deber en materias políticas y sociales. Las abstracciones metafísicas no son confiables, como tampoco lo son las proposiciones que implican sacrificar a la generación del presente en aras de un bien eventual para la humanidad del futuro. Desde su primera publicación en 1756, Burke rechaza la aplicación de teorías abstractas, porque considera “poco realista y poco práctico y con efectos desastrosos el tratar de deducir políticas prácticas de principios abstractos”. En carta a M. Dupont recomienda a la Asamblea Francesa que se interese menos en las teorías de los derechos del hombre y “más en el hombre concreto”. No son, entonces, las asambleas constituyentes las llamadas a crear instituciones, pues los gobiernos son generados en el tiempo, por la historia y la experiencia”. La perfección teórica es una quimera en cuya persecución se olvidan la prudencia y la moderación, llegándose al extremo de preferir “la perfección completa de la idea abstracta” por sobre la realidad. En definitiva, Burke hay una oposición frontal a los principios de los filósofos de la ilustración; al razonamiento madridista; al secularismo; al énfasis en los derechos naturales; a las teorías de perfeccionista de la autosuficiencia humana y el desprecio por la historia, la “prescripción”, la tradición y la religión revelada.

Desde este prisma, Burke elabora con naturalidad una concepción de los derechos que es diferente y antagónica a la construcción abstracta de los derechos universales del hombre (existentes a priori y sin relación a la experiencia social), que habían elaborado los filósofos ilustrados. Para Burke existen ciertos derechos propios de la ley natural, la cual fija algunos bienes éticos y jurídicos fundamentales, como la vida, la propiedad, el orden y la paz; ellos son necesarios para la supervivencia del orden natural; pero —en la medida en que su concreción está dada por la historia— no son necesariamente extrapolables, no constituyen verdades inmutables ni existen modalidades de aplicación universal de los mismos. Los derechos subjetivos de la persona, que se traducen para otra en la obligación de hacer o de no hacer y que son oponibles por la vía jurisdiccional, configuran una creación racional de la modernidad que Burke no acepta. Para él, la idea de estos derechos originarios es incompatible con la existencia de la sociedad; al entrar en un orden social, el hombre ha renunciado a sus derechos naturales, incluso al más consustancial a la especie, como es el derecho a la autodefensa, entregando a la sociedad la obligación de protegerlo. En otras palabras, no se pueden gozar simultáneamente los derechos originarios y los sociales. En el concepto de una existencia presocial, como la conciben los filósofos del siglo XVIII, no hay seguridad ni libertad, y es la sociedad —por medio de sus leyes e instituciones—la que otorga seguridad efectiva contra la opresión.

Las corrientes predominantes en el siglo XVIII fundamentan los derechos en el individuo mismo, en cuanto lo consideran el centro del universo; ello les permite establecer derechos abstractos y absolutos, Burke, en cambio, refiere los derechos a un orden superior; así, en la medida en que estos derechos son el reflejo del orden natural, es posible ordenarlos, limitarlos y jerarquizarlos. Cuando el hombre pasa a ser una mera abstracción, extraída de la razón formal, sus derechos son concebidos también con existencia puramente abstracta, desvinculada de su concreción práctica. El hombre, visto como la manifestación histórica de ciertos elementos de la naturaleza, permite, en cambio, a Burke conjugar la tradición, la moral y la religión como los agentes principales en la conformación de los derechos del hombre en sociedad. Para Burke, entonces, aquellos derechos de que  la humanidad goza en su estado natural han desaparecido en el momento mismo en que la sociedad civil se ha conformado; y el derecho a goce de ciertos bienes específicos proviene de la prescripción, entendida como la adquisición de un derecho por por su ejercicio desde tiempo inmemorial y, así, consagrado por la costumbre.

4. EL CICLO DE LA UNIVERSIDAD

En este contexto, Burke acepta que el orden natural tiene como contrapartida un ordenamiento social que obedece a un contrato. Sin embargo,  este contrato es de una naturaleza muy diversa de aquella que propugnan las teorías contractuales reinantes entre los filósofos franceses del siglo XVIII.

No se trata, afirma Burke, de un contrato de naturaleza inferior, que recae sobre un objeto ocasional y que, por lo tanto, puede dejarse sin efecto a gusto de las partes. El Estado no es una sociedad como aquella que se puede constituir para el comercio la pimienta, el café, la indiana o el tabaco. No se trata de la agrupación temporal de intereses transitorios, tampoco tiene como objetivo meramente asegurar la grosera existencia animal de una naturaleza efímera y perecedera. El el contrato por medio del cual nace el orden civil, reflejo de la ley natural, “es una asociación en todas las ciencias; una asociación en todas las artes, en todas las virtudes y perfecciones”; como sus fines no pueden ser alcanzados sino en el transcurso de muchas generaciones, es una “sociedad no sólo entre los vivos, sino entre los vivos, los muertos y los que están aún por nacer. Cada contrato de cada Estado es sólo una cláusula en el gran contrato primigenio de la sociedad eterna, el cual vincula las naturalezas más bajas con las más elevadas y une el mundo invisible con el visible, conforme a un pacto inalterable sancionado por un juramento inviolable, el cual sostiene todas las naturalezas, físicas y morales, cada una en un lugar determinado. Esta ley no está sujeta a la voluntad de aquellos que, debido a la existencia de una obligación que es infinitamente superior a ellos mismos, están obligados a someter su voluntad a esa ley Las corporaciones que conforman ese remo universal no tienen libertad moral según su placer, y sobre la base de especulaciones respecto de un eventual mejoramiento, para desunir enteramente y romper en pedazos los lazos de su comunidad subordinada y disolverla en el antisocial e incivil caos de la confusión de las fuerzas elementales”.

El contrato en Burke es, entonces, el instrumento institucional a través del cual se logra la armonía entre el orden social y el natural; en un pacto que ha evolucionado en el tiempo, cuyos efectos trascienden a las generaciones y cuya naturaleza sublime impone un orden jerárquico; un contrato, en fin, que en una compleja conjunción está compuesto de una infinidad de partes relacionadas e interdependientes entre sí, que tiende a la conservación y no puede ser violado por las partes.

Cabe preguntarse, entonces, si dentro de la estructura de este pacto es acaso posible el cambio, porque si no fuere sería difícil conciliar este inmovilismo con la defensa que el mismo Burke hace de la revolución inglesa de 1688. Por otra parte, si este contrato social contempla la posibilidad del cambio, ¿por qué justifica Burke la ruptura del orden en la Inglaterra de 1688 y no en Francia de 1789?

Al definir la asociación que da origen al orden social, Burke se refiere explícitamente a las circunstancias que eventualmente podrían justificar su quiebre: “Solo una necesidad primordial y superior que no se elige, sino que se impone, superior a la deliberación, por encima de la discusión y que no pide pruebas, puede justificar el recurso de la anarquía”. Más aún, “esta necesidad no es una excepción a la regla, porque forma también parte de esa disposición moral y física de las cosas que el hombre debe obedecer por consentimiento o por la fuerza”. En otras palabras, recurrir a la revolución es aceptable, es parte del orden natural, siempre que responda a una necesidad evidente por sí misma. Burke, por cierto, no define quiénes pueden declarar esa necesidad ni señala los parámetros a que habrán de ceñirse para ello. Así, la revolución de 1688 fue aceptable porque obedeció a una necesidad reconocida por todos; y la de 1789 no lo es, por cuanto no responde a una “necesidad” y es sólo el fruto de una deliberada violación de la ley. Por lo mismo, los revolucionarios franceses son “transgresores que deben ser proscritos, expulsados y exiliados del mundo de la razón, del orden, de la paz, de la virtud y de la expiación profunda”, para someterse al mundo de “la locura, la discordia, el vicio, la confusión y el dolor infecundo”.

