Discurso de Incorporación de Enrique Barros Bourie como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
Estoy muy reconocido a la Academia por haberme distinguido con el honor de incorporarme entre sus miembros. Ocuparé el lugar que ha dejado Hernán Godoy Urzúa, de los primeros universitarios chilenos que asumieron la sociología como profesión. Conocí su ‘Caracter Chileno’ en 1976, cuando en pleno trabajo de mi propio doctorado en el extranjero, la pregunta por Chile socavaba dolorosamente el espíritu. En la recopilación de textos de Hernán Godoy encontré una luz para comprender a mi país que resultó más explicativa que decenas de ensayos teóricos. A pesar de su impecable formación académica, en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, en Madrid y en Berkeley Hernán Godoy dejó hablar sobre Chile a los cronistas, viajeros, historiadores, estadistas y poetas. Gracias a este mosaico de prolija arquitectura, aparecen los matices de la sociedad, la cultura y el carácter chileno. Por cierto que su obra es de interés para los estudiosos pero presiento que sus destinatarios naturales somos simplemente quienes queremos comprender a Chile. La obra de Hernán Godoy muestra su erudición de académico profesional, pero su mayor legado parece provenir de su humilde generosidad y de su afecto por este país.
En circunstancias que mi propia vida intelectual y profesional ha estado dedicada al derecho, intentaré transmitirles mis principales ideas acerca de la disciplina a partir de la pregunta por lo público y lo privado, para luego concluir, en el espíritu de mi antecesor, con algunas reflexiones acerca de la cultura jurídica chilena.
Lo público y lo privado son conceptos analógicos, que admiten sentidos diferentes en los múltiples contextos en que son utilizados. No intentaré analizar exhaustivamente el uso que hacemos de esos conceptos en el derecho, sino recurrir a ellos para discernir las tareas y características del derecho en la sociedad de nuestro tiempo. Confío en que cada uno de los contextos ilustrará el sentido con que hablaré de lo público y lo privado.
La exposición comprende dos puntos: en la primera me referiré, en general, a la esencial publicidad del derecho y, luego, a cuatro ámbitos en que se muestra la geometría variable que tienen lo público y lo privado en el derecho contemporáneo; la segunda es un excurso sobre el concepto de lo público en la cultura jurídica chilena.
I Ámbitos de lo público y lo privado en el derecho actual
La publicidad elemental del derecho
Si nos miramos desde las profundidades de la caverna, el derecho es público en un sentido antropológico muy elemental: desprovistos de instintos suficientemente fuertes y precisos, los hombres debemos llenar con instituciones, con prácticas comunes, el vacío y la oportunidad que abre nuestra constitución biológica (Gehlen). Tendemos a la paz y necesitamos la colaboración recíproca, pero nuestra naturaleza también nos predispone a la violencia y al egoísmo. La necesidad de encauzar la agresividad y de hacer fructíferas nuestras relaciones es una tarea que el hombre ha debido asumir en todos los tiempos. Las instituciones expresan el orden que crea la cultura, de la mano de la experiencia y la razón, para favorecer la convivencia. Como las demás instituciones, el derecho contribuye a darnos cobijo y seguridad, dando forma a nuestra subjetividad. La publicidad del derecho se muestra con especial nitidez cuando el orden es infringido: el acto de violencia o de deslealtad pierde, en razón del derecho, el carácter de una ofensa personal que clama por venganza directa, y deviene en la infracción a una regla o un principio objetivo de convivencia. El derecho encauza el sentimiento más profundo de venganza o autoreparación frente al daño sufrido. Los estudios comparados del comportamiento humano nos muestran que desde sus orígenes más remotos el hombre ha inventado las más ingeniosas formas de pacificación. Pronto, decía Cicerón, la multitud que en el desorden se dispersaba, mediante la concordia llegó a formar comunidad. Las instituciones jurídicas modernas son refinadas creaciones culturales, y en tal sentido públicas, que también propenden al mantenimiento de la paz y nos hacen posible la colaboración.
La publicidad específica del derecho se muestra con nitidez en la virtud que se le asocia con naturalidad. La justicia sólo establece umbrales mínimos de convivencia. Las directivas del derecho, en correspondencia, sólo nos exigen actuar con corrección y con decencia. Su observancia no merece especial elogio, porque es una mera condición para convivir civilizadamente. La ley civil hace posible la sociedad entre los hombres, pero no define la calidad afectiva o espiritual más profunda de la relación que logramos en la familia, el trabajo, los negocios o la sociedad política. Recíprocamente, la justicia, en su sentido moderno, más preciso que el bíblico, es una virtud más modesta que el amor o la caridad. Es la más pública de las virtudes y se expresa en la disposición y el hábito de ser simplemente buenos ciudadanos. El derecho no exige heroísmo, ni santidad; le basta la honorabilidad, incluso la fundada en la mera conveniencia. Por eso, como lo expresó un célebre juez británico, el precepto bíblico que nos llama a amar al vecino, se restringe en el derecho a que no se le debe causar daño. El derecho se limita a establecer lo mío y lo tuyo, y, en la posición de juez, lo que corresponde a cada cual. Giotto pinta la justicia como una reina de semblante sereno, pero frío, que sostiene la balanza con la mirada de quien no se deja dominar por las pasiones. En el fondo, el derecho es a nuestras relaciones en sociedad lo que la gramática es al lenguaje (Fuller): es la forma más elemental, a partir de la cual se puede establecer la comunicación, incluso entre personas alejadas física o afectivamente entre sí. Dentro de los límites de la justicia, el derecho no atiende a la calidad intrínseca de la relación que mantenemos con los demás. Pero establece un umbral de moralidad, para que resulte posible la vida en sociedad. Por eso, carece de sentido intentar la caridad, fundada en el amor, si antes no se cumple con el simple deber que impone la justicia. Del mismo modo como la justicia es la más pública de las virtudes, el derecho es el más elemental de los bienes que puede disfrutar la sociedad.
El derecho es además público en cuanto a su forma: Si se mira atrás en el tiempo, parece que recién tiene sentido hablar de derecho cuando existen jueces y se establece un régimen público de sanciones coactivas. En otras palabras, el derecho supone una organización pública mínima, que con el tiempo ha derivado en un conjunto de órganos públicos que conforman el Estado moderno. Esta radical publicidad del derecho es también fuente de sus limitaciones. El derecho se vale de medios eficaces, pero toscos. Por lo mismo, las tradiciones jurídicas más fuertes reconocen que su primera función no es transformarnos en virtuosos, sino la más modesta de hacernos posible coexistencia. El derecho pone un límite externo a nuestra propensión al abuso y a la violencia y favorece la cooperación entre individuos propensos a medir su propio interés con una vara distinta que el ajeno. Su tarea no es realizar el mejor de los mundos, sino, más bien, evitar los riesgos del peor y, sólo entonces, servir de supuesto para una convivencia fructífera. La rudeza de sus medios coactivos, hace del derecho un instrumento inepto para actuar sobre las convicciones o para obtener ideales de perfección.
