Discurso de Incorporación de Eugenio Tironi Barrios como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
Para quién ha tenido una vida académica tan plagada de sobresaltos, ser invitado a incorporarse a esta Academia representa un honor sin igual. En esta casa reside esa vasta corriente intelectual que dio origen y da sentido a la idea que nos une, a eso que damos el nombre de Chile, y que aprendí a amar gracias a mis padres y hermanos. Es por ellos y con ellos que estoy en este lugar.
Es un doble honor que me corresponda ocupar el sillón del general Ernesto Videla Cifuentes.
Siguiendo las huellas de su padre, Ernesto Videla fue un ingeniero militar con una carrera profesional brillante. Esto le condujo a ejercer responsabilidades muy superiores a su grado, lo que hizo siempre con extrema modestia. Fue por encima de todo un general del Ejército de Chile. Pero lo que más recordamos de el es una paradoja: que esa carrera, de armas, militar, haya sido puesta al servicio de la paz.
Al general Videla le correspondió dirigir una de las empresas más complejas trascendentes de nuestra historia reciente: la defensa de Chile en la mediación papal por el conflicto del Beagle, y luego la implementación del acuerdo de límites con Argentina. Su espíritu de diálogo, su calidad humana, así como esa alegría que iluminaba su rostro, le valieron el respeto y el aprecio quienes fueron sus interlocutores en las negociaciones que le tocó encabezar; pero también de sus compatriotas de todo el arco ideológico, lo que fue una proeza en tiempos donde reinaban la intransigencia y la polarización.
Videla no figurará en ningún panteón de héroes de guerra. Pero tiene un sillón asegurado en el panteón de los héroes de la paz; ahí donde honramos a quienes han hecho posible que podamos reunirnos, como estamos hoy, y reflexionar sobre algo cuya condición primordial es precisamente la paz: la felicidad.
El tema, para mí, tiene una cierta historia.
Corría noviembre de 2005. Chile respiraba optimismo por los cuatro costados, a pesar de la derrota 5 – 0 frente a Brasil en el Mané Garrincha, que lo dejaba fuera del Mundial de Alemania 2006. La economía crecía a tasas cercanas al seis por ciento. El socialista Ricardo Lagos dejaba La Moneda rodeado del apoyo popular. En la plaza San Pedro era canonizado el padre Alberto Hurtado. El Metro de Santiago inauguraba la línea 4 y se anunciaba la extensión de las líneas 2 y 5. En pocos días se realizarían las elecciones presidenciales que condujeron al triunfo de Michelle Bachelet, la primera mujer en ocupar el sillón de O`Higgins. Chile iniciaba una nueva época, con una sociedad más madura y segura de sí misma, con una población más orientada a las oportunidades que le ofrecía el futuro que a los fantasmas que heredaba del pasado.
Fue entonces cuando publiqué en El Mercurio una columna que llevaba como título “¿Es Chile un país feliz?”. Lo que le dio pie fue un libro del economista británico Richard Layard, publicado ese mismo año. Jamás imaginé que esa modesta columna sería tomada por muchos lectores como una apostasía.
Algunos temieron que la invocación de la felicidad no fuese más que una excusa para cuestionar “el modelo”, o peor aún, imponer un “modelo” de tipo europeo. Otros me acusaron de dar crédito científico a lo que no era más que una apología de la subjetividad o la intuición. Me defendí como pude, y plasmé mis ideas en un pequeño libro, Crónica de viaje. Chile y la ruta de la felicidad, publicado a comienzos de 2006. Como es usual, pasó sin pena ni gloria.
Desde entonces, sin embargo, las cosas han evolucionado.
Numerosos líderes de naciones desarrolladas, incluso de derechas como Nicolás Sarkozy y David Cameron, hicieron suya la doctrina de Jigme Dorji Wangchuck, el rey de Bután, según la cual hay que prestar más atención al FIB (la Felicidad Interna Bruta) que al PIB (el Producto Interno Bruto).
Pero esto no tranquilizó a mis impugnadores, que se se preguntaban si acaso ésta no manía propia de las naciones industrializadas, ya aburridas de tanta prosperidad.
La respuesta vino de la Sexta Sesión Plenaria del Decimosexto Comité Central del Partido Comunista Chino. Éste, en lugar de llamar al crecimiento económico a cualquier precio, como era lo habitual, llamó a la construcción de una “sociedad armoniosa” que sea “garantía para la prosperidad del país, para el rejuvenecimiento de la nación y para la felicidad del pueblo”.
