Discursos de incorporación

“Apuntes sobre la democracia”

Fernando Moreno Valencia

Discurso de Incorporación de Fernando Moreno Valencia como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

1. EL CONCEPTO DE DEMOCRACIA

Demos-Kratein: la etimología de la palabra nos aporta la definición primera y propia. La democracia es el gobierno del pueblo. Lincoln va a explicitar esta misma concepción, al hablar de gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. Esta triple precisión está explícita ya en la definición aristotélica del “gobierno constitucional”[1]. Por su parte, Jacques Maritain define la democracia como “una organización racional de las libertades fundada en la Iey”[2]. Churchill, finalmente, el político inglés, dirá que la democracia es el menos malo de los regímenes políticos conocidos. Más profundamente, el mismo Maritain señalaba hacia 1950 que, aun si “la democracia puede ser torpe, inhábil, inconsecuente, expuesta a traicionarse a sí misma al ceder a los instintos de cobardía, o de violencia opresora”, es ella, sin embargo, “la única vía por donde pasan las energías progresivas de la historia de la humanidad” [3].

Sea lo que fuere de esta afirmación, lo cierto es que si bien no es difícil concebir que el pueblo sea el sujeto/objeto del gobierno, y aún que éste se ejerza en su beneficio, no es fácil ver cómo podría al mismo tiempo autogobernarse. Sólo tiene sentido esta afirmación si se refiere a una forma indirecta de autogobierno, lo cual equivale a realzar la importancia de las nociones de delegación, de representación y de control. Dicho de otro modo, el pueblo [4] se gobierna a través de sus representantes, en quienes delega su derecho, y a quienes controla en forma permanente [5] y de maneras diversas [6] y complementarias.

Pero, el pueblo no sólo participa negativamente controlando a sus delegados; participa también positivamente llevando a cabo tareas de bien común, que es el bien del todo social, común al todo y a las partes, y que se realiza en definitiva en estas mismas [7]. Este bien es el fin mismo de la sociedad política, y, por ello, su norma específica. Los gobernantes son servidores del pueblo en función de ese fin, cuya realización siempre inacabada es el bien de la sociedad y de las personas al mismo tiempo.

Ahora bien, para cumplir su misión (más que simple tarea), los gobernantes deben estar en comunión con el pueblo. Sólo así se puede evitar el hacer de este último un mero objeto, al límite manipulable en aras de objetivos ajenos al bien común. La comunión, la Koinonía, es aquí condición del servicio. En ella se profundiza la delegación y la representación, y la vida política se nutre de los fundamentos morales inherentes a su propia “lógica”.

Es un hecho, por otra parte, que la complicación creciente de la vida social, y la necesaria tecnificación de los dinamismos y de las relaciones sociales que ello comporta, obstaculizan dicha comunión. Una “distancia”, a veces una especie de fosa existencial, se crea entre gobernantes y gobernados. A lo más se puede constatar una relación mediatizada por numerosas instancias burocráticas y funcionales, que vienen a reemplazar la comunión por el cálculo, y la palabra por la acumulación de papeles. En cierto sentido, en una perspectiva no-utópica se ha pasado aquí del gobierno a la administración, pero con el agravante que se ha pasado además de la administración de las cosas a la administración de los hombres. La “distancia” dificulta el gobierno de los hombres al extremo de anular su posibilidad.

Pero no es éste el único problema. Dado un cierto acondicionamiento cultural, y más específicamente social, el pueblo mismo se muestra poco interesado en el gobierno que le atañe. Y esto, porque la búsqueda de la felicidad, confundida con el placer sensible, ha engendrado una disposición vital y masivamente hedonista [8], en que se ha roto el “equilibrio”, la proporción entre los bienes materiales y los bienes del espíritu, entre el condicionamiento material de la vida y la virtud que lo exige, y al mismo tiempo lo proporciona y lo regula [9]. La pérdida del sentido social del bien obstaculiza el interés por el gobierno, ya sea en su forma primera de gobierno de los hombres, ya sea en su forma derivada de administración de la cosa pública.

Podría decirse que en las democracias hoy más destacadas, el afán consumidor embota el necesario ejercicio reflexivo y, por qué no decirlo, contemplativo, que el hombre debe efectuar en vistas a definir, lograr y preservar su bien. El “consumo”, si pudiera decirse, agota su impulso “sapiencial”; allí el hombre encuentra a la vez su “saciedad” siempre insatisfecha, y el desencanto que a pesar de todo provoca en él una radical pérdida del sentido de la existencia. De esta forma, las sociedades más desarrolladas económica y socialmente, se encuentran hoy en vías de subdesarrollo cultural y político.

2. ACORTAR LA DISTANCIA ENTRE GOBERNANTES Y GOBERNADOS

Sea lo que fuere, la ilusión de colmar la “distancia” entre gobernantes y gobernados en las modernas democracias aparece en las siguientes instancias:

1) la ilusión utópica de la destrucción de lo dado (status quo) como condición de una sociedad radicalmente novedosa y definitivamente perfecta. Escuchemos a un observador europeo al respecto: La rebelión anarquista de una cierta juventud, “contra el control operado por la sociedad, se conjuga con la utopía de la creación ex nihilo de una sociedad perfecta” [10]. Dicha rebelión manifiesta a la vez una cierta orfandad y la fuerza mitificadora de la ideología. 2) Esta actitud genera en el establishment la tentación del recurso normal y habitual a ciertos procedimientos represivos, al punto de convertir esto en una verdadera “política”. Sólo así pareciera poderse controlar, sino contrarrestar, la “perturbación” utópica del “sistema”. El riesgo aquí es mayor, puesto que la “Frontera” entre la necesaria preservación del orden y una política represiva no es siempre nítida, y el absurdo en el origen de la protesta, y tal vez el absurdo de la contestación misma, arriesgan catalizar un sin sentido generalizado, si el responsable mismo del bien común se deja arrastrar por una cierta pendularidad. 3) Finalmente, la “distancia” a que hemos estado haciendo referencia pareciera a veces colmarse allí mismo donde, de hecho, se hace más profunda; en la actividad del demagogo. El demagogo es un charlatán que desprestigia la política al desfigurar su “rostro”. Más aún, o más propiamente, el demagogo es alguien que atrae y engaña por avidez de poder. Es, dice Aristóteles, “un adulador del pueblo” [11] que infringe la ley en aras de la arbitrariedad [12]. “En las democracias, la principal causa de las revoluciones es la insolencia de los demagogos” [13]. La demagogia es para Aristóteles como el virus de la democracia. Ésta debe defenderse de los demagogos y, más ampliamente, de todo enemigo suyo.