Ahora bien, si esta posición parece a primera vista arbitraria e intelectualmente inconsistente, ella adquiere mayor coherencia si se analiza en el contexto del conjunto de las ideas de Burke relativas al cambio y la continuidad, y en relación a los principios de los Derechos Natural en materia de ruptura del orden civil.

Es evidente que toda la filosofía política de Burke, derivada de su idea del origen y la razón de ser del orden social,  tiende más a la preservación de lo existente que al cambio. La personalidad misma de Burke es arraigadamente conservadora. Ya en 1780, con ocasión de la discusión respecto a una posible reforma parlamentaria, admite tener “una timidez en parte por la naturaleza, en parte por el principio, para hacer alteraciones rápidas, fuertes y audaces a las partes fundamentales de la Constitución bajo la cual nací”. Sin embargo, para él la política exige dos grandes principios: desde luego el de la conservación, pero también el de la aptitud de introducir correcciones. Claro que, como el estado civil se basa en el orden natural, es preciso emular el método de la naturaleza en su condición y “recurrir a sus instintos poderosos que fortifican las débiles y falibles construcciones de nuestra razón”, de modo que “en los progresos que introducimos no seamos nunca enteramente novedosos y en lo que mantenemos nunca enteramente obsoletos. Como sostiene, “un Estado sin los medios para ejercer algún cambio carece de los medios para su preservación”, no se trata de mantener rígidamente el statu quo, sino de conjugar armónicamente los elementos de continuidad y de cambio que ofrece el modelo de la naturaleza. El legislador sabio no sólo no rehuye el cambio, sino que “no espera que se le imponga; debe iniciarlo con energía prolífica, pero sin apremio”. Se trata de un cambio que consiste en la adaptación gradual a las circunstancias mudables, por medio de transformaciones lentas e imperceptibles, llevada a cabo con esa cautela que es parte de la sabiduría y con esa paciencia que es más efectiva que la fuerza. Ello, porque el progreso lento y sostenido permite evaluar los logros para iluminar los próximos pasos, y así avanzar con seguridad para “compensar, reconciliar, equilibrar”, y conjugar en un todo armónico los múltiples y complejos factores que siempre inciden en los asuntos humanos. Un país no puede ser concebido como una “carte blanche sobre la cual cualquiera puede escribir lo que desee”. En definitiva, a diferencia de los filósofos del siglo XVIII a lo que Burke se opone es a la idea de la construcción social a partir de modelos abstractos, por cuanto la capacidad de las instituciones para satisfacer las necesidades a cuyo efecto fueron creadas es lo que determinará su adaptación a las circunstancias variables y su perduración en el tiempo. Por eso, opina que “nadie debería osar, sino con la mayor cautela, derrumbar un edificio que ha satisfecho en un grado tolerable por mucho tiempo los propósitos de la sociedad, o reconstruirlo sin tener a la vista modelos probadamente útiles”.

Ahora bien, su noción del progreso dentro de la preservación no muestra ni explica la posición de Burke respecto a la idea de la revolución. Que Burke acepta la posibilidad del cambio por medio de una revolución, se desprende de su aceptación entusiasta de la Revolución Gloriosa, de la independencia norteamericana, de la revuelta de los principados hindúes contra la administración británica, de los movimientos nacionalistas en Córcega y Polonia. Reconoce explícitamente que “un movimiento irregular convulsivo puede ser necesario para deshacerse de un mal irregular y convulsivo”. Veíamos con anterioridad que el criterio que justifica la revolución es la “necesidad evidente por sí misma”; empero, sin consideraciones adicionales, este sería un concepto insatisfactorio.

Para comprender la lógica del pensamiento de Burke en este aspecto y la coherencia de su actitud hacia los movimientos revolucionarios de los cuales fue testigo y parte, naturalmente es preciso remitirse a que el cuerpo doctrinal del Derecho Natural que niega la posibilidad de abstracciones teóricas y generalizaciones universales, en ésta como en otras materias de la sociedad y la política. Al respecto, Burke indica que se trata de una cuestión de “disposiciones, de medios, de consecuencias probables y no de derechos positivos. La línea especulativa de demarcación que determina cuándo la obediencia debe terminar y la resistencia comenzar es difusa, oscura y difícil de definir. No depende de un solo acto o evento”. En otras palabras, son los tiempos, las circunstancias, las ocasiones y provocaciones los factores que determinan el camino a seguir. En todo caso, “con o sin derecho, una revolución será siempre el último recurso de los reflexivos y virtuosos”. Por cierto, la justificación moral para las acciones que conllevan el riesgo de anarquía está íntimamente ligada al cumplimiento de ciertos requisitos: El gobierno debe ser abusivo y desquiciado; la previsión del futuro ha de ser tan ominosa como mala la experiencia del pasado; debe probarse que lo mismo no pudo lograrse por otra vía; el objetivo ha de ser la preservación de la libertad y lajusticia; en fin, los medios que se empleen no son separables de los fines que se buscan. Así, “cuando las cosas llegan a una condición lamentable, la naturaleza del mal indicará el remedio a quienes la naturaleza ha calificado para administrar en casos extremos este predicamento crítico, ambiguo y amargo”.

Dentro de este marco conceptual, resulta coherente para Burke defender la Revolución de 1688, en especial si se considera la interpretación eminentemente conservadora que hace de ella. En un mensaje dirigido en 1777 al Rey, escribe que en 1689 “el pueblo recuperó sus derechos originales; lo hizo, creo que no porque una ley positiva lo autorizara para ello, sino porque la libertad y la seguridad de los súbditos,  que son el origen y la causa de la ley, exigían un procedimiento superior a ellos mismos. En este momento memorable, la letra de la ley se subordinó a la sustancia de la libertad”. Para él fue una revolución restauradora de los derechos y libertades de los súbditos, que vino a solucionar para siempre el problema constitucional británico y no significó en modo alguno —establecer el principio de que los gobiernos pueden ser elegidos por el pueblo o de derribados por él en caso de mala conducta. Fue una revolución que respondió a la cautela y el espíritu de la deliberación que Burke admira. Pues bien, a base de los mismos principios con que justifica la revolución inglesa, condena a la francesa. Para él, la revolución en Francia difiere de en lo medular de la de 1688, por cuanto ésta mantuvo las partes constitutivas del Estado,  reforzó la monarquía y conservó la jerarquías, las órdenes, los privilegios, la religión,  las franquicias, las reglas de propiedad, las corporaciones y todo el tejido social que el orden natural exige. En cambio, los sucesos de Francia representan una visión del mundo que fatalmente destruirá lo que él considera pilares de la sociedad, a saber, la religión y la propiedad. Consustanciales a la Revolución Francesa, son la violencia y la crueldad innecesarias; desde un comienzo la revolución es, por lo tanto, mala y por ser mala, innecesaria. Más allá de la exactitud de estas apreciaciones, lo cierto es que bajo el marco conceptual que la adhesión Derecho Natural impone a Burke, la Revolución destruye los bienes jurídicos considerados más elementales por él, como son la religión, la propiedad, el orden y la seguridad; y sacrifica lo que para Burke es la libertad concreta de las generaciones actuales, en aras de una abstracción que sin certeza alguna podría eventualmente llegar a beneficiar a quienes todavía no tienen existencia real, con el agravante de que en —su opinión— probablemente desembocará en el predominio de una oligarquía y una dictadura militar.

