
Discurso de Incorporación de José Joaquín Brunner como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
A gradezco a la Academia el honor que me confiere al admitirme entre sus miembros. Y a mi familia, amigos y colegas su compañía. Ningún rito subsiste sin el testimonio de una comunidad.
Me emociona ocupar el lugar de don Hernán Santa Cruz, pensador y artífice de la globalización antes de que ese término siquiera se inventara. Evoco con admiración su capacidad para concebir un mundo distinto, forjar instrumentos de paz y luchar por ideales tan vigentes hoy como ayer, cuando los enunció.
Si a continuación cito un pasaje de su obra (1) no es sólo a la manera de un homenaje sino, además, porque es la mejor forma de introducir las reflexiones que deseo presentar.
Escribió don Hernán Santa Cruz hace 15 años:
“El mundo ha adquirido por primera vez conciencia de la verdadera dimensión -cuantitativa y cualitativa- de la raza humana, de la unidad de su destino y de la comunidad de sus problemas y de sus intereses. […] Pero, en forma simultánea, ha llegado a aprender como autodestruirse; ya sea con violencia […] ya sea a un ritmo más lento […] Además, […] contemplamos la incapacidad de la comunidad de naciones para formar sociedades pacíficas y justas, para ordenar racionalmente la producción, la distribución y la conservación de los recursos renovables, y para crear un orden internacional que con algo más de equidad y visión en los dirigentes, eliminaría las guerras y permitiría suprimir con holgura, en pocos años, el hambre y la miseria”. (2)
Brecha del conocimiento
Tan certero diagnóstico permanece en pie, sólo que ahora es más apremiante.
Por primera vez las sociedades compiten en un mercado global, donde América Latina representa más de un 8% de la población pero sólo un 4% de los ingenieros y científicos que trabajan en investigación y desarrollo experimental, un 2% del comercio de tecnologías de información y menos de un 2% de las computadoras conectadas a Internet (hosts).
A su vez, el desarrollo de las naciones se ha vuelto cada vez más dependiente de las infraestructuras de comunicación. Sin embargo, América Latina posee sólo un 20% de líneas telefónicas, y un 10% de computadoras, por igual número de habitantes, en comparación con los países desarrollados.
Más agudos son los desequilibrios existentes en el plano del conocimiento. En conjunto, nuestra región produce menos ciencia que España o Suiza y sólo Brasil, entre los países latinoamericanos, supera el gasto en investigación y desarrollo experimental de la empresa Microsoft.
Algo similar ocurre con la educación: no solamente muestra América Latina un mal desempeño en términos absolutos sino que, además, ha ido quedando rezagada respecto a otras regiones más dinámicas del mundo. Hoy, por ejemplo, la fuerza de trabajo latinoamericana tiene en promedio el nivel de escolarización que Hong Kong, Taiwán, Corea del Sur y Singapur habían alcanzado alrededor de 1970; algo más de 5 años. A su turno, Indonesia, Malasia, Filipinas y Tailandia, que en los años ’60 tenían la mitad de educación que América Latina, la igualaron en los ’80 y ahora la sobrepasan.
En suma, la globalización, la revolución tecnológica y la creciente importancia del conocimiento en todas las esferas de la vida amenazan con ampliar la brecha que existe entre las naciones. A la luz de este antecedente me propongo evaluar el estado de la educación superior; en particular de la universidad, la institución llamada a impulsar la inteligencia que las sociedades precisan para insertarse exitosamente en la arena global.
En el origen, el presente
A lo largo de la historia las civilizaciones han provisto, bajo diferentes formas, una educación superior a sus élites dirigentes, trátese de grupos sacerdotales, militares, políticos, técnicos o de funcionarios. (3) Pero fue en la Europa medieval -con su peculiar división de poderes y saberes- donde se constituyó la corporación que, con el tiempo, llegaría a ser el centro de la vida intelectual del mundo: la universidad. (4)
Ella surge como la reunión de quienes ejercen el oficio de enseñar y estudiar las artes: letras y humanidades, leyes, medicina y teología inicialmente. Los maestros, o docentes, instauran así un monopolio sobre la enseñanza de esas artes, se organizan para defender sus intereses y obtienen un conjunto de fueros y derechos. Desde el principio su misión fue formar al personal para las posiciones más influyentes y mejor remuneradas, antes que cultivar el puro deseo de aprender y saber. Así, por ejemplo, de los obispos británicos nombrados entre 1216 y 1499, un 57% estudió en Oxford y un 10% en Cambridge, no muy distinto de lo que todavía ocurre con algunos segmentos de la clase dirigente de ese país. Y el número de juristas graduados de universidades alemanas al servicio de la corte aumentó seis veces durante el período que va del rey Rodolfo I al emperador Federico III, lo que debió parecer entonces, igual como sucede actualmente, una peligrosa “explosión” profesional dentro de un campo que comenzaba a desarrollarse. (5)