Luego vino el turno de Naciones Unidas. Su Asamblea General de julio de 2011 adoptó por unanimidad la Resolución 65/309, la cual “invita a los Estados Miembros a que emprendan la elaboración de nuevas medidas que reflejen mejor la importancia de la búsqueda de la felicidad y el bienestar…”.
Chile dio otra sorpresa, cuando en mayo 2010 el presidente Sebastián Piñera pidió al Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo un Informe sobre la felicidad de los chilenos, el cual le fue entregado en agosto de 2012 en una ceremonia en La Moneda, la que tuvo como invitado especial nada menos que al Ministro de la Felicidad” de ¡Bután!
Así, los tiempos en que hablar de la felicidad se estimaba “prematuro e inconveniente”, pues desviaba el foco del crecimiento económico y podía llevar a cuestionar los fundamentos de “el modelo”, llegaban a su fin.
Para confort de los más escépticos, en 2006 la revista británica The Economist anunció el nacimiento de una “nueva ciencia”. Apelando a la autoridad de un Premio Nobel de Economía, el psicólogo Daniel Kahneman, tachó de “incorrecta” la objeción según la cual las mediciones sobre felicidad carecerían de validez científica por el hecho de provenir exclusivamente del registro de opiniones mediante encuestas. No será perfecto, pero “es lo que su oculista hace cuando le prueba los lentes”: usar el reporte de la experiencia subjetiva como información científica (Daniel Gilbert).
Si se puede con la visión, en efecto, ¿por qué no se podría con la felicidad?
El hecho es que hoy por hoy gran parte de los países de la OECD han incorporado la medición del bienestar subjetivo a su sistema de estadísticas nacionales. Lo mismo ha sucedido en Chile, cuando el gobierno anterior la incorporó a la encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN).
Para los más incrédulos, sin embargo, la consagración definitiva vino cuando la prestigiosa Harvard Business Review, en 2012, ésta anunció que “ha llegado el momento de reflexionar acerca de la noción de felicidad”, ya que ésta “puede tener un impacto tanto a nivel de las empresas como de los países”. Y agregaba que “hemos aprendido ya una enormidad sobre cómo hacer a la gente más feliz. Seríamos estúpidos si no usáramos ese conocimiento”; para rematar con la siguiente sentencia: “como sabemos, lo que se mide se gestiona”.
Tratándose de medir, nada mejor que los economistas. De hecho éstos desplazaron a los filósofos y psicólogos y tomaron el control de la “nueva ciencia”. En los últimos veinte años se estima en más de mil los artículos publicados sobre la materia en los journals académicos más reputados del mundo, con uno especialmente dedicado al tema: el Journal of Happiness Studies.
La felicidad, en suma, se ha vuelto una causa universal, a la que se alude desde la política y la academia, desde los gobiernos y la empresa, desde el capitalismo y el comunismo.
Pero no es una idea nueva.
La cuestión de la “buena vida” ha estado presente en toda la historia de la humanidad. Pero fue la Ilustración la que marcó un punto de quiebre. Ésta rompió con la idea de que no importa si en esta tierra los humanos deben soportar una vida miserable, toda vez que la felicidad les espera en el otro mundo. E impuso, en cambio, la noción de que ellos pueden y deben ser felices en esta vida, y que si no lo son, es porque algo anda mal, y está en sus manos corregirlo. Como anota Lipovetsky, “la secularización del mundo avanzó en concierto con la sacralización de la felicidad aquí abajo”.
Tl ruptura fue la que condensó en su famoso aforismo quien fuera conocido como “Arcángel del Terror” por su extrema crueldad durante la Revolución Francesa, Louis de Saint-Just: “la felicidad —anunció— es una idea nueva en Europa”.
Michel de Montaigne, en sus Ensayos escritos a mediados de siglo XVI, contienen una magnífica ilustración de esa ruptura—lo que le valió que por años estuvieran en el índice de las obras subversivas, perniciosas e inmorales.
No hay que esperar la “muerte feliz” para alcanzar la felicidad, escribía; hay que buscarla en la “vida feliz”, donde se alternan períodos de inquietud y de sosiego, de privación y de satisfacción. “La felicidad depende de nosotros”, y “nadie está por tiempo prolongado en un estado de sufrimiento sino es por su falta”. Pero la “buena fortuna” es escasa, leve, y breve, por lo que hay que aprovechar todos los instantes en que se presenta. De ahí que “un espíritu demasiado preocupado por el porvenir es infeliz”.