Si analizamos la posición de Burke frente a otros sucesos revolucionarios, tenemos que su tendencia general es aplaudir más que condenar. Así, varios años después de 1789, refiriéndose a la rebelión hindú en Cheit Sing contra la administración británica, Burke escribe: “los súbditos… hicieron lo que habríamos hecho nosotros, lo mismo que quienes aman a su país, a la libertad, a las leyes, a la propiedad: como un solo país se levantaron en rebelión y, por cierto, en una rebelión justificada”. Del mismo modo se pronunciará a favor de los levantamientos nacionalistas en Córcega y en Polonia. En todos estos casos —en que la revolución se da con características similares en cuanto significa una rebelión de toda la comunidad, bajo el liderazgo de las clases dirigentes, en defensa de las antiguas libertades y contra la innovación violenta— es la evaluación de las circunstancias y no una definición de derechos o principios abstractos lo que condiciona la postura de Burke. En el caso ele la independencia de las colonias norteamericanas, la defensa de los colonos tampoco se basa en la existencia de supuestos derechos a la libertad o a la igualdad que ellos tendrían y de hecho reclaman, pues, como afirma, “odio el sonido mismo de estas distinciones metafísicas”. Su objeción a la política inglesa en América es, precisamente, que ella se sustenta sobre derechos abstractos absolutos y no en una ponderación de las circunstancias. Burke evoluciona en relación a los eventos norteamericanos justamente porque su atención principal se dirige siempre hacia lo que es posible y conveniente. Cuando presenta una moción para abolir el impuesto al té en las colonias, no discute en abstracto si los ingleses tienen o no derechos impositivos sobre ellas, y su raciocinio es sobre todo práctico: cuando el sentir general de los afectados es de irritación y dos millones de personas están decididas a no pagar, no vale la pena mantener un impuesto que crea tanto resentimiento. De igual manera, si en 1760 no ve la necesidad de un cambio constitucional en relación a las colonias, hacia 1778, cuando las circunstancias cambian, Burke opta por la emancipación para lograr la paz y ganar la buena voluntad de una América del Norte que avanza inevitablemente hacia la autonomía.

Esta aceptación de los principios fundamentales del Derecho Natural, que subyace en el pensamiento de Burke, demuestra que existe un hilo conductor en sus escritos, que permite interpretarlos coherentemente. Sin embargo, por su propia naturaleza —que incluye el reconocimiento de la complejidad de factores, circunstancias y tiempos siempre en pugna en las formas de relación política— este nexo no responde a elaboraciones apriorísticas o sistemáticas, que admitan definir con precisión fórmulas concretas de aplicación universal a los problemas del hombre en sociedad. Por eso, Burke es tal vez uno de los primeros pensadores de la modernidad que se mueve dentro de un margen amplio de ambigüedad. En definitiva coma al no existir fórmulas preestablecidas para demarcar los límites, por ejemplo, entre la “obediencia” y la “rebelión”, la sabiduría en en las decisiones públicas dependerá de virtudes difíciles de definir conceptualmente, como son la moderación y la prudencia. Es esta última que, según él, hace posible al hombre “unir en un todo consistente las variadas anomalías y principios en conflicto que se encuentran en las mentes y asuntos de los hombres”. Es la prudencia la que permite reconciliar los fines con los medios, porque si bien los primeros están determinados por una filosofía moral dictada por la ley natural y la razón, los últimos pueden adquirir una variedad infinita de expresiones legítimas, que serán más o menos adecuadas de acuerdo a las circunstancias cambiantes. “La prudencia permite reconocer los errores y desviaciones en las relaciones políticas, y enseña a respetar la sabiduría de nuestros antepasados cuando se trata de reconciliar el presente con el pasado”.

5. UNA TEORÍA DE LOS DERECHOS

Según Burke, el conjunto de los derechos que rigen la sociedad existe en relación al objetivo de todo gobierno, que es la justicia; y en una medida importante entiende por tal el imperio de la libertad. “La Libertad es sólo otro nombre para la justicia, sustentada por leyes sabias y garantizadas por instituciones bien construidas”. Para él, como para Locke, la libertad es la ausencia de coerción por parte de terceros, y ella puede alcanzarse sólo por medio de la aplicación de la ley por jueces imparciales. Pero, para Burke, la libertad no resulta sólo en la aplicación de ordenamientos más o menos eficaces para evitar la conversión o la arbitrariedad Copa cómo pudo haber pensado Montesquieu, sino que además tiene un alto contenido moral. La libertad, así concebida, no tiene existencia abstracta, pues sólo se da en una comunidad que esté organizada de acuerdo al imperio de la moralidad universal, que la ley natural dicta. Por eso, tan importante como evitar las instituciones coercitivas, es conformar la sociedad de un modo tal que ayude al hombre a liberarse de sus propias pasiones brutales y ciegas. Al respecto, es categórico: “los hombres pueden gozar de libertad civil en proporción exacta a su capacidad de imponerse a sí mismos cadenas Morales para frenar sus propios apetitos”. Si no lo hacen, o mejor, en la medida en que menor sea la coerción interna a que el hombre se somete, mayor será la necesidad de diseñar restricciones externas. La única manera de poseer la libertad es, por tanto, limitándola.

En la escuela inglesa de pensamiento, la libertad no es producto de la razón o de invenciones intelectuales, sino el resultado de la fidelidad a los preceptos de la naturaleza, que se manifiesta en concreto en las libertades y privilegios constitucionales alcanzados en el transcurso del tiempo. Es, en cierto modo, el espíritu que dirige las fuerzas políticas y sociales, siempre potencialmente anárquicas, hacia un fin de conservación y de orden. Por lo tanto, siendo la libertad “un derecho de la especie”, conquistado por una evolución histórica concreta, sólo sobrevive en un estado de disciplina habitual. La vida en sociedad exige subyugar las pasiones individuales y colectivas, y en ciertas oportunidades eso sólo puede hacerlo un poder ajeno a los individuos. Así ocurre “cuando se olvidan las fuerzas racionales, se llega a la indocilidad feroz, se destruye la naturaleza social” y los hombres se transforman en “bestias salvajes”. En esos casos surge la necesidad de las restricciones, como sustituto necesario de la libertad. Esas restricciones pueden ser perjudiciales, pero pueden también preservar al hombre de una esclavitud peor. La libertad que Burke anhela “no es solitaria, desconectada, individual, egoísta. Es libertad social. Es aquel estado de cosas en el cual la libertad de ningún hombre, de ningún grupo de hombres, está en condiciones de atropellar la libertad de ninguna persona o de ningún género de personas”. Si la libertad es un derecho del hombre, también lo es la necesidad de ciertas restricciones que refrenen los instintos. El equilibrio entre una y otras variará infinitamente de acuerdo a las circunstancias, y admite de múltiples modificaciones; sus límites no pueden establecerse de acuerdo a reglas abstractas, porque la ciencia de gobernar es experimental y no responde a principios apriorísticos.