La etapa formativa de la universidad muestra una serie de rasgos adicionales de interés actual. Ella adquiere su autonomía mediante conflictos y negociaciones con el poder religioso y civil. Desde el comienzo se establece como una institución internacional, dotando a sus docentes de licencia para enseñar en cualquier lugar. Igual que hoy, los maestros forman un “colegio invisible”, compuesto por redes y discursos que ya a partir del siglo XV se extendían desde Lisboa a Cracovia y de Aberdeen en el norte a Palma, Barcelona y Cerdeña en el sur. Tempranamente, la universidad impone un orden al proceso académico: había programas curriculares, exámenes y grados; clasificación, jerarquía y método. Los profesores integran un grupo de estatus y obtienen privilegios que pronto se tornan favores -ya en el siglo XIII un célebre jurista reclamó para los hijos de doctores un derecho preferencial en la sucesión de cátedras vacantes-, arrastrando consigo el desprestigio y, después, a una crisis de la institución. Los miembros de la academia, dice Le Goff, “convierten las vestimentas y los atributos de su función en símbolos de nobleza. La cátedra, que ahora aparece cada vez más frecuentemente coronada por un palio o bóveda de aspecto señorial, los aísla, los exalta, los magnifica. El anillo de oro y la toca, el birrete, que se les da en el día del conventus publicus -(hoy hablamos de “incorporación”)- son cada vez menos insignias de funciones y cada vez más emblemas de prestigio. Los universitarios llevan un largo hábito talar, el capuchón de marta cebellina, a menudo una gorguera de armiño y sobre todo esos largos guantes que en la Edad Media son símbolo de rango social y poder”. (6)
A poco andar se presentó a la universidad, además, un problema típicamente “moderno”: cómo financiar la actividad docente y costear el estudio de los alumnos. Ya en su época, Odofredo, maestro boloñés, constata que “todos quieren saber pero ninguno quiere pagar el precio del saber”. (7) Y agregaba despechado: “Os anuncio que el año próximo dictaré los cursos obligatorios con la conciencia de que siempre he dado muestras; pero dudo que dicte cursos extraordinarios, pues los estudiantes no son buenos pagadores”. Entonces, ¿qué hacer? ¿Pagar al maestro -“subsidiando la oferta” según se diría hoy- o dar beca al alumno, en conformidad con el principio de gratuidad de la enseñanza proclamado por el Papa Alejandro III durante el Tercer Concilio de Letrán? (8)
La revolución de los números
Con todo, nos movemos hasta aquí todavía en un espacio intelectual relativamente cerrado y moroso, cuyas semejanzas con el presente son más aparentes que reales. Durante los siglos XIII al XV se fundan en Europa unas 80 universidades (9), cifra que, en nuestros días, Chile alcanzó en apenas dos décadas. Una universidad importante -como la de Oxford o la de Praga- contaban a fines de la Edad Media con 1.000 a 1.500 miembros (10), menos que muchas escuelas o incluso cursos universitarios contemporáneos. Es a esta inaudita -y todavía muy reciente- aceleración a la que deseo referirme a continuación.
Hasta avanzado el siglo XX, la universidad mantuvo una suerte de control monopólico sobre el saber superior y prestó sus servicios sólo a una minoría. Estados Unidos superó la barrera de la masificación (11) -esto es, cuando más de un 15% del grupo de edad entre 18 y 21 años se halla matriculado- recién el año 1940 (12); Austria y Suecia lo lograron en los años ’60, Argentina en los ’70, Chile en los ’80. A nivel del promedio mundial, solamente hace 10 años existe educación superior masiva, aunque hay regiones del mundo -África y Asia, por ejemplo- donde la tasa de matrícula todavía es inferior a un 10%.
América Latina, en tanto, registra unos 700 mil estudiantes en 1950, distribuidos en 75 universidades. En cambio, durante la segunda mitad del siglo XX se produce una verdadera “revolución de los números”. (13) Los estudiantes aumentan más de 10 veces, hasta aproximarse a la cifra de 9 millones el año pasado. Adicionalmente, se produce una intensa proliferación institucional. Hoy el panorama semeja una verdadera Torre de Babel. Hay más de 5 mil instituciones en la región, de las cuales 900 son universidades y, las restantes, institutos tecnológicos o profesionales, escuelas pedagógicas u otros institutos superiores.
También Chile experimentó ambos procesos. Si bien la población estudiantil se mantuvo restringida hasta 1990, luego creció bruscamente, pasando de 250 mil alumnos al comienzo de la década a más de 400 mil al concluir. A su turno, las instituciones se multiplicaron casi por 40 veces en 10 años: por implosión forzada en el caso de las universidades estatales y por una explosión de instituciones privadas: universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica.
Cantidad sin calidad
Sabemos que la cantidad no ha servido, sin embargo, para aumentar en medida proporcional la calidad de nuestros talentos, requeridos para abordar la globalización, participar en la revolución científico-tecnológica e integrarnos a una economía basada en el uso cada vez más intenso del conocimiento. Vamos todavía en “el furgón de cola” de la modernidad, como una vez dijera Carlos Fuentes.
Efectivamente, la “revolución de los números” no ha ido acompañada por una transformación similar en los modos de organización y funcionamiento de las instituciones de educación superior. Unas se han vuelto tan grandes y pesadas que casi resultan inmanejables; otras son tan pequeñas y artificiales que apenas logran sostenerse en pie. La mayoría fue concebida para prestar un servicio gratuito pero racionado, sin que luego las instituciones hayan podido adaptarse a las exigencias y los costos que lleva consigo la masificación.
Las estructuras de gobierno y gestión de las universidades públicas son pesadas y poseen escasa capacidad de reacción. A su turno, algunas nuevas universidades privadas apenas alcanzan a constituirse como una comunidad de profesores y alumnos y suelen ser gobernadas al margen de los académicos.
