Discursos de incorporación

Chile y su institucionalidad económica

carlos caceres 1

Discurso de incorporación de Carlos Francisco Cáceres Contreras como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

La ceremonia que se realiza en el día de hoy en la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile, reviste para mí el más alto honor. Ser recibido como Miembro de Número de esta prestigiosa entidad implica el haber traspasado exigencias y requisitos que no pueden dejar sino una actitud de satisfacción que, sin embargo, contiene simultáneamente la más alta de las responsabilidades: hacerse merecedor al permanente desafío de ser digno de ella.

Mi nombramiento surge al producirse la vacante por el lamentable fallecimiento del destacado economista chileno Felipe Herrera Lane. Su destacada actuación pública en momentos muy críticos de la vida del país, como también su trayectoria en el campo internacional, hicieron posible que Chile demostrara su capacidad de presentar personas que con una visión de largo plazo, generaran instituciones que hoy muestran su valor.

Al recordar mis años de estudios en la Escuela de Negocios de Valparaíso de la Fundación Adolfo Ibáñez, surge la presencia de don Felipe Herrera. Dos de sus obras fueron materia de estudio en los cursos de Política Económica: “Elementos de Economía Monetaria” y “Fundamentos de Política Fiscal”. Fueron éstos, textos que sirvieron para apreciar la importancia de los institutos monetarios y fiscales en la definición de una política económica.

El libro “Elementos de Economía Monetaria” recopila una serie de conferencias dictadas por el profesor Herrera, donde junto con hacer alcances sobre la historia monetaria y bancaria de Chile, analiza el rol del Banco Central y luego estudia los aspectos de la inflación, los problemas de la economía externa, el régimen cambiario y los organismos financieros internacionales. En este último capítulo -escrito el año 1954- están incorporadas las ideas centrales que llevaron posteriormente a la creación del Banco Interamericano de Desarrollo, donde Felipe Herrera fue su impulsor y su primer Presidente.

En su libro “Fundamentos de la Política Fiscal”, el profesor Herrera, hace un análisis muy pormenorizado de la teoría keynesiana, tan en boga en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial. Uno puede discrepar de la teoría keynesiana que en ocasiones inspiró la obra de don Felipe Herrera, pero ello no excluye reconocer su aporte al debate doctrinario e intenso en los días de su quehacer académico. El haber hecho una contribución de ideas, el haber demostrado una actitud de estudios y de consecuencia de trabajo, me permite hoy mirar con mucho orgullo que, independiente a la diferencia de opiniones, el reemplazar a una figura como Felipe Herrera constituye un aspecto distintivo del reconocimiento que hoy recibo. Significa, por otra parte, la inmensa responsabilidad de emularlo en su interés y en su profundidad intelectual, para que ello sirva como contribución a las tareas de esta prestigiosa Academia.

Compleja y difícil fue la tarea de decidir el tema de un discurso de inauguración. Al reconocer las páginas de tan valiosos testimonios dejados por los miembros de esta Academia al momento de ser incorporados a ella, me coloca una exigencia difícil de alcanzar. No se trata sólo de un tema que se aborde con espíritu académico, sino también -y ello es aún más difícil- permitir que sirva de pauta para nuevas exploraciones del mundo intelectual del cual me cuesta sentir parte cuando durante tantos años he desempeñado tareas en el mundo de la Universidad, de la enseñanza y de la investigación. Sin embargo, mi mente y mi actitud han estado en un enfoque de carácter más práctico, de aplicación de ideas y son estas consideraciones las que me llevaron a la conclusión que he sentido de manera personal por espacio de mucho tiempo: el rol dela institucionalidad económica.

Mis primeras reflexiones sobre este tema surgieron en las cercanías de quien fuera profesor y del cual yo fuera posteriormente ayudante del curso de Política Económica en la Escuela de Negocios de Valparaíso. Me refiero a la persona de don Pedro lbáñez Ojeda, destacado empresario, político y profesor, que en sus enseñanzas y testimonios ha dejado plasmada en reiteradas ocasiones la necesidad de abordar los temas de las empresas y la economía en un contexto más amplio, en los cuales la institución política y los fundamentos morales deben servir de indispensable cimiento.

1. LAS CONVERGENCIAS DE UN RÉGIMEN SOCIAL

En largas conversaciones surgieron entonces mis primeras preocupaciones sobre la necesidad que los regímenes sociales, encuentren el adecuado grado de convergencia entre los aspectos de la cultura, la política y los de la economía para efectos de una vida social en armonía. Muchos años más tarde la lectura de un notable artículo del profesor André Frossard me permitiría encontrar nuevas fuentes de reflexión sobre este importante tema.