Decíamos que un concepto clave para comprender la teoría de los derechos en Burke, y su diferencia sustantiva con aquella que los filósofos del siglo XVIII propugnan la Revolución intenta encarnar, es la idea de la prescripción, que permite la adquisición de un bien jurídico determinado por el uso y la costumbre. El ejercicio inmemorial de un derecho es para Burke el fundamento más sólido del mismo, porque tiene la sanción del orden eterno, natural y divino: así, el derecho no es creatura de ley positiva, sino que antecede a ella. Es precisamente esa fundamentación de los derechos la que tiende de manera espontánea hacia la conservación, porque se relaciona con la idea original de Burke de la continuidad entre el pasado, el presente y el futuro y con esa vinculación solidaria entre todas las partes componentes del orden político.

La evolución hacia mayores formas de libertad en Inglaterra no se fundamentó jamás en apelaciones a derechos abstractos, generales o existenciales a priori. Como dice Burke, desde la Carta Magna una constante de la evolución política y constitucional británica fue reclamar y defender las libertades históricas del pueblo inglés, “como una herencia vinculada que llega a nosotros desde nuestros mayores para ser transmitida a nuestra descendencia”. La Petición de Derechos presentada a Carlos I no reclama franquicias en virtud de derechos naturales del hombre,  sino como un patrimonio histórico. Las libertades que se han plasmado en el devenir histórico inglés son simplemente “el resultado feliz de imitar la naturaleza, que no es sino aquella sabiduría superior que no requiere reflexión previa”. Así, por medio de un sistema constitucional que obedece a patrones de naturaleza, los ingleses han recibido, preservado y deberán transmitir su forma de Gobierno y sus privilegios del mismo modo en que se transmiten su vida y su propiedad. El sistema político existe entonces, “en correspondencia y simetría con el orden del mundo y con el modo de existencia que ha sido decretado a un cuerpo permanente compuesto de partes transitorias”. Para Burke ese título o derecho hereditario a las libertades es más auténtico y perdurable que “ese vago y especulativo derecho que arriesga una herencia segura al escarnio y a la destrucción de cualquier insensato espíritu litigante”.

En consonancia con este concepto de libertad, no existen fórmulas institucionales universales que aseguren su predominio. Por el contrario, las formas constitucionales específicas de cada pueblo corresponden a una elección deliberada hecha por varias generaciones: es el resultado de las “circunstancias peculiares, ocasionales, temperamentos temperamento, disposiciones, moral y hábitos sociales que se revelan en un largo espacio de tiempo”. de ahí el escepticismo de Burke ante el intento revolucionario de construir la libertad a partir de abstracciones y no de hechos históricos concretos, porque, como advierte al destinatario de sus “Reflexiones”, “construir de la nada es como comenzar un negocio sin capital”.

Los derechos del hombre contenidos en Declaración francesa o expuestos por Tomás Paine son meros enunciados teóricos que, “en la misma medida en que son metafísicamente verdaderos, son moral y políticamente falsos”. la propia perfección a que aspiran niega la esencia de la vida política, la cual radica en la opción no es entre óptimos, sino entre el bien y el mal e incluso entre un mal y otro. La fuente inspiradora del ataque de Burke a los derechos así concebidos, es el temor a lo que él llama “los derechos reales” sean destruidos si triunfan esos otros, los derechos abstractos. El objetivo de la sociedad civil es beneficiar al hombre y, por consiguiente, todas las ventajas que la sociedad proporciona —que no tienen existencia anterior a la conformación del orden social— son derechos que adquieren sus miembros. Los derechos a que puede aspirar: el derecho a vivir de acuerdo a la ley; el derecho a la justicia; a los frutos de su industria; hacer que su trabajo e industria sean fructíferos; a conservar lo que sus padres han adquirido; a educar y alimentar a su prole; a recibir instrucción durante su vida, y hacer consulado en el momento de morir. El hombre tiene derecho a una porción justa de todo lo que la sociedad, unida a su fuerza y a su inteligencia, puede hacer a su favor. En esta asociación todos los hombres tienen iguales derechos, pero no derecho a las mismas cosas, pues en ninguna sociedad los dividendos pueden ser iguales para todos. En este contexto, el concepto de libertad a que adhiere Burke dista mucho del gran ideal, todopoderoso y sublime,  que ella representa para los franceses del siglo XVIII. Para él es “una bendición y un beneficio, no una especulación abstracta”; y “la libertad civil y la social, como toda otra cosa en la vida común, están mezcladas en diversas formas, modificadas, y pueden ser gozadas en grados diferentes y en las formas más diversas, de acuerdo al temperamento y las circunstancias de cada comunidad” (1777).  La libertad es, sobre todo, la libertad social: un estado de cosas en el cual la libertad es resguardada por el autocontrol; es libertad práctica, que requiere de un gobierno poderoso que la proteja, pero que sea imponente para invalidarla, porque de otro modo es posible derrocar la monarquía, pero sin necesariamente recuperar la libertad”. En ese sentido, se trata de un concepto íntimamente ligado a la autoridad, porque “la sociedad requiere que no sólo las pasiones de los individuos sean sometidas, sino también las de las masas, porque las inclinaciones de los hombres deben ser doblegadas, su voluntad controlada y sus pasiones sometidas”. “Está ordenado en la Constitución eterna de las cosas que los hombres de mentes intemperantes no pueden ser libres. sus pasiones forjan sus propias cadenas”.

Se puede afirmar, asimismo, que para Burke el valor de la libertad, siendo importante, debe ser medido en relación a otros bienes sociales igualmente deseables: un gobierno efectivo; la seguridad Pública; la disciplina social; ejércitos obedientes; la posibilidad de una recaudación impositiva eficiente y bien distribuida; la moralidad; la religión; la solidez de la propiedad, la paz y el orden; en fin, las buenas costumbres cívicas y sociales. Ello porque sin estas otras virtudes “la libertad no es un beneficio mientras dura, y tampoco puede durar demasiado”.

Frente a este conjunto de limitaciones a la libertad diseñado por Burke, cabe preguntarse qué razones hay para sostener que nuestro personaje fue uno de los primeros liberales ingleses. Al respecto, es preciso acentuar una vez más que los orígenes intelectuales del liberalismo británico son diferentes de los otros movimientos similares en el continente; y la diferencia nace precisamente de la concepción inglesa de la libertad como un atributo propio de la vida social, que se manifiesta en un conjunto de privilegios heredados a través de la historia y no como un derecho abstracto alcanzable en su perfección. En este contexto, es indudable que toda la primera etapa de la vida política de Burke correspondió a una lucha por la libertad en diversos ámbitos, sea en Inglaterra, en India o en Irlanda. Burke sostiene que las libertades del pueblo inglés están estrechamente ligadas a la independencia del Parlamento. Entre sus contemporáneos es el primero que interpreta la doctrina constitucional de 1688 en un sentido más amplio, proclamando que la autonomía del Parlamento no depende de un equilibrio de poderes de éste con el Ejecutivo, sino de la supremacía de la Cámara de los Comunes frente al monarca. En su visión, se ha ido produciendo imperceptiblemente un aumento de las prerrogativas del Rey, que se refleja en su facultad de nombrar ministerios al margen de la voluntad del Parlamento y en la mantención del control de una serie creciente de puestos y sinecuras en la administración pública; ello permite que prospere una influencia no sometida al control parlamentario y, por lo tanto, un género de gobierno carente de responsabilidad frente a los representantes de la nación. Para que el Parlamento pueda ejercitar sus funciones, su opinión debe prevalecer en la conformación del gabinete, y el Rey debe reconocer a quienes gozan de la confianza del Parlamento e invitarlos a formar gobierno de acuerdo a criterios públicos y no privados, puesto que si los ministros no dependen del Parlamento, no se los puede someter al control propio del proceso político ordinario.