La enseñanza permanece aprisionada dentro de un modelo anacrónico, con carreras demasiado largas, temprana especialización y exiguo contacto con el medio. La distribución “napoleónica” de facultades y escuelas rigidiza la organización académica e impide a los alumnos decidir sus propias trayectorias formativas. Como consecuencia de esto existe un alto desperdicio de talento y recursos, debido a las numerosas deserciones, la prolongación de los estudios y las bajas tasas de graduación.
La investigación, allí donde existe -tal vez en un 10% de las universidades que tenemos en la región-, suele estar dispersa, mal financiada y sub-equipada. Las comunidades científicas son pequeñas y su productividad, aunque en Chile algo mejor que en otras partes de América Latina, es insuficiente para superar la brecha que nos separa del mundo desarrollado. Lo anterior se refleja en una débil participación regional dentro del esfuerzo científico mundial: nuestros investigadores intervienen apenas en un 17% de las áreas activas del conocimiento. (14)
Innovaciones a nivel global
Por el contrario, el mundo desarrollado, y el mundo en desarrollo más dinámico, progresan aceleradamente hacia nuevas formas de organizar la producción, distribución y uso del conocimiento avanzado. ¿Cuáles son las principales innovaciones que se pueden advertir? Hay tres, en particular, que a mi juicio interesa subrayar. Tienen que ver con las interfaces, la comunicación y la competencia en este ámbito.
Interfaces. Una parte significativa de la revolución del conocimiento se está produciendo no dentro de los departamentos tradicionales sino en torno a los múltiples nuevos puntos de contacto que se crean entre las instituciones del saber y su entorno externo, trátese de empresas, gobiernos, laboratorios industriales, agencias de innovación, oficinas consultoras o centros de información y distribución del conocimiento. Como muestran recientes estudios internacionales (15), las universidades exitosas han adoptado nuevas formas de organizar su trabajo, sobre la base de responder a demandas; establecer proyectos y equipos que se congregan y disuelven con flexibilidad; emplear aproximaciones inter o transdisciplinarias; estimular la generación de patentes e, incluso, apoyar con capital de riesgo iniciativas que podrían generar un retorno comercial. (16)
De esta forma la universidad deja de ser una institución puramente erudita -aunque no abandona sus funciones tradicionales- para convertirse en lo que algunos llaman una institución productiva (17), caracterizada por poseer un rico y variado conjunto de vínculos con la economía y la sociedad que la rodean. Dentro del continuo que va de lo puro a lo aplicado, o de la comprensión a la acción, ella se desplaza hacia este último polo, sin sacrificar su misión reflexiva, sus cometidos formativos o su vocación humanista. Con esto cambian también algunos rasgos tradicionales de la corporación. Por ejemplo, se flexibiliza el mercado laboral de los académicos, las posiciones más altas de la jerarquía son sometidas a evaluación periódica y aumenta el número de profesores de media jornada o con contrato temporal, pues son ellos los más competentes para actuar en esos puntos de intersección. Aún quienes trabajan en las áreas más alejadas del ruido de la ciudad -como la filosofía y las humanidades- encuentran maneras interesantes de valorizar su producción intelectual. La gestión institucional adquiere un carácter inconfundiblemente empresarial. También el perfil del alumnado se modifica. Ya en los Estados Unidos, más de la mitad de la población estudiantil está compuesta, en el nivel terciario, por alumnos maduros y de tiempo parcial. Finlandia, por su lado, tiene 150 mil estudiantes regulares en la educación superior y 200 mil adultos inscritos en programas de enseñanza continua.
Comunicación es el nombre del segundo gran cambio que está produciéndose en el mundo académico. No sólo se extienden las formas tradicionales de educación a distancia -vía correspondencia, radio y televisión- sino que, adicionalmente, se produce una estampida de programas que emplean las redes electrónicas para crear, transmitir y entregar información y conocimiento avanzado. Se estima que en los Estados Unidos más de 3 mil instituciones ofrecen cursos en línea. 33 de los estados poseen, al menos, una universidad virtual. Más de un 50% de los cursos emplea el correo electrónico como medio de comunicación y al menos un tercio usa la Red para distribuir materiales y recursos de apoyo. (18) Algo similar ocurre en otras partes del mundo. Recientemente la Universidad Tecnológica Real de Melbourne decidió construir, junto con inversionistas privados, un campus de 50 millones de dólares en la ciudad Ho Chi Minh, donde se impartirán programas virtuales con apoyo de actividad presencial. (19) Por su parte, el Primer Ministro de Francia anunció en días pasados la creación en Marsella de una nueva “gran escuela” -como la llaman los franceses- dedicada a Internet, que ofrecerá carreras de ingeniería especializada en tecnologías de información y comunicación. (20) Es la respuesta francesa a la previsión de que hacia el año 2005 existiría un déficit de 60 mil ingenieros en un campo considerado vital para su competitividad dentro de la Unión Europea y en relación con Norte América y Japón.