Tres siglos después, el vienés Sigmund Freud se preguntaba por qué los humanos no renuncian a interrogarse, una y otra vez, acerca del “propósito de su vida”, sin encontrar una “respuesta satisfactoria”. Lo hacen, se responde, porque “quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla”, pues “la vida, tal como se nos impone, es demasiado dura para nosotros; nos trae demasiadas penas, frustraciones, tareas imposibles”. E insisten en ello aún sabiendo que “el programa que nos impone el principio del placer, el de ser felices, es irrealizable”. Y terminaba con una sentencia lúgubre: “la intención de que el hombre sea “feliz” no está contenida en el plan de la `Creación´”.
No obstante la advertencia de Freud, ser feliz trae beneficios, y la gente lo sabe. Así lo confirma la “nueva ciencia”.
Su evidencia —como decíamos— se basa en el reporte directo que hacen los individuos encuestados a partir de la pregunta siguiente: “Tomando todas las cosas en su conjunto, ¿diría usted que es muy feliz, bastante feliz, no muy feliz o nada feliz?”. Los llamados “datos duros” quedan aquí totalmente de lado. Lo mismo la noción de lo que “es” o “debería ser” la felicidad. Es un tipo de medición que se limita a capturar la experiencia subjetiva de cada individuo a partir de su propia escala de valorización.
La voluminosa evidencia así recogida indica que los individuos que se declaran más felices son menos depresivos, se casan más y se divorcian menos. Al mismo tiempo disponen de más amigos, son más cooperativos, participan más en las asociaciones comunitarias, hacen mejor su trabajo, les va mejor en su empleo y alcanzan por consiguiente mayores ingresos. Y por si lo anterior no fuera suficiente, poseen un sistema inmune más robusto, lo que los vuelve más saludables y longevos.
Por el lado que se le mire, en suma, la felicidad parece ser un buen negocio. Lo es para las personas, las familias, las comunidades, las empresas, los países.
No obstante lo anterior, ella es un recurso cada vez más escaso. Los países desarrollados, pese la ininterrumpida mejoría de sus condiciones materiales de vida, muestran un estancamiento y en algunos casos una declinación de sus niveles de bienestar subjetivo.
Esto ha conducido a la “nueva ciencia” a esforzarse por identificar los mecanismos que producen, o bien que alejan o disipan la felicidad.
Algunas de sus conclusiones resultan obvias, como el hecho que quienes disponen de buena salud son sistemáticamente más felices. También quienes poseen más educación, independientemente de su nivel de ingresos.
Lo mismo quienes tienen una vida sexual más frecuente. Ya lo decía Freud: la sexualidad procura una “sensación placentera avasalladora, dándonos así el arquetipo para nuestra aspiración a la dicha”. Ella exige la inmersión total del individuo en lo que está haciendo, lo que lo aleja una de las fuentes primordiales de la desdicha: el tener la mente deambulando sin foco ni destino. Algo semejante produce el acto de comer, y en ciertas ocasiones el trabajo, que son por lo mismo otras fuentes importantes de felicidad.
Los individuos casados o con parejas estables son ostensiblemente más felices que los divorciados, separados, viudos o solteros. Esto se debe en parte a que —y contra lo que se piensa—, a que estos tienen una vida sexual más intensa, con los beneficios ya mencionados. La vida en pareja provee además de otra experiencia afectiva clave para la felicidad: la familia. Al parecer nada, ni el sexo, el empleo, la educación, la riqueza, la libertad, los amigos o la comunidad son más importantes que la familia para la felicidad de las personas, y los individuos que destinan más tiempo a ella son los que se declaran emocionalmente más satisfechos.
La interacción frecuente con amigos, vecinos y familiares tiene también un impacto positivo para el bienestar emocional. Lo mismo la participación en instancias de convivencia social y compromiso cívico. En otras palabras, todo lo que estimule relaciones sociales basadas en la confianza y la reciprocidad.
El filósofo Alain Badiou dice que “toda felicidad es un gozo finito de lo infinito”. Pero esto requiere una idea de verdad capaz de producir emoción, afecto, entusiasmo: algo que empuje al individuo a alcanzar dentro de sí algo de lo que no se sentía capaz. Todo esto es lo que provee la religión. De ahí que la fe y la práctica religiosa se correlacionen positivamente con la felicidad.
