Entrevista al académico Don Helmut Brunner Noerr

Se incorporó en 1993 a la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, ocupando el sillón N°15 hasta 2010. Abogado por la Universidad de Chile, fue uno de los expertos en chilenos en derecho internacional, jugando un rol protagónico en el equipo que asesoró al Gobierno de Chile en el conflicto del Beagle con Argentina. Además de contar con una dilata trayectoria académica como profesor de Derecho Público y Privado en la Pontifica Universidad Católica, perteneció a organismos como el Instituto Chileno de Estudios Internacionales, la Sociedad Chilena de Derecho Internacional y la American Society of International Law. También se desempeñó como abogado integrante del Tribunal Constitucional.

Publicada en Revista Societas Nº10, 2008

Don Helmut Brünner Noerr pertenece, sin duda, al grupo de personalidades más extraordinarias y sobresalientes de nuestra Academia. En él se sintetizan, de modo armonioso y equilibrado, las mejores tradiciones culturales europeas que han enriquecido nuestro patrimonio nacional. De padre suizo y madre alemana, pertenece a aquellas familias de inmigrantes europeos radicadas en la zona de Traiguén, en la región de la Araucanía, notable por su capacidad de integración a nuestra historia nacional y por su contribución a su desarrollo económico y cultural. Su personalidad sintetiza también el interés académico de quien fue catedrático de Derecho Público Internacional y Derecho Privado Internacional, con el interés profesional de quien llegó a formar uno de los estudios de abogados más prestigiosos del país, ayudando a generar una tan valiosa como original jurisprudencia en variadas materias. Pero indudablemente, el país recuerda como su contribución más descollante a la vida nacional, su abnegada y fecunda participación jurídica y diplomática en los laudos arbitrales de la zona austral y en la mediación Papal que evitó una guerra con Argentina y sentó las bases de un tratado de amistad con dicha Nación. Una tan notable capacidad de síntesis sólo podría darse en una personalidad en sí misma muy equilibrada, caballerosa y gentil, donde la inteligencia y el saber se dejan gobernar por las virtudes de la humildad y de la sencillez, que constituyen la antesala de toda búsqueda sincera de la verdad y del bien.

Renunciamos a seguir profundizando esta introducción tan sucinta, para no traspasar los límites de la sobriedad de la que él mismo es un testimonio. La entrevista, fue realizada en diciembre de 2007.

–  Recorriendo los pasos de su vida, podríamos comenzar por Traiguén. ¿ Ud. es segunda o tercera generación nacida en el país ?

– Soy primera generación nacida en Chile. Mi padre, José Brunner, llegó al país muy joven a comienzos del siglo XX, terminados sus estudios en un Instituto Politécnico, llamado por su tío José Beller para que lo apoyara en la fábrica de muebles que había establecido en Traiguén. Mi madre, Albertina Noerr, arribó pocos años después, acompañando a mis tíos abuelos de regreso del primer viaje a Europa de éstos.

– ¿Vienen ellos directamente de Suiza? ¿De qué Cantón o lugar?

– Mi padre era oriundo del Cantón de Turgovia, Suiza, separado por el lago Constanza del reino de Wurtemberg, parte del Imperio Alemán, en el cual había nacido mi madre. Comprometidos antes de la partida de mi padre a Chile, contrajeron matrimonio de inmediato.

– ¿Alguna relación con el urbanista Brunner?

– No, el urbanista Brunner era originario de Austria. Nuestra familia es muy reducida. De los dos hermanos de mi padre que le siguieron a Chile sólo uno tuvo descendencia masculina; mi primo murió muy joven sin hijos.

– La razón para llegar a Chile ¿cuál fue?

– Mi tío abuelo se inició en Chile en el último cuarto del siglo XIX, contratado por la Casa Gleisner, importante establecimiento comercial de la plaza de Concepción.

La pacificación de la Araucanía, el avance del ferrocarril hasta Angol y la importante inmigración de colonos suizos, franceses, italianos, alemanes e ingleses radicados en la zona lo motivaron en 1888 a establecer una fábrica de muebles en Traiguén. Era éste un asentamiento fundado diez años antes por el Coronel Gregorio Urrutia, cabeza de playa en el esfuerzo de incorporar esas tierras a la civilización.

– Era pues, una labor pionera.

– Sí, desde Angol a Traiguén en carreta tirada por bueyes, el viaje tardaba tres días. La convivencia no era pacífica. El último levantamiento de los indígenas, que hizo peligrar el asentamiento de Traiguén, se produjo a raíz del retiro de la guarnición militar, llamada a participar en 1a Guerra del Pacífico. La causa de la disminución de los mapuches fue otra: no resistieron a los males de la civilización, se vieron diezmados por el alcoholismo y las enfermedades.

– ¿En qué condiciones se desenvolvieron los inmigrantes?

– La vida de los colonos que poblaron la Frontera era dura. Además, peligrosa, debido a cuatreros y bandidos. El Pastor Fancois Grin, quien en 1887 visitó las colonias suizas por encargo de la Confederación Helvética, se conduele de varias familias que sobrevivían en condiciones míseras, privadas de sus progenitores por obra de cuatreros y bandoleros.

– ¿Sus ascendientes tuvieron que afrontar esas difíciles condiciones?

– No, los colonos suizos radicados en Traiguén, en Quechereguas y otros lugares cercanos pronto tuvieron un mejor pasar. Cuando mis tíos abuelos arribaron en 1888, Traiguén ya contaba con aproximadamente la mitad de la población que tiene hoy día. Los campos circundantes dedicados al cultivo del trigo, los molinos, casas y almacenes de buena factura, las bodegas de Williamson Balfour y Duncan Fox, compradores del cereal, le daban vida. Así lo atestigua el ingeniero belga Gustave Verniory, contratado para la construcción del ferrocarril longitudinal, en su interesantísima relación “Diez años en Araucanía, 1889-1899”.

– Fueron entonces, ajenos a las penurias de los primeros colonos.

– Es cierto. Con todo, mis familiares y yo mismo nos relacionamos indirectamente con los problemas de los primeros colonos. El Pastor Arnoldo Leutwyler, sucesor de Grin, obtuvo del gobierno tierras y fundó un asilo y colegio agrícola a poca distancia de Traiguén, “La Providencia”, en donde encontraron acogida los muchos huérfanos descendientes de suizos y los hijos de éstos, que carecían de un colegio. Mi padre y mi tío, último Cónsul Honoralio de Suiza en Traiguén, así como mi primo, presidieron la Corporación cuyos estatutos me correspondió remozar en los primeros años de ejercicio profesional. Hoy día es un importante instituto de enseñanza agrícola.

El Pastor Leutwyler, ya retirado, dirigía el pequeño Colegio Alemán de Traiguén, en el cual aprendí las primeras letras. Como concesión a la germanidad del colegio, cantábamos el “Deutschland Deutschland über alles”, con su melodía pero con la letra que decía: “El Eterno te proteja, bello suelo tan feraz, que en tí Chile se reflejan su grandeza y su bondad”. Nuestro Director no estaba, pues por un “Anschluss”.

– ¿Y hasta qué edad estuvo Ud. en Traiguén?

– Tuve una juventud feliz en casa de mis padres, muy unidos. Mi padre, cumplida su tarea en la dirección de la industria, dedicaba las tardes a la lectura, su preferencia era la historia y, en especial, la antigua. Así, desde temprana edad participamos en la guerra de Troya, tuvimos los sueños de Alejandro Magno y reclamamos a Quintilio Varo las legiones que había sacrificado frente a los queruscos de Arminio. Su círculo era pequeño: además de sus hermanos, algunos amigos suizos y de otra procedencia europea que vivían en las cercanías, recuerdo a algunos próceres del pueblo con los cuales se reunía en escasas ocasiones. Mi madre, en cambio, prefería las bellas letras y recibía regularmente revistas alemanas de alto nivel. Hacía buen uso de su cultura y fantasía, preparando con sus hijos y los primos de éstos una pequeña y original representación para Navidad o para el cumpleaños de nuestro padre, en las que teníamos la satisfacción de mostrar nuestro dominio del alemán. En verdad, mi idioma materno es el alemán, en casa sólo se hablaba ese idioma. Mi padre, estricto, no admitía flaquezas: “el castellano lo aprenderán en el colegio y tendrán múltiples oportunidades de practicarlo”. Mi madre era más sociable; además del círculo de damas amigas que frecuentaba, colaboró regularmente durante largos años con la Protectora de la Infancia, entonces conocida como “Gota de Leche”. Patrocinaba una escuela de niñas situada en las cercanías de la fábrica.

Después de las preparatorias en el Colegio Alemán pasé al Liceo de Hombres; sólo cursé primero y segundo año, pues, émulo de mi padre de hábitos ordenados, llevaba la estadística de las clases que frecuentemente no se hacían, de la cual se percató mi padre. Algunos profesores no asumían el cargo, otros obtenían licencia para alejarse del aburrido pueblo al que habían sido destinados. Mis padres decidieron que no podía seguir en el liceo.

– ¿Dónde continuó sus estudios?

– En Santiago; viví en casa de mis tíos abuelos Beller; ingresé al Colegio Alemán, en aquel tiempo en calle Almirante Barroso. Mi tía, beata, vegetariana y seguidora de los métodos del Padre Tadeo, basados en el agua como preventivo y cura universal, era de una agilidad mental y física envidiable para su edad. El tío, de gran bonhomía, sabía suavizar el espartano régimen del hogar. Los días sábado me invitaba a acompañarlo en sus trajines bancarios de rentista, en el centro de la ciudad, que sin excepción culminaban en un restorán alemán, frente a una generosa bandeja de sándwiches estrictamente no vegetarianos. Mi tío terminaba de tomar su cerveza, sugiriendo que no era necesario que la tía tuviera conocimiento de la escapada gastronómica. Ella, frente a nuestro escaso apetito, sentenciaba que era sano comer sólo lo necesario, especialmente si había precedido un esfuerzo, como lo era nuestro desplazamiento en el tranvía “25” y los trajines bancarios del tío. Creo que su reacción obedecía a una cristiana comprensión de la flaqueza venial de los hombres de la casa y, talvez, a la convicción que sería difícil erradicarla del todo. En la misa dominical, en la iglesia del Liceo Alemán, probablemente rezaba por los glotones.

Sólo cursé un año en el Colegio Alemán de Santiago; en ese corto tiempo no forjé ninguna amistad permanente con mis compañeros. El provecho en cuanto a los estudios fue regular. La mayoría del curso estaba embarcada en una competencia de lectura, que se practicaba incluso durante las clases de varios profesores de poco arrastre. Leíamos la copiosa producción de Karl May, un Salgari germano, que abarca mayor temática que éste, experiencia que a lo menos sirvió para enriquecer y fortalecer nuestros conocimientos del alemán. Guardo memoria de nuestra excelente profesora de castellano y del recordado maestro Strutz, profesor de gimnasia.

– ¿Solamente un año?

– Sí. Al año siguiente, como mi hermano menor también iba a ser víctima del liceo de Traiguén, mis padres decidieron que fuéramos al Colegio Alemán de Concepción, de muy buen nombre. Se trataba de una Realschule, alternativa del sistema de Gimnasio clásico basado en estudios humanísticos y latín, dando importancia, en cambio, a las ciencias naturales, matemáticas e idiomas modernos. En los dos provechosos años en el Colegio Alemán de Concepción aprendí lo poco que sé en materia de matemática, física, química, historia general.

– Era de buen nivel.

– Excelente. Su director, Roberto Krautmacher, personalidad culta, profesor de vasta ilustración, hispanista, en sus años mozos había participado, así como los catedráticos alemanes Dr. Steffen, Fischer y otros, en expediciones en la Patagonia, dirigidas a obtener los elementos que permitieran a Chile hacer valer sus derechos sobre esas despobladas y desconocidas regiones. Viví en casa de él algún tiempo, con mucho provecho. Después de los dos años en el Colegio Alemán, que carecía de los últimos cursos de una Realschule, ingresé al liceo de Concepción, a quinto año de humanidades.

Recién llegado al liceo se abrió un concurso sobre el tema “Don Alonso de Ercilla y Zuñiga y La Araucana”. El Director Krautmacher me impulsó a participar, poniendo a mi disposición su vasta biblioteca. Causó alguna sorpresa que el “gringo Brunner” obtuviera el premio al mejor trabajo.

– En esos años, en Santiago y en el centro del país, se desarrolla la anarquía política. ¿Cómo llega este fenómeno de intensidad política a Concepción y a su liceo?

– A Concepción sí. Al liceo, no tanto, sólo a través de Raúl Rettig, alumno de uno de los cursos de la Escuela de Derecho que quedaba al costado del liceo, dentro del mismo edificio. Su vocación política era evidente.

– Rettig venía de la Escuela Normal…

– Sí. Era profesor normalista y luego se tituló en Derecho. Teníamos alguna relación porque era inspector en el liceo. Cuando yo comencé el estudio de leyes, era alumno aventajado del último curso. En el liceo -eran los tiempos de la caída de Ibáñez- Raúl nos arengaba y salíamos a la calle, sin mayor interés en la cosa política, con el propósito de divertirnos y torear a los lanceros de a caballo. El general a cargo de las fuerzas militares apostado con su estado mayor frente a la Intendencia junto a la plaza; cuando la muchachada molestaba mucho, al toque de corneta el piquete montado del regimiento “Guías “, lanza con banderola en ristre avanzaba para dispersarnos. Nuestro deporte era correr, saltar los bancos de la plaza, para cobijarnos en los portales de piso embaldosado. Allí la caballería sufría descalabros que celebrábamos. No era la caída del tirano, pero, en todo caso, la caída de algunos militares.

– Para la caída de Ibáñez, el día mismo del 26 de julio ¿estaba Ud. en Concepción?

– Sí, estaba en Concepción.

– ¿Era un ambiente de alegría?

Indudablemente. En las calles, al son de la canción de los estudiantes “Juventud, juventud divino tesoro” se improvisaban versos alusivos. Pero, a decir verdad, no nos interesaba mucho la política. Éramos estudiantes de secundaria, teníamos nuestros primeros pololeos, intereses literarios y deportivos; entre estos últimos, según lo recuerdo, tenía su lugar “la lucha contra el tirano”.

– Ud. tenía la opción de ir a trabajar a la fábrica de su padre y no seguir una carrera universitaria.

– Está tocando un punto muy neurálgico. Creo que di dos, sino los tres bachilleratos. Tenía abierta la carrera de ingeniería, de medicina, de leyes. Estuve muy interesado en medicina y sentía vocación por las matemáticas. Pero en último momento comuniqué a mi padre la decisión de estudiar leyes. “Está bien hijo”, fue su respuesta, “eso no le hace daño a nadie: estudias, te recibes y te vienes a la fábrica”. Me recibí de abogado, pero no regresé a Traiguén.  Tal vez haya sido un error en cuanto al futuro de la industria familiar; pero si hubiera sido otra mi temprana decisión no estaría aquí hablando con Uds.

-¿Creó una cierta frustración en su padre?

– En cierta forma sí. Mi hermano menor estudió en la Universidad Santa María y mi padre, de fuerte carácter, decidió: “Aquí, al lado mío, te vas a terminar de formar”, en vez de haberlo enviado al extranjero para que adquiriera mayor