Algunos países en desarrollo caminan en la misma dirección. De hecho, las 6 mayores universidades a distancia se encuentran localizadas en esta parte del mundo; en Turquía, China, Indonesia, India, Tailandia, África del Sur e Irán. (21) También el sector privado -académico y empresarial- ha incursionado exitosamente en este ámbito. La Universidad Virtual del Instituto Tecnológico de Monterrey ofrece 15 programas de maestría usando Internet y tele-conferencias, llega a 50 mil estudiantes en México y cuenta con más de 100 centros de apoyo repartidos en varios países de América Latina. Educor -empresa sudafricana- emplea en la actualidad a más de 4 mil docentes que enseñan mediante computadoras e Internet a 300 mil alumnos registrados en 160 sedes. (22)
Competencia. Las transformaciones en curso alteran el escenario en que se desenvuelven las instituciones. No es este un hecho nuevo; las universidades han debido adaptarse continuamente a lo largo de casi 8 siglos de existencia. La diferencia reside en la magnitud y la velocidad de los cambios contemporáneos. El conocimiento humano, medido a la manera de los bibliometristas, demoró 1750 años en duplicar por primera vez su volumen. La siguiente vez lo hizo en 150 años, luego en 50 y hoy se duplica cada cinco años. Se estima que el año 2020 aumentará al doble cada 73 días. (23) ¿Qué implica esto? Por ejemplo, que junto con crecer el conocimiento se fragmenta y especializa. Las revistas científicas han aumentado de 10 mil en 1900 a más de 100 mil en la actualidad. (24) Los hombres y mujeres sabios de antaño son reemplazados por minuciosos expertos que “publican o perecen”. Según un autor, los textos de historia aparecidos entre 1960 y 1980 son más numerosos que toda la producción anterior, desde el tiempo de los griegos. (25)
Mas no es posible hablar ya únicamente de impresos. “Hemos descubierto cómo emplear pulsaciones de energía electromagnética para incorporar y transmitir mensajes que antes se enviaban por medio de la voz, la imagen y el texto”. (26) Y el efecto ha sido sorprendente. Diariamente aparecen más de tres millones de nuevas páginas electrónicas en la Red. Los usuarios de Internet pronto alcanzarán a mil millones de personas. Y una búsqueda sobre el tópico “educación” ofrece alrededor de 27 millones de páginas en la Red, distribuidas en miles de sitios dentro del universo virtual.
En tales condiciones resulta difícil que la universidad pueda mantener su monopolio sobre la información, el currículo o, incluso, la certificación (27); o que pueda erigirse, ella sola, en la institución central del sistema intelectual de una nación, como todavía la caracterizaba un connotado sociólogo hace sólo tres décadas. (28) Más bien, las instituciones de educación superior están aprendiendo a competir -y en ocasiones a colaborar- dentro del nuevo escenario. Por ejemplo, la famosa Open University inglesa bombardea diariamente a los jóvenes canadienses a través del correo electrónico con un mensaje que dice: “le ofrecemos a usted grados académicos y en realidad no nos importa si son reconocidos o no en su país, pues Cambridge y Oxford los aceptan. Y lo hacemos a un décimo del costo”. (29) En Brasil, Colombia, Chile y República Dominicana -igual como en Filipinas, Indonesia y Corea del Sur- el sector privado ha conquistado más de un 50% de la matrícula de tercer grado. Incluso la investigación se halla radicada hoy en diversos lugares y no sólo en las universidades, como lo muestra el hecho de que en Canadá, Estados Unidos, Japón, Corea del Sur, Singapur, Dinamarca y Alemania, la mitad o más de sus investigadores trabajan vinculados al sector productivo, a diferencia de la mayoría de los países en desarrollo donde el personal científico se encuentra altamente concentrado en las universidades.
Sin embargo, las tendencias descritas no alcanzan todavía a nuestro sistema y eso explica, en parte, el relativo estancamiento que se observa en la educación superior latinoamericana. Al contrario de lo que ocurre en naciones y sistemas más dinámicos, nosotros seguimos apegados a un modelo introvertido, de transmisión analógica, renuente a la diferenciación y flexibilización, que considera a cada institución aisladamente y no como parte de una red, temeroso de la competencia y con sospechas respecto a la colaboración público-privada.
Para remover dichas trabas hace falta concordar sobre algunos asuntos fundamentales. Hay uno, en particular, que requiere pronta clarificación.
Financiamiento
Me refiero al asunto de lo público-estatal versus lo privado-mercantil en el financiamiento de la educación superior. Se trata, como ya vimos, de una antigua y disputada cuestión, que aparece cuando el intelectual dejó de ser un monje -cuya comunidad le aseguraba el mantenimiento- y se vio forzado a ganarse la vida. (30) ¿Cómo, entonces, se abordó este problema?
Desde el comienzo hubo que optar entre soluciones alternativas o conjugar preferencias. El profesor recibía un salario por cuenta del consumidor o usuario, transformándose así en un productor asalariado, o bien le pagaba la autoridad -príncipe, comuna o Estado- convirtiéndose en ese caso en un funcionario. El estudiante, a su vez, debía pagar él mismo o su familia, o hacerse de una beca o un benefactor.
