Discursos de incorporación

Crisis y cambio en la idea de universidad

Luis Riveros Cornejo 03

Discurso de Incorporación de Luis Riveros Cornejo como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

Introducción

No tengo otra explicación para el hecho de haber sido invitado a incorporarme a los trabajos de esta Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, que no sea la ingente generosidad de sus miembros. Esta institución constituye una de las instancias de mayor jerarquía para la reflexión sobre las más trascendentes problemáticas de nuestra sociedad, y es motivo de orgullo personal que se haya estimado que yo pueda contribuir, de algún modo, a tales elaboraciones. Es para mí un motivo de compromiso y preocupación porque esta incorporación envuelve una responsabilidad de proporciones en orden a mantener una actividad intelectual que efectivamente permita ser partícipe plausible en los debates. Esta Academia se ha caracterizado a lo largo de su historia por congregar a destacados miembros de nuestra sociedad, y ha hecho fuertes sus cimientos intelectuales con una membrecía marcada por la diversidad y la excelencia. El haber sido invitado a unirme a este preponderante grupo de ciudadanos constituye, pues, un honor que agradezco con profunda humildad.

Soy objeto, además, en este acto, del elogio más impensado, como es el ser incorporado a la Academia en el sillón que ocupara el profesor don Roberto Munizaga Aguirre. He aspirado toda mi vida a ser un educador; la que creo una clase sublime en toda sociedad, dedicada a labrar la piedra tosca de nuestras mentes y espíritus por medio de la formación integral, del desarrollo valórico, y del cultivo del humanismo, que como llama fogosa debe iluminar los tiempos siempre hacia el futuro. La clase que llamaría encargada de la trilogía fundamental para toda sociedad: Conocimiento, Búsqueda de la Verdad y Construcción Valórica. Y don Roberto Munizaga fue, en forma indiscutible, el gran educador chileno de la segunda mitad del siglo XX. Desde su Norte Chico generoso que le vio nacer allá por 1905, el joven Roberto fue hijo de las mejores tradiciones de la clase media chilena; recibió todo de la educación pública –desde la Escuela Normal José Abelardo Núñez hasta el Instituto Pedagógico– y a ella siempre sirvió con esfuerzo. Fue un hombre de carácter íntegro y con una fuerza espiritual que sólo puede emanar de las grandes convicciones. Estuvo en la actividad sindical y también en la administración educacional; uno y otro rol lo asumió con voluntad, convicción y competencia. Discípulo de Pedro León Loyola, su concepto de filosofía –como actitud vital del pensamiento para recuperar la cohesión y el sentido en situaciones críticas de la existencia humana– lo estipula como un primordial humanista. Su intelecto maravilloso y lleno de generosas intuiciones nos legó contribuciones de gran valor y substancia en los campos de la sociología y la filosofía de la educación, terrenos en los que empujo con fuerza las fronteras de nuestro saber.

Fue un formador y un líder. Sus discípulos fueron, a la vez, admiradores y seguidores fervientes –inspirados en su conocimiento y en su ejemplo. Martín Pino, uno ellos, nos ha dicho: “Muchas veces pudimos comprobar que el Maestro Munizaga reservaba sus más profundos afectos para los niños y celebraba con admiración sus incipientes manifestaciones de inteligencia, sus insólitas preguntas o ingeniosas respuestas. En unos versos muy secretamente guardados escribió que los teólogos habían perdido el tiempo y devanado los sesos, tratando de demostrar la existencia de Dios, cuando eso quedaba en evidencia simplemente viendo a un niño dormir”.

Defensor de la educación en años difíciles, fue el ardiente favorecedor de la necesidad de debate y del imperativo de introducir excelencia para no dar paso al crecimiento de la educación de baja calidad. “En algunos países latinoamericanos –hizo notar—se ha podido observar una verdadera proliferación de universidades, determinada más que por las necesidades efectivas del crecimiento, por el anhelo de satisfacer vanidades provincianas, compromisos electorales o simples competencias de grupos dañando gravemente la genuina formación universitaria.” Hijo de la Universidad de Chile, participó siempre en su defensa, tanto cuando se vio amenazada por la fuerza desbordante del partidismo, como cuando sufrió la intervención alienada de sus aulas. No temía al debate. Afirmaba que la municipalización de la educación era volver a un error que ya Darío Salas había detectado con relación a la experiencia de comienzos del siglo XX; sostenía también que una Universidad para formar profesores “es una de tantas ideas oscuras y confusas que no resisten el menor análisis”. Mantenía que el debate histórico sobre el Estado docente, había presenciado la respetable confrontación de ideas liberales y conservadoras, pero que en la actualidad constituía mas bien un tema en que no reinaban ideas, sino una absoluta confusión. Hombre de debates y de propuestas, don Roberto Munizaga nunca se inscribió en el limbo de aquellos cuyas reflexiones parecieran no querer tocar los temas concretos y que, por ello, nunca abordan discusiones sobre la política pública que importa al país.