En definitiva, la publicidad del derecho se muestra en todas sus características esenciales: en su función antropológica como institución, en la naturaleza relacional de las virtudes en que se sostiene y de los bienes que realiza y en la organización de la coacción de que se vale para asegurar su cumplimiento. La medida de la potencia del derecho como orden positivo de las relaciones en sociedad es también la de sus limitaciones y riesgos. En razón de su positividad el derecho moderno ha devenido en un continuo proceso legislativo y regulatorio. Sus normas se imponen con independencia de las razones que tengamos para observarlas, gracias a una jurisdicción obligatoria, cuyas decisiones se imponen por la fuerza. Parte importante de la ciencia jurídica moderna lo ha concebido radicalmente a partir de estas características que lo distinguen de cualquier otro ordenamiento. El resultado es que lo público deje de ser para el derecho lo que genéricamente interesa a la comunidad, como se entendió por los antiguos, y pase a ser concebido en un sentido restringido, como lo estatal.
La lógica de las regulaciones
El poder se encuentra en la base del derecho moderno. En su sentido más estricto el derecho es público porque es el instrumento de que se vale la política. Es una constatación diaria que las autoridades públicas dictan leyes, decretos y resoluciones administrativas con los fines más diversos. La necesidad de legislación y gobierno tiene, ante todo, la función de satisfacer lo que los economistas con precisión analítica han llamado bienes públicos, esto es, aquéllos que la coactuación espontánea de las personas y empresas no está en condiciones de realizar, porque el esfuerzo que cada cual haga por separado para satisfacerlos no es significativo para la consecución del objetivo (Hayek). A pesar de que el interés que expresan los bienes públicos es común a muchos, no puede razonablemente ser satisfecho mediante contribuciones individuales. La persecución criminal, la administración de justicia (en la medida que no sea privatizable su ejercicio por medio de arbitrajes), la fuerza pública, la defensa y la legislación son ejemplos clásicos de bienes de este tipo. El Estado también debe corregir los efectos negativos que ciertas actividades privadas producen respecto de la comunidad y que no están naturalmente incorporadas como costos en la producción de los bienes, como ocurre notablemente con las regulaciones urbanísticas y medioambientales. A ello se agregan las clásicas funciones de justicia distributiva, que han pasado a formar parte de las definiciones constitucionales básicas de la sociedad contemporánea, y que consisten en asegurar a las personas y grupos humanos un umbral mínimo de existencia y de igualdad de oportunidades, atendidas las condiciones generales de desarrollo, en materias de educación, salud, vivienda, seguridad social y servicios comunitarios.
La tarea del gobierno es la producción de un efecto deseado, un fin que se pretende lograr mediante regulaciones y prestaciones sociales. Para satisfacer estas funciones, el Estado obtiene financiamiento forzoso de las personas privadas, gravándolas en los roles más diversos, como consumidores, trabajadores, empresarios, propietarios, rentistas. Los ancestros más visibles del constitucionalismo y de la democracia moderna son precisamente los fueros, que impedían establecer impuestos sin el consentimiento de los contribuyentes. Esa sigue siendo una facultad del Parlamento, el órgano democrático que representa más inmediatamente a los ciudadanos. Pero, en esencia, la actuación del Estado en estas áreas se produce mediante gasto (sea directo o por subsidio) y regulaciones.
El derecho tiene poco que decir respecto de los fines cuando el Estado actúa como regulador o servidor de la comunidad. Es cierto que las constituciones contemporáneas, incluida la chilena de 1980, reconocen derechos sociales basados en consideraciones de justicia distributiva, a la salud, la educación y a la seguridad social. Sin embargo, la autoridad sólo secundariamente está controlada por los jueces en el cumplimiento de esas tareas. Por otro lado, es excepcional que acciones judiciales autoricen hacer valer directamente esos derechos. Los jueces cautelan, en un estado de derecho en forma, que esas potestades sean ejercidas de acuerdo con los procedimientos que establece la ley y en el marco de las atribuciones conferidas. Los jueces constitucionales, por su parte, pueden ser llamados a revisar si lo actuado está conforme, a su vez, a las competencias distribuidas por la Constitución y a cautelar el respeto de las garantías constitucionales. Sin embargo, tanto en sede administrativa como constitucional el control judicial se refiere esencialmente a la observancia de los procedimientos y de las autorizaciones legales y, sólo en el límite, al control material de constitucionalidad. Los fines y las técnicas regulatorias correlativas, dentro del amplio margen que concede la Constitución, son fijadas por el legislador y, especialmen-te, por la administración en ejercicio de su función de gobierno.
Salvo en períodos de excepcional emotividad política, el modo de pensar de la administración tiende a ser pragmática: la tarea de gobierno por excelencia es conceptualizar y jerarquizar los fines y problemas, e instrumentar las técnicas más eficientes para alcanzar y resolverlos. Esa es la esencia de la política: se trata de decisiones que no están regidas por una norma que determine cómo actuar. En una sociedad democrática son los ciudadanos quienes califican el mérito con que es ejercido el gobierno. Por el contrario, resultaría exorbitante que los jueces asumieran el control de mérito u oportunidad de las políticas públicas. Los jueces carecen de los instrumentos analíticos, y, además, de la legitimidad política, para definir criterios de distribución del gasto, para jerarquizar prioridades y para decidir acerca de las técnicas regulatorias más eficientes. El político de excepción, el estadista, tiene el valor para establecer políticas de bien general y es capaz de congregar la opinión y la voluntad de muchos tras ciertos fines y crea confianza en su destreza para resolverlos. Pero irremediablemente llega el momento en que debe instrumentar los medios técnicos para lograr esos fines. El derecho da forma a la organización del Estado y establece límites a su actuación, pero no define el contenido de las decisiones. Por eso, incluso en un país tan extensamente judicializado, como los Estados Unidos, un agudo analista de la cultura legal ha expresado que ‘los tribunales rara vez están en la situación de denegar al orden político la oportunidad de hacer lo que de lo contrario habría hecho’ (Kahn). El derecho puede definir cómo y dentro de que ámbito, más bien amplio, operan las decisiones públicas. Se trata de una tarea crítica para la libertad y la igualdad de las personas. Pero, más allá de estos límites, la esencia de la política se expresa para el derecho en la decisión, en la voluntad del legislador y del gobernante.