Mas el alumno, recordarán ustedes, resultó un mal pagador. De allí que los docentes insistían, en cada ocasión propicia, en su derecho a obtener la collecta. “Consideramos que no es racional que el trabajador no obtenga un beneficio de su trabajo. Por eso decretamos que el doctor que diga discurso de respuesta en nombre del colegio con motivo de la recepción de un estudiante reciba de él en reconocimiento de su trabajo tres libras de tela y cuatro frascos de vino o un ducado”(31), proclamaban los doctores de la Universidad de Padua en 1382. No faltaban críticos de dicho sistema. Bernardo de Clairveux, entre ellos, se rebela contra quienes “quieren aprender para vender su ciencia, ya sea para hacer dinero o para alcanzar honores” los dos motivos, por lo demás, que Abelardo, el primer profesor universitario, confesó lo impulsaban a actuar. Y otro crítico acusaba al maestro que vende palabras y “únicamente llena la oreja del alumno si éste ha llenado su cofre”. (32) Seis siglos más tarde la discusión no se presenta de manera muy distinta. El docente es remunerado como funcionario -con dineros del Estado principalmente- o mediante contrato privado que financian los alumnos o sus familias.
La masificación, sin embargo, ha modificado completamente la contabilidad de los factores, a lo que se agrega una espiral de costos asociada a las tecnologías que usa cada carrera. Como consecuencia, las naciones del mundo invierten hoy alrededor de 276 mil millones de dólares anualmente en la formación de 82 millones de alumnos, con un gasto promedio de 3.370 dólares por estudiante; más de 6.500 dólares en Europa, 1.000 en América Latina. (33)
¿Pueden los gobiernos sostener por sí solos esta costosa empresa? Incluso la opinión de la UNESCO, tan favorable a la educación pública, es negativa. “Difícilmente hay un país que pueda hoy sostener un sistema de educación superior comprensivo sólo con fondos públicos”, señaló ya en 1995. Y agregaba: “parece improbable que esta situación se revierta en los años venideros.” (34)
De manera que las instituciones se han visto forzadas a diversificar sus fuentes de ingreso y a recoger recursos tanto del fisco como del sector privado, incluidas las familias. Los gobiernos han dejando de ser los únicos mecenas, incluso de las universidades estatales. En el caso de la Universidad de Berkeley por ejemplo—una de las más prestigiosas y bien dotadas instituciones públicas de los Estados Unidos—el gobierno estadual financia sólo un 34% de su presupuesto total, comparado con un 50% hace doce años.(35) Por su lado, en casi todas partes del mundo -incluidos Gran Bretaña, China y Hungría- las universidades están empezando a cobrar un arancel (36), motivados tanto por razones de equidad como por la necesidad de financiar presupuestos en permanente expansión.
Aún cuando alineada con estas tendencias, la estructura de financiamiento de la educación superior chilena es bastante única en cuanto a la combinación de fuentes y modalidades que emplea para captar y asignar recursos.
Lo más llamativo es el alto grado de concentración del financiamiento público en sólo un subsector de universidades y sus alumnos: aquellas de origen estatal, o derivadas de ellas, y un grupo de universidades privadas con cuyo desarrollo el Estado se comprometió tempranamente.
Asimismo, cabe señalar el fuerte incremento de los recursos fiscales destinados a esas universidades, los cuales prácticamente aumentaron al doble durante los últimos diez años. Adicionalmente se triplicaron los aportes para la investigación y las donaciones privadas se multiplicaron casi por 4. Del aporte fiscal total, un 25% corresponde a créditos y becas, que favorecen a alrededor de 120 mil alumnos.(37) Los demás recursos se distribuyen bajo la forma de un subsidio institucional directo que beneficia a 25 universidades, a través de un fondo de desarrollo institucional competitivo y, un porcentaje menor, en proporción al número de alumnos con mejores puntajes en la Prueba de Aptitud Académica que atrae cada institución.
También es una peculiaridad de nuestro sistema la elevada contribución privada, que llega aproximadamente al doble de los recursos fiscales. Sin este aporte, la educación superior seguiría siendo excluyente y elitista. Por el contrario, sumadas ambas contribuciones -de origen público y privado- ellas representan un “gasto-país” equivalente a un punto y medio (1,5%) del producto, cifra más que decorosa en términos internacionales aunque todavía insuficiente para las necesidades del país. ¿Por qué insuficiente? Básicamente por dos razones.
Primero, porque el actual esquema de créditos y becas beneficia exclusivamente a los alumnos de las universidades consideradas públicas, dejando fuera a las instituciones privadas las cuales, sin embargo, reciben al mayor número de alumnos provenientes de los liceos municipales y privados subvencionados; es decir, a la mayoría de los jóvenes de menores recursos. (38) Se provoca así el típico “efecto Mateo” según lo denominan los sociólogos (39); es decir, los que tienen reciben y los que no tienen pagan, siguiendo la regla del evangelista que dice: “Pues al que tiene, se le dará más, y tendrá bastante; pero al que no tiene, hasta lo poco que tiene se le quitará”.(Mt. 13, 12)
Segundo, insuficiente también porque los recursos destinados a ciencia y tecnología no aumentan a un ritmo compatible con las necesidades del país. Chile invierte en esta función un 0,8% de su producto, comparado con un 2,3% promedio en el caso de Japón y los países del sud-este asiático; un 1,8% en la Unión Europea y un 1,5% en los países de Oceanía. (40) Esto explica, en parte, que el número de investigadores es reducido, los programas de doctorado escasos y las empresas pierdan competitividad. Bajo tales restricciones, Chile no logrará mantener una alta tasa de crecimiento, aumentar la productividad de la economía y competir en los mercados internacionales (41) ni alcanzará las metas del Bicentenario enunciadas por el Presidente de la República en su Mensaje del 21 de mayo pasado.