El profesor Frossard nos habla de los tres planos de la historia humana. El primero, el de la vida diaria, de lo político, de lo social, de la economía, de los bienes materiales, en suma, todo lo que sucede a ras del suelo y que naturalmente es muy importante puesto que constituye la existencia cotidiana de las personas. Encima de ése, surge el plano cultural, el cual se desarrolla y avanza con más rapidez que el plano político. “Los políticos -nos dice Frossard- son los peatones de la historia, los hombres de la cultura que en todo caso no tienen una responsabilidad directa en la administración de las cosas, van mucho más rápido, tienen alas en los pies y pasan de largo la política”. En qué sentido. En un sentido que se define en el tercer plano, el plano espiritual. Luego, Frossard agrega una reflexión que despertó para mí las más profundas inquietudes “volviendo a estos tres planos de la historia, el político, el cultural y el espiritual, debe decirse que ellos casi nunca van juntos. Cuando lo cultural está mucho más adelante que lo político en cualquier dirección que sea se produce una revolución. Lo político hace todos esfuerzos posibles por alcanzar lo cultural. Otra forma de desfase se da cuando lo político trata de sobrepasar a lo cultural y cuando ello ocurre las condiciones de guerra se presentan rápidamente. Las preguntas están entonces siempre presentes: ¿Cómo fue que las sociedades divergieron? ¿Qué explica las características muy dispares de su desempeño? ¿Qué hacer cuando se reconoce que las limitaciones informales encajadas en costumbres, tradiciones y códigos de conducta son mucho más resistentes o impenetrables a las políticas deliberadas?

Hay en estos pensamientos de Frossard un elemento que fue siempre motivo de una inquietud personal. Si pocas veces es posible alcanzar la convergencia entre los planos político, cultural y espiritual y ello debe reconocerse como una realidad, ¿de qué manera una sociedad puede crear las condiciones para que la libertad de los individuos converja en una unidad de propósitos que le den una circunstancia de armonía a los planos indicados? ¿Pueden las instituciones servir de alguna manera como estímulo para generar conductas que hagan posible que el desarrollo de la sociedad se encamine en la convergencia de propósitos y den así una auténtica y perdurable armonía al vivir social?

Mis conocimientos están alejados de la Filosofía y ello me permite avanzar en un mayor grado de profundidad en esta actitud intelectual. No implica esto, sentir a lo menos afecto por la sabiduría. La ausencia de esa formación universal me lleva probablemente a cometer errores. Sin embargo, estoy consciente que en la riqueza del debate intelectual que se genera en esta noble institución, debe sentirse el coraje para el planteamiento de ideas y reconociendo mis limitaciones, estar dispuesto a recibir la crítica, el consejo y las sugerencias. Por ello estoy aquí y al abordar el tema del rol de las instituciones en el ámbito económico quiero simplemente sembrar un camino de preguntas y cuya responsabilidad, si es que el tema interesa, deberá recoger el rico bagaje intelectual que sirve de perenne cimiento a esta Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

La Real Academia de la Lengua define al concepto de institución como el establecimiento o fundación de una cosa e igualmente, nos entrega la acepción de “cada una de las organizaciones fundamentales de un Estado, Nación o sociedad”. Es en esta última en la cual quisiera abordar este trabajo de iniciación. De qué manera las instituciones pueden generar las condiciones que permitan alcanzar una mayor armonía. Dos consideraciones previas. La primera, vinculada a la arrogancia del pensamiento constructivista. Nada está más lejos de mi voluntad que el pretender dar orientaciones acerca de cómo debe estructurarse una sociedad. Ello contraría mi naturaleza y me haría sentir un predicador, condiciones para cuyo ejercicio definitivamente no tengo. Por otra parte, he sido un permanente crítico de los denominados constructivismos, aquello que con tanta propiedad, el profesor Von Hayek, calificara como la “fatal arrogancia”, que nos lleva a aceptar la presencia de mentes superiores que tienen la capacidad para delinear anticipadamente las conductas individuales y por ello están dispuestos a sustituirlas y con ello, lograr el sometimiento de la voluntad de las personas. Por lo tanto, nada está más lejos de mis propósitos pretender construir un sistema que permitiera una actitud determinista en la conducta de los individuos.

Douglas North, Premio Nobel de Economía 1993, ha dedicado una buena parte de su investigación a hacer aportes en los temas de las estructuras, investigaciones, cambio institucional y desempeño económico. “Las instituciones -nos dice North- son las reglas del juego en una sociedad o, más formalmente, son las limitaciones ideadas por el hombre que dan forma a la interacción humana”. Aún más, nos señala que las instituciones reducen la incertidumbre por el hecho de que proporcionan una estructura a la vida diaria y constituyen por consiguiente el marco en cuyo interior ocurre la interacción humana. Consisten así en normas escritas formales y también en códigos de conducta que subyacen y complementan la regla formal.