Los dos hitos por los cual es Burke ha de ser recordado en cuanto a político práctico dicen relación con sus intentos visionarios por cambiar la institucionalidad política, para reforzar la autoridad y autonomía de la Cámara de los Comunes y para transformar al Rey en un monarca que reina, pero no gobierna. En el único puesto de gobierno que Burke obtuvo en su vida, por lo demás sin rango ministerial,  le correspondió llevar a cabo en 1782 una reforma financiera. Su objetivo fue aumentar la eficiencia del aparato administrativo y reducir la carga impositiva sobre los contribuyentes. Pero, más trascendente que eso, Burke percibió que este poder económico era lo que permitía al Rey controlar una parte de la administración del Estado, en desmedro de los derechos del Parlamento. Burke consideraba que la prodigalidad en el gasto público es una fuente de influencia extraconstitucional, y que la abolición de este sistema de distribución de los cargos públicos, o por lo menos su severa disminución, inclinaría la balanza del poder todavía más a favor del Parlamento.

Más importante que lo anterior, en tiempos en que los partidos políticos eran asociados peyorativamente al espíritu faccioso, Burke fue el primero en propugnar su fortalecimiento y en intuir que sólo cuando un partido político fuese lo suficientemente poderoso como para imponer a su dirigente como primer ministro desaparecería la prerrogativa del Rey de nombrar el gabinete. Y fue precisamente a través de la creación de un sistema de partidos, que se llegó a alterar la naturaleza de las relaciones entre el gabinete y el Parlamento y entre éste y el monarca.

Desde muy temprano, Burke percibió que los partidos eran un instrumento necesario del gobierno representativo. Su fundamento teórico recurre nuevamente a argumentaciones vinculadas al orden natural: la naturaleza del hombre lo incita a vivir y a trabajar dentro de grupos organizados, porque un individuo realiza su potencial sólo como miembro de una sociedad; por eso, los partidos son el organismo natural para la participación social en la política. En otras palabras, el partido es, en el orden civil, un eslabón natural en el sistema de lealtades propio de la naturaleza humana. Dado que los hombres, por capaces que sean, no se realizan en el aislamiento, todos aquellos que adhieren a un mismo conjunto de principios deben unirse para promover, por su esfuerzo combinado, el interés nacional por sobre los intereses particulares, buscando aplicar las medidas que, conforme a los principios que comparten, logran la justicia. El partido, así concebido, es el instrumento que permite a un número de hombres juntar sus votos, sus talentos y su influencia para controlar el Parlamento y así asegurar el poder e independencia de los Comunes. Burke sostiene que los partidos son los canales adecuados para estos fines, sobre todo en las sociedades libres, porque es en ellas donde afloran opiniones discrepantes sobre los diversos asuntos públicos. De este conflicto surgen acuerdos en torno a los principios, que deben traducirse en organizaciones que busquen llevar estos acuerdos a la práctica en la legislación del país.

Por otra parte, la contribución de Burke a la teoría constitucional y a la reforma económica sólo puede comprenderse en la dimensión, más amplia, de su lucha por las libertades tradicionales  británicas y contra lo que considera el poder arbitrario del Rey.

Del mismo modo, su actitud hacia la religión y su tolerancia en materias de fe —aparentemente paradojal, pero del todo consistente con el conjunto de sus principios y creencias acerca del orden civil y su relación con la ley natural— ilustra el sentido más profundo en que su pensamiento se inserta en el espíritu liberal inglés.

Para Burke, la religión es el elemento fundacional el orden político. En las “Reflexiones” recuerda que todas las naciones han iniciado la construcción de un nuevo gobierno o la reforma de uno antiguo, estableciendo o fortaleciendo algún rito perteneciente a alguna religión. Existe, en su visión, un vínculo indisoluble entre la estabilidad de los cimientos religiosos y un orden político perdurable.

Sin perjuicio de ello, entre los políticos de su época ninguno contribuyó más a extender la tolerancia religiosa hacia los católicos de Irlanda y, originalmente, también hacia las sectas protestantes no conformistas. En lo fundamental, Burke reconocía que la religión es un asunto individual y es posible que aceptara la idea de Coleridge respecto a la existencia de un cuerpo místico conformado por el cristianismo, que no es necesariamente idéntico al de la Iglesia visible. Más aún, sostenía que la tolerancia “es buena para todos o no es buena para nadie”. Fiel a estos postulados, se opuso tanto a las leyes que castigaban el culto católico en Irlanda como a aquellas que discriminaban civilmente a los católicos en razón de su fe. En 1772 fue partidario de eliminar la obligación que se imponía a los no conformistas de suscribir los artículos de la iglesia anglicana, por cuanto sólo pedían libertad de conciencia, y ella no representaba una amenaza para el Estado ni para la Iglesia. “Sería triste — reflexiona— que el cristianismo y la Iglesia dependieran de la persecución para existir”. Sin embargo, cuando una parte del clero anglicano presentó una petición para no acatar esos mismos artículos, Burke se opuso a ella en el Parlamento, sosteniendo que la iglesia anglicana —como cualquiera otra sociedad— podía exigir obediencia a sus doctrinas, ceremonias y formas; las restricciones dentro de las sociedades intermedias, que son por naturaleza voluntarias, no destruyen la libertad humana, como sí puede hacerlo en forma tiránica la coerción de un gobierno. Más aún, frente al argumento de que las Escrituras deben ser el único punto de referencia para la verdad religiosa, argumenta a favor de una interpretación oficial de las mismas, por cuanto “la Biblia es uno de los libros más misceláneos del mundo” y cuando se interpreta de acuerdo a juicios privados no provee criterios precisos para la fe de toda la comunidad. En este sentido, la libertad que reclama el clero anglicano no es tal para Burke, porque implica la anarquía religiosa y la destrucción de la armonía social. Dado que el orden y la libertad no son alcanzables en fonna perfecta y absoluta, y que ambos bienes son necesarios para la justicia, Burke busca en su interacción permanente y armónica la maximización de los beneficios de dos derechos que son inseparables. En esta instancia, el acatamiento de los preceptos de la iglesia anglicana no limita la tolerancia, pues no coarta el derecho al juicio privado de cada individuo.