En suma, tenemos un sistema de financiamiento cuyos arreglos básicos reflejan las tendencias internacionales pero que admite, y requiere, mejorarse. Por el contrario, no comparto la creencia de que procedimientos más centralizados, regulados desde arriba, financiados exclusivamente por el Estado y administrados por vía burocrática podrían eventualmente resultar más equitativos, dinámicos y de mayor calidad.
Coordinación
En efecto, las instituciones necesitan autonomía. Desde su origen, el trabajo académico ha estado estrechamente vinculado con la independencia de las instituciones y con la libertad para enseñar, reflexionar e investigar. Nada es más contrario al ethos académico que la intervención de una universidad, la burocratización del pensamiento, la censura o el sometimiento a dictados externos. En este nivel sólo es posible educar y aprender por medio de la reflexión y la crítica; sólo en ese clima se puede crear, descubrir e innovar. En consecuencia, debe reconocerse a las instituciones el más amplio estatuto autónomo, sean ellas estatales o privadas, grandes o pequeñas, tengan por misión el servicio público o servir al público conforme a las reglas del mercado. En particular las universidades estatales no deberían verse inhibidas por reglas de contraloría que les impidan actuar con agilidad, ni las instituciones privadas permanecer, más allá de un tiempo razonable, bajo control y supervisión de la autoridad.
Como contraparte de esa autonomía, las instituciones deben responder ante la comunidad. Para eso han de definir con claridad su misión, informar públicamente sobre sus resultados y sujetarse a evaluación de los pares académicos. Tal es la práctica habitual entre las instituciones de mayor prestigio en el mundo, independiente de su carácter público o privado. Varios países de América Latina -Argentina, Brasil, Colombia y México entre ellos- se han adelantado a Chile en adoptar procedimientos para acreditar a sus instituciones. Y lo han hecho sin establecer, por esa vía, una especie de rasero común que borra las diferencias e instituye una forzada homogeneidad.
En fin, para adaptarse a las cambiantes circunstancias externas las instituciones necesitan autorregular su desarrollo. Hoy hay más estudiantes que atender -jóvenes y adultos- con una mayor diversidad de demandas formativas. El mercado laboral reclama nuevas competencias y habilidades. Los mecenas -gobiernos, familias, empresas, agencias de cooperación y fundaciones- tienen sus propias agendas que las instituciones deben satisfacer. Los medios de comunicación y la opinión pública exigen información confiable y evalúan a las instituciones. Así, la educación superior se debate entre expectativas cruzadas. Se le exige más de lo que está en condiciones de proporcionar. Para desplegar sus capacidades, las instituciones deben gestionar sus propios asuntos, sin estar sujetas a estrategias impuestas desde fuera de ellas mismas. Favorece más a su evolución y adaptación que las respuestas sean generadas desde el interior de la comunidad académica que guiadas desde el exterior por una rigurosa administración de las demandas. Sólo dentro de un sistema definido por esas características podría reestablecerse el balance entre expectativas y resultados; entre un entorno que cambia constantemente y la capacidad de las instituciones para corresponder con eficacia.
De-construir mitos
Ayudaría también a ese propósito desechar ciertas creencias que limitan los horizontes de acción.
Por de pronto, cabría deshacerse de la idea de que la educación superior debe atender exclusivamente a los mejor dotados de capital cultural y escolástico. Más bien, vamos hacia una educación superior para todos; hacia el aprendizaje social e institucionalmente distribuido y hacia una situación donde la comunidad deberá garantizar oportunidades de formación a lo largo de la vida de las personas, sin exclusión. La concepción elitista, por el contrario, ha sido superada por la evolución del conocimiento, por las demandas del mercado laboral y por exigencias de equidad y competitividad.
Enseguida, deberíamos desembarazarnos de la concepción puramente universitaria de la enseñanza superior y favorecer por todos los medios su diversificación, con múltiples puntos de entrada y salida, en diferentes niveles y con una variedad de instituciones y medios -presenciales y a distancia- que permitan al alumno trazar su propio camino formativo aprovechando los lugares y tiempos que más le acomoden.
Además, estamos forzados a reconsiderar el carácter estatal o privado de las instituciones. La educación superior, igual que el conocimiento, son bienes públicos, independientemente de la naturaleza jurídica de las entidades que los producen. Formar a un joven chileno en la Universidad estatal “A” o en la universidad privada “B”, redunda por igual en beneficio de la comunidad y genera, en ambos casos también, un retorno privado del que se apropia el graduado o titulado. Del mismo modo, el resultado sustantivo de una investigación académica “constituye una herencia común en que la ganancia del productor individual está severamente limitada”(42), cualquiera sea el perfil de la institución donde aquel se originó. Por el contrario, si tal resultado se expresa como conocimiento propietario, habrá un beneficio mayor para el detentador de la patente y uno menor para la sociedad, sin que importe la adscripción institucional del beneficiario tampoco en este caso.