Así entonces, la institucionalidad tiene un rol no sólo en cuanto a la definición de reglas, sino también -y tal vez de manera más importante- a la definición de condiciones que de alguna manera pueden estimular las conductas de los individuos en el propósito de alcanzar ciertas finalidades. Además, la estabilidad de ellas permite generar las necesarias certidumbres que fortalecen el proceso de decisión de los individuos y ello adquiere más relevancia en el plano económico. No cabe duda de que al adoptar decisiones económicas, el horizonte del tiempo constituye un factor importante. La certidumbre que puede prevalecer sobre las condiciones de ese horizonte, da un mayor grado de facilidad para la proyección de resultados, lo cual evidentemente facilita principalmente las decisiones de inversión. Por otra parte, la estabilidad de las instituciones colabora en generar aún mayores grados de certidumbre. Esa certidumbre alimenta expectativas de confianza que también son necesarias en el campo de las decisiones económicas. Sin embargo, como también lo reconoce North: “el conjunto de características que configuran la estabilidad de ningún modo asegura que las instituciones unidas por él sean eficientes y concluye que aún cuando la estabilidad puede muy bien ser una condición necesaria de la interacción humana compleja, ciertamente no es una condición suficiente de eficiencia”.

2. LA INSTITUCIONALIDAD EN CHILE

Chile, a partir del año 1973, inicia un proceso de reforma y modernización que abarca todos los ámbitos de la vida del país. El historiador Gonzalo Vial, en un artículo “Decadencia, consenso y unidad nacional” se plantea una pregunta importante: ¿El 11 de septiembre de 1973 debe ser observado como una simple crisis del régimen político social vigente hasta 1973 o el término definitivo del mismo, víctima de una decadencia que no pudo ser superada? El artículo concluye que las características del proceso chileno llevaron efectivamente a la decadencia y por lo mismo al término definitivo del esquema vigente y ello, como consecuencia de la pérdida del consenso que debe darse en los planos doctrinarios, políticos y sociales a fin de que la sociedad pueda adquirir las condiciones para una sana y próspera convivencia. “El consenso -nos dice- supone un conjunto de ideas sobre temas básicos de fondo, que son compartidas por la inmensa mayoría de los chilenos y que ésta considera intocables, inmodificables, aún por ella misma. Son ideas de Patria, de nacionalidad, de tradición histórica y cultural, de familia, de educación, de propiedad, de juridicidad, de inalienables derechos de la persona humana. Son ya nuestra naturaleza, porque se han tejido en el tiempo con las razas progenitoras, la cultura y la historia y, por lo mismo, no pueden ser desarraigadas”. La pregunta que emerge en el plano de la institucionalidad es entonces: ¿Puede ésta configurar las condiciones para que la sociedad chilena se oriente en la búsqueda de este consenso doctrinario?

El régimen institucional chileno establecido en la Constitución Política del año 1980, es de carácter presidencialista. Sin embargo, aun cuando se reconoce la facultad presidencial, ésta se encuentra limitada por distintas entidades, cada una de ellas con funciones específicas que tienen como común denominador delimitar el poder presidencial. Estas entidades son el Congreso Nacional, el Poder Judicial, la Contraloría General de la República, el Consejo de Seguridad y el Banco Central. No cabe en esta oportunidad hacer explícitas las funciones y tareas que le competen a cada una de estas instituciones del Estado. Lo que sí quisiera destacar es que éstas, unidas a la Presidencia de la República, constituyen en sí un orden institucional que se caracteriza por crear las condiciones para un equilibrio de poderes que encuentra su sentido, primero en la diseminación del poder, luego en la generación de cada una de sus autoridades -que es de carácter múltiple- y por último, en la inmovilidad relativa que le asiste a cada uno que ostenta los respectivos cargos y responsabilidades. Se dan entonces las circunstancias que el orden político tiende a otorgar la más adecuada de las garantías al ejercicio de la responsabilidad individual, resguardando en ello los propósitos de la sociedad como un todo en cuanto a la finalidad del bien común, que en forma tan magistral lo define el padre Francisco de Vitoria como “el bien individual que se busca en comunidad”.

Es interesante retomar a North cuando nos señala que “la historia económica de los Estados Unidos ha sido caracterizada por un sistema político gradual, de frenos y equilibrios y una estructura básica de derechos de propiedad que han alentado la contratación a largo plazo que es esencial para la creación de mercados de capitales y de crecimiento económico”. En contraste agrega “la historia económica de Hispanoamérica ha perpetuado las economías centralizadas y burocráticas provenientes de la herencia española y portuguesa”. Así entonces, la Constitución Política que nos rige, se aparta de esta concepción centralista creando un acuerdo institucional de equilibrio de poderes como una forma de otorgar una auténtica garantía a los individuos en cuanto al ejercicio de los derechos que le son propios.

En el informe de minoría, que junto a don Pedro Ibáñez preparáramos como miembros del Consejo de Estado con ocasión del análisis de la Constitución de 1980, señalamos que sin embargo: “No son suficientes, a nuestro juicio, meras limitaciones constitucionales para evitar desbordes de los gobernantes si un defectuoso mecanismo de generación del poder, puede desembocar en la derogación de esas limitaciones”. Precisamente, la generación múltiple como también la inamovilidad relativa otorgan la adecuada fortaleza a este edificio constitucional.

3. LOS FUNDAMENTOS DE LA INSTITUCIONALIDAD ECONÓMICA

La sociedad política requiere de un acuerdo básico que posibilite su funcionamiento dentro de un orden establecido. Dicho orden debe tener una finalidad. Se ordena en función de un propósito. Es éste el que debe ilustrar necesariamente las facultades y atribuciones que le competen a cada órgano que se establece en dicha sociedad política.