No tuve ocasión de ser su alumno. Pero aún recuerdo con afecto aquel largo viaje en tren a Valdivia a fines de la década de 1970, para ir a un Seminario que reunía a educadores. Sabía de su escaso afecto por los economistas y sus visiones sobre temas educacionales y sociales; me preguntó que trabajo iba yo a exponer, y le expliqué, con temor indisimulado, que el mismo se refería a la tasa de retorno de la educación. Me miró con una mezcla de ostensible frialdad y de convicciones desafiadas, pero hizo gala de su humor socarrón diciendo: “. parece que éste no sólo es tema para un Chicago boy, sino que también ha contagiado a un profesor de Historia como Ud… ¿Qué es lo que ha concluido?” Contesté que mis análisis estadísticos mostraban que no había mejor empresa para una sociedad y un país, que dar educación a sus niños y jóvenes. Me replicó que no entendía porque había gastado yo tanto tiempo con mi parafernalia estadística demostrando una verdad que todos debieran conocer ampliamente. Luego de esa conversación sentí, sin embargo, que él había quedado tranquilo: por fin escuchaba algo de economía que hacía sentido a sus viejas y sólidas convicciones de maestro. Siempre tengo presente esa conversación, que reforzó en mí la convicción que la educación debe ser un compromiso de la sociedad, y no un puro arreglo entre partes, ya que se trata del capital de mayor retorno para el conjunto social. La siguiente vez que supe del maestro, fue después de su muerte, cuando su hijo Francisco me llenó de emoción al decirme que una de las últimas alegrías de su padre anciano había sido la elección de un profesor de historia como Rector de la Universidad de Chile.

Esta noche me favorece el doble honor de suceder en esta Academia al primer Premio Nacional de Educación de Chile, Profesor don Roberto Munizaga, y ser además recibido por otro Premio Nacional de Educación, Profesor don Marino Pizarro. Considero esta conjunción una verdadera distinción, que refuerza mi compromiso con la educación chilena, con sus metas y necesidades, entre las que se encuentra profundamente inmersa aquella relativa a la Universidad y a sus desafíos presentes y futuros.

La Importancia del tema

He elegido para esta conferencia de incorporación el tema “Crisis y Cambio en la Idea de Universidad” porque lo considero de cardinal y actual importancia, y continúa así la discusión que otros ya han planteado en el seno de esta misma Academia. Se trata menos de evocar conceptos como “misión”, “utopía”o “excelencia” – todos los cuales han estado y están presentes en múltiples debates sobre la Universidad– sino más bien de exponer que subsiste una crisis sustantiva del quehacer académico, quizás olvidada en un tráfago expansivo que así soslaya los compromisos de excelencia reflexiva que debiera constituir el indiscutible sentido de la Universidad. Son los días en que debemos reconocer que prevalece una crisis conceptual no resuelta, de muy largo aliento y profundo alcance, y que requiere decisiones superiores.

La existencia de la Universidad ha estado históricamente ligada a la necesidad de un espacio de reflexión y de propuesta, que en forma independiente de las instancias institucionales del Estado y lejos de poderes e influencias de todo tipo, pueda contribuir al progreso de la sociedad. La formación profesional y del posgrado son elementos concurrentes en el desempeño de tal tarea, pero no constituyen los únicos principios demarcadores de la actividad universitaria. La investigación y la creación son elementos indefectibles en el marco de su aporte a la sociedad, como factores indiscutibles de progreso en el ámbito material y espiritual. Sin embargo, en la complejidad de nuestras actuales sociedades, con todos sus desafíos y graves contradicciones, la tarea docente parece estar desplazando a la de reflexión y propuesta, que constituye a su vez un factor de primer orden como instancia de equilibrio social. La actividad docente y de extensión debe ser, en el tal contexto, no otra cosa que una proyección creativa y concreta de la investigación y la creación, productos ambos del ser Universitario. Por ello, denominaremos Universidad en esta exposición, a la institución que cubre satisfactoriamente y en forma complementaria, todos estos ámbitos de manifestación del trabajo académico.

Es también en ese sentido que recupera su importancia el significado de Universidad Nacional, cuyas prioridades en el desempeño de sus tareas están dadas por los temas de país, los cuales deben atenderse en forma preferente por medio de la investigación, creación, extensión y docencia. La misión de una particular Universidad puede restringirse al marco proporcionado por un cierto enfoque ideológico o inspirarse en el desarrollo de una cierta visión e interpretación de la realidad. Pero es solamente la amplitud de visiones y la búsqueda libre en el marco de la excelencia lo que puede constituir el fundamento de una Universidad Nacional de espíritu público. Tema no menor el que menciono, toda vez que la labor del Estado debe asegurar la libre ejecución de esta labor, inspiradora de búsqueda y respuesta para el conjunto de la Nación. Conceptos a veces olvidados en la mecánica que imprime la competencia por los recursos y la presión por ampliar la Universidad exclusivamente a la docencia de pregrado o la venta de servicios.

Una creación propia de Occidente.

Estamos ya en materia, y resulta conveniente recordar por unos minutos el origen histórico del concepto universitario. La Universidad, como institución, es en gran medida el resultado del proceso de evolución de la cultura de Occidente. Es, por lo tanto, propia del mundo occidental. Aún cuando existieron importantes centros de estudios y de conservación del conocimiento en la India, Bizancio, en China o en Egipto, en las antiguas civilizaciones orientales no se encuentra una institución como aquella que empieza a formarse en Europa durante la Edad Media. Este hecho llamó la atención de Ortega y Gasset, quien se preguntaba si, entre tantos pueblos, sería por azar que solo Europa creó universidades. La Universidad Europea se constituyó como el intelecto hecho institución, significando “…la resolución misteriosa que el hombre europeo adoptó de vivir de su inteligencia y desde ella.”

Desde luego, la creación de la Universidad ocurrió como un proceso carente de un plan sistemático, y se adaptó progresivamente a las necesidades del tiempo y del espacio. Por ello, cuando se analiza la esencia de la Universidad, es inevitable examinar el “cómo la Universidad llegó a ser”, pregunta que envuelve gran dificultad, puesto que su historia no sigue una sola e indiscutida dirección. Los centros de estudio que llegarían a convertirse en las primeras universidades europeas, lo hicieron a través de disímiles procesos de desarrollo, según su origen fuera eclesiástico o laico, según las relaciones de poder que establecen con la Iglesia, el Imperio o las incipientes ciudades, o según las particulares fisonomías culturales de cada realidad.