Adicionalmente convendría prescindir de la idea -arraigada en nuestra cultura académica- de que la calidad de la educación superior depende ante todo del apoyo del Estado. Sin duda éste es indispensable y se justifica por la naturaleza de bien público que revisten la formación superior y el conocimiento y por las fallas y limitaciones que presenta el mercado en estos ámbitos.(43) Además, corresponde al Estado velar por la equidad del sistema, por su transparencia y por la garantía de fe pública depositada en algunos títulos profesionales. Dicho eso, nada indica sin embargo que las buenas universidades sean producto de diseños políticos o resulten automáticamente de la acción del Estado. Allí donde son sólidas y de calidad es porque reúnen un conjunto de características bien conocidas: tienen una misión bien definida, cuentan con académicos exigentes y comprometidos con esa misión, forman a sus alumnos reconociendo sus potencialidades y limitaciones, poseen un núcleo directivo que ejerce liderazgo, tienen arreglos de gobierno que posibilitan procesos legítimos y oportunos de decisión, son sensibles a las demandas, se ajustan a los cambios del entorno, no temen competir, logran diversificar sus fuentes de ingresos y evalúan y mejoran continuamente sus funciones educativas y de conocimiento, aceptando que son éstas -y no otras variables- las que definen su identidad. (44)
Conclusión
En conclusión, puede decirse que la educación superior ha estado puesta siempre en la encrucijada entre su vocación ideal -el deseo de aprender y saber- y la necesidad de responder a las demandas profesionales, técnicas y económicas de su tiempo y lugar. Sin “la búsqueda razonada del conocimiento, no habría universidad. `Pero el espíritu por sí solo no crea su cuerpo'”, atestigua un historiador de la institución.(45)
Algunos piensan que en el mundo contemporáneo el cuerpo social y técnico marchan por delante el espíritu y la reflexión y advierten en ese desfase un decaimiento de la universidad y una pérdida de la vitalidad intelectual de Occidente.
Mas, ¿cómo podría ser así? Nunca antes el conocimiento ha jugado un papel más determinante en la vida de la gente y en la economía de las naciones. Nunca como ahora las ideas, y quienes las producen, han tenido un grado mayor de reconocimiento; incluso tal valor en la plaza pública y en el mercado. Por primera vez en la historia la universidad está en los confines del mundo -desde Tromso cerca del Ártico hasta Punta Arenas en el extremo austral- y se ha convertido, además, en un fenómeno de masas.
Puede ser que para algunos el problema resida justamente allí: en que el saber, hasta ayer escaso, arcano y rodeado por eso del carisma propio de cualquier privilegio, empieza a estar al alcance de todos, al menos como posibilidad. De ser así, sin duda sería una paradoja: pues sólo desde el momento en que la educación superior y el conocimiento se transformen en bienes distribuidos con visión y equidad, servirán para aminorar las guerras y reducir el hambre y la miseria, como anhelaba don Hernán Santa Cruz.
Por mi parte, cierro aquí con una invocación filial. Leí una vez en un antiguo libro que Diógenes aconsejaba castigar al padre cuando el hijo pronunciaba palabras profanas u ofendía a su audiencia.46 Respetuosamente solicito a la Academia acoger con benevolencia mi solicitud, absteniéndose en el futuro de considerar esa exhortación.
Muchas gracias.
1 Hernán Santa Cruz (1984) Cooperar o Perecer. El Dilema de la Comunidad Mundial (Tomos I y II), Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano
2 Hernán Santa Cruz (1984) op.cit., Tomo I, p. 36
3 Ver Harold Perkin (1991) “History of Universities”. En Philip Altbach (ed) (1991) International Higher Education (Volume 1), New York & London: Garland Publishing Inc.
4 Ver Jacques Verger (1973) Les Universités au Moyen Age, Paris: Presses Universitaires de France
5 Ver Peter Moraw (1992) “Careers of gradutes”. En H. de Ridder-Symoens (ed) (1992) A History of the University in Europe (Volume 1) Universities in the Middle Ages, Cambridge: Cambridge University Press
6 Jacques Le Goff (1986) Los Intelectuales en la Edad Media, Barcelona: Gedisa, p.119
7 Citado por Jacques Le Goff, op.cit., p. 97
8 Ver Jacques Verger (1992) “Teachers”. En H. de Ridder-Symoens (ed), op.cit., especialmente la sección “Payment of Teachers”, pp. 151-154
9 Ver lista en Norman Davies (1996) Europe: A History, Oxford: Oxford University Press, Apéndice III, p. 1248
10 Jacques Verger (1973) op.cit, p. 120 de la traducción portuguesa, As Universidades Na Idade Média, Sao Paulo: UNESO (1990)
11 Ver Martin Trow (1973) Problems in the Transition from Élite to Mass Higher Education, Berkeley: Carnegie Commission on Higher Education
12 Ver A. H. Halsey (1965) “The Changing Functions of Universities”. En A.H. Halsey, Jean Floud, and Arnold Andersen (1965) Education, Economy and Society, New York: The Free Press
13 Ver José Joaquín Brunner (1990) Educación Superior en América Latina: Cambios y Desafío,; Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica
14 Ver SRI Project (1988) “New Directions for US-Latin American Cooperation in Science and Technology” (Final Report), p. 44
15 Ver Burton Clark (1998) Creating Entrepreneurial Universities. Organizational Pathways of Transformation, Guildford, Surrey: Pergamon-IAU Press. Asimismo, ver Michael Gibbons (1998) Higher Education Relevance in the 21st Century, Washington D.C.: The World Bank
16 Ver Eyal Press and Jennifer Washburn (2000) “The Kept University”, The Atlantic Monthly, March http://www.theatlantic.com/cgi-bin/o/issues/2000 /03/press.htm
17 Ver Peter David (1997) “The Knowledge Factory. A Survey of Universities”, The Economist, October 4th
18 Ver James B. Appleberry (1998) “National and Local Forces at Work: Challenging Times for Creative People” http://www.aascu.org/news/speeches/120698case.htm
19 Geoffry Maslen (2000) “New University in Vietnam will rely heavily on information technology”, The Chronicle of Higher Education, Wednesday, May 24
20 Ver Marbara Giudice (2000) “France Plans to Create an Internet University”, The Chronicle of Higher Education, May 17
21 Tomado de International Telecommunication Union (1999) Internet for Development http://www.itu.int/ti/publications/INET_99/ExeSum.htm