Luego de la profunda crisis que experimenta la sociedad chilena entre los años 1970-1973, las nuevas autoridades muy prontamente entregan orientaciones y lineamientos acerca de los fundamentos institucionales que deben darse en el país para efectos de otorgar las adecuadas garantías que posibiliten la consecución del propósito del Bien Común. Se reconoce que los individuos tienen derechos que son anteriores a la existencia del Estado. Es más, es deber del Estado custodiar y respetar la vigencia de esos derechos que emanan de la naturaleza de los individuos. Los derechos naturales primarios son aquellos referidos a la conservación, la propagación y el perfeccionamiento, y la posibilidad de ejercerlo está en la aceptación que el ser humano, por tener inteligencia y voluntad, es un ser eminentemente libre. Así entonces, el valor moral de la libertad debe infundir el pacto social, el consenso básico. De esta forma, la institucionalidad que comienza a gestarse tiene como antecedente la vigencia de ese valor moral y la tarea es entonces encontrar una estructura institucional que cree las condiciones para el efectivo imperio de dicho valor moral. Así queda entonces establecido en el artículo Nºl de la Constitución Política: “Los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos y la familia es el núcleo fundamental de la sociedad”.

Von Hayek en su libro “Fundamentos de la libertad, nos señala que: “El estado, en virtud del cual un hombre no se haya sujeto a coacción derivada de la voluntad arbitraria de otro o de otros, se distingue como libertad individual o personal”. Así, entonces, la tarea de una política de libertad debe consistir en minimizar la coacción o sus dañosos efectos, e incluso, eliminarlos completamente si ello es posible. Por coacción, Hayek, quiere significar “la presión autoritaria que una persona ejerce en el medio ambiente o circunstancias de otra”. Curiosamente, la sociedad libre se ha enfrentado con este problema confiriendo al Estado el monopolio de la coacción. Sin embargo, para ser consecuente, dicha coacción debe tener limitaciones.

Se requiere así de un principio ordenador y éste, en la referencia de un orden social libre, no puede ser otro que el de la subsidiariedad, el cual es recogido en el Artículo Primero de nuestra Carta Fundamental: “El Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios, a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”.

El filósofo alemán Johanes Messner, en su libro “Ética General y Aplicada”, se refiere al principio de la subsidiariedad y lo posiciona también en cuanto a principio ordenador del Bien Común, como aquél que establece la “responsabilidad individual precede a la responsabilidad global”. Dicho más exactamente: “en cuanto los individuos y pequeñas comunidades sean capaces y estén dispuestos a hacer frente a su propia responsabilidad de conseguir los fines basados en esa responsabilidad, no tiene el poder social de orden (autoridad) ningún derecho a arrogarse tareas sobre estos fines. Por eso el principio de subsidiariedad puede llamarse principio de toda autoridad social, principalmente de la autoridad estatal, frente al principio vigente de precedencia de responsabilidad, o de precedencia de competencia, o simplemente de precedencia jurídica”. En esa perspectiva entonces la ley del Bien Común, como la ley de la subsidiariedad son en el fondo idénticas. El Bien Común es la ley superior de la sociedad. Es superior, porque determina los derechos de la autoridad social, pero también porque regula su conducta en el uso de esos derechos en cada ocasión. Es por ello que Pío XI llamó a la ley de la subsidiariedad como el principio superior filosófico social y León XIII “la primera y superior de la comunidad estatal”.

De la ley de subsidiariedad se desprenden tres criterios que permiten un juicio responsable sobre si la situación de una sociedad, corresponde al orden exigido por la naturaleza y hasta dónde. Primero, un sistema social es tanto más perfecto cuanto menos se impida a los individuos la prosecución de sus propios intereses, pero a la vez cuánto más les obligue mediante instituciones adecuadas a servir ahí al Bien Común. Segundo, un sistema social es tanto más valioso cuanto más se valga la autoridad central de las autoridades subordinadas. Por consiguiente, mediante la descentralización de poderes y la autonomía de las comunidades menores se fortalece la responsabilidad del principal. Tercero, un sistema social será tanto más eficaz cuanto menos acuda para alcanzar un alto grado de Bien Común a las leyes y más a los estímulos de rendimiento.

Por su parte, el filósofo español Millán Puelles, que ha hecho importantes contribuciones al derecho natural, cuando se refiere al principio de la subsidiariedad nos dice lo siguiente: “El problema de siempre en el régimen de toda convivencia es la armonía de la libertad y el orden. Saber unir en la obra de gobierno el respeto a la dignidad de las personas y la firmeza en el mantenimiento de las condiciones y exigencias de la vida en común es la alta cualidad del gobernante y a la vez el más difícil cometido de la tarea que propiamente lo define. La forma práctica de dar solución al problema concreto de la armonía de la libertad y el orden no puede configurarse de una vez para siempre, independiente de las circunstancias en que el problema mismo se plantea”. Y concluye que “una de las normas permanentes que inspiran las variables decisiones de todo buen político es el principio conocido con el nombre de la función subsidiaria del Estado. Como principio es inmutable y su valor de aplicación práctica no depende de ninguna circunstancia o situación, en la medida que la sociedad se regule bajo el amparo de las normas del derecho natural”. Así entonces, el objeto natural de toda intervención en materia social, es prestar ayuda a los miembros de la sociedad y no destruirlos y menos, absorberlos.