En 1773 Burke viajó a Francia, siendo recibido como una gran celebridad en los salones más ilustrados, y presentado en Versalles. Allí tuvo su primera percepción de los elementos disolventes del orden, tal cual él lo concebía, que se gestaban en el seno de la sociedad francesa. A su regreso, inspirado por su reciente experiencia, habló con elocuencia en los Comunes: “El golpe más horrible y cruel que se puede dar a la sociedad civil viene del ateísmo. No promovamos la diversidad religiosa; si la tenemos, soportémosla; tengamos cuántas religiones se encuentren en nuestro país; hay verdades razonables en todas ellas. Los otros, los ateos, son descastados de la Constitución, no de este país, sino de la razón humana: Nunca, nunca deben ser soportados, nunca tolerados. Bajo el ataque sistemático de esta gente veo que comienzan a caer algunos de los cimientos del buen gobierno. Veo propagarse principios que terminarán en definitiva por no tolerar la religión”. Burke es claro al respecto. El ateísmo no corresponde al orden natural ni constituye una proposición abstracta. Como en todo lo relativo al gobierno y a la sociedad, depende de las circunstancias. Para él, la religión es un bien, que debe ser defendido “contra los poderes gigantes de la obscuridad rebelde”. Atendido que la libertad —de la cual la tolerancia religiosa es una expresión—no es un bien absoluto, ni algo que por principio deba aplicarse aun a riesgo de la autodestrucción, el bien público, la seguridad del Estado histórico y la preservación del antiguo orden cristiano justifican restricciones a la libertad religiosa, como medio de salvaguardarla contra quienes la llevarán a su destrucción.

Esto plantea el problema, que Burke no soslaya, de la relación entre el individuo y sus derechos y los de la sociedad en su conjunto. Burke puede ser clasificado como individualista en la medida en que acepta, con Locke, que el bien de la comunidad no es separable del de los individuos que la componen. Los bienes que se persiguen a través de la creación de un orden social son para el beneficio de los individuos concretos y no para el de entelequias absolutas que lo trascienden; y todas las organizaciones sociales, incluida la nación, existen para el bien de los individuos que la integran. En la carta sobre una Paz Regicida, Burke vierte una verdadera diatriba en contra del ataque sistemático al individualismo por parte de la Revolución: “la individualidad queda fuera de su esquema de gobierno. El Estado es todo en todo. El Estado es todo en todo. El Estado tiene como solo objeto el dominio sobre las mentes por el proselitismo sobre los cuerpos por las armas”. Acusa a la Revolución de una política deliberada tendiente a destruir las diferencias entre las personas, para reducir a la gente a una masa de individuos indiferenciados y luego transformarlos en una muchedumbre.

Ahora, si el hombre es esencialmente una criatura social, no es fácil ver cómo se reconcilian los intereses del individuo con los de la sociedad en su conjunto. En Burke, ello se logra en parte “por el sentido moral inherente al hombre, que le indica un deber ser”. Pero más importante es el hecho de que, así como no acepta los derechos absolutos del Estado, tampoco los acepta en el individuo, porque en el primer caso llevan a la tiranía y en el segundo a la anarquía, las cuales serían así dos caras de la misma moneda. Burke teme tanto a una como a la otra, pero en parte por los tiempos en que vive y las amenazas que vislumbra y en parte porque percibe que entre los dos males la tiranía suele afectar a las minorías mientras que la destrucción de la armonía social destruye el tejido mismo del orden social, en lo más íntimo de su ser teme, por sobre todo, a la anarquía.

Es en la valoración del individuo donde Burke encontrará puntos de coincidencia con Adam Smith. La relación entre ellos no está suficientemente documentada, si bien se sabe que tuvieron contacto personal hacia 1775. Consta, sin embargo, que dieciséis años antes Burke había tenido conocimiento directo de la Theory of Moral Sentiments de Smith y que probablemente fue él quien escribió la crítica literaria de dicha publicación en el Annual Register. David Humes, encargado de divulgar la obra de Smith, le escribe: “Tengo buen conocimiento de Burke, a quien le ha gustado mucho su libro. Me ha pedido su dirección para escribirle y agradecerle su presente”.

Sin alimentar vínculos estrechos, lo cierto es que por varios años ambos propician postulados muy semejantes. Para Burke la relación entre la laboriosidad, la santidad de la propiedad y la prosperidad económica, elemento éste sustantivo de su teoría de la utilidad pública, es indisoluble. “Una ley en contra de la propiedad es una ley en contra de la prosperidad, teniendo la propiedad el objetivo único de producir la prosperidad”. De allí, Burke desprende una teoría respecto a la naturaleza de las motivaciones humanas que liga estrictamente a la persecución de bienes y al espíritu adquirido; éste constituye un anhelo de largo alcance y no puede satisfacerse con la posesión momentánea, sino permanente, de las cosas y los bienes. Entonces, el lucro y su búsqueda deben ser fomentados por el Estado por razones utilitarias, ya que son el basamento de la riqueza de las naciones. Así, la propiedad es sacrosanta, pero es deber de los propietarios aumentar la riqueza de la nación en beneficio de todos.

Junto con defender los derechos de propiedad, que no pueden ser jamás vulnerados porque el ataque sobre un derecho es un ataque sobre el conjunto de los mismos, Burke defiende la libertad de los mercados: “el comercio florece mejor cuando es dejado solo. El interés —el gran guía del comercio—no es ciego: es perfectamente capaz de encontrar su camino, y sus necesidades propias son sus mejores leyes”. Los puntos de similitud con Smith son evidentes: para Burke el juicio personal es siempre más eficaz que el mandato gubernamental; la oferta y la demanda deben regular los precios y los salarios y en caso de ocasionarse pobreza como resultado de ello, la responsabilidad frente a la miseria es privada e individual; “una sobredosis de administración interfiere con la subsistencia del pueblo”; el hombre puede progresar, pero no le corresponde al gobierno conducir ni determinar el proceso, por lo cual sus atribuciones en esta materia deben ser severamente limitadas.

En el comercio, “la intervención indiscreta” es también lo más peligroso. Ello no quiere decir, empero, que Burke lleve las premisas del laissez faire a sus conclusiones lógicas en fonna semejante a Smith. Concibe el comercio exterior dentro de una visión más global del equilibrio de poderes; por ello, mientras defiende la libertad de comercio con los países amigos como Portugal o con las colonias del Imperio, es partidario de medidas proteccionistas contra las naciones tradicionalmente consideradas hostiles a Inglaterra, como es el caso de Francia. La diferencia esencial con el pensamiento de Smith, no obstante, radica en la fundamentación que hace respecto a la armonía que existiría entre el interés propio y el interés público. Mientras para Smith esta identificación se daría en forma impersonal y automática, para Burke responde a un mandato divino que impone ciertas obligaciones sociales a los hombres, de modo que “al perseguir sus intereses egoístas deben relacionar el bien general con su éxito individual”.

El pensamiento económico de Burke presenta dos problemas para sus analistas. En primer término: ¿cómo pueden conciliar sus anhelos capitalistas con un orden social jerárquico ya establecido y el amor a la tradición y a la permanencia? En Burke ello resulta posible, no sólo porque para él la tradición no implica mantener las instituciones que han pasado a ser obsoletas y han perdido la función original que justificó su creación, sino también porque el orden capitalista ya se había incorporado a la tradición británica: el orden social imperante era capitalista.