Por cierto que en una sociedad ordenada en torno a principios de justicia, que disfrute de las ventajas de un gobierno contra el cual no se pueden plantear disputas legítimas acerca de su autoridad, tiende a transformar la observancia de estas regulaciones (como, por ejemplo, pagar impuestos) en un deber de decencia, que es fundamento de la confianza de que todos estamos sujetos a las mismas reglas y contribuimos en lo que corresponde al bien general. Sin embargo, la textura jurídica de estas reglas tiende a agotarse en el programa de conducta: si estás en tal situación, entonces debes hacer tal cosa; y si no haces tal cosa, debes ser sancionado de tal forma. La relación entre fines y técnicas que subyace a las regulaciones usualmente no es discernible por los jueces con arreglo a normas o principios jurídicos. El derecho de las regulaciones se expresa en un código binario, lícito – ilícito, que opera sin referencia inmediata a nuestros sentidos cotidianos de lo correcto. Que la tasa de impuestos sea tal, o las emisiones industriales toleradas tales otras, o los subsidios habitacionales alcancen a tanto, tiene por objeto satisfacer bienes que pueden ser muy valiosos. Estos, sin embargo, no resultan directamente discernibles en el programa de conducta que expresa la regulación.
La tarea del derecho en estas materias es ante todo formal. La ley establece los procedimientos para que las decisiones públicas sean adoptadas y puede así tomar los resguardos de transparencia y debido proceso administrativo. En definitiva, el derecho puede normar el procedimiento decisorio, prescribiendo que se siga un itinerario que garantice su razonabilidad técnica y su imparcialidad. Pero usualmente es una ilusión esperar que los jueces puedan discernir el mérito de los antecedentes que llevan a la autoridad a establecer la regulación, como lo muestran las insalvables dificultades que han encontrado recursos de protección contra órganos regulatorios (en materias de tarificación de servicios públicos, por ejemplo), cuando se ha perseguido un control de arbitrariedad. Por eso, el primer resguardo de un debido proceso administrativo parece ser la transparencia y la exigencia de fundamentación técnica.
Más allá de los resguardos formales, que son controlables por los jueces, estos pueden ser llamados a ejercer un control jurídico material más bien en casos límites, en que se ha infringido una garantía constitucional o la potestad pública ha sido desviada abusivamente del fin para el cual fue conferida. Dentro de estos límites, en el corazón de las regulaciones están decisiones acerca de políticas públicas y no la aplicación de una regla o principio jurídico.
Por eso, no es extraño que los teóricos del derecho que atienden a su positivación en decisiones públicas tiendan a concebirlo como un instrumento para configurar la realidad, como una técnica social. Austin, un célebre jurista inglés del s. XIX, expresa algo, que, más despectivamente, también podría haber dicho Portales: que el derecho es un mandato que un hombre inteligente dirige a otro hombre inteligente, sobre quien tiene poder para imponer su voluntad. Siguiendo la evolución de los tiempos, el mandato se ha despersonalizado, y ha devenido en norma, en programa de conducta. En estas materias, los expertos en derecho señalan los caminos para adoptar decisiones y las fronteras de las potestades, pero, dentro de ese marco, las regulaciones responden a una racionalidad técnica crecientemente refinada gracias al análisis económico, que es característica de la política contemporánea. Me parece que éste es el sentido más estricto de lo público como estatal en el derecho.
Lo público como espacio de comunicación
La doctrina positivista destaca esta característica instrumental del derecho; su ductibilidad técnica como instrumento de políticas públicas. Sin embargo, esa doctrina tiende a ignorar su función más extensa en las sociedades contemporáneas, donde el derecho constituye un orden que favorece la interacción de infinidad de personas, en un espacio que es público, pero no estatal.
En su sentido más elemental se muestra esa publicidad en el conocimiento del propio derecho. Las costumbres se muestran en prácticas reiteradas; las leyes sólo rigen desde que son publicadas. Como expresaba Kant, en la forma pública radica toda pretensión del derecho: “sin publicidad no habría justicia, pues la justicia no se concibe oculta, sino públicamente manifiesta”.
Pero más allá de esta publicidad del derecho mismo, éste establece las condiciones para la creación de un espacio público de opinión, de comunicación y de intercambios al interior de la sociedad. Por eso las libertades de opinión y de expresión son esenciales en una sociedad abierta, donde las relaciones tienden a ser abstractas, alejadas del conocimiento personal. Su estructura es la misma de las demás libertades: se expresan como libertades negativas, como prohibiciones de interferir en su ejercicio. Sin embargo, su rango preferente en un estado de derecho en forma, se debe precisamente a su función constitutiva de un espacio público, que permite la interacción espontánea de ideas y formas de vida y favorece el control por los ciudadanos de toda forma de poder, público y privado. En definitiva, el predominio de la razón supone la capacidad, como decía Mill, de que “falsas opiniones y las prácticas impropias gradualmente cedan ante los hechos y argumentos”, y el ordenamiento en que ello es posible es el de la libertad de expresión (Ensayo sobre la libertad, Cap. II). Como ocurre con las demás libertades, la libertad de información no garantiza resultados; pero, en el largo plazo, es un supuesto necesario para la formación de un ámbito público, que, por definición, se pueda afirmar incluso contra el poder.
El papel esencial que tiene la comunicación en la sociedad reaparece en múltiples instituciones, distintas a las libertades de conciencia y expresión. Ante todo, en la forma de deberes, positivos de información. Como he señalado, pareciera que la trasparencia procedimental es el instrumento técnico más apropiado para asegurar el discernimiento público acerca de la razonabilidad e imparcialidad de los procesos regulatorios, atendidas las dificultades para establecer controles jurídicos de mérito de las decisiones públicas. Pero la trasparencia también adquiere valor en el derecho privado, donde los antiguos deberes generales de lealtad y buena fe que se imponen a las partes de un contrato, han dado forma a reglas más precisas sobre información a los consumidores, inversionistas y accionistas de sociedades anónimas.