Aún así es posible encontrar ciertas regularidades que llevan al nacimiento de una institución que alcanza ciertas características comunes en la Europa del medioevo. Entre ellas, la de constituirse como una corporación de profesores y estudiantes, una universitas magistrorum et studiorum; una comunidad que se dedica a los “estudios”, a la reflexión sobre el significado de la vida humana, en relación con el sitio que ella ocupa en el universo: de sus orígenes y destino: del bien, la verdad, la belleza. Como lo indica Gómez Millas, aún cuando la esencia de la Universidad fue concebida en el medioevo cristiano, entre otros propósitos con el de conservar valores culturales de la antigüedad clásica, ella responde “a necesidades permanentes del ser humano”. He ahí condensada en forma magistral la tarea de la institución sublime Universitas: su indisoluble lazo con el humanismo y con el propósito de ser el juego del intelecto destinado a comprender y proyectar al hombre en un sentido integral y permanente.

Estas Corporaciones Medioevales tienen una permanencia que les permite traspasar el conocimiento de una generación a otra, para así ir acrecentándolo y enriqueciéndolo en el tiempo. Desde sus orígenes, como se ha dicho, la Universidad se propone recuperar el legado clásico, de modo de asegurar la continuidad de la tradición cultural de Occidente. Es este molde el que define su proyección más trascendental lo que ha quedado como concepto del trabajo universitario en el tiempo: su carácter continuo, basado en el cultivo de lo que hoy llamamos excelencia académica, y que implica el traspaso de las artes de maestros a aprendices; como una comunidad en la etapa del conocimiento; como un ciclo infinito en el tiempo que proyecta aúrea la capacidad de crecer, crear y transmitir para así cultivar la vocación y la institución universitas. De ahí también el abierto carácter escolástico de la Universidad medieval.

Las Escuelas que funda Carlomagno, por la Capitular de Aquisgrán el 789, tienen un programa que recoge la tradición romana de las siete artes liberales: el Trivium, que incluye a la gramática, la retórica y la dialéctica, y el Quadrivium, que comprende aritmética, geometría, astronomía y música. Este fue el programa que tendría posteriormente la Facultad de Artes, que constituyó la facultad propedéutica, llamada también de Estudios Generales de la Universidad de París, una de las dos primeras universidades que se fundan en Europa y que servirá de modelo a muchas otras desarrolladas en la baja Edad Media. Como apunta. Ricardo Krebs el Trivium tuvo una importancia pedagógica mucho mayor que el Quadrivium. Los llamados “estudios triviales” estaban orientados hacia la formación intelectual del estudiante. Así por ejemplo, la gramática y la retórica, más allá del estudio de la lengua latina, buscaban examinar el idioma como una apelación al fondo del alma humana. La dialéctica, por su parte, buscaba el desarrollo de la razón con el propósito de capacitar el intelecto para trabajar en forma lógica. Las artes liberales, al tener este propósito propedéutico, carecían del carácter estricto de estudios científicos. Como ciencias propiamente tales, se reconocía al Derecho, a la Medicina y a la Teología, situada esta última, en el mundo medieval, en la cúspide del sistema del conocimiento. La escolástica teológica, cuyos exponentes principales fueron Tomás de Aquino y Alberto Magno, crearon grandes sistemas intelectuales para conciliar fe y la razón, el camino de la búsqueda científica.

La sociedad medieval se afirmaba en los denominados tres poderes: el Imperio, el Sacerdocio y los “Estudios”. Estos últimos, que son los que originan la Universidad, deben maniobrar con habilidad para conservar sus libertades y su autonomía de los otros dos –el poder “terrenal” y el “celestial”. Se suma más tarde la organización política de las comunas, formadas por comerciantes, artesanos y gremios, que aprovechando las rivalidades entre el Papado y el Imperio, consiguen cierta autonomía en el manejo de los asuntos locales. Así, las comunas pudieron, entre otras cosas, abrir y promover sus escuelas, de carácter laico, que más tarde se convertirían en Universidades, también de origen laico, como ocurrió con la de Bolonia. Entidades, pues, dispuestas a la búsqueda con un sentido específico, y casi aplicado como diríamos en nuestra moderna verba tecnológica, como también orientadas a la formación, en el sentido amplio de replicar el conjunto del conocimiento dominante en la industria de la época.

Se conforman, así, dos modelos de Universidad. El primero es la de París, que se origina en una escuela episcopal, cuyo director y profesores eran sacerdotes, y la de Bolonia, con profesores laicos, dependiente de autoridades comunales. La primera se concentra en la Teología; la segunda en la ciencia del Derecho. En el mundo medieval la Universidad formó a los más grandes pensadores, que enseñaron también en ellas. Allí, por una parte se transmitió el saber consagrado y también se generó la más importante producción intelectual de la época, las grandes Summas filosóficas y teológicas, en las cuales el hombre del medioevo encontró la explicación del sentido temporal y trascendente de la existencia. Si bien estas respuestas pretendieron ser definitivas, la misma Universidad, como se ha visto, a través de la difusión del Derecho y sus aplicaciones a la vida civil, ayudaría a transformar la sociedad, y a discutir sus jerarquías, lo que hace posibles nuevas concepciones en las que el conocimiento tendrá un carácter siempre provisorio y, por lo tanto, sujeto a discusión y a crítica. La Universidad pasa así a concebirse como un centro de reflexión de la sociedad, mas allá que una mera traspasante de conocimiento, y se orienta también a ser una entidad pensante preparada para la crítica de la sociedad.