Volviendo entonces al tema de nuestra institucionalidad, debe tenerse presente que el orden social que allí se convoca tiene como fundamento la acción subsidiaria del Estado. No de otra forma podría entenderse la garantía que le otorga a los cuerpos intermedios en cuanto a la autonomía para cumplir sus fines específicos. De ese principio ordenador, emana para los individuos un derecho y un deber. El derecho a exigir que el Estado no intervenga en materias que son de competencia de los individuos. A su vez, el deber que tienen los individuos de asumir las responsabilidades en todas las áreas para las cuales cuentan con las requeridas facultades. Así, entonces, este principio de orden social pasará a ilustrar lo que hemos denominado la institucionalidad económica del país y tendrá también su contrapeso en las definiciones del orden político. Sólo aquí y en ese aspecto, cabe señalar la fortaleza de un poder presidencial que caracteriza nuestro orden institucional, pero que al mismo tiempo en aras de la consecución del Bien Común como tarea propia y superior del Estado, lo limita en su cometido para así salvaguardar los derechos individuales como también el ejercicio limitado de la soberanía popular. Allí encuentra sentido la concepción de democracia protegida: una democracia que protege los derechos que emanan de la naturaleza de los individuos.

4. LA INSTITUCIONALIDAD ECONÓMICA EN LA CONSTITUCIÓN DE CHILE

Nos preguntamos, ¿puede, un sistema institucional, definir que el régimen económico será uno de mercado o uno de carácter dirigista? Categóricamente, no. Una definición de esa naturaleza requeriría, por lo demás, de una serie de precisiones, cada una de ellas alejadas de un concepto de importancia constitucional. Lo que sí cabe definir en un orden institucional, son las condiciones que hacen posible el ejercicio de los valores, en los cuales éste se encuentra fundamentado y en el plano económico entonces, éstos corresponden al ejercicio de la libertad económica.

En el fundamento del derecho natural, como también en la realidad práctica de la subsidiariedad, no es posible el ejercicio de la autonomía si no se dan las condiciones de garantía en cuanto a la vigencia del derecho de propiedad.

Como hemos indicado, el derecho natural tiene tres dimensiones primarias: el derecho a la conservación, el derecho a la propagación y el derecho al perfeccionamiento. Cada una de ellas coloca al individuo en la referencia de un destino superior y reconoce el sentido de trascendencia de la naturaleza humana.

La aplicación práctica del orden natural en lo que se refiere a la conservación, coloca al derecho de propiedad como un derivado de ese derecho primario. Para la conservación natural de la especie, debe tenerse acceso a la propiedad, como también que su vigencia sea resguardada por la ley superior.

Así, para posibilitar el ejercicio de la autonomía, es necesario aceptar que es derecho de naturaleza, como lo establece Pío X, la propiedad privada, fruto del trabajo y del ingenio o por cesión o donación de otro y cada uno puede razonablemente disponer de él como le parezca.

Hay entonces en el orden social chileno un fundamento moral que se explicita en el derecho de propiedad como aquel que hace efectivamente posible el ejercicio de la libertad de los individuos. La Constitución Política de Chile garantiza el derecho de propiedad en sus diversas especies sobre toda clase de bienes corporales o incorporales y señala que nadie en caso alguno, puede ser privado de su propiedad del bien sobre el cual recae o de algunos de los atributos esenciales del dominio, sino en virtud de la ley general o especial que autorice la expropiación, por causa de utilidad pública o de interés nacional calificada por el legislador. Extiende el ejercicio de la propiedad a las creaciones intelectuales, a las patentes de invención y también otorga las garantías en cuanto a la libertad para adquirir el dominio de toda clase de bienes con la sola excepción de aquellos que la naturaleza ha hecho comunes a todos los hombres o que deban pertenecer a la Nación toda y la ley lo declare así. De esta forma, se establece la garantía de la propiedad en su doble dimensión. Por una parte, el derecho a acceder a ella y por la otra, la garantía de que su ejercicio será resguardado por la autoridad del Estado y el poder de la ley.

En el capítulo de las garantías se otorgan otras, que tienen igualmente relación con la vida económica del país. Entre ellas, algunas de especial relevancia para el ejercicio de las libertades personales y siempre ilustradas por el principio ordenador de la subsidiariedad. Así, es propio de los individuos el derecho a desarrollar cualquiera actividad económica y cuando el Estado intente llevarlas a cabo, requiere de la autorización por medio de una ley de quórum calificado y esa actividad estará sometidas a la legislación común aplicable a los particulares. Asimismo, la exigencia del trato no discriminatorio como también el impedimento para el ejercicio de las facultades de carácter discrecional, dan lugar a circunstancias que evitan la colusión entre los sectores políticos, las burocracias que gobiernan al Estado las empresas y los particulares. Así, la norma eminentemente impersonal tiende a evitar conductas de corrupción.