El segundo problema que algunos historiadores se han planteado es ¿cómo entender un defensor del Capitalismo, como Burke, pudiera oponerse a una revolución cuyo objetivo último era precisamente destruir el orden feudal, que impedía el desarrollo  pleno del capitalismo en Francia? La respuesta es muy obvia, pues ya la interrogante misma contiene un reproche subyacente a Burke por no haber leído la historiografía moderna. El hecho es que Burke jamás creyó que la Revolución Francesa pudiera favorecer el crecimiento del capitalismo. Al contrario, pensaba que sería el más grande obstáculo para el desarrollo económico de Francia, porque las convulsiones propias de la Revolución terminarían con la prosperidad. El resultado económico de la Revolución más predecible para Burke era que, como consecuencia de las expropiaciones masivas de tierras y de su posterior venta a través de los assignats, Francia se sumiría en la especulación porque el proceso suponía una emisión inorgánica ilimitada de dinero. En una de las más lúcidas críticas a los efectos de la inflación, escribe que cuando “lo que un hombre recibe en la mañana ya no tiene el mismo valor en la noche, cuando lo que recibe por una deuda ya no le sirve para paga la suya”, la industria perecerá, no habrá previsión cuidadosa, nadie trabajará sin saber cuál será el monto de su recompensa; nadie estudiará cómo aumentar aquello que nadie puede estimar, nadie ahorrará sin saber el valor de lo que junta. “la acumulación de fortunas de papel, concluye, no responde a las providencias de un hombre sino al instinto de un chacal”. Corno son muy pocos los que conocen los mecanismos de una economía de estas características, y menos los que pueden profitar de estos conocimientos, la Revolución devendrá en un cambio en la estructura del poder: desaparecerán los agentes productivos y Francia será gobernada por agitadores, especuladores y aventureros, por “una innoble oligarquía fundada sobre los despojos de la Corona, la Iglesia, la nobleza y el pueblo. Aquí terminan todos los engañosos sueños y visiones de igualdad y de los derechos del hombre”.

6. LA IGUALDAD

Como hemos visto coma para Burke la libertad dice relación con la necesidad de disciplinar las pasiones y también con la forma en que el poder se ejercita, de modo que no haya coerción de la libertad individual. Pero en modo alguno vincula la libertad a las formas en que se es posible generar el poder. Más todavía, es explícito al aseverar que el derecho a administrar una proporción del poder político no es uno de los derechos originales del hombre. En aspecto estriba, para él, la diferencia conceptual entre libertad y democracia. Como los gobiernos no se fundan en derechos naturales con existencia independiente de la sociedad civil, y constituyen un artificio de la sabiduría humana, no hay fundamento lógico para vincular obligadamente la libertad con el mayor o menor grado de participación popular en la generación de los gobiernos.

En la época de Burke diversos movimientos comenzaban a postular, tanto en Francia como en Inglaterra, que la representación adecuada del pueblo en el Parlamento era la base de la libertad constitucional y el fundamento del gobierno legítimo, por cuanto si la representación es parcial también lo sería la libertad. Para comprender la posición de nuestro autor sobre este particular, debemos previamente precisar el concepto de igualdad en el pensamiento de Burke, que se sustenta —como el resto de sus ideas—en la presunción de que existe un orden natural. Al respecto, parte reconociendo que “la idea de forzar todo hacia una igualdad artificial tiene a primera vista algo muy cautivador: tiene toda la apariencia imaginable de justicia y buen orden”. Sin embargo, acto seguido expresa su convicción de que la desigualdad que “nace de la naturaleza de las cosas a través del tiempo, la costumbre, la sucesión, la acumulación, la permuta, el aumento de la riqueza, es más cercana a la verdadera igualdad que es el fundamento de la equidad y de lo justo, que cualquiera cosa que pueda ser construida artificialmente por los designios de la habilidad humana”. En consecuencia, los intentos por nivelar representan una “monstruosa ficción”; jamás iguales y sólo agravan y hacen más amargas las desigualdades reales, que no pueden suprimir y que el “orden civil establece para beneficio tanto de quienes deben permanecer en una situación oscura como de quienes son capaces de elevarse a una condición más espléndida, pero no más dichosa”. En toda sociedad compuesta por diferentes clases de ciudadanos se hace necesario —a su juicio— que una de ellas sea superior a las demás y los “niveladores no hacen sino pervertir el orden natural de las cosas, al recargar el edificio social encumbrando por los aires a aquellos elementos que la solidez del edificio exige estén en la base”. No se trata, con todo, de limitar el poder y la autoridad a la sangre, a los apellidos o a los títulos, porque los únicos requisitos para ejercer el gobierno son la virtud y la sabiduría, y allí donde se encuentren deben ser aprovechados en utilidad del país. Pero eso tampoco significa que “una educación inferior o una ocupación mercenaria sórdida sea mejor título para ejercer el mando: todos los puestos deben estar abiertos para todos, pero no por igual a todos”.

Burke justifica la propiedad privada como parte del orden natural no sólo por razones utilitarias, esto es, por los efectos beneficiosos que trae consigo para el aumento de la riqueza y la prosperidad generales. También la vincula a la sobrevivencia de derechos tan importantes como en la vida y la libertad de la cual es una expresión material. Asimismo, la relaciona con la situación de desigualdad deseable que contribuye a la preservación del orden social. “La esencia característica de la propiedad, tal cual resulta de los principios que rigen su adquisición y conservación coma es la desigualdad”. Las grandes propiedades, “que excitan la envidia y la rapacidad” son precisamente las que deben estar mejor resguardadas y fuera de todo peligro si se desea preservar una institución que contribuye a perpetuar la sociedad, pues “forman una muralla natural alrededor de las propiedades de menor importancia, cuya fuerza defensiva es menor”. El sistema político aristocrático, que la revolución de 1688 había consagrado y del cual los liberales whigs eran guardianes, respondía a una teoría de la representación que se basaba en la propiedad y el talento. Corresponde a los propietarios ejercitar la representación de los intereses de la nación, no sólo porque su situación les permite adquirir los conocimientos y habilidades necesarios para legislar, sino porque ellos son una garantía para la libertad de todos: una aristocracia poderosa, celosa de las pretensiones del monarca e independiente de las presiones del pueblo puede resistir a las dos fuerzas potencialmente tiránicas: la autocracia y la multitud.

Burke tuvo la originalidad de elaborar una teoría de la naturaleza del parlamentario que exigía de él un grado de autonomía que sólo la propiedad podía brindarle. En efecto, en detrimento incluso de sus propios intereses electorales, postuló que los representados no pueden dar instrucciones obligatorias o mandatos que el parlamentario deba obedecer aunque contraríen su conciencia. Ello, porque el parlamento es la asamblea deliberante de una nación, como un solo interés, que es el de todos, de modo que el interés general debe prevalecer siempre por sobre los prejuicios o beneficios parciales de una localidad. “No deseo, afirmaba, estar en el Parlamento para ningún otro fin que no sea la promoción de la felicidad de todos los que, en cualquier forma, están sujetos a nuestra autoridad legislativa”.

Bajo este prisma, el voto es meramente un instrumento para determinar quién, entre los más capaces, ejercerá el liderazgo y la facultad de legislar. El pueblo no tiene existencia abstracta, y por ello no tiene a priori derecho a participar en la administración del Estado por el mero hecho de congregar una mayoría ni por conformar un grupo de individuos, por vasto que éste sea. “El pueblo sólo existe cuando existe una unidad orgánica de órdenes jerarquizadas”. El pueblo es, para Burke, una idea artificial, una ficción fabricada por el consentimiento general a este orden social; y, si éste se rompe, los individuos vuelven a ser tales y carecen de una identidad colectiva. Las iniciativas tendientes a cambiar la teoría de la representación en la época de Burke, se sustentaron en la necesidad de lograr una mayor concordancia entre los sentimientos imperantes en la nación y los representantes de ésta en el Parlamento. En su forma más radical, reclamaban que la fuente de la soberanía es el pueblo y que, por lo tanto, no puede haber gobierno legítimo ni liberal si aquel no tiene plena representación.