Así, por sus orígenes, la Universidad se constituye como una comunidad que se articula en torno a la enseñanza y a la creación del conocimiento, que busca una visión cultural amplia para aportar explicaciones o plantear preguntas y problemas con relación al hombre y su lugar en el cosmos, desde las perspectivas de distintas disciplinas. Tiene además una finalidad de formación intelectual y moral y una permanencia que asegura cierta continuidad cultural, la que favorece el carácter acumulativo del desarrollo del conocimiento. Es decir, la Universidad crea y proyecta; es la institución de reflexión y formación que asegura una continuidad de los modos sociales en su historia evolutiva. La Universidad contiene, además, un potencial de transformación de la sociedad, no sólo por el conocimiento capaz de generar, sino por su ascendiente moral y su autoridad intelectual.

Tiempos de crisis.

Hemos recordado el concepto y sus orígenes. Como institución con una historia multisecular, la Universidad ha inevitablemente experimentado crisis de crecimiento o adaptación, que a veces han puesto en peligro su propia existencia. Crisis que han generado tensiones importantes llevando, en algunas ocasiones, a reformular las misiones de la Universidad y sus prioridades. En gran medida, trances que resultan de las demandas que la propia sociedad ha levantado sobre la Universidad, como asimismo la evolución del mundo y de los temas relativos al hombre y su contacto con la realidad.

En el contexto de tales crisis, uno de los grandes problemas que ha afrontado la Universidad como institución ha sido el de cómo articular tradiciones y cambio — tradición y tarea, en el decir del Rector Juan Gómez Millas, o el proceso de “acomodo” al que aludía Don Andrés Bello. La Universidad ha sido víctima de una natural contradicción entre cómo conservar una identidad histórica –de la cual ella es responsable– al mismo tiempo de hacerse permeable a las innovaciones y al permanente cambio que demanda la sociedad. Ha habido ocasiones en que el peso de la tradición llevó a la anquilosis, como ocurrió durante el Renacimiento. En otras, el furor del cambio amenazó a la identidad de la institución, como sucedió con las posiciones más extremas de movimientos reformistas en la Universidad latinoamericana del siglo XX. Sin embargo, hay también algo de continuidad en la crisis universitaria, como si los tiempos del hombre siguieran proyectando sus preguntas y problemas sin encontrar aún una respuesta en dimensión resolutiva.

Una primera crisis significativa se produce con el advenimiento del humanismo renacentista, que introduce una feroz crítica al formalismo de la tradición escolástica y lleva a la ruptura de la armonía entre fe y razón. Con ello, se pone en jaque uno de los pilares de la Universidad medioeval, cimentada precisamente en esa tenaz conjunción Pero sobre todo, tal crítica produce un cambio en el centro desde el cual se observa, se considera, se conoce y se mide el mundo; un cambio desde Dios hacia el hombre, que con el humanismo renacentista volverá a ser la medida de todas las cosas. El profesor y filósofo don Humberto Giannini escribe: “hay algo esencial en el pensamiento cristiano medieval que coloca a éste en las antípodas de lo que pudiera entenderse por humanismo: dentro de la perspectiva medieval religiosa, la humanidad, la dignidad del hombre sólo se entiende como una conversión, como un giro, desde el mundo hacia Dios que observa el mundo y que al observarlo, pone al mundo fuera del mundo”. Estos nuevos paradigmas humanos traen, inevitablemente, aparejados nuevos ideales pedagógicos y científicos.

Se produjo entonces, uno de los problemas seculares de la gran institución: el virtual estancamiento de la Universidad y el predominio de una cierta insuficiencia para responder a las incitaciones del momento o “de estar a la altura de su tiempo”, como diría Ortega. Como sabemos, el Renacimiento se produjo fuera de las universidades, mientras que los más insignes representantes del movimiento las criticaron ácidamente. Baste recordar, como lo hace Luis Cruz “las sátiras de Erasmo contra la dialéctica y la filosofía, o contra los gramáticos y su especialidad.” Había una grave contradicción: la Universidad estaba empapada de una disciplina intelectual de tipo religioso, en tanto el espíritu que animaba al movimiento renacentista era laico y deseaba desprenderse de la tutela religiosa imperante en el dominio de la cultura.

Las transformaciones en las humanidades ocurridas durante el Renacimiento, se continúan en el siglo XVII con la introducción de las modernas ciencias naturales y exactas, cuyos métodos desplazan a la escolástica. Es una nueva e importante consecuencia del desprendimiento que la cultura experimentaba del predominio celestial. Pero estas nuevas tendencias científicas se desarrollan, durante mucho tiempo, fuera de las universidades, en las academias y sociedades científicas que se fundan en ese siglo. Así, tanto en Europa como en la América hispánica las universidades tendieron a refugiarse en sus tradiciones anquilosadas y en la defensa de sus privilegios, mostrándose poco permeables a abrirse a las nuevas tendencias y métodos del conocimiento. Las universidades españolas, por ejemplo –modelos de las americanas posteriores- fueron reticentes a los cambios, casi en forma correspondiente a su adhesión a la defensa del poder temporal establecido.