22 Ver International Telecommunications Union (1999) op.cit.
23 Ver James Appleberry, J. (1998) citado por Vidal Sunción Infante (1999) “O Perfil da Universidade para o Próximo Milenio”, Education Policy Análisis Archive, Vol. 7, Number 32 http://epaa.asu.edu/epaa/v7n32/
24 Henry Rosovsky (1990) The University. An Owner’s Manual, New York: WW. Norton & Company, p. 102
25 Ver H. van Dijk (1992) “History”. En B.R. Clark and G. Neave (eds) (1992), Encyclopedia of Higher Education, Oxford: Pergamon Press, pp.2009-19
26 Ithiel de Sola Pool (1990) Tecnologías sin Fronteras, México: Fondo de Cultura Económica, p. 19
27 Este hecho ha sido reconocido, entre otros, por el Presidente de la Asociación de Universidades y Colleges Estatales de los Estados Unidos. Ver James Appleberry (1998) “The University of the XXIst Century” http://www.cuides.ur.mx/textos/applei.htm
28 Ver Edward Shils (1976) “Hacia una Moderna Comunidad Intelectual en los Nuevos Estados”. En Edward Shils Los Intelectuales en los Países en Desarrollo, Buenos Aires: Ediciones Tres Tiempos. Apareció originalmente en James S. Coleman (ed) (1965) Education and Political Development, Princeton, New Jersey: Princeton University Press
29 Ver Jamil Salmi (2000) “Higher Education at a Turning Point” (manuscrito)
30 Ver Jacques Le Goff, op.cit., p. 95
31 Citado por Jacques Le Goff, op.cit., pp. 96-97
32 Ver Régine Pernoud (1973) Eloísa y Abelardo, Madrid: Espasa-Calpe
33 Ver UNESCO (1998) “World Statistical Outlook on Higher Education”. En Fuentes UNESCO, N°104
34 UNESCO (1995) Policy Paper for Change and Development in Higher Education, Paris: UNESCO, p. 19
35 Ver en Eyal Press and Jennifer Washburn, op.cit.
36 Ver Bruce Johnstone y Pret Shroff-Mehta (2000) “Highr Education Finance and Accessibility: An International Comparative Examination of Tuition and Financial Assistance Policies http://www.gse.buffalo.edu/org/IntHigherEdFinance /publications1.html. Asimismo, Bruce Johnstone, Alka Arora y William Experton (1998) Financiamiento y Gestión de la Enseñanza superior: Informe sobre los Progresos de las Reformas en el Mundo”, Washington D.C.: Banco Mundial. Ver también Colin Woodward (2000) “Worldwide Tuition Increases Send Students into the Streets”, The Chroncile of Higher Education, May 5
37 Ver Raúl Allard (1999) “Rol del Estado, Políticas e Instrumentos de Acción Pública en Educación Superior en Chile”, Revista Estudios Sociales, N° 102, Trimestre 4
38 Ver Ernesto Schiefelbein (1999) “18 Años de Educación Superior sin Aporte del Estado”, Revista Calidad de la Educación, julio
39 Originalmente empleada en el contexto de la sociología de las ciencias, esta fórmula “describe la acumulación del reconocimiento a las contribuciones científicas particulares decientíficos de considerable reputación, y la negación de tal reconocimiento a los que todavía no se hayan distinguido”. Ver Robert Merton (1973) La Sociología de la Ciencia; Madrid: Alianza Editorial, Vol. 2, cap. 20
40 Ver UNESCO (1998) World Science Report 1998, París: UNESCO
41 Ver Felipe Larraín, ……
42 Robert Merton (1964) Teoría y Estructura Sociales, México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 547. La fundamentación clásica de este principio está en Robert Merton (1964) Teoría y Estructura Sociales, México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, cap. XVI
43 Para una revisión del papel de los gobiernos en el financiamiento de las labores de investigación y desarrollo ver Richard R. Nelson (ed) (1993) National Innovation Systems. A Comparative Análisis, New York-Oxford: Oxford University Press. Ver asimismo Scott J. Wallsten (1999) “Rethinking the Small Business Innovation Research Program”, especialmente nota 10. En Lewis Branscomb and James Keller (eds) Investing in Innovation, Cambridge, Massachusetts: The MIT Press
44 Ver The Task Force on Higher Education and Society (2000) Peril and Promise: Higher Education in Developing Countries
45 P. Classen (1983) Studium und Gesellschaft in Mittelalter. Citado por Walter Rüegg, “Themes”. En H. de Ridder-Symoens, op.cit., p. 11
46 Ver Robert Burton (1577-1640) The Anatomy of Melancholy