La férrea oposición de Burke a todos los intentos por introducir una reforma electoral se basa, paradojalmente, el criterio que habían inspirado su cruzada contra el poder arbitrario del Rey. Para Burke, el mismo fanatismo servil Que inspiró la concepción del poder como Proveniente de un derecho hereditario divino, que “dogmatizó la monarquía Como si la realeza hereditaria fuera la única forma de gobierno legal en el mundo”, Se refleja ahora en lo que llama los “nuevos Fanáticos del poder popular arbitrario”, ¿Que sostienen que “una elección popular es la única fuente de autoridad”. No se trata de oponerse por principio a la democracia, por cuanto pueden darse casos en que esta forma de Gobierno sea deseable. Pero, para él, ideas de la soberanía popular, coma de origen jacobino, coma que, a través de los no conformistas han impregnado el pensamiento de los nuevos whigs, son el resultado de la influencia maligna de pensadores especulativos que llaman al gobierno “tiranía y usurpación” cuando no está formado de acuerdo a su fantasía”. Los teóricos que enfatizan los derechos abstractos en desmedro de la “prudencia moral y el sentimiento natural”,  olvidan que el gobierno es “una cosa práctica, hecha para la felicidad de la humanidad y no para promover un espectáculo de uniformidad para gratificar los esquemas de políticos visionarios”. A estas “especulaciones doctrinarias y corruptas de los filósofos racionalistas”, Burke opone la sabiduría instintiva, que ha sido elaborada a través de las generaciones. Es profundamente escéptico respecto de las virtudes de un gobierno por el mero hecho de que exprese la voluntad del pueblo, al margen del cual sea esa voluntad y de cómo se haya configurado ella. El pueblo no tiene necesariamente una voluntad o una opinión coherente sobre todas las materias políticas que un estadista debe decidir, y, si la tiene, esto no quiere decir que esa voluntad de la mayoría y los intereses de la misma se identifiquen; por el contrario, la mayoría de las veces difieren. Más que la forma en que se haya gestado, abur, que importa la manera en que el poder se ejercita y si él tiende o no hacia la justicia, parte del supuesto de que la mayoría, al contrario de la Voluntad General de Rousseau, puede equivocarse. “Un Gobierno de 500 procuradores del pueblo chico —estampa en las `Reflexiones´— y de vicarios desconocidos, no es bueno para 24 millones de hombres, aunque haya sido elegido por 48 millones”, porque la decisión de una mayoría no es, por definición sinónima de lo correcto.

Más todavía, sostiene que si la monarquía absoluta devienen peligros para la libertad del individuo, de la democracia absoluta también, porque “en una democracia, la mayoría ciudadana es capaz de ejercer la más cruel opresión sobre la minoría”. Y la tiranía de la multitud es una tiranía multiplicada. Es así que, del mismo modo que no se permite al monarca que sea el punto de referencia del bien y el mal, tampoco se puede aceptar la autoridad popular sin restricción, porque su poder también puede ser arbitrario y exigir una sumisión abyecta su voluntad ocasional.

Ahora bien, si el objetivo final de todo gobierno es “el bienestar de los más humildes”, y salus populi suprema lex, pueblo no está capacitado para identificar por medio de su voluntad sus propios intereses, ¿Quién determina y de acuerdo a qué criterios lo que le conviene al pueblo? La respuesta se halla en un gobierno aristocrático, pero definido en términos muy precisos. Se trata de una “aristocracia natural” que no representa ningún interés en particular, vale decir, tiene connotaciones de clase, inseparable del Estado e incluye no sólo a la nobleza propiamente tal y a la pequeña nobleza rural, hombres de Derecho, De ciencia y de las artes y a todos aquellos ricos comerciantes que hayan demostrado poseer las virtudes de la diligencia, el orden, la constancia, la regularidad y un sentido de justicia conmutativa.

Burke rompe con la amoralidad del maquiavelismo teórico y de la razón de Estado. Para él, la política es la moralidad en acción; el poder es una responsabilidad que ha sido delegada en el político, y de la cual deberá darse cuenta ante su “gran maestro, autor y fundador de la sociedad”. El hombre, en razón de la ley natural, es capaz de discernir el bien y lo justo; y como el legislador es capaz de guiarse por los preceptos de la equidad y de la utilidad pública, pueden unos pocos representar los intereses de otros muchos.

7. REALISMO EN EL PENSAMIENTO DE BURKE

No ha de resultar fácil para nosotros, formados todos en el rigor del pensamiento sistemático francés, testigos de un liberalismo histórico, también de raíz francesa y profundamente influido por el positivismo, forma burkiana de aproximación a la realidad, la cual, por lo demás, se inserta en la tradición intelectual inglesa, ligada a su propia historia, sus costumbres, su sistema legal idioma. Ésta rechaza la formulación de teorías generales,  de las cuales se puedan inferir conclusiones generales universalmente válidas. La observación de los hechos, reconoce las circunstancias cambiantes y sólo la repetición reiterada de los fenómenos a través del tiempo le permite obtener algunas conclusiones de aplicación universal, pero dejando siempre un margen amplio para la excepción.

Este realismo, subyace en el pensamiento de Burke, y por lo demás en toda la evolución constitucional y política de la democracia inglesa, no excluye en modo alguno, la aceptación de ciertos principios fundamentales, pero puede, a primera vista, ser interpretado como carente de solidez intelectual. Sin embargo, Burke. Es el más fiel representante del auténtico liberalismo inglés; de un enfoque político basado en las virtudes del “ensayo y del error”; un método cognoscitivo que, Rehuyendo de la abstracción y tomando siempre en consideración las formas en que la realidad se manifiesta en su concreción histórica, es capaz, obstante, de diseñar ciertas reglas generales acerca de la naturaleza del hombre y su relación con el Estado y la sociedad. sus escritos, con todas las inconsistencias propias de cualquier gran pensador, contienen una propuesta alternativa a los esquemas de la Ilustración: una proposición de organización del gobierno y una sociedad en que las libertades conquistadas a través de las generaciones aparecen como una garantía más eficaz en contra de la opresión que la apelación a los derechos abstractos. Burke, discípulo díscolo de Locke, impregna el imperialismo liberal de su predecesor con las nociones del Derecho Natural, heredadas de Santo Tomás a través de Hooker y de la escuela jusnaturalista inglesa. Podría cuestionarse la validez de las premisas de una filosofía basada en el Derecho Natural, pero lo que no puede negarse es que coma a partir de ellas, Burke construyó una teoría política con enorme lógica interna, que le permitió —a través de su vida pública y en todos sus escritos— mantener una coherencia fundamental ante las circunstancias aparentemente contradictorias.

Es propio de la complejidad y de la necesaria ambigüedad de la política, de la cual Burke fue fiel expresión, el que —como dijera Lord Acton— ése el primer liberal inglés, fuese también el primer conservador.