Boris Cyrulnik sostiene que la felicidad es “la victoria sobre el dolor”; y que si los creyentes son más felices es porque superan mejor el dolor. Roland Inglehart, por su parte, indica que la fe ofrece un “sentido de predictibilidad y seguridad” que las personas no encuentran en otras esferas, lo que les ayuda a ser más felices.
En fin, por los motivos que sea, lo cierto es que los creyentes y los que practican una religión se reportan sistemáticamente mas felices que los agnósticos, ateos y creyentes pasivos.
Pero esa misma “ocasión de experimentar lo Absoluto”, a la que alude Badiou, la pueden proveer otras creencias no necesariamente religiosas. Este por ejemplo el caso de las ideologías. Por esto mismo, cuando éstas se derrumban, se produce un vacío espiritual que provoca el desplome de los niveles de felicidad. Es lo que ha ocurrido —como veremos luego— en las naciones del Este de Europa, donde el derrumbe del comunismo ha arrastrado consigo las tasas de felicidad.
La acción es otro factor productor de felicidad. Lo decía Montaigne: la pasividad conduce al aburrimiento o a la especulación, y éstas son siempre fuente de tormento. La “nueva ciencia” lo confirma. La persona está menos ansiosa cuanto más actúa, lo que contribuye a aplacar el sufrimiento y elevar los niveles de felicidad. Acción y concentración; esto que provee, ya lo decíamos antes, la sexualidad, la comida y el trabajo.
Tener un empleo estable, en efecto, es otro factor importante de la felicidad. En el trabajo, decía Freud, se depositan “componentes libidinosos, narcisistas, agresivos y hasta eróticos”. Pero además tiene otro beneficio: el inserta al individuo “en forma segura en un fragmento de la realidad, a saber, la comunidad humana”.
Como señala Jeffrey Sachs, en el caso del desempleo “lo que conduce a la caída de la felicidad — no es tanto perder ingresos, sino lo que implica en términos de pérdida de autoestima y de la vida social que proporciona el trabajo”. Esto explica por qué, después del divorcio, el desempleo es el evento más nocivo para la felicidad de las personas.
Hay también otros factores a tener en cuenta, como la segregación. Los individuos y grupos que se sienten discriminados son sistemáticamente menos felices que el promedio de la población. Lo mismo ocurre con la percepción de inequidad o desigualdad socio-económica, aunque la intensidad de la desdicha dependerá del contexto. Hay culturas o sociedades que las aceptan más que otras, en cuyo caso su impacto sobre la felicidad será menor que en aquellas en las que el umbral de tolerancia es más bajo.
¿Puede el dinero comprar felicidad? No es posible hablar de este tema sin responder a esta pregunta.
En parte sí. La “nueva ciencia” muestra que las naciones más ricas reportan niveles de felicidad más altos. Para las naciones pobres, por consiguiente, el incremento de la prosperidad material va acompañado de un salto del bienestar subjetivo de sus habitantes. Del mismo modo está ratificado que los individuos y grupos más acomodados son en promedio más felices que los más desposeídos. Por lo mismo, cuando estos acceden a ingresos superiores y a una mejor calidad de vida materia experimentan un brinco en su nivel de felicidad.
En el caso de los pobres, en suma, el dinero sí compra felicidad. No así en el caso de los ricos.
Es lo que demostró el economista Richard A. Easterline en un artículo que publicó en 1974, y que creó escuela. En el demostraba que en la medida en que las naciones se hacían más prósperas, efectivamente aumentaban su nivel de felicidad; pero que una vez alcanzado un cierto umbral, el incremento del bienestar económico deja de hacer una diferencia en materia de felicidad, la que incluso tiende a declinar. Este hallazgo fue bautizado como la “paradoja de Easterline”.
Lo que se concluye de todo esto es que la correlación entre riqueza y felicidad no es lineal. A partir de cierto nivel ellas se desacoplan. Daniel Kahneman le ha puesto número: para un estadounidense, “el incremento promedio del bienestar experimentado” con un ingreso por encima de los 75 mil dólares anuales es prácticamente “cero”. Cruzado este umbral, cualquier elevación del ingreso “está asociado con la reducción de las habilidades para disfrutar de los pequeño placeres de la vida”. Desde el punto de vista de la felicidad esto tiene efectos dañinos que no son compensado por el mayor ingreso monetario. Esta brecha se amplía cuan más alto esté situado el individuo en la escala socio-económica: para éste, más dinero es menos felicidad.
Dos destacados economistas, David Blanchflower y Andrew Oswald, luego de analizar una encuesta de 50 mil casos aplicada en 35 naciones, llegaban a la siguiente conclusión: “en países donde la población se está muriendo de hambre el crecimiento económico es universalmente mirado como un objetivo clave. (…) Pero en la medida en que las economías se hacen más ricas, pueden plantearse la cuestión de si acaso necesitan ser más ricos”, habida cuenta que “la mayor prosperidad parece no comprar felicidad extra”.
He descrito hasta aquí algunos de los hallazgos generales de la ciencia de la felicidad. Lo que cabe preguntarse ahora es qué pasa en América Latina.
Hay un dato que a primera vista resulta desconcertante. Todo los estudios disponibles coinciden: uno, que los latinoamericanos —esto incluye a los chilenos— están en el rango superior de los ránkings de felicidad; y dos, que lo que logran en este ámbito es desproporcionadamente altos en relación al grado de desarrollo de sus países.
En efecto, con un ingreso per capita y una esperanza de vida significativamente inferiores a América del Norte, Europa y Australia, por ejemplo, América Latina cuenta con niveles de felicidad muy parecidos. Y cuando se le compara con los países de Europa del Este, el resultado es aún más promisorio: con índices económico-sociales iguales o menores, consigue tasas de felicidad muy superiores.
Es la “paradoja latinoamericana”, como la ha bautizado la OECD: “Un alto nivel de satisfacción con la vida tomando en cuenta su nivel de desarrollo económico”.
Tal “paradoja” se vuelve aún más perturbadora cuando se presta atención a otros indicadores, como la desigualdad socioeconómica y la tasa de homicidios por habitante, que en América Latina son las más altas del mundo.
La interrogante que surge entonces es la siguiente: ¿qué hace que las sociedades latinoamericanas consigan tasas de felicidad superiores a las que corresponderían a su nivel de desarrollo económico, a sus grados de desigualdad y a sus tasas de violencia? O dicho de otro modo, ¿cuáles son los factores o elementos que le permiten compensar las variables de índole socio-económicas para situarse tan alto en las escalas de bienestar subjetivo?
Destinaré los minutos que restan a intentar responder a esta interrogante.
Ronald Inglehart y un grupo de colegas sostienen que hay sociedades que son “overachivers” —esto es, que “dejando de lado su nivel económico, hacen un mejor trabajo maximizando el bienestar subjetivo de su población”— y otras “underachievers” — esto es, que con niveles económicos más elevados obtienen menos felicidad de la esperada. Entre entre las segundas están los países ex-comunistas de Europa, y entre las primeras las sociedades latinoamericanas.
¿Qué hace la diferencia entre ambos conjuntos?
Lo primero que destacan es el nivel de religiosidad —que ya hemos visto, influye de manera importante sobre la felicidad pues contribuye a soportar las penalidades de la vida e imaginarse un futuro. América Latina es la región más católica del planeta, y con una fuerte y ascendente presencia de religiones evangélicas que coexisten pacíficamente con el mundo católico dominante. Esto contrasta fuertemente con la situación de los países del Este de Europa, donde la erosión de las creencias religiosas bajo el comunismo y, luego el colapso de éste último, ha zambullido a su población en una profunda crisis de identidad y de sentido. tanto individual como colectivo.
Lo segundo es la robustez de lo que Inglehart llama el “mito nacional”.
América Latina goza de un curioso récord: ocupa el primer lugar del “ranking internacional de orgullo nacional”, superando largamente a Estados Unidos y Europa. Este acendrado “orgullo nacional”, sin embargo, no ha sido fuente de conflictos y guerras como las que han desangrado a Europa, y que tuvieron como víctima preferente a las poblaciones de los países de la Europa del Este. En éstas las huellas emocionales de la guerra fueron en parte superadas por una ideología —el comunismo— que diseminó en su población el orgullo de estar construyendo una sociedad superior que era un faro para el mundo y que hacía de sus Estados nacionales actores importantes en el sistema internacional. Este proyecto colapsó, llevando las tasas de felicidad a niveles muy inferiores a las que correspondería a su nivel económico.
Si es cierto, entonces, que la religiosidad y el orgullo nacional son factores que facilitan superar las penurias de la vida material y alcanzar mejores niveles de felicidad, Latinoamérica tiene la suerte de contar con ambos, y en abundancia. Esto quizás explica por qué posee una tasa de felicidad excepcionalmente alta vis a vis su nivel de ingreso, su desigualdad, e incluso su violencia.
Pero la “paradoja latinoamericana” se explica también por otros elementos. El más importante es la familia, que la “nueva ciencia” ha consagrado como una de las llaves maestras de la felicidad. Estudios que realizáramos hace algunos años en Cieplan, muestran que en América Latina la densidad e intensidad de las relaciones familiares son excepcionalmente elevadas. Lo mismo ocurre con los vínculos de amistad.
¿Qué ocurre, sin embargo, con la segregación y discriminación, que sabemos son grandes fuentes de desdicha?
Desde el punto de vista racial, la respuesta latinoamericana se llama mestizaje. En AL se da un fenómeno difícil de encontrar en otras regiones del mundo —y desde luego, no en Estados Unidos—: que la mayoría de la población, junto con declararse feliz, se auto-define como mestiza. El mestizaje, por lo visto, ha probado ser un antídoto bastante eficaz para contrarrestar los perversos efectos de la segregación sobre el bienestar subjetivo.
En cuanto a la discriminación, su principal fuente es la desigualdad, materia en la cual América Latina ostenta el récord mundial. Desde hace mucho tiempo se ha planteado que aquí se anida una “violencia estructural” que se interpondría ya no sólo a la felicidad, sino a la paz y la democracia. Pero no ha sido así: ¿por qué?
Una explicación posible es que —en esta materia al menos— los latinoamericanos somos como los estadounidenses; que disponemos de una alta tolerancia a la desigualdad, la que está justificada por elevadas expectativas de movilidad social y por la noción de que ambas, la desigualdad y la movilidad, obedecen a factores adquisitivos (el esfuerzo, el trabajo, los hábitos individuales) antes que adscriptivos (el sistema o las instituciones). Lo que se ha visto reforzado porque, al menos en las últimas décadas, la población ha experimentado en carne propia experiencias de movilidad sin precedentes y confía que esta trayectoria no se ha agotado, ni para ellos ni menos aún para sus hijos.
Pero volvamos a las enseñanzas de la “nueva ciencia”, que nos advierte que una vez alcanzado un determinado nivel de bienestar económico, la felicidad no tiene que ver con el mayor ingreso de las personas, sino con la calidad de los vínculos que mantienen unas con otras, con el sentimiento de pertenecer a algo superior a uno mismo (la comunidad, la Iglesia, la clase o la Nación), con un sentido de seguridad y futuro, con tiempo y posibilidades de diversión, y con la “estabilidad ambiental y ecológica del mundo que nos rodea” (NYT).
De todo eso dispone América Latina en abundancia —o al menos más que otras regiones del mundo. Por eso ostenta el récord mundial en la producción de felicidad con poco dinero —o para decirlo de otro modo, por esto posee la más alta rentabilidad PIB / FIB del planeta.
La OECD le denomina la “paradoja latinoamericana”. Más justo sería llamarlo el patrimonio latinoamericano.
Un patrimonio que, sin embargo, podría estar amenazado. En parte por la erosión de los vínculos y creencias que se anidan y tejen en las familias, las prácticas religiosas, la amistad, el vecindario, el orgullo nacional, a causa de los procesos de individuación que trae consigo el tipo de modernización en curso. Y en parte también por la frustración que se podría engendrar si esta última no satisface las ilusiones que ha engendrado en la población, que espera alcanzar por su intermedio más y mejores oportunidades de progreso y movilidad social.
Chile, con un ingreso per cápita que se empina ya a los 25 mil dólares y una democracia plenamente consolidada, tiene la oportunidad —y por que no decir, la obligación— de adelantarse y reflexionar sobre como vamos a evitar el “maleficio de la abundancia”; ese que ha conducido al estancamiento o declinación de las tasas de felicidad en países a los hasta ahora hemos mirado como modelos a seguir. En meditar cómo vamos a cuidar nuestro más valioso patrimonio: esta fábrica social que nos ha permitido ser líderes mundiales en la producción de la riqueza más escasa en la civilización de nuestros días, la esquiva felicidad.
Muchas gracias.