Muchas otras instituciones jurídicas tienen por finalidad asegurar el bien de la comunicación nítida y abierta al interior de la sociedad civil. Así, la importancia de que la economía tenga un medio de comunicación inequívoco, ha llevado a que la cautela del valor del dinero, el más abstracto medio de comunicación que ha creado la sociedad humana, esté entregado al Banco Central, un organismo especializado en esa tarea, autónomo de las instancias ordinarias de decisión de políticas públicas. Análogamente, las reglas sobre libre competencia también cumplen la función de cautelar la comunicación inherente a una economía basada en la propiedad y los contratos. Desde esta perspectiva, que me parece la correcta, el orden de la competencia no responde a políticas públicas instrumentales, sino su función es asegurar la comunicación; su tarea es neutralizar posiciones privadas de poder que no resulten razonablemente desafiables. En el trasfondo del derecho de la competencia está el propósito de evitar que posiciones de poder entraben el orden de los intercambios, esto es, el proceso de descubrimiento característico del mercado como espacio público en que coactuamos incontables personas y asociaciones que persiguen sus propios fines.
Por diversos medios, el derecho contribuye decisivamente a establecer las condiciones para que se constituya un ámbito público que abra oportunidades infinitas de comunicación. Desde esta perspectiva, completamente crucial en una sociedad regida por principios del estado constitucional de derecho, lo público se expande desde lo propiamente estatal hacia las condiciones para que se constituya un espacio de intercambio de ideas, experiencias y bienes y se discurra acerca de las políticas públicas más justas y convenientes al bien general.
Lo público y lo privado en el derecho civil
Más abstracta es la publicidad del derecho privado. En su sentido más elemental, el derecho privado está sujeto a las mismas exigencias de publicidad de todo el derecho. Del mismo modo como no puede haber un lenguaje privado, también carece de sentido un ordenamiento secreto de las relaciones privadas. Como toda institución, el derecho atribuye un sentido, un significado público, a las relaciones privadas. Aunque los principios que rigen las relaciones privadas hipotéticamente no necesitarían ser enunciados, porque en esencia corresponden a criterios de justicia que son espontáneamente compartidos, el derecho tiene las ventajas de la relativa certeza que dan las leyes, las costumbres jurisprudenciales y doctrinales y de la seguridad que confieren sus técnicas coactivas. Todo ello contribuye a que las relaciones privadas estén sujetas a reglas que definen con cierta precisión y coherencia el sentido público, esto es, conocido y general, que tienen las múltiples relaciones privadas en que coactuamos. Ello es refrendado por el deber que tiene el juez de decidir las contiendas con arreglo explícito a una regla o un principio de derecho. En definitiva, en las relaciones privadas, la mano invisible del mercado resulta posible y virtuosa gracias a la mano visible del derecho (Mestmäcker).
Por cierto que el derecho privado y las regulaciones tienen una dimensión relativa variable en el conjunto de las instituciones políticas y jurídicas. Con todo, la sociedad contemporánea es esencialmente una sociedad de derecho privado (F. Böhm). Ello se muestra en datos de la economía chilena: aproximadamente el 78% del gasto en Chile es privado; y del 22% que corresponde a gasto gubernamental, parte importante se efectúa mediante relaciones de derecho privado, incluso en ámbitos donde la actuación del Estado se justifica por razones de justicia distributiva.
Adam Smith, hace casi tres siglos, describió con una analogía muy lúcida la forma como actúa el derecho privado en la sociedad, en contraste con un ordenamiento que siga radicalmente la lógica de las regulaciones. Mientras la mentalidad de sistema concibe al derecho como un plan, donde la mano del gobernante puede arreglar los miembros de la sociedad del mismo modo como se arreglan las piezas del ajedrez, en lo que él llama la gran sociedad, cada pieza individual tiene su propio principio de movimiento. El papel del derecho privado no es dirigir la conducta, sino establecer un orden que haga posible la convivencia en una sociedad cuyos miembros se mueven por si mismos.
Un orden que concibe la conducta a partir del movimiento autónomo de cada una de sus partes cumple, por cierto, un fin de interés general, aunque sus normas estén referidas a relaciones privadas. No sólo los actos deliberadamente orientados a conseguir un fin sirven a necesidades comunes (Hayek). La introducción o acentuación de políticas económicas de mercado, que ha caracterizado a la historia más reciente, como también ocurrió en épocas tempranas de la república, puede ser justificada por razones de pura utilidad, porque un orden de ese tipo es simplemente más eficiente para la creación de riqueza. Desde este perspectiva, el derecho privado en su conjunto es concebido simplemente como la más eficaz de las regulaciones. Así se explica que un derecho privado cierto, justo y eficaz haya llegado a ser un aspecto fundamental para la competencia entre los países.
El análisis económico del derecho extrema este punto de vista instrumental y propone que todas las instituciones sean concebidas a la luz de su función de bienestar (Posner). Desde este punto de vista, todo el derecho, incluidos el privado y el penal, es entendido como una forma de regulación, como una técnica normativa para la obtención de un fin (aumento del bienestar; prevención de la delincuencia y así sucesivamente).
Un camino diferente ha seguido la tradición jurídica que se remonta a la filosofía clásica y a los ancestros romanas del derecho moderno. A pesar de su esencial publicidad, al derecho privado subyace una forma de pensar que difiere de la típica de las regulaciones. Su perspectiva corresponde a la forma más intuitiva de la justicia, que se centra exclusivamente en el tipo o naturaleza de la relación. Lo esencial desde el punto de vista de esa justicia correctiva o conmutativa es la relación entre las partes, y no un fin social más general que resulta ajeno a esa precisa relación. Si alguien causa un daño a otro, la justicia correctiva exige atender al hecho y al daño, a las exigencias de reparación o de liberación de responsabilidad que resultan de las características típicas de la relación entre las partes. Y en los contratos, la atención se pone en la relación que nace del acuerdo o intercambio y los deberes que para ellas surgen de cumplir lo recíprocamente prometido.
La diferencia del derecho privado con las regulaciones administrativas reside en la lógica, en la manera de pensar. Hayek entendió que esa diferencia se plantea entre la lógica de la organización, del orden creado mediante decisiones regidas por el propósito de influir en la realidad social, con la lógica característica de un orden espontáneo, en que las reglas no tienen otro sentido que regir conductas según principios de justicia aplicables a cada tipo de relación, de modo que no responden a un plan preconcebido de autoridad pública alguna. En esta dimensión, coincidente con la tradición intelectual del derecho privado, el derecho es el orden de la libertad, que, expresado en términos kantianos, hace posible que la libertad de unos coexista con la libertad de los demás según una ley general. Así, mientras en la lógica de la organización el derecho es una técnica para obtener fines públicos (distributivos o de otra especie), que por nobles y fundamentales que sean, resultan extrínsecos a la relación entre las partes, el derecho civil o comercial es privado porque atiende exclusivamente a la justicia de esa precisa relación (Weinrib).