Finalmente, sin embargo, y como producto de tantas presiones acumuladas, se gestan profundos cambios en la Universidad. Las llamadas artes liberales pierden su función propedéutica; en lugar de la Facultad de Artes, será en adelante la de Filosofía la que se ocupará de las ciencias a través de las cuales, el hombre – convertido en el nuevo sujeto central del conocimiento – intentará conocerse a sí mismo. El Trivium es reemplazado por la Filología, la Historia y la Filosofía. De un modo análogo, la estructura jerárquica de la Universidad, dada tradicionalmente por la primacía de la Facultad de Teología, se sustituye por otra, en que todas las facultades pasan a tener la misma categoría. Kant lo dice así: “No tuvo una mala ocurrencia aquel que concibió por primera vez la idea y propuso que la misma se llevara a cabo, públicamente, de tratar, por así decirlo, industrialmente todo el conjunto de la ciencia… dividiendo el trabajo; se nombrarían tantos maestros públicos o profesores como materias científicas y, convertidos en sus depositarios, constituirían juntos una especie de institución erudita llamada Universidad…”

La “no mala ocurrencia”, de tratar todo el conjunto de la ciencia, dividiendo el trabajo en Facultades, acarrearía otro de los problemas recurrentes de la Universidad: el cómo mantener la unidad dentro de la diversidad. En la Edad Media, la unidad estaba dada en el nivel básico por la función propedéutica de la Facultad de Artes y, en el más elevado, por la condición jerárquica superior de la Facultad de Teología. Al abolirse estos dos factores, aparece la Facultad de Filosofía como el principal factor de cohesión y unidad del trabajo académico. Es ésta Facultad la que puede reflexionar y dar sentido al trabajo de las otras Facultades tradicionales: Medicina, Derecho, Matemáticas y Teología. Es dicha facultad, la que puede generar una filosofía del derecho, de la ciencia o de la religión; la que en verdad permite que se genere y disemine conocimiento en torno al sujeto en profundidad, el hombre. Su función, según Kant, es servir a las otras Facultades con la verdad, porque “todo depende de la verdad, condición primera y esencial de la ciencia en general”. De modo que las disciplinas de las otras facultades, sin constituir el contenido específico de la de Filosofía, sí deben ser objeto de su examen y crítica.

Como un desprendimiento de todo lo anterior, la disgregación de la Universidad y la de las disciplinas, pasa a ser otro tópico de la reflexión en distintas épocas, asociadas a esta crisis de transición en cuanto al ser universitario y la primacía disciplinaria. Como lo indica el filósofo Jorge Acevedo, en 1929 Heidegger ponía de relieve la fragmentación de la Universidad, que la estaba llevando a una situación babélica. En su conferencia ¿Qué es la metafísica? Heidegger planteaba la lejanía entre los distintos dominios de las ciencias, lo que conducía a un muy distinto modo de tratar su objeto. La dispersa multiplicidad de disciplinas aún se mantiene, unida gracias tan solo a la organización técnica de las Universidades y Facultades.

Nuevos modelos de Universidad

Con la Revolución francesa se cierra en Europa la Universidad tradicional, que será reemplazada por otros modelos. Napoleón le entrega a la Universidad nuevas misiones, entre las que sobresale la de formar profesionales y graduados que impulsen el progreso de la ciencia, y que provean los funcionarios que requieren la burocracia, la judicatura y el ejército del Imperio. Nada extraño a las viejas Escuelas formativas de la Grecia Antigua, pero un cambio desafiante para la Universidad nacida Medioeval. Al mismo tiempo, Napoleón le confía la tarea de dirigir todo el sistema educacional. “La educación pública en todo el Imperio, está confiada exclusivamente a la Universidad” – proclama al fundar en 1808 la Universidad Imperial. Un principio que no sería olvidado en las jóvenes Repúblicas Hispanoamericanas algunos años mas tarde.

El otro modelo que surge en el siglo XVIII es el de la Universidad prusiana, impulsada por el ministro Guillermo de Humboldt, en parte como una forma de resistencia idealista a la universidad Napoleónica. Para Humboldt, la Universidad debía ser una unidad de investigación y docencia, en que el profesor debía enseñar no los saberes consagrados, sino aquellos que el profesor estaba investigando. Se trata de un rescate de la tradición Medioeval, en que la búsqueda tiene un papel protagónico, mas allá de su necesaria proyección y renovación intergeneracional. El alumno debía aprender participando en este proceso de búsqueda del conocimiento, alma y motor del quehacer universitario.

Para el historiador Ricardo Krebs, en el siglo XIX la Universidad volvió a convertirse en la institución más importante de la cultura de Occidente, y a desempeñar similar misión central de aquella que había tenido durante la Alta Edad Media: emanando de ella los más importantes descubrimientos científicos y concebidos los grandes sistemas filosóficos y las teorías sobre el universo, la sociedad y la naturaleza. “La Universidad fue el centro en que se pensó la verdad y en que se formó a las personas capaces de conducir a la sociedad de acuerdo con los conocimientos elaborados por las ciencias.”

Las nuevas crisis.

Hacia fines del siglo XIX y principios del XX se gestan nuevas crisis, derivadas esta vez en lo fundamental, de las demandas que la sociedad le hace a la Universidad, y que ésta no es plenamente capaz de atender. Hay una crisis entre tradición y cambio, que tensiona permanentemente a los cuerpos universitarios Las demandas sociales hacen que determinadas funciones crezcan excesivamente en desmedro de otras, como es el caso de la ciencia y de la formación profesional. El profesor Juan Gómez Millas afirmó que desde la Edad Media se suman, a los estudios, que no perseguían otra finalidad que el conocimiento, “las preocupaciones profesionalistas que les plantearon los poderes temporales del imperio y del sacerdocio”. Luego, con el crecimiento de la economía mercantil crece también el interés por las aplicaciones prácticas de las ciencias, llevando a un creciente sentido utilitarista. El ejercicio de las profesiones era una forma de transferir los conocimientos aplicados a la sociedad. Por otra parte, los científicos se asocian en instituciones como la Royal Society, para encontrar aplicaciones útiles a sus investigaciones. Así, las universidades se abren poco a poco las tecnologías.