Aquí se plantea la cuestión de la preservación de la democracia, y la necesidad de recurrir a los medios legítimos que cada situación requiera. La norma será a este respecto, que para preservar la democracia no se puede recurrir a medios que impliquen negar los fines que la sustentan y le dan sentido. Siempre -dada la condición humana misma- va a haber que utilizar medios “pesados” (violentos) en casos límites, para defenderse de los enemigos de dentro o de fuera (J. Maritain). Sin embargo, los medios más profundos y más profundamente eficaces (más duraderos también) son aquellos que tienen una densidad humana positiva, y que, al límite llevan como a templar el espíritu en base a aquellos valores que hacen que en definitiva la democracia sea, más que un régimen de gobierno, la forma misma de la normal convivencia humana en cuanto ésta se organiza en la perspectiva de un fin común.

Aristóteles, cuya doctrina de la democracia supera en él cualquier vacilación semántica o terminológica [14], destaca dos “medios” que contribuyen, diversamente, a que la democracia exista y que sea preservada: la educación y una relativa suficiencia económica. En el primer caso es preciso tener presente que si se quiere tener democracia -y no otra cosa- es preciso educar para la democracia. “El mayor de todos los medios referidos en vistas a asegurar la permanencia de las sociedades políticas (constituciones)… es un sistema de educación adecuados a tal o cual de esas sociedades. Porque de nada sirve la ley más preciada, ratificada por el juicio máximo del entero cuerpo político, si los ciudadanos no son educados en vistas a una u otra forma de sociedad…” [15].

Pero si la democracia es más que un mero régimen de gobierno; si ella se confunde simplemente con la normal socialidad humana, la educación a la democracia no será sino una educación para la libertad, en la que la promoción de ese centro de libertad que es la persona humana equivaldrá al mismo tiempo a capacitar para la vida democrática y a darle, por ahí, una justa estabilidad y duración a las estructuras o instituciones democráticas. Así “la educación debe aspirar esencialmente no a producir un tipo cultural conforme a los deseos de la comunidad, sino a liberar la persona humana”, como tan profundamente ha visto Jacques Maritain [16].

3. BIENESTAR Y DEMOCRACIA

Complementariamente, Aristóteles ve en la disposición de bienes materiales, en la economía si se quiere, una condición necesaria para la existencia de una democracia y, más allá, de una sociedad simplemente normal, de una sociedad de hombres libres, de una sociedad “participativa”, diríamos también en lenguaje moderno; en síntesis, de una sociedad democrática en el sentido más profundo que esta expresión tiene en un Pío XII, o en un J. Maritain.

“El verdadero gobernante democrático -dice Aristóteles- debe estudiar cómo impedir que la multitud caiga en la extrema pobreza, puesto que es esto lo que corrompe la democracia” [17]. Se trata para el Estagirita, de disponer de una cantidad suficiente de bienes, lo cual se consigue evitando tanto el exceso como la carencia [18]. Sólo desarrollando a partir de aquí una “medianía” social (“clase” media), se puede asegurar una justa participación en los asuntos públicos de interés común, y evitar la formación de facciones y las rebeliones [19]. En general, allí donde hay pobres la Polis “arriesga encontrarse llena de enemigos” [20].

Es importante insistir aquí en la “medianía” como condición (y aún definición) de la virtud, y, por allí, del bien del hombre comprendido como felicidad. Si la insuficiencia de bienes es particularmente grave para una sociedad, el exceso es también problemático. Hay hombre, observa aún Aristóteles, que piensan que lo que importa es un mínimo de virtud unido a una ilimitada cantidad de riquezas, de poder y de gloria [21]. Sin embargo, a la luz misma de los hechos se puede apreciar ya que “los hombres no adquieren y preservan las virtudes por medio de los bienes exteriores, sino que, al revés, estos bienes mismos son adquiridos y preservados en función de las virtudes”. Por lo mismo, “los bienes exteriores tienen un límite, como lo tiene cualquier instrumento… así que una cantidad excesiva de ellos es necesariamente dañina para su poseedor” [22]. Lo que importa sí permanentemente es la virtud, porque en ella reside la felicidad. Y la virtud se encuentra en “aquellos que han cultivado en sumo grado el carácter y la inteligencia”; en todo caso, tratándose de “los bienes del alma, mientras más abunden, mayor será la utilidad para los hombres” [23].

Si la democracia es simplemente aquella sociedad donde se realiza de manera normal (directa y propia) el bien común, es ella también el lugar de la virtud, de las virtudes sociales. Si ella realiza la buena vida humana de la multitud, para decirlo como Tomás de Aquino, es el bien del hombre el que allí ocurre, al menos en cuanto éste depende de la Polis y es exigido por la socialidad inherente a su misma humanidad.

Tomás de Aquino profundiza y corrige al Estagirita: ese bien no se confunde pura y simplemente con la felicidad, pero no es independiente de ella, al menos no lo es de la verdadera felicidad.  En la perspectiva que acabamos de explicitar especialmente con Aristóteles, la democracia nos aparece con su verdadero “rostro”. La exigencia democrática se inserta en las profundidades de lo humano y, por qué no decirlo, se inserta en ese “lugar” donde el hombre se supera infinitamente a sí mismo [24]. Por lo mismo, la demagogia y el maniqueísmo farisaico a que conduce la híperpolitización de la cultura y de la vida social, no pueden confundirse con la democracia, así como por otra parte, tampoco se confunde con ella cualquier intento de protegerla que equivalga a negar a nivel de los medios lo que se afirma y busca a nivel de los fines.

4. NECESIDAD DE PARTICIPACIÓN

En último término, la mejor manera de preservar la democracia es la de consolidarla en las personas mismas. No hay democracia sin demócratas. Dicho en otra forma, la democracia se “construye” y se consolida en las personas antes de proyectarse institucionalmente [25]. Es la profundización en la persona, en el pueblo, de los valores que conforman la democracia lo que más propiamente garantiza su preservación, y también lo que conduce a la democracia desde el régimen político, desde la institucionalidad a las virtudes cívicas, sociales y simplemente humanas. Es la conformación de la mente y los corazones en la verdad, en la justicia (que es como la verdad de la sociedad), en la libertad y en la fraternidad, pero también en el respeto de los derechos de la persona humana, y en la tolerancia exigida por el bien común lo que dará a la democracia su solidez humana.

Pero es preciso no engañarse a este respecto. Aún si diversamente, en los demócratas y en las instituciones la democracia es frágil; tiene la fragilidad de lo humano, y en especial de la libertad humana. Si el hombre es un centro de libertad, y si la democracia es el ordenamiento legal de las libertades, su fragilidad es a la vez muy real y profundamente positiva. El riesgo es en ella como el precio de su dignidad, y será preciso no exigirle, en consecuencia, una solidez y una seguridad que impliquen en definitiva negar su “dinámica”, o simplemente negar en el orden de los medios lo que se propugna en el de los fines.

En esta perspectiva, la democracia, que como la política es un parte de lo posible, es a la vez siempre algo que se está haciendo, un in fieri más que un definitivo factum est, y un desafío: desafío para quienquiera crea en la fraternidad humana, en la justicia y en la libertad.

Que se defina la democracia como una “organización racional de las libertades fundada en la Ley” [26], o como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, según la fórmula de Lincoln, en todo caso la participación aparece como una cuestión central: es a la vez un valor y, como tal, expresa lo deseable; un principio de interpretación de la realidad y de orientación de la acción humana: y es, como práctica, una condición sine qua non de realización efectiva de la democracia. La participación es también, considerando las situaciones concretas, un desafío histórico.

Con mayor precisión, se puede decir que la relación democracia-participación supone el planteamiento más fundamental en el plano doctrinal que ya hemos enunciado, y complementariamente se refiere a la exigencia de concreción histórica de la democracia.

La participación es a la vez principio y condición de la democracia. Ella determina y orienta las formas históricas de ésta, al tiempo que condiciona su realización efectiva: no hay democracia sin participación, aunque aquella no se agota en ésta. Más fundamentalmente, lo que podría llamarse el estatuto democrático de la participación se expresa a partir de la convergencia entre libertad y justicia. “El fin de la democracia es al mismo tiempo la justicia y la libertad”, como lo ha recordado Maritain [27].

No hay justicia sin libertad, pero tampoco hay libertad sin justicia. La libertad se realiza en y por las libertades concretas (libertad de culto, de expresión, de las ideas, de asociación y reunión, etc.), lo que supone un ordenamiento en la justicia del espacio para su ejercicio efectivo. A su vez y complementariamente, la justicia no puede estructurar las relaciones humanas sino asumiendo la cualidad personal -por consiguiente, de ser libre- de los sujetos que constituyen la “materia” sobre la que ella opera a través de las cosas. Es más, el respeto de la vocación más radical del hombre a su liberación en la Verdad es, si no el objeto propio, sí un dato fundamental de toda acción que tienda a operar la justicia y de toda estructura que pretenda establecerla.

En todo caso, a partir de una exacta comprensión de la libertad y la justicia, la democracia puede definirse como una “organización racional de las libertades fundadas en la ley”, o como una estructuración máxima de las libertades en la justicia, que la ley regula.

En la convergencia de libertad y justicia, la libertad es la raíz y fuente de la participación y la justicia es su norma objetiva. De ahí que la participación supone la mediación fundamental de los derechos del hombre y, en otro plano, en el de la simple concreción histórica, la complementación del pluralismo como estructura de la sociedad.

¿Qué es y cómo se realiza más específicamente la participación? Etimológicamente, participar significa “tomar parte en algo”, “tener parte en”, o simplemente compartir [28]; más precisamente, se trata de tomar parte, de compartir, en último término, en el bien común según la justicia [29]; el bien común, fin y tarea de la sociedad [30], que, como dice Santo Tomás de Aquino siguiendo a Aristóteles, consiste en definitiva en la buena vida humana de la multitud [31], buena vida humana que es participación en los bienes espirituales, morales y materiales, que son los que diversa, jerárquica y convergentemente hacen que el hombre llegue a ser lo que es, según la expresión de Píndaro [32]. El bien común supone dos condiciones: “una, la principal, el actuar según la virtud, puesto que la virtud es aquello por lo cual se vive bien. Otra, secundaria y como instrumental, que consiste en la suficiencia de los bienes temporales cuyo uso es necesario al acto de virtud” [33].

A partir de estas consideraciones básicas se plantea el problema de las formas de participación democrática, de los niveles y campos en que ella se realiza y de sus condiciones de ejercicio efectivo.

Pero, ante todo, es importante recordar que el hombre, la persona humana, ser inteligente, libre y dotado de  voluntad [34], es quién participa y paradójicamente su participación exige ser la de un sujeto que, más que una parte, es un todo en otro todo que es la sociedad (todo de todos), y, dada su dignidad propia (de universo de naturaleza espiritual), es un fin y no un medio, por lo que toda participación auténtica, humana y democrática supone respetar esta consistencia irreductible que se resiste, de por sí, a toda manipulación e instrumentalización [35]. Por lo mismo, toda estructura personalista de la participación supone respetar y promover la justicia, la fraternidad y la vocación radical a la libertad que define al hombre.

En el marco de esta exigencia fundamental, y considerando que la participación es esencialmente acción de un sujeto humano, y que estructura por derivación o consecuencia, se pueden distinguir las formas principales de participación según su objeto, según el sujeto que participa y según el modo de participar. En la conjunción de estos tres criterios de clasificación, se puede determinar al mismo tiempo el mayor o menor alcance de la participación, su mayor o menor amplitud o restricción.

En el caso del primer criterio, se trata de contestar a la pregunta: ¿en qué se participa? Aquí, el objeto de la participación se confunde con los campos y niveles de la misma, que exige expresarse en distintos planos y en diversos campos de la estructura global de la sociedad, para ser efectivamente participación en los bienes destinados al espíritu y al “cuerpo”; esto se traduce, primero, en una complementación y jerarquización adecuada según los diversos bienes y las exigencias de la naturaleza misma del hombre. En este sentido, Jean Dabín recuerda que, al “margen de cualquiera referencia a la economía, el espíritu humano tiene exigencias que le son propias en el dominio de las cosas intelectuales, morales o religiosas; exigencias que son llamadas no sólo a agregarse a las de la economía y a equilibrarlas, sino a menudo a moderar las preocupaciones económicas” [36]. A partir de aquí, la participación se traduce, complementaria y horizontalmente (o debiera traducirse), en participación religiosa, cultural, educacional, política, social y económica, y exige verticalmente estructurarse en niveles diversos que determinan planes también complementarios entre el hombre y el Estado, pasando por las familias y las organizaciones intermedias en general. La participación vertical y la participación horizontal se condicionan mutuamente a manera de coordenadas que, al determinar ciertos “puntos” de entrecruzamiento, determinan al mismo tiempo la ubicación de los miembros individuales y grupales de la sociedad.

En todo caso, la participación en los bienes fundamentales que la sociedad debe ofrecer a sus miembros, y que podría considerarse como la condición sine qua non de la existencia de la sociedad política, que Aristóteles anuncia en términos de autosuficiencia [37], implica ya la “multidimensionalidad” de la estructura, que permita la realización efectiva de aquella. Esto prolonga y traduce, en último término, una exigencia de la naturaleza misma del hombre, que es a la vez un ser indigente y un ser sobreabundante en riqueza espiritual. En estos dos aspectos aparece además el carácter común del usufructo humano de los bienes en cuanto éstos son comunicables), cuestión fundamental en relación con la exigencia de participación. Complementariamente y en otro plano, “la Biblia, desde su primera página -recuerda Paulo VI en Populorum Progressio-, nos enseña que la creación entera es para el hombre”, y que a ésta él debe “aplicar su esfuerzo inteligente para valorizarla y, mediante su trabajo, perfeccionarla… en provecho suyo”. De esta forma, si “la tierra está hecha para otorgar a cada uno los medios de subsistencia y los instrumentos de su desarrollo progresivo, todo hombre tiene por consiguiente el derecho de encontrar ahí lo que le es indispensable” [38].

Aparece, en toda su fuerza y al nivel más fundamental, la necesidad de determinar la participación desde la perspectiva de los sujetos mismos de participación (segundo criterio enunciado). Esto nos lleva a distinguir básicamente entre la participación personal y la participación de grupos (sentido amplio del término) [39], así como, más ampliamente, entre los sujetos de participación y los “marginados”, categoría radicalmente excluida de las estructuras fundamentales de participación, a partir de una conjunción entre las insuficiencias de todo orden propias de la sociedad global y la incapacidad también radical en que el “marginado” se encuentra para participar o convertirse por sí mismo en verdadero sujeto (y no objeto) de participación [40]. De ahí la importancia de la asociación y de la organización (como veremos luego) en cuanto condiciones de participación y la cualidad particular de los grupos humanos, a la vez como sujetos y como condición, medio e instrumento de participación. Por ser el hombre un ser naturalmente social, los grupos primarios y secundarios (Cooley) [41], de comunidad o societarios Tōnnies) [42], simples, o complejos, constituyen para él el medio normal de la participación, en el doble sentido de instrumento y de contexto. De ahí la exigencia fundada directamente en el derecho de asociación, pero también en los derechos de expresión y reunión de estructurar la sociedad en tipos tan diversos de grupos como sean los campos y niveles en los que el hombre tiende, de por sí, a desarrollar su ser personal y social; aunque su personalidad sea por sí misma la de un todo, éste “no se realiza jamás sin los otros” [43].

Aparece, por consiguiente, también el carácter reversivo de las estructuras grupales, en cuanto los grupos, como sujetos de participación, no encuentran su sentido y justificación sino en la medida en que ellos son al mismo tiempo una condición sine qua non y un medio indispensable de participación humana y, por tanto, de desarrollo personal, que es en lo que, en último término, se resuelve toda la vida social. De esta forma, en definitiva, el hombre como ser personal individual es el sujeto propio de la participación, aunque ésta no se realice sino a través de los diversos grupos como sujetos intermediarios.

5. PARTICIPACIÓN COLECTIVA

Por otra parte, el caso particular del “pueblo”, en cuanto multitud que compone un grupo nacional, es decir, una comunidad ético-social fundada en un común origen y en una memoria histórica común [44], merece una referencia especial. El pueblo es sujeto de participación en un doble sentido. Primero, en cuanto su calidad asociativa de tipo “comunitario” lo pone, por una parte, como frente a lo que, en un sentido simplificado y diferente del sentido marxista de la expresión, se puede designar como la “superestructura” política o, más propiamente, la sociedad o cuerpo político [45], hace de él, y por otra parte, la savia y “materia” del cuerpo político, cuya cabeza es el Estado, la parte más “alta” de él, como órgano especializado en los intereses del todo, rector del bien común y, por ello, administrador de la “cosa pública” [46]. Dado que el pueblo se estructura en cuerpo político para lograr los fines propios de una sociedad humanista, es decir, centrada en la persona humana, el “frente a”, el vis-á vis del pueblo en relación a lo político se realiza más particularmente con referencia al Estado, el cual, por su naturaleza de órgano funcional –detentador del poder político operativo a mayor nivel [47] e instancia entera tejida de mecanismos y rodajes funcionales, que “aspiran” a convertirse de puros medios en fines–, tiende a descolgarse de su base y, consecuentemente a encontrar en sí mismo su propia legitimidad, pero olvidándose del pueblo. Pero el Estado debe estar al servicio del pueblo, y esta disponibilidad social se expresa, muy especialmente, en crear las condiciones para su efectiva participación. Participación macro-social, puesto que se trata del Estado como responsable del todo, y del pueblo mismo como sujeto, y en la que cualquiera exclusión constituye, más exactamente, una mutilación, una amputación.

Pero el pueblo es sujeto de participación también en un segundo sentido: en cuanto, en el plano internacional, el acrecentamiento de la interdependencia y la existencia de un bien común mundial suponen y exigen complementariamente su participación efectiva. Se trata de una adecuación del contexto internacional (e interestatal) que, respetando las “características de cada comunidad” [48], constituya al mismo tiempo el medio humano apto para la participación de los pueblos en la justicia y la fraternidad, para la libertad. Así se podría decir, en cierto sentido, que “serán siempre comunidades históricas conscientes de su moral y del sentido que dan a su vida las que entrarán a discutir entre sí” [49].

Más precisamente, la socialización, por un lado, en cuanto multiplicación institucional de las interdependencias en el plano mundial, para lo que aquí nos interesa destacar [50], y las exigencias de la común naturaleza humana misma, por otro lado, comportan de suyo un desafío a la imaginación, a la razón y a la voluntad de los hombres políticos de todo el mundo, en el sentido de decidirse a construir juntos el medio humano y desarrollo de los pueblos, según fines prácticos comunes y medios proporcionados a tales fines [51]. Para mayor abundamiento, el texto siguiente de Juan XXIII es suficientemente expresivo de tal exigencia: “Los progresos de las ciencias y de las técnicas en todos los sectores de la convivencia multiplican y densifican las relaciones entre las comunidades políticas y así hacen que su interdependencia sea cada vez más profunda y vital.

6. BIEN COMÚN UNIVERSAL

Por consiguiente, puede decirse que los problemas humanos de alguna importancia, sea cualquiera su contenido: científico, técnico, económico, social, político o cultural, presentan hoy dimensiones supranacionales y muchas veces mundiales ” [52].

El “bien común universal”, según la expresión de Juan XXIII [53], no puede ser logrado sino en la mutua cooperación y colaboración de los pueblos a través de sus sociedades políticas y Estados, los que operan una mediación histórica indispensable. Pero es cada vez más claro que ni siquiera las propias sociedades nacionales están hoy en condiciones de realizar por sí solas sus proyectos políticos y estrategias, que traducen las exigencias del bien común, ni de solucionar aisladamente sus problemas según esas mismas exigencias [54]. Cada Estado, independientemente de los demás -dice aún Juan XXIII- no puede atender como conviene a su propio provecho, ni puede adquirir plenamente la perfección debida, porque la creciente prosperidad de un Estado es, en parte, efecto y, en parte, causa de la creciente prosperidad de los demás” [55]. Interdependencia e insuficiencia vienen así a conjugarse para delimitar, en la exigencia fundamental del bien común, un verdadero desafío participacionista, como condición del desarrollo de los pueblos y, consecuentemente, del hombre como persona individual. En efecto, si históricamente la integración participativa de los pueblos debe pasar, al menos en gran medida, por alguna forma de integración de los Estados, los pueblos mismos operan, en último término, como mediadores en relación con la participación, como condición del desarrollo personal del hombre y de todos los hombres (Perroux, Lebret, Paulo VI). Esto supone que las estructuras democráticas se deben desarrollar y como prolongar, también y complementariamente, en el plano internacional en el que, más allá de los Estados, las sociedades políticas y los pueblos que constituyen su savia humana pasan a ser los sujetos inmediatos de participación. En tal sociedad, los derechos de los pueblos se expresan como exigencias análogas a los del hombre mismo y son justificados en la convergencia entre libertad y justicia. En todo caso, aquí y allá, en el pueblo y en el grupo como realidades sociológicas, es la persona a la que se encuentra en el centro, ella tiende naturalmente a desarrollarse desarrollando la sociedad la cual es para la persona [56].

Pero los hombres, en y a través de los grupos y de los pueblos, pueden participar (y de hecho participan) diversamente. En el plano más fundamental, es preciso destacar la importancia de la “intersubjetividad”, que define el “encuentro de los sujetos” humanos en términos de “diálogo interpersonal y social” [57]. “La toma de conciencia de sí por un sujeto se opera en una dialéctica de intersubjetividad…” [58]. Podría decirse que esto constituye, de alguna forma, el modo propio de la participación humana en su expresión más fundamental y más profunda, en cuanto la persona está “llamada a superarse a sí misma para ir al ‘otro’ [59] y así poder efectivamente llegar a ser lo que es. En este sentido, el hombre está llamado a participar activamente, extendiendo su horizonte -como se ha dicho en otra parte- hasta los límites del bien común” [60]. De hecho, sin embargo, el actuar humano es a menudo más pasivo que activo; está menos orientado por las exigencias sociales del bien común que por los intereses privados de un supuesto bien individual desconectado de aquél. En tal caso, el hombre aparece como abdicando de sí mismo: su potencialidad humana lo que debe llevar a actualizar socialmente su ser personal y no a atrofiar su libertad a través de su pasividad y de “demisiones… generalizadas” [61].

Supuesto lo anterior, la distinción entre participación activa y participación pasiva puede hacerse complementariamente tomando como indicador la relación entre decisión personal y decisión como proceso colectivo. La participación activa puede efectuarse en cualquiera de los tres tiempos del proceso de decisión: preparación, toma de la decisión propiamente tal y aplicación [62] en dos de estos tiempos o en los tres. La participación pasiva, por otra parte, puede darse por “embotamiento” de la conciencia cívica o de la voluntad política, por indigencia material, por bloqueo estructural de las instituciones sociales o, finalmente, por decisión propia. Esta última forma es la única que presenta una cualificación propiamente democrática. En los cuatro casos se debe hablar más bien de falta de participación objetiva y, en los tres primeros, aún de falta de participación subjetiva, puesto que, por exceso (“sociedad de consumo”) o por defecto (“Tercer Mundo”) socioeconómico o político (“Tercer Mundo” y “países socialistas”) [63], la decisión personal no cuenta para determinar la participación ciudadana como participación objetiva en el bien común.

Más explícitamente -teniendo en cuenta que la “alienación” es un riesgo permanente de la condición histórica del hombre [64]-, así como la democracia a través de su negación por exceso, en que la libertad se confunde con el libertinaje y el caos puede degenerar en tiranía [65], así también la condición normal o el modo de la participación humana puede degenerar por exceso o exageración, en una negación más o menos radical. Es lo que ocurre, o tiende a ocurrir, en las “sociedades de masa” [66], uno de cuyos tipos particulares es la llamada “sociedad de consumo” [67]. En esta última expresión, las sociedades de masa son al mismo tiempo sociedades de la “opulencia” (Galbraith), en las que una apatía, más o menos generalizada, y lo que Riesman designa como la extrodeterminación (“otherdirection”) [68] de los miembros de la sociedad, conducen y condicionan la naturaleza principalmente pasiva de la participación.

Al otro extremo, otro tipo particular de masificación (y de sociedades de masa) corresponde al de las sociedades comunistas (tanto Rusia como China, Alemania Oriental o Cuba), en las que el proceso de masificación ha sido impuesto en forma político-terrorífica y no, como en las sociedades democráticas provocado, solicitado, o aún relativamente impuesto a partir de estructuras y funciones normales de la sociedad política (no necesariamente del Estado) muy especialmente de los medios de comunicación de masa [69], y en una especie de connivencia entre la inclinación hedonista [70], en cierto sentido connatural al hombre, el rebajamiento del nivel cultural (sobre todo en la cultura “dominante” u orientadora) [71] y la seducción del “más tener” [72] catalizada por la propaganda. De esta manera, se puede decir que si la masificación comunista -tanto más fuerte cuanto se basa en las tesis marxistas de colectivización radical del hombre- es vertical descendente, la masificación de las sociedades industriales democráticas o de consumo es, al menos en gran medida, un proceso horizontal.

En todo caso, la amplitud, mayor o menor, de la participación se “mide” en la convergencia de los tres criterios que hemos venido exponiendo como participación en algo de alguien y a través de ciertas formas. Más que de categorías o tipos puros, muchas veces se tratará de expresiones determinantes, de continuos, en los que el “más o menos” aparece más directamente que el “tal o cual” (tipo).

Sea lo que sea, el carácter multidimensional, integral, dinámico y proyectivo de la participación, parte del desafío lanzado a todos los hombres, para modelar y establecer, preservar y mejorar permanentemente el medio humano de su desarrollo integral, de su “llegar a ser lo que se es”. En este sentido, se puede decir que no “se construye verdaderamente una sociedad sino construyendo en común proyectos del futuro” [73].

Notas

1 Cf. La Política, Libro III, V., 2.
2 Cf. L’Home et IEtat, París, PUF, 1965, p. 53
3 Cf. Ibíd., p. 54.
4 En el sentido amplio, no restrictivo, del término.
5 No sólo en un acto electoral, aún si es éste un control importante y, en todo caso, indispensable.
6 Incluso -y hoy tal vez muy especialmente- a través de los medios de comunicación, y de la expresión de la opinión pública.
7 Sí así no fuera, el bien común sería como una entelequia existente por encima, y a costa de las partes.
8 Y no sólo endemonista, es decir centrada en la felicidad misma, la que para Aristóteles se confunde con el bien entendido como virtud. Cf. La Política, Libro VII, VIII, 2 y XII, 2 y 3. Véase, además, Ética a Nicomaco 1098, y 1176b, 4.
9 Cf. La Política, Libro VII, I, 6. Véase también, de Santo Tomás de Aquino, De Regno, I, 15.
10 Cf. Georges Cottier, Humaine raison, Fribourg, Editions Universitaires, 1980, p, 214.
11 Cf. La Política, Libro V, IX, 6 (Y libro IV, IV, 5).
12 Cf. La Política, Libro IV, IV, 3-7.
13 Cf. La Política, Libro V, IV, I. (Y VII, 19).
14 Véase, en general, Óscar Godoy, Aristóteles y la teoría democrática. En “Revista de Ciencia Política”, N° 2, 1984, pp. 7-46.
15 Cf. La Política, Libro V, VII, 20 y 21. Véase también, libro VIII, I, 1.
16 Cf. La educación en este momento crucial. Buenos Aires, Descleé de Brouwer, 1954, p. 121.
17 Cf. La Política, Libro VI, III, 4.
18 Cf. La Política, Libro IV, IX, 3-5.
19 Cf. La Política, Libro IV, IX, 4 y 6. También Libro V, VII, 8 y 9.
20 Cf. La Política, Libro III, VI, 6.
21 Cf. La Política, Libro VII, I, 3.
22 Cf. La Política, Libro VII, I, 3.
23 Cf. La Política, Libro VII, I, 4.
24 Cf. Pascal, Pensées, 131, (434).
25 Anterioridad lógica, no necesariamente cronológica.
26 Maritain, Jacques: L´Homme…, op. cit., p. 53.
27 Ibídem, p. 54.
28 Cfr. Petit Robert, Paris, Societé du Nouveau Littré, 1969, p. 2.240. Igual sentido en castellano y en inglés, por ejemplo: Cfr. The Concise Oxford Dictionary, Oxford, Clarendon Press, 1970, p. 885.
29 En particular, la justicia social, o justicia general o legal, que es norma reguladora frente a lo que Santo Tomás designa como sus partes “subjetivas”, la justicia distributiva y la justicia conmutativa, ambas constitutivas de la justicia particular. La justicia social apunta inmediatamente al bien común de la sociedad y no ordena las relaciones humanas sino inn communi, es decir, que, al ordenante frente a los otros en cuanto socialmente situados, la justicia general (legal o social) me ordena al todo del que ellos son parte. De ahí que la “diferencia específica de la justicia legal y de la justicia particular proviene de la distinción específica entre bien común y bien particular” (cfr. SIMÓN, René: Morale. París, Beauchesne, 1961, pp. 286 y 284-287).
30 La expresión es de MESSNER, JOHANNES: El bien común fin y tarea de la sociedad; Madrid, Suramérica, 1959.
31 “El fin último de una multitud reunida en sociedad es vivir según la virtud. En efecto, si los hombres se reúnen es para llevar juntos una vida buena, lo que cada uno viviendo separadamente no podría lograr. Pero una vida buena es una vida según la virtud; por consiguiente, la vida virtuosa es el fin de la reunión de los hombres en sociedad” (Tomás de Aquino. De Regno, Libro I, Caps. 14, 15). En la Política, Aristóteles dice, en el mismo sentido, que el vivir en común deriva para los hombres en un “mejoramiento de las propias condiciones de vida”, la “buena vida… es el fin principal de los hombres que viven en común y de cada uno tomado individualmente” (Libro II).
32 Trágico griego del siglo VI a.C. Este llegar a ser el hombre lo que es supone la “libertad de desenvolvimiento de la persona”, que es el principal valor de esa tarea común que es el bien común de la sociedad.
33 Tomás de Aquino, De Regno, Libro I, Cap. 15. En la Política, Aristóteles enuncia por orden: la comida, el arte, las armas, el dinero, el culto divino y la determinación de “qué cosas son útiles a la sociedad y los derechos recíprocos de los ciudadanos” (Libro VII).
34 Universo de naturaleza espiritual dotado de libre albedrío y voluntad.
35 Una ilustración patente de esto lo constituye la manipulación ideológica-política que sucedió en Chile, durante el gobierno de la unidad popular (1970-1973), a la tradicional manipulación “burguesa” en permanente descenso, desde mediados de los años veinte de este siglo, por lo menos. En este sentido, “varios chilenos” sugerían, en la mesa redonda organizada por ODEPLAN, en Santiago, en marzo de 1972, que “la participación tenía un rol vital que jugar en Chile al asegurar la irreversibilidad del proceso de transición (al socialismo). Se veía, entonces, ene l incremento de la participación real y efectiva de los trabajadores, una de las garantías más seguras de que ellos no permitirían ningún retroceso en la vía hacia el socialismo” (ZAMMIT, J. ANN (ed): The Chilean Road to Socialism, University of Sussex, 1973, p. 194; nuestro artículo, Les limitations a la voie chilienne vers le socialisme“, p. 752. “Culture et Development” (Louvain), N° 4, 1972, pp. 731-753, versión castellana publicada por la revista Criterio, de Buenos Aires, en 1973).
36 Op. Cit., pp. 221 y 222.
37 “Sería, en efecto, imposible llamar en propiedad sociedad (ciudad) aquella que por naturaleza se inclinase a la servidumbre, puesto que es propiedad suya la de ser autosuficiente, y quien es siervo no es autosuficiente”. ARISTÓTELES: La Política, Libro IV.
38 N° 22.
39 “…un modelo relativamente persistente de actividad y de interacción humanas”. ROBERTS GEOFFREYK.: A dictionary of Political Analysis, London, Longman, 1971, p. 91; GURVITCII, GEORGES: “Problème de sociologie generale“, pp. 185-204, en GURVITCII, G.: Traité de Sociologie. París, PUF, I, pp. 155-254.
40 Cfr. VEKEMANS, ROGER, s.j.: La Marginalidad en el subdesarrollo latinoamericano. En “Razón y Fe” (Madrid), N° 908-909, septiembre-octubre de 1973, pp. 140-156; del mismo autor e Ismael Silva, Marginalidad, promoción popular y neomarxismo, Bogotá, CEDIAL, 1976.
41 C.H. Cooley entendía por grupos primarios “los que se caracterizan por la asociación y la colaboración íntima del hombre” (cit. En MENDRAS, HENRI: Elementos de sociología, Barcelona, Ediciones de Cultura Popular, 1968, p. 60). Cooley veía en la familia el principal grupo del tipo “primario”. Pero, además, estos grupos existen en el campo del trabajo, de la escuela, de los “clubes”, etc.
42 El sociólogo alemán Ferdinand Tónnies (1855-1936), en su obra Comunidad y Sociedad (ed. inglesa, New York, Harper Torchbook, 1963), distinguiendo entre comunidad y sociedad define la primera como un tipo de relación humana basada en una tendencia natural, y no racionalizada, de los seres humanos, mientras la sociedad o asociación supone el uso de la voluntad de la racionalidad y el cálculo. Así, la sociedad supone “construcción artificial” (cfr. ibídem, p. 64). Jacques Maritain profundiza esta distinción en el plano de la filosofía política (cfr. L´Homme…, op. cit., pp. 2 ss.).
43 Cfr. NICOLAS, M.J. “Origine et trascendance de I´Homme“. En L´anthropologie de Thomas, Fribourg, Ed. Universitaires, 1974, p. 85.
44 Cfr. MARITAIN, JACQUES: L´Homme…, op. cit., pp. 4-8, y MARITAIN, JACQUES: Razón y razones. Buenos Aires, Desclée De Brouwer, 1951, pp. 211-214.
45 MARITAIN, JACQUES: L´Homme…, op. cit., pp. 9-11.
46 Cfr. Ibídem, pp. 11-18.
47 Max Weber define el Estado por el control monopólico de la fuerza legítima.
48 Cfr. Juan XXIII: Mater et Magistra.
49 Cfr. Philosophie Politique, Paris; Vrin, 1966 (cita según ficha de trabajo).
50 Cfr. Mater et Magistra.
51 Si el fin no justifica los medios es porque éstos son vías hacia el fin o, de alguna forma, el fin mismo en vías de realización (cfr. MARITAIN, JACQUES: L´Homme…, op. cit., p. 4).
52 Mater et Magistra, N° 200-202. El reciente progreso de las ciencias y la técnica, que ha influido en las costumbres humanas, está incitando a los hombres de todas las naciones a que unan cada vez más sus actividades, y ellos mismos se asocien entre sí. Porque, hoy en día, ha crecido enormemente el intercambio de las ideas, de los hombres y de las cosas. Por lo cual se han multiplicado sobremanera las relaciones entre individuos, familias y asociaciones pertenecientes a naciones diversas, y se han hecho más frecuentes los encuentros entre los jefes de naciones distintas. Al mismo tiempo, la economía de las naciones se entrelaza, cada vez más, con la economía de otras; los planes económicos nacionales gradualmente se van asociando de modo que, de todos ellos unidos, resulta una especie de economía universal; finalmente, el progreso social, el orden, la seguridad y la tranquilidad de todas las naciones guardan estrecha relación entre sí.
53 Cfr. Pacem in Terris.
54 De ahí también la justificación de la integración externa que ha pasado a ser un imperativo vital, tanto para los países desarrollados como para los del llamado Tercer Mundo.
55 Pacem in Terris, N° 131.
56 Cfr. GALVEZ, J. Y.: Eglise et société économique L´enseignement social de Jean XXIII, Paris. Aubier, 1963, p. 26.
57 Cfr. Allénation et société industrielle, Paris, Gallimard, 1970, pp. 27, 41 y 57, 78.
58 Cfr. ibídem, p. 40.
59 Cfr. J.Y. GALVEZ , op. cit., p. 26.
60 Cfr. ibídem.
61 Cfr. ibídem, p. 27.
62 Cfr. el capítulo sobre la decisión en el Traité de Science Administrative, París, La Haya, Mouton, 1966.
63 Cfr. Nuestro artículo, La concepción humanista del desarrollo y la exigencia democrática. En Proyecto Político, 1976 (Buenos Aires).
64 Cfr. PERROUX, F.,  op. cit., p. 76.
65 Aristóteles lo percibió y enunció muy bien en La Política.
66 Anunciadas por Tocqueville en La democracia en América (edición francesa, París, Unión Générale d´Editions, 1963), y de alguna forma abordadas por José Ortega y Gasset, desde 1927, en sus síntomas más perceptibles (La rebelión de las masas, Madrid, Revista de Occidente, 1961) y denunciadas, desde diversas perspectivas, por autores contemporáneos tales como Perroux (op. cit.), David Riesman (The lonely Crovet, New Haven, Yale University Press, 1967), Etienne Gilson (La société de masse et sa culture, Paris, Vrin, 1967), John Kenneth Galbraith (The affluent Society, Gr. Br. Penguin Books 1968), y el neo-marxista Henri Lefebvre (la vie quotidienne dans le monde moderne, Paris, Gallimard, 1968).
67 Lefebvre habla de “sociedad burocrática de consumo dirigido” (op. cit., p. 133). Cfr. además Rostow, W.: The Stages of Economic Growth, Cambridge, University Press, 1967, pp. 10 y 11.
68 Cfr. op. cit., pp. 19 ss.
69 Cfr. CAZENEUVE, JEAN: Les Pouvoirs de la television. Paris, Gallimard, 1970.
70 “Hedonismo: Doctrina Social que hace del placer el supremo bien del hombre”. Cfr. JOLIVET, RÉGES: Vocabulario de Filosofía, Buenos Aires, Deselée De Brouwer, 1954, p. 91.
71 Lo analiza muy bien Gilson (Cfr. op. cit.). Por otra parte, se da un levantamiento del nivel cultural en la medida misma de la incorporación de las masas a los bienes de la educación y la cultura. Pero lo que importa es que, “frente a” la masa, no hay ya una cultura de gran nivel intelectual y práctico que sea capaz de operar un “enmarcamiento” y una orientación, en último término, desmasificadores.
72 Que aquí condiciona efectivamente, históricamente, un cierto “menor er”. Marx, como es sabido, introduce una distinción de derecho, no de hecho, con base en su postulado fundamental de la posesión privada, como fuente última (“pecado original”) de toda alineación. Cfr. MARX, KARL: Manuscritas, Economía y Filosofía, Madrid, Alianza Editorial 1970. “Cuanto menos eres, cuanto menos exterioriza tu vida, tanto más tienes, tanto mayor es tu vida enajenada…” (p. 160).
73 Cfr. Economie et humanisme, p. 205.