Otras materias que son también de competencia de la vida económica del país, están debidamente resguardadas en conformidad al orden subsidiario. Entre ellas, el derecho a la protección de la salud, en el cual cada persona tendrá el derecho a elegir el sistema de salud al que desea acogerse, sea éste estatal o privado. El derecho a la educación en el cual le compete a los padres el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos. La libertad de enseñanza, en que también se le reconoce a los padres el derecho de escoger el establecimiento de enseñanza de sus hijos. La disposición de que nadie puede ser obligado a pertenecer a alguna asociación, el derecho a la libre contratación y a la libre elección del trabajo, en que se reconoce igualmente que la negociación colectiva de la empresa es un derecho de los trabajadores. El derecho a la seguridad social, en que la acción del Estado está dirigida básicamente a garantizar el acceso de todos los habitantes al goce de prestaciones básicas uniformes. El derecho a la sindicación, en el cual se establece que la ley contemplará los mecanismos que aseguren la autonomía de estas organizaciones, la igual repartición de los tributos, la no discriminación arbitraria en el trato que deben dar el Estado y sus organismos en materia económica.

De esta forma, el capítulo de las garantías establece un marco de referencia jurídico que una vez más colabora a la creación de condiciones para el libre ejercicio de la responsabilidad individual, reservándose al Estado una acción estrictamente subsidiaria. Se da allí la adecuada coherencia que colabora a su vez a la exigencia de estabilidad en las normas.

5. EL PROCESO DE LA LEY

Es importante señalar que en cuanto a la formación de la ley, el orden institucional de Chile establece que el Presidente de la República tendrá la iniciativa exclusiva para imponer, suprimir, reducir o condonar tributos, crear nuevos servicios públicos, contratar empréstitos y otras operaciones que puedan comprometer el crédito o la responsabilidad financiera del Estado. Fijar, modificar, conceder o aumentar remuneraciones en lo que se refiere al sector público y el Congreso Nacional sólo podrá aceptar, disminuir o rechazar lo que en virtud de esta facultad exclusiva puede proponer el Presidente de la República.

Conviene destacar las consecuencias de este proceso de formación de leyes. El orden jurídico vigente en la Constitución de 1925, establecía que el legislador podría legislar sobre cualquier tipo de materias. En definitiva, era ley lo que generaban los legisladores. La Constitución Política del año 1980 es de carácter restrictivo en esta materia, señalando específicamente los aspectos que pueden ser materia de ley. No será posible entonces que el legislador pretenda iniciar un proceso de formación de leyes sobre cualquier tipo de materias; su acción legislativa deberá limitarse sólo a las materias y formalidades establecidas en la Constitución. El hecho entonces de dejar al margen la posibilidad de que es ley todo lo que decida el legislador, coloca un orden en el proceso legislativo y sirve una vez más de resguardo a los derechos individuales.

En cuanto a la importante ley de presupuesto, que cabe también como facultad exclusiva del Presidente de la República, el Congreso Nacional no podrá aumentar ni disminuir la estimación de los ingresos, sólo podrá reducir los gastos contenidos en el proyecto. Tampoco podrá el Congreso aprobar ningún nuevo gasto con cargo a los fondos de la Nación, sin que se indiquen al mismo tiempo las fuentes de recursos necesarios para atender dichos gastos. Así entonces, quien debe velar por el funcionamiento normal de la economía, cuenta con las estructuras jurídicas que le permiten el ejercicio claro de esa responsabilidad. El ordenamiento económico, tan requerido para la consecución del Bien Común y para el verdadero resguardo de la autonomía de los cuerpos intermedios, no sería compatible con una definición ambigua de responsabilidades en el uso de los recursos públicos. La estabilidad, tan necesaria para la vida ordenada de una sociedad, no podría alcanzarse sin circunscribir de manera muy exacta y rigurosa como lo hace nuestro orden institucional, la responsabilidad presupuestaria. Sin embargo, un perfeccionamiento de ella podría ir en la dirección de establecer parámetros que limiten el aumento en el gasto del Fisco.

6. LA ESTABILIDAD Y EL BANCO CENTRAL

Uno de los aspectos que mayor deterioro causaron a la vida económica del país, fue el proceso de sostenida inflación. Ello no sólo afectó negativamente la tasa de ahorro del país, sino que distorsionó de manera importante el proceso de asignación de recursos, en el sentido de estimular en mayor grado la inversión de carácter especulativo que la inversión de carácter productivo. Su consecuencia fue una asignación de recursos que impidió al país alcanzar su potencial de desarrollo con las consecuencias de un menor bienestar para la población. Todo esto, sin perjuicio de señalar las vinculaciones que en el tema de la inflación se abrieron para presiones de carácter político, que también afectaron el proceso de desarrollo económico.

Así entonces, era indispensable que la nueva institucionalidad del país creara las condiciones para el desempeño de un orden económico en el cual prevaleciera la estabilidad monetaria. Esa fue la razón que condujo a que la Carta Constitucional del año 1980 introdujera un capítulo específico referido al Banco Central de Chile y en el cual deben destacarse dos aspectos centrales. El primero de ellos, la autonomía del Banco Central respecto del poder político. El segundo, la prohibición de que el Banco Central otorgue recursos de crédito a las instituciones del Estado.

La primera disposición, que se refiere a la autonomía, tiene el valor de permitir que el manejo de la política monetaria tenga como prioridad esencial el alcanzar la mayor estabilidad en el valor de la moneda del país. En esa estabilidad está radicada como un aspecto esencial la posibilidad que la economía se mueva en una dirección de sostenida eficiencia, porque aleja de las decisiones de ahorro e inversión las implicancias y los riesgos de un deterioro en el poder adquisitivo de la unidad monetaria. Ello hace posible evaluar los proyectos de inversión en sus adecuados horizontes de tiempo, haciendo la consideración de lo que es efectivamente el valor del dinero en el tiempo, alejado del efecto que pudiera tener una tasa de inflación, por supuesto desconocida.

La prohibición que le cabe a la operatoria del Banco Central, en cuanto al financiamiento de entidades del Estado y de manera muy especial al Fisco, tiene el sentido de darle el mayor rigor a la autonomía del Banco, en cuanto a independizar en el terreno de las responsabilidades el manejo de la política monetaria del manejo de la política fiscal. Si la autoridad fiscal observa una política fiscal que conduce finalmente a un déficit del sector público, estará forzada por las disposiciones constitucionales a buscar el financiamiento en un endeudamiento interno o externo, pero ajeno en todo caso al Banco Central. De esta forma, se crean los estímulos para una política fiscal equilibrada, desde el momento que un endeudamiento interno generado por un déficit afectará las tasas de interés y ello significará un costo adicional para la operatoria del sector privado. A su vez, si se opta por un endeudamiento con el exterior, dado que el país tiene una capacidad limitada de deuda externa, mientras más de esa capacidad sea absorbida por el sector público, menos quedará disponible para el sector privado.

Así entonces, en la institucionalidad del ordenamiento económico del país, la presencia de un Banco Central autónomo e independiente hace posible generar condiciones para que el crecimiento de la economía se realice en el necesario ambiente de estabilidad relativa en el nivel de los precios.

Es interesante observar el debate contemporáneo sobre la Banca Central que revela una vez más, que aún cuando se haya logrado una institucionalización económica, esto no implica que no sea posible evaluar con la cautela debidas proposiciones de modificación que vayan en la dirección de un perfeccionamiento. En esa materia será de interés considerar, por una parte el proceso de elección de los consejeros del Banco Central, colocando condiciones profesionales que aseguran el debate técnico de materias cada vez más complejas que se abren en un mundo globalizado en el cual las interrelaciones no sólo de bienes y servicios, sino de capitales pueden generar situaciones delicadas para el comportamiento de la economía doméstica. Puede ser importante también evaluar si, orientado en el propósito de la estabilidad, no sería conveniente colocar límites constitucionales en lo que se refiere al crecimiento monetario.

James Buchanan, Premio Nobel de Economía, como también el profesor Von Hayek, han hecho importantes contribuciones a este debate monetario en que, por una parte las reglas monetarias y por la otra, la posibilidad de desnacionalizar la emisión monetaria, constituyen alternativas dignas de un debate académico y práctico. A diferencia del enfoque keynesiano, que colocaba al propósito del pleno empleo como una prioridad de la política monetaria, hoy se da el consenso en cuanto a que la función propia del Banco Central es mantener estable el valor de la moneda. Ello puede ser aún más significativo cuando se considera el proceso de integración que caracteriza a la economía mundial y que de una u otra forma genera espacios, como también coloca limitaciones a la actuación de las autoridades nacionales. Como una comprobación de ello, baste observar el importante debate que se ha generado en la configuración del nuevo Banco Central de Europa, en que no sólo las convergencias de políticas, sino que incluso los nombramientos de sus autoridades y las pérdidas de sus soberanías, han abierto una discusión que en algún momento será acogida en el proceso de la nueva institucionalidad europea.

7. A MODO DE CONCLUSIÓN

El tema, no cabe duda, no está agotado. He querido en esta presentación hacer una formulación general, de tal manera de destacar la coherencia que se da en el orden institucional chileno entre los principios fundamentales que ilustran la Constitución Política del Estado y cómo éstos se proyectan en el orden público económico. El principio de la subsidiariedad es el fundamento rector y puede concluirse que el orden institucional efectivamente crea las condiciones para el ejercicio de la responsabilidad individual y otorga simultáneamente las garantías para la efectiva autonomía de los cuerpos intermedios en lo que compete a la acción económica. Podemos concluir entonces -y esto sin ningún ánimo de soberbia- que en el orden institucional chileno están colocadas las bases para lograr una efectiva armonía social que, en las palabras de Frossard, implica la coherencia en los planos de la política, la cultura y lo espiritual.

Por espacio de décadas, la institucionalidad económica establecida en el país ha constituido un apoyo fundamental para la expansión económica de Chile. Se ha corroborado así un planteamiento muy categórico de Douglas North: “Quiero atribuir un papel mucho más fundamental a las instituciones en las sociedades: son el determinante subyacente del desempeño de las economías”. La institucionalidad económica elaborada en el propósito de generar las condiciones para el imperio de la libre iniciativa, ha constituido así el adecuado estímulo para promover la creatividad, la innovación y el más auténtico sentido de emprender que se da, por lo demás, en todos los ámbitos de la sociedad. El poder de las instituciones, como también su propia estabilidad, dependen de cómo los individuos que se desempeñan en su refere la encuentran concordante con lo más propio de su naturaleza. Pienso que el caso de Chile, esa coherencia efectivamente se ha encontrado.

Sin embargo, las sociedades humanas están destinadas a un desafío permanente que implica enfrentar nuevas circunstancias que emergen de la inmensa riqueza que está contenida en la interacción humana y que nadie puede ni delinear, ni proyectar, ni construir. Es precisamente en esa dirección donde conviene formular algunas apreciaciones.

Surgen en el mundo contemporáneo nuevas realidades, que aún cuando no están totalmente definidas, encierran en su origen nuevas actitudes que tienden a crear instancias destinadas a limitar el ejercicio de la responsabilidad individual. La razón de ello podrá encontrarse en el temor, en la frustración, en la búsqueda ilusionada de una protección o de un amparo de autoridades que se estiman superiores. Por otra parte, en el propósito de la tolerancia se encuentran disposiciones de espíritu que aceptan cualquier tipo de actitudes y no enfrentan con voluntad la defensa de principios de carácter moral, que necesariamente deben fundamentar una sociedad humana para que ésta pueda satisfacer su sentido de trascendencia. Así entonces, surgen nuevas actitudes que no pretenden en este caso ni concular los derechos de propiedad, materia en la cual nuestro presente siglo encuentra la más dolorosa de sus experiencias, como tampoco establecer mecanismos para un manejo económico centralizado. Sin embargo, la desconfianza en la operatoria de los mercados tiende a considerar la construcción de nuevos mecanismos, que alejados de la realidad de los hechos, concluyen finalmente en un sistema de regulaciones y en interferencias que no hacen posible que, el ejercicio de la libre voluntad, que expresan en el mercado productores y consumidores, den las señales adecuadas para las decisiones vinculadas a la asignación de los recursos. Un proceso regulatorio, que tiende a apartar la vida económica de su realidad de heterogeneidad y que busca nuevamente la estandarización de la vida económica, terminará por encontrarse con una rebelión que emerge de la natural diversidad que caracteriza las conductas individuales.

Para que en la institucionalidad funcione en plenitud el imperio de la ley es, sin lugar a dudas, un aspecto sustantivo. Así entonces, la presencia de un Poder Judicial que actúe con autonomía y oportunidad constituye un ingrediente principal para dar la requerida fluidez a la vida económica de la sociedad. El orden jurídico debe velar para que se den las necesarias certezas en cuanto a la permanencia de la propiedad, lo cual es indispensable para que una sociedad civil pueda proyectarse en un horizonte de tiempo prolongado, lo cual sólo es posible dentro de un marco de estabilidad y de oportunidad en la justicia. En la medida en que los derechos de propiedad -y aquí hago el uso más extensivo de ese concepto- no sean defendidos de manera eficaz, tampoco podrá esperarse conductas eficientes de parte de los individuos, porque ello afectará la calidad de las decisiones. En la vida económica surgen y surgirán permanentes querellas cuya instancia resolutoria, ejercida con eficacia y oportunidad, constituyen piezas fundamentales para dar la adecuada coherencia en el sistema social, entre la vida económica y la vida de la justicia.

Por último, es importante reiterar que la concepción de la subsidiariedad, establecida de manera tan clara en nuestra Carta Fundamental, no sólo tiene derivación en el campo de la acción económica. A la vida de la familia, que está resguardada en la constitución como núcleo fundamental de la sociedad, se le deben reconocer los campos de la autonomía que le son propios. En la educación de las conductas tienen la responsabilidad principal. Es en la riqueza de la vida familiar auténtica donde la sociedad encontrará la inspiración para abordar las cambiantes circunstancias propias de las sociedades humanas.

He querido en esta Ceremonia, que tiene para mí un significado de tanto honor como responsabilidad, compartir las reflexiones que he formulado sobre el sentido de la institucionalidad económica. Siento temor de haber recorrido un camino de por sí complejo, en el cual considero que hay una distancia en lo que respecta a mi formación personal, entre las exigencias de una formación teórica profunda y las experiencias de una vida personal. Por ello, espero que la prudencia y la humildad hayan estado presentes. Si me he atrevido a abordar este tema, es porque tengo la convicción de que en el seno de esta Academia encontraré los intelectos y las voluntades que corregirán los errores y estimularán nuevas reflexiones.