Las crisis del profesionalismo y del excesivo cientificismo –para usar una expresión de Ortega y Gasset—marcan la evolución y el cambio en las universidades del siglo XX. Las demandas urgentes de la sociedad en cuanto a la preparación de sus cuadros técnicos, políticos y administrativos, la presión por llevar a cabo una activa movilidad social, junto con la inexistencia de recursos suficientes para cubrir todo el rango de nuevas demandas creadas, llevan a crisis recurrentes. Proyectadas ellas también en nuestros días, se traducen en problemas relativos a sistemas de financiamiento, al rol de la Universidad Pública, al ámbito de la Universidad Privada y del Estado regulador, etc. Pero también estas nuevas demandas proyectan su sombra hacia el interior de los claustros. Por un lado, el planteamiento de la Universidad “comprometida” a la que aludiera en esta Academia don Roberto Munizaga diciendo: ”no se trata del desorden dinámico que acompaña a los procesos creadores…, ni tampoco de la multidiversidad…; se trata más bien de la multi-inesencialidad de un caos que desafía todo afán de comprensión”. Por otra parte, el serio problema de la jerarquización académica, y el no menos preocupante fenómeno del utilitarismo del conocimiento y de la propia actividad universitaria, levantando preguntas respecto de la inserción plena de ciertas disciplinas.

La crisis del profesionalismo

Ya en el siglo XIX la formación profesional se convierte en hecho dominante en casi todas las universidades. Las funciones tecnológicas pasan a ocupar los rangos más elevados en siglo y en el actual, de manera que en realidad todas las universidades les conceden la máxima importancia a las materias que tienen aplicación práctica. Es evidente que la demanda que ejerce la sociedad por formación profesional de excelencia, se refleja en los incentivos económicos que muestra a los egresados de las universidades; no es raro por esto que haya llegado a ser inevitable el que en muchos países la tarea de educación universitaria se convierta en una empresa más o menos “rentable”. El problema es que el énfasis en el profesionalismo lesiona la tarea de formación integral: el alumno busca obtener un título que lo habilite para desempeñarse en un mercado laboral cada vez más competitivo, y los currícula se adaptan a esa necesidad, descuidando la visión cultural amplia, la formación ética y ciudadana y la búsqueda desinteresada del conocimiento, junto al necesario acercamiento a la investigación como método de progreso individual. Con ello, se debilita la propia formación profesional, restringiéndola al conocimiento de especificidades –cada vez de menor utilidad cuando ellas se proyectan en el tiempo—y descuidando la formación integral para que toda persona pueda siempre aprender por si misma y conectarse con el mundo global.

Ortega afirmó que la Universidad contemporánea había renunciado casi completamente a la enseñanza o transmisión de la cultura, como sistema vital de las ideas. De aquí, deriva una consecuencia histórica, que hoy, tal vez, sea aún más vigente: enunciaba que el carácter catastrófico de la situación europea se debía a que el hombre medio era inculto, no poseía el sistema vital de ideas sobre el mundo y el hombre correspondientes a su tiempo: “Ese personaje medio es el nuevo bárbaro —decía– retrasado con respecto a su época, arcaico y primitivo en comparación con la terrible actualidad y fecha de sus problemas. Este nuevo bárbaro es principalmente el profesional, más sabio que nunca, pero más inculto también – el ingeniero, el médico, el abogado, el científico.” – Y agregaba: “Por eso es ineludible crear de nuevo en la Universidad la enseñanza de la cultura o sistema de ideas vivas que el tiempo posee.” Según él, la enseñanza universitaria tendría tres funciones: transmisión de la cultura, enseñanza de las profesiones, e investigación científica y educación de nuevos hombres de ciencia.

Como un modo de tratar con esta crisis, se sugería una Facultad de Cultura como el núcleo de la Universidad, cuyo programa sería el de las grandes disciplinas culturales. Al denominar la disciplina cultural de una manera, como por ejemplo “Imagen física del mundo”, pretende diferenciarla de la ciencia correspondiente de la que se nutre, que en este caso sería la Física. Frente a la dispersión y complejidad crecientes del trabajo científico, al movimiento centrífugo que lleva a la investigación a pulverizarse, a disociarse indefinidamente en problemas cada vez más específicos, Ortega fue también quien planteó la necesidad de otro movimiento que vaya en el sentido opuesto, que apunte hacia la integración, la concentración y la simplificación del saber: “hay que criar y depurar un tipo de talentos específicamente sintetizadores. Va en ello el destino de la ciencia misma”

“Por lo pronto, el carácter radicalmente técnico de nuestra época tiende a constituir a la Universidad como un dispositivo tecnológico, semejante a una fábrica, una factoría o un complejo industrial” – advierte el profesor Jorge Acevedo. Probablemente de ahí deriven muchas de las metáforas que se usan en el lenguaje corriente para definir a la Universidad actual, por ejemplo como “una fábrica de profesionales”. Quizás por lo mismo, la gestión y las relaciones humanas dentro de la Universidad van igualándose con las de los otros dispositivos tecnológicos, con lo cual, poco a poco, ” El concepto de Universidad como alma mater, madre nutricia, pasa a segundo plano o se desvanece por completo”.