Por cierto que el derecho privado tiene componentes técnicos de extrema formalidad, como ocurre con el régimen posesorio sobre inmuebles. Sin embargo, su más típica función es hacer intelegibles normativamente relaciones libres y espontáneas. Por mucho que sus reglas, por razón de certeza, están extensamente sujetas al código binario, de lo lícito y lo ilícito, el sentido de esas reglas no se agota en un mero programa de conducta. En el derecho privado, como en el penal con el que presenta importantes analogías, el sentido de lo correcto, dicho metafóricamente, pertenece a la comprensión de la norma.
Es una experiencia fascinante que hasta hoy los pueblos más remotos, en el trasfondo de sus respectivas culturas, lleguen a concebir las relaciones de derecho privado bajo principios análogos. Gianbattista Vico aludía hace tres siglos a la existencia de un fondo común de verdad entre los hombres, una especie de derecho natural, “que nació separadamente en todos los pueblos sin saber nada unos de otros; y que después, con motivo de guerras, embajadas, alianzas y comercios, se advirtió que era común a todo el género humano”. Bajo condiciones diferentes, lo mismo puede decirse hoy del derecho que hace posible que los intercambios sean universales.
Ya los romanos entendieron que había un derecho de gentes, aquel que usan todos los pueblos humanos y que regía el comercio, las compraventas, los arrendamientos, las obligaciones (Digesto I, 1, 1-4). La relación entre el comprador y el vendedor es comprensible, aun sin conocer el derecho de un país extranjero, a la luz de los principios prácticos de la razón que iluminan acerca de los deberes que surgen de promesas e intercambios. Así se explica la relativa actualidad de las reflexiones de Aristóteles y Cicerón acerca de la justicia y las instituciones del derecho antiguo, a diferencia de lo que ocurre con las ciencias naturales. Aún hoy, el verdadero conocedor del moderno derecho de los negocios, a diferencia del mero operador práctico de regulaciones, es quien ha logrado penetrar en el modo de pensar del derecho privado, que exige comprender la naturaleza normativa de las compraventas, los préstamos y las sociedades, lo que, a su vez, supone descubrir las razonables expectativas recíprocas de las partes en cada tipo de relación.
Desde esta perspectiva, como se podrá comprender, resulta muy diferente el papel de la ley en el derecho privado que en el de las regulaciones administrativas. Aunque está expresada en leyes o códigos, la norma de derecho privado es una regla pública que establece deberes y derechos al interior de una relación entre personas individuales o empresas. La ley civil vale, como lo expresa el código de Andrés Bello, porque es una ‘declaración de la voluntad soberana’, pero su sentido no se agota en esa declaración, como podría ocurrir con una ley tributaria (sin perjuicio de que ésta, a su vez, se refiera a institutos del derecho privado). En el derecho privado las leyes tienen una importante tarea como modos de crear certeza y de anticipar la adaptación a nuevas circunstancias, como ha ocurrido con las legislaciones sobre libre competencia, valores, sociedades o fondos de pensiones. En todos estos casos, sin embargo, las normas legales son discernibles desde el punto de vista de la justicia, como reglas que tienden a atribuir deberes y derechos, y no como programas que materializan políticas públicas. En el corazón del derecho privado está la confianza que resulta de la ecuación de justicia y de certeza acerca de la regla aplicable a la relación.
Por lo mismo, el papel de la jurisprudencia y de la doctrina científica es esencial para la adaptación progresiva de las instituciones a los cambios de la economía. En el fondo, el problema no es si los contratos celebrados por Internet estarán o no regidos por el derecho privado, sino más bien como actúan los principios y reglas conocidos sobre estas nuevas realidades técnicas. Como mostró Wittgenstein en sus estudios tardíos, existen reglas que son subsuntivas, porque su sentido se agota en su expresión, en su tenor literal, y hay otras que llevan implícito el cambio y la adaptación según sean los contextos en que se aplican. Por su naturaleza, las normas del derecho privado exigen este arte. Por eso, es histórico, por permanentes que sean las formas de pensar y los principios en que se apoya; y está igualmente alejado de la ingeniería social, que concibe todo el derecho a la luz del principio de organización y del escepticismo moral, que niega sentido a la pregunta por el principio de justicia material que subyace a las relaciones (Weinrib).
El aspecto público del derecho privado, se muestra en los bienes de la certeza y de la justicia que constituyen los supuestos de un orden de libertades. En razón del primero, la regla nos permite orientarnos al futuro, nos proporciona la confianza de saber a qué atenernos. En virtud del segundo, la relación está sujeta al escrutino de un juez que resuelve desde un punto de vista externo, atendiendo a la naturaleza de la relación, a las expectativas que razonablemente podemos tener respecto la conducta de los demás. Y el derecho privado, para cumplir esa función pública, actúa típicamente como un orden evolutivo y no puramente subsumtivo.
En uno de sus ensayos más hermosos, Hannah Arendt escribió que ‘sin testamento o, para sortear la metáfora, sin tradición -que selecciona y denomina, que transmite y que preserva, que indica dónde están los tesoros y cuál es su valor-, parece que no existe una continuidad voluntaria en el tiempo y, por tanto, hablando en términos humanos, ni pasado ni futuro”. A pesar de los cambios que nos deslumbran, la llamada nueva economía sigue soportándose sobre los principios jurídicos universales a los que aludía Vico, y la tarea de legisladores, jueces y expertos en derecho privado es la típica de las humanidades: que los nuevos problemas surgidos del tráfico sean planteados como preguntas que el jurista hace a su tradición.
La inversión de lo público: el derecho subjetivo
El más radical reconocimiento de lo privado se produce cuando el derecho es concebido a partir del concepto de derecho subjetivo. El derecho subjetivo es una creación conceptual moderna. En la antigüedad la ley siempre es concebida en una dimensión relacional. El derecho subjetivo (a la propiedad o a la privacidad, por ejemplo) desplaza el foco de atención hacia el individuo, hacia la persona que dispone de un título jurídico para actuar a su propio arbitrio.
La libertad romana, incluso en épocas de la república, no fue jamás concebida como un poder que se entrega a la voluntad. Incluso los juristas más sensibles a la filosofía de la virtud, conciben a la libertad a la luz del orden de la sociedad. La libertad aparece indisolublemente unida a la idea de res publica (república o cosa pública), entendida como aquello que afirma la solidaridad interna de los ciudadanos (Gadaumet).