La crisis del cientificismo

Sin duda, una de las crisis también desatadas durante el pasado siglo concierne al rol primordial que tendría la ciencia en la Universidad. Se ha dicho que el “cientificismo” ha llevado a que se elimine la función principal de la Universidad, es decir la cultura y la enseñanza de las disciplinas culturales, y ha producido deformaciones en los estudios profesionales Con ello, se abre un nuevo espacio de reflexión en torno a las relaciones entre profesiones y ciencia, y posteriormente cultura y ciencia. Según Ortega, para entrar la ciencia en la formación, y para no imponerse sobre las profesiones, debe ella “desarticularse como ciencia” para rearticularse de acuerdo a otros principios, como técnica profesional. En cuanto a las relaciones entre ciencia y cultura, y dado que, en nuestros días, el contenido de la cultura viene en su mayor parte de la ciencia, aunque la cultura no es propiamente ciencia, lo cierto es que la cultura toma de la ciencia lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia. Así como hay segmentos de la ciencia que no son cultura sino pura técnica científica, la cultura necesita poseer una idea íntegra del mundo y del hombre.

No se trata de una negación de la ciencia y de su rol eminente en la Universidad. “Es preciso que en torno a la Universidad misma establezcan sus campamentos las ciencias – laboratorios, seminarios, centros de discusión – afirma Ortega -. Ellas han de constituir el humus donde la enseñanza superior tenga hincadas sus raíces voraces. … Lo que no es admisible es que se confunda el centro de la Universidad con esa zona circular de las investigaciones que debe rodearla.” Mientras la Universidad tiene un carácter institucional, la ciencia es por definición incoercible e irreglamentable. Por eso se dañan mutuamente la enseñanza superior y la investigación cuando se pretende fundirlas, en vez de dejarlas interactuar libre y espontáneamente.

La ciencia – como investigación científica – no puede ser la misión primordial ni el centro de gravitación de la universidad. La paradoja está precisamente en que la ciencia no hace a la universidad, pero sin la ciencia, la universidad perece. El profesor Jorge Millas ha revisado la afirmación tan corriente – fundamento del modelo de la Universidad de Berlín del siglo XIX- según la cual sólo puede enseñar con verdadera autoridad quien trabaja en la creación del conocimiento. Esto sería falso, por cuanto “la autoridad de quien enseña, le viene de la ciencia que posee, del saber examinado, probado y divulgado en la comunidad de todos los que saben, así no haya descubierto cosa alguna”. Si alguien tiene un aporte nuevo y personal al conocimiento, suscitará interés por la posibilidad que siga aportando, pero esto, por si solo, no le otorga autoridad sobre todo un campo de conocimiento.

Junto con lo anterior se identifica también una crisis relativa al utilitarismo con que se observa a la ciencia, envolviendo la pérdida progresiva de valor intelectual de la ciencia, a cambio de su valor puramente instrumental. Desde luego, la potencialidad técnica del conocimiento científico es consecuencia natural de la búsqueda desinteresada del conocimiento, y constituiría un derroche no aprovechar estas potencialidades, e ignorancia desconocer la estrecha relación en que se han desarrollado desde siempre ciencia y técnica. Lo preocupante, para Millas, es que con esos argumentos se quiera encubrir “el hecho grave de que la Universidad, presionada por la sociedad ávida de técnicas útiles y por los propios universitarios, ávidos de recursos y de reconocimiento social, vaya estrechándose como el recinto del saber y de la sabiduría, para ensancharse como usina y como tienda.” En realidad, hemos de reconocer que si se pierde de vista que el oficio primordial del científico universitario es el conocimiento, no puede haber un destino auspicioso ni para la universidad ni para la ciencia.

Otros Factores de la crisis

Derivado de la gran fragmentación disciplinaria y especialista, la Universidad se va reduciendo a un conocimiento cada vez más específico y acotado. Grave problema, cuando hoy el mundo pertenece a la interdisciplina y a la multidisciplina. Especialistas que lo saben casi todo acerca de un área tan restringida, que es casi nada, pierden la visión universal y la capacidad de la Universidad de entregar respuesta a los grandes problemas de la existencia. De esta forma, la Universidad termina por mantener sólo una cohesión administrativa, cada vez más descentralizada, en la que los miembros de las distintas facultades se reúnen más para tratar problemas presupuestarios que académicos. El Babel universitario promueve desintegración y descuido por la formación integral del hombre profesional en la cultura en que necesita desarrollarse adecuadamente. No hay otra explicación para la Universidad desintegrada de fines del siglo XX, y el camino a su reblandecimiento en cuanto a creación de conocimiento y formación integral

Luego entra en crisis la condición de institución jerarquizada de la Universidad. En primer lugar por una tendencia a traspasar las demandas de democratización política que se producen desde los años 60 en adelante, al interior de los claustros. Esta situación remite a un problema práctico que no siempre ha sido bien resuelto: ¿Cómo debe elegirse a los mejores profesores y otorgar, consecuentemente, los ascensos en la carrera académica? ¿Cómo evaluar la calidad de la labor académica? La solución fácil de aplicar es la que el profesor Millas llama “el rasero de la investigación científica”, que al ser usado irrestrictamente puede acarrear, a juicio del filósofo, dos consecuencias posibles: o la Universidad se queda sin profesores, o con profesores a medias, o la ciencia de la Universidad perderá calidad hasta caer por debajo de las exigencias de la ciencia estricta. Propone, en consecuencia, una gama diversa de elementos de juicio, para resolver el difícil aunque no insoluble problema de evaluar a los profesores: los grados académicos superiores, los maestros con los que se formó y las instituciones donde lo hizo. La llamada “productividad” no debiera limitarse a los resultados de la investigación científica, sino también a los textos de enseñanza superior, a los ensayos “destinados a la educación, información y esclarecimiento de la conciencia pública”, los cursos de extensión, los informes profesionales de alto nivel, los aportes a la renovación pedagógica de una cátedra o de todo un sistema de estudios, etc.

¿Ha culminado la crisis?

Señoras y señores: He llegado al final de mi exposición esta tarde sobre una materia que a todos preocupa en forma evidente, y cuyo examen creo prioritario en nuestros días. He indicado que las crisis son normales en la vida universitaria, y que ellas mas bien denotan la vida activa de la institución en sus fases de evolución y adaptación a las demandas de la sociedad. Las situaciones de crisis tienen al menos la virtud de generar reflexión y discusión sobre lo que debe ser la Universidad, permitiendo siempre regresar a las fuentes primarias de nuestro quehacer: el concepto de excelencia académica y la misión reflexiva y crítica de la Universidad. Es indudable que estamos en medio de una de esas crisis que contraponen en forma trasparente la sobrevivencia de la verdadera Universidad con la existencia de reglas sociales inapropiadas para su vida, como ella se ha dado en el pasado. Es posible que la Universidad pueda adaptarse a las nuevas demandas de la sociedad, aún a costa de imponer un doloroso tránsito a nuestras instituciones universitarias. La cuestión es, sin embargo, que nada podría considerarse aceptable si es que tal adaptación lesiona los fundamentos básicos; que una vez más reitero excelencia académica y libertad para desarrollar la misión reflexiva y crítica universitaria.

En algunas sociedades, se ha mutilado dolorosamente la libertad para pensar reflexiva y críticamente, y se ha transformado a la Universidad en un ente inerte, capaz de dar respuestas tecnológicas y formativas, pero en ausencia de su alma vital que radica en la libertad para pensar y en el reconocimiento pleno a la excelencia en el crear y transmitir conocimiento. Nada puede esperarse de una Universidad cautiva, sin alas para echar a volar sus sueños, sin potencial constructivo, sin los elementos y circunstancias más vitales que permitan proliferar el sentimiento y el pensamiento. Se trata, en esos casos, de una institución, mas bien, fabricante de profesionales y de conocimientos utilitarios, una entidad funcional, pero no aquella capaz de reflexionar y aportar a la sociedad con un mensaje integral de cultura y ciencia.

Pero en otras sociedades, se restringe a la Universidad por medio de reglas que la transforman en un ente productivo común, casi una línea de producción en que sus académicos se entienden como insumos, y los estudiantes pasan a ser meros clientes o productos. Reglas que, al enfatizar solamente lo deseable de la entrega de tecnologías útiles, inhiben la trascendencia del acto de enseñar y recibir, como una forma integral de cultivar el conocimiento. La cultura queda de lado, como también las Humanidades, las Artes y todo aquello que no tenga ni una línea de producción bien definida, ni produzca algo que realmente lo amerite un mercado. La Universidad verdadera también queda de lado, al privilegiarse la producción utilitarista e inmediata y desplazarse la creación y la investigación del centro de las preocupaciones fundamentales del hacer académico. La pregunta es aquí, ¿qué será del mañana, cuando el conocimiento vigente hoy se haya extinguido? Y eso, que sucede hoy más rápido que nunca, pero en extremo lento respecto del mañana, terminará por instituir una simple Universidad retransmisora, ahogando finalmente su supuesta libertad.

En ambas situaciones se ve malversada, además, una de las tareas básicas que el maestro Bello determinó necesaria para la Universidad: la de aprovechar las capacidades humanas de la sociedad y convertir a estas capacidades y al mérito en un vehículo de movilidad social ascendente. La Universidad debe estar reservada al talento, ser para los mejores, sin distinción de clase, y así crear una clase profesional emergente para la modernización y el progreso –entendido éste no como mero crecimiento. La Universidad ha ido perdiendo su sentido de beneficio social, la entrega de una formación con sentido de responsabilidad frente a la sociedad, para dar paso a un concepto de pura empresa individual; no existe, se aniquila el sentido de deber social y de entrega al prójimo. Se trata, por el contrario, de una pura cuestión de inversión, riesgo y retorno.

Todas éstas son, por cierto, circunstancias críticas. Se reflejan ellas en los hechos del día a día en todo el mundo, aunque más en nuestras sociedades más pobres, particularmente en aquellas que alguna vez logramos levantar nuestra cabeza sobre la ciénaga y desarrollamos una educación de calidad con reconocimiento generalizado. Están también hoy allí como muestras de estos dilemas: la gran fragmentación de nuestro quehacer, el excesivo profesionalismo, los aún abiertos debates sobre jerarquización académica, las reglas mercantilistas aplicadas con desdoro, el escaso apoyo a la investigación básica, los desfallecientes mecanismos para apoyar la aplicada, el ahogamiento en todas partes de las Humanidades y las Artes. ¿Se trata, entonces, de darse por vencido? Hay una deuda muy clara de debate en nuestra sociedad sobre este problema, como respecto de otros tantos, incluyendo el de nuestra educación en general. Sabemos que el mundo está cambiando y que ello ha de forzar nuestro cambio universitario hacia el mañana, sin que ello implique sacrificar excelencia y libertad académicas. Sabemos también que hay tantos interesados en maniobrar como sea para despertar la aguda sensibilidad de los temas universitarios como un instrumento político, o como un simple subterfugio de algún negocio. Unos y otros, como nosotros mismos los universitarios, debemos tener presente que la Universidad obedece a una gran tradición, sostiene un enorme peso histórico, y es aún la fuente depositaria de la inteligencia y el saber. Su escudo no es la fuerza, sino las ideas, las cuales deben permitirse libremente en un ambiente transversal democrático. Por ello, el sentido de la crisis actual es positivo; porque –como lo demuestra la historia—estos retos han de hacer predominar lo bueno y lo inteligente, para legarle al futuro la Universidad enaltecida por el saber constructivo y el humanismo más puro.


Bibliografía

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