El derecho subjetivo, los derechos de las personas, como elemento estructural del orden jurídico moderno responde tanto a una cultura individualista, como a una teoría moral. Los orígenes más remotos del individualismo se encuentran, según Peter Berger, en las dos tradiciones espirituales más poderosas de la cultura occidental, que rompen con la tradición arcaica, de origen mitológico. En primer lugar, en la experiencia religiosa de Dios personal y trascendente, que se presenta a Moisés como “Soy el que soy”, y que inevitablemente crea el contrapunto del ser humano individual. A ello se suma, el descubrimiento por los griegos de la capacidad del hombre para actuar de acuerdo con la razón. En la confluencia de estas tradiciones espirituales, sumadas a los dramáticos cambios culturales y económicos de la temprana modernidad, la noción de derecho subjetivo, de un derecho radicado en la persona, surge en la obra de teólogos y juristas de la escolástica tardía española, especialmente del jesuita Luis de Molina. Centrado en sus orígenes en la explicación de las facultades que la propiedad confiere al titular sobre la cosa , la noción de derecho subjetivo se expande hacia las libertades, la vida y los demás derechos de la personalidad. La antigua prevalencia de la comunidad por sobre el individuo se invierte. Una aplicación del nuevo principio es la justificación del orden político a partir de un pacto ideal en que ciudadanos libres y autónomos disponen voluntariamente de sus derechos para hacer posible la vida en sociedad y la constitución del poder público.
En definitiva, los derechos sólo pueden ser concebidos en relación recíproca con el poder. El poder que se radica en la persona tiene como contrapartida la limitación del poder del Estado. En el horizonte de la modernidad, las instituciones que cautelan la libertad son el contrapunto de la creación y fortalecimiento del Estado. En el ámbito público, la técnica de los derechos, asociada a la separación de las funciones legislativas, judiciales y de gobierno, supone una actitud escéptica respecto del poder público: por grandes que sean los beneficios que se pueden obtener de un gobierno fuerte y carente de control, pesan más los males excesivos que con ello se arriesga sufrir.
Desde un punto de vista puramente lógico, el reconocimiento de libertades supone una cierta distribución del poder al interior de la sociedad (Weinreb, 133). Todo poder que se le reconozca constitucionalmente a las personas correlativamente restringe los medios de que se puede valer el Estado para cumplir sus fines.
Por eso, relacionada como está con el poder público, la doctrina de las libertades necesariamente comprende una teoría acerca de los límites de la coacción. En tal sentido se aviene con una posición conservadora, naturalmente recelosa de que la autoridad pública pretenda definir por la vía de la ley positiva lo que es moralmente correcto e incorrecto. Como irónicamente expresa Oakeshott, la actitud conservadora se opone a “la concepción del gobierno de la sociedad como un medio de transformar compulsivamente un sueño privado en uno público”. El establecimiento de límites al poder público no significa abandonar la idea de moralidad, sino desplazar la pregunta por lo bueno, lo hermoso, lo virtuoso y lo admirable hacia el ámbito de la sociedad civil. La doctrina jurídica de las libertades refleja, por un lado, una desconfianza respecto a los bruscos medios del derecho para imponer una noción del bien y, por otro, la confianza en las capacidades de la persona humana para abrirse un camino de buena vida en el amplio espacio de la sociedad civil.
Desde esta perspectiva, las libertades no se fundan en un mero escepticismo acerca de lo que es justo, que suspende la pregunta por el bien, sino, al revés, en un concepto positivo acerca de la persona como sujeto moral. El propio pluralismo, más allá de constituir una mera realidad social de nuestro tiempo, tiene la dimensión moral y jurídica de hacer viable la coexistencia de formas de vida virtuosa que son muy diferentes entre sí, pero que coexisten y se enriquecen recíprocamente (Raz). El desarrollo de la comunidad, el ideal republicano de participación de las personas en lo público también se produce desde abajo, a partir de personas libres que establecen una red de vínculos formales e invisibles. La lógica de los derechos de libertad permite establecer un vínculo de coherencia entre el derecho privado y el sistema político, evitando el divorcio, que ya ocurrió en Roma, entre un derecho privado vigoroso y un despotismo político desbocado.
La prevalencia de las libertades, en consecuencia, exige que la sociedad política asuma como elemento constitutivo un concepto moral de la persona y la sociedad. Y como lo expresó Kant, “no caben aquí componendas; no cabe inventar un término medio entre derecho y provecho, un derecho condicionado en la práctica”. Por eso, concebidos como meras formulaciones legales o constitucionales, el reconocimiento de los derechos es tan precario y accidental como el contenido de cualquiera regulación. Siempre habrá una razón de Estado suficientemente poderosa que justifique usar a las personas como medios para grandes fines. Y como ha mostrado Hannah Arendt, en su sobrecogedor ensayo sobre el totalitarismo, los grandes fines, pasada la pasión inicial, suelen diluirse en la afirmación nihilista del puro poder.
La radical individuación que supone la técnica de los derechos encuentra, por cierto, grandes desafíos y problemas. Encapsulado en el individuo, el derecho arriesga perder su significado relacional. Así, el derecho a la privacidad, el más individualista de los derechos, ha dado lugar en la jurisprudencia constitucional norteamericana a un derecho constitucional al aborto, inclinando dramáticamente la balanza en contra de la vida. En verdad, la mayoría de los derechos está en situación de posible conflicto con otros derechos, como ocurre entre la privacidad y el honor, por un lado, y la libertad de información, por el otro. A su vez, el bien general requiere limitar ciertos derechos para fines ambientales, urbanísticos o simplemente de justicia distributiva. A la larga, en el extremo, el sopesamiento de bienes, el juicio prudencial acerca del contenido esencial de los derechos, como exige la constitución, resulta una tarea judicial inevitable. Radicar esta función en los jueces se justifica como manera de distribuir el poder público. Especialmente, porque los jueces, aún en casos extremos, están obligados a fundar sus decisiones en una regla o en un principio. Aunque ello no garantiza un resultado seguro, así y todo, la técnica de los derechos introduce un elemento que inclina la balanza del argumento y la razón en favor de la persona, en la tarea nunca cumplida de alcanzar un orden justo, esto es, dotado de una nobleza moral elemental.
II.Excurso: Lo Público en la Cultura Jurídica Chilena
Lo público como estatal
Si ahora volvemos la mirada hacia Chile, constatamos que los historiadores, cualquiera sea la actitud que adopten, convienen en que la organización de lo que se llamó ‘el Estado en forma’ fue decisiva en la configuración del país en el siglo XIX.
A pesar de sus peculiaridades nacionales, el Estado chileno en el medio siglo que siguió a Portales respondió a características bastante universales del estado moderno. En sus orígenes está el control de la fuerza, específicamente del ejército, por la autoridad presidencial, y la implacable represalia del caudillismo y la rebelión. Los sentimientos que lo inspiraron son, por un lado, la necesidad de un orden que previniera el caos y la guerra civil, pero también una particular voluntad de poder de la sociedad política, que, bajo formas políticas diferentes, antes había caracterizado la formación de los estados nacionales europeos.
Parece haber acuerdo en los historiadores que el antecedente más directo del Estado moderno fue la revolución que en el siglo XI emprendió Gregorio VII para dotar a la Iglesia de una estructura jurídica centralizada, jerárquica y autogenerada, que había sido extraña a su tradición durante los diez siglos anteriores. Ello contribuyó tempranamente a crear un modelo de organización política que se extendió al terreno secular (Berman). Con el tiempo, esos principios llegaron a expresarse en el concepto de soberanía, en su doble sentido de que el Estado nacional reúne en sí todos los poderes temporales y de que el ejercicio de ese poder reside en un titular cuya voluntad política no está limitada por el derecho. La voluntad suplanta a la razón quebrada por las disputas políticas, las guerras de religión, la subversión de intereses locales.
Si se atiende al derecho del Estado chileno en el siglo pasado, se comprueban notables analogías con esta tradición política. Es cierto que la constitución de 1833 consolidó un sistema de sucesión en el poder y que los ciudadanos, incluso quienes daban sustento social al poder, estaban regidos por la ley, así como los funcionarios y los jueces. Pero más allá del ordenamiento civil, el ejercicio del poder por la presidencia era esencialmente discrecional, cuando así lo exigía el interés general, calificado por la propia autoridad. La concepción escéptica, casi cínica, que Portales tenía del poder, se basa en un juicio desdeñoso respecto de las virtudes ciudadanas del país. Su opinión era que la sociedad se sostiene en paz y progresa porque el poder de la presidencia es ejercido sin otra limitación que la virtud moral de los gobernantes. En ese concepto de gobierno “la Constitución y el reglamento son una simple telaraña cuando se trata del orden y del interés público”, como aún expresaría Antonio Varas poco antes de la revolución de 1891. El Estado chileno gestado en el siglo XIX tiene una fundamentación política aristocrática y una forma jurídica positivista (Eyzaguirre), en absoluto religiosa o filosófica. Como antes ocurrió con los Estados nacionales europeos, el estado chileno se definió como centralizado y jerárquico, con una presidencia que domina el proceso político, resguarda el orden como el bien más preciado e impulsa voluntariosamente una tarea nacional en el terreno militar, económico y cultural.
Todo ello coincidió con el temprano florecimiento del derecho privado; primero mediante la abolición de las vinculaciones de la tierra y la apertura al comercio y, luego, con las reformas judiciales y las codificaciones. Los derechos de propiedad, la vigencia de los contratos, la responsabilidad por daños que se causaran a los demás estuvieron regidos por un ordenamiento refinado y esencialmente eficaz. Pero quedó en suspenso la primacía del derecho en lo que concernía al gobierno y a la legislación. La Corte Suprema, en pleno s. XIX, ofició al presidente Bulnes que “ninguna magistratura goza de la prerrogativa de declarar la inconstitucionalidad de las leyes promulgadas después del Código fundamental, y de quitarles, por este medio sus efectos y su fuerza obligatoria” (oficio de 27 de junio de 1848). Huneuss, en su espléndido Comentario a la Constitución de 1833, muestra desencantadamente que su aplicación efectiva se tradujo a menudo en la indefensión jurídica frente al gobierno y la administración. La Constitución de 1925 sólo reconoció un recurso de efecto límite para el control de constitucionalidad de las leyes (inaplicabilidad por inconstitucionalidad) y si bien previó tribunales administrativos para el control de los actos del gobierno, en la práctica esos tribunales nunca fueron constituidos, a la vez que los tribunales ordinarios declararon su propia incompetencia para fiscalizar al gobierno, con fundamento en el principio de separación de poderes.
Durante la crisis de inobservancia del derecho ocurrida bajo el gobierno del Presidente Allende. Aunque los tribunales reconocieron acciones, especialmente civiles, para controlar la ilegalidad y la desviación de poder que subyacía a la estatización de la economía mediante actos de gobierno, quedó en evidencia la precariedad constitutiva del estado de derecho en Chile. Simplemente no había tradición establecida de control judicial de los actos de gobierno. Recién, en las actas constitucionales de 1976, y luego en la Constitución de 1980, se introdujo una acción judicial de amparo, el recurso de protección, que cautela la generalidad de los derechos de las personas frente a la administración. El avance, con todo, resulta paradojal, si se atiende a que se produjo cuando el país vivía bajo gravosos estados de excepción que suprimían o restringían severamente el ejercicio de las libertades más fundamentales.
En otras palabras, Chile careció originariamente, y hasta hace pocos años, de un derecho público que se aplicara a las autoridades de gobierno. La sujeción de la autoridad pública a la ley fue tradicionalmente una especie de gracia, dependiente de la virtud del gobernante y del estado de paz en la república. Por otra parte, los principios de supremacía del derecho, que los ingleses consolidaron en su doctrina de la rule of law a partir de la temprana derrota del absolutismo, y los del constitucionalismo democrático, que permiten concebir el orden político a partir de la libertad natural y la igualdad jurídica de los ciudadanos, que conducen al sometimiento de toda autoridad al derecho, fueron ajenos a nuestra cultura jurídica republicana.
Con todas sus calificaciones, el régimen político chileno de la época fundacional de la república se explica con referencia al orden pacificador de Hobbes y a la voluntad de poder expresada en la idea de soberanía que acompañó a la formación de los estados nacionales. Por el contrario, las tradiciones de libertades y fueros del derecho español antiguo, ya debilitadas durante el tardío absolutismo colonial (Jocelyn-Holt), jamás fueron invocadas durante la república. Tampoco resultaron evidentes a nuestra cultura jurídica las libertades naturales de Locke, de Kant o de los padres fundadores de la constitución norteamericana. Bajo estas condiciones, no resulta extraño que en Chile la cultura jurídica dominante haya sido positivista, concibiendo todo el derecho como el contenido de actos de poder.
Las ideas provenientes de la filosofía moral y política, especialmente las del constitucionalismo democrático, han circulado profusamente por nuestras elites. Sin embargo, las ideas por si solas no crean instituciones, como se muestra en las sucesivas ocasiones en que ante la angustia del desgobierno, el orden ha sido impuesto por las armas. De modo análogo a las virtudes personales, que se muestran en los hábitos y costumbres, las instituciones no se construyen a partir de conceptos abstractos, sino sobre la base de la conciencia jurídica concreta que se expresa en nuestras prácticas. Aristóteles decía que los pueblos son bárbaros en sus principios porque todavía no están civilizados por las costumbres (Vico LXXXV). Las ideas encuentran un terreno fértil cuando las circunstancias de la historia favorecen su aceptación; pero no subsisten, ni enraízan por si solas. Por eso, principios normativos como la ‘libertad de expresión’, el ‘estado de derecho’, la ‘buena fe’, por mucho que sean invocadas con las mismas palabras en constituciones y códigos civiles, tienen en cada sociedad un significado diferente, que se expresa en las prácticas políticas, judiciales y contractuales. Los principios jurídicos se sostienen en un conjunto de creencias, conceptos y tradiciones asentadas por la práctica. Por casi dos siglos el positivismo legal, que define el derecho como el acto de voluntad del soberano, ha sido la teoría del derecho asumida por la sociedad chilena, como lo expresó Andrés Bello en el primer artículo del Código Civil. El propio código ha sido interpretado de modo legalista, sin consideración del sentido de lo correcto que subyace al ordenamiento civil. Desde esa perspectiva positivista, la propia constitución de 1980, creada durante un estado de excepción, arriesga a ser concebida como un instrumento que fue otorgado, más que como un ordenamiento en el que naturalmente consentimos porque establece las bases razonables y generales de la convivencia de personas libres que tienen común interés en una convivencia justa y ordenada.
En verdad, en una democracia constitucional el derecho se mueve en los dos extremos del poder. Por un lado, le da forma, lo organiza y lo legitima. Distribuye competencias y señala procedimientos para crear permanentemente nuevas normas, que son establecidas mediante decisiones públicas en sentido estricto. Por otro lado, sin embargo, se funda en normas y principios de convivencia, que sólo secundariamente se expresan en decisiones o en textos legales, sino más bien muestran aquello que se entiende con naturalidad como constitutivo de nuestros derechos como ciudadanos y del orden que rige nuestra vida de relación. Usualmente se tiende a identificar esta segunda forma de expresión del derecho con el derecho natural y se le combate o se le defiende con argumentos filosóficos. Esa discusión ocurre, sin embargo, en el plano de las ideas. La mejor manera de saber si esas ideas han devenido en instituciones es preguntándonos si podrán ser hechas valer aún en circunstancias excepcionales.
El derecho en la dialéctica de voluntad y razón: el sistema de acciones
En definitiva, al derecho de una sociedad bien constituida resulta inevitable una tensión dialéctica entre voluntad y razón. La primera se muestra en la necesidad de gobierno; la segunda se expresa en la idea clásica de un orden que aspira a la justicia.
La voluntad expresa esa positividad característica del orden político establecido desde los orígenes de la república. El derecho, al establecer procedimientos para la adopción de decisiones, contribuye a que esa voluntad política sea aceptada. Así, la ley positiva resulta esencial para la gobernabilidad y la certeza, un bien muy valioso en la sociedad contemporánea, que, con toda su admirable complejidad, requiere de poder público con mayor urgencia e intensidad que cualquiera época anterior. Como he intentado mostrar, la lógica del poder es pragmática, y su principio orientador, la eficacia.
En el otro polo, sin embargo, la razón invoca principios y normas que, por mucho que se expresen en textos constitucionales y legales, no pretenden ser aceptados por su pura utilidad. Su función institucional es dirimir en favor de la justicia, del orden básico y mínimo de convivencia, el conflicto entre la moral y el poder. Como expresó Kant en su hermoso ensayo sobre la paz perpetua, hay un momento en que la política se encuentra con la moral y el derecho de los hombres y, en tales circunstancias, éste debe ser mantenido como cosa sagrada, por muchos sacrificios que cueste al poder dominador. Ello exige, sin embargo, que el derecho sea concebido a la luz de un sistema de fuentes (de criterios de pertenencia a lo que entendemos por derecho, diría un jurista analítico) más complejos que los puramente positivistas y que se asuma que el derecho no sólo otorga, sino también conforma y limita el poder.
Del mismo modo como la forma política de la democracia contribuye a la gobernabilidad, en tanto legitima el poder desde los ciudadanos y regula su traspaso pacífico, así, el derecho también conoce instituciones para procurar el predominio de la razón. Por cierto que los límites entre lo jurídico y lo político son a menudo tenues, casi invisibles. Ello plantea una exigencia de ascética autolimitación de los jueces, pero también requiere de ellos, especialmente de los que poseen jurisdicción constitucional, un amplio discernimiento de aquello que pertenece a las definiciones básicas del sistema jurídico, lo que exige un horizonte que supera la mera técnica.
Los tiempos han cambiado desde Prieto, Portales y Bulnes. Por severos que sean los problemas de integración de grupos que permanecen excluidos del progreso, la sociedad chilena ha llegado a ser crecientemente una comunidad política de ciudadanos. En correspondencia, más allá del avance que significa el nuevo proceso penal desde el punto de vista del estado de derecho, pareciera llegado el momento de discernir críticamente nuestro sistema de acciones y procedimientos constitucionales y administrativos. Nuestra tradición jurídica, como muchas otras en Europa y América, ha estado más caracterizada en el pasado por declaraciones que por acciones constitucionales y administrativas eficaces. Un gran jurista inglés escribía a fines del siglo pasado que el mayor error de muchos estados era entender que la constitución se agota en declaraciones de derechos, en circunstancias que las leyes de habeas corpus, que permiten invocar a los tribunales cuando se es víctima de abuso, no declaran principio ni derecho alguno, pero valen para efectos prácticos más que cien artículos constitucionales que expresan libertades individuales (Dicey).
En el fundamento de todo el derecho están las acciones judiciales. No se puede consolidar su supremacía, si no existen prácticas judiciales que lo soporten. Un estado de derecho en forma supone que podamos simplemente decir que “así se hace entre nosotros” cuando un tribunal es invocado para resolver un conflicto o poner término a un abuso. Ante la debilidad de nuestra antigua tradición jurídica publicista, corregida a parches con el recurso de protección, resulta urgente discernir los procedimientos que son condición para que llegue a consolidarse una práctica generalizada de observancia del derecho de los hombres, que Kant soñaba como proyecto de paz perpetua hace más de dos siglos. Pero parece ser un mero punto de partida en una evolución que recién ha comenzado. En el derecho, para ascender a las ideas e intereses más nobles, primero es necesario descender a las oscuridades de la caverna. Y en el piso de la caverna de la sociedad humana, uno de los primeros signos de civilización es reconocer acciones que un juez decida acerca de lo suyo de cada cual.
Muchas gracias por la simpatía que me han deparado acompañándome en esta tarde.
Enrique Barros Bourie
30 de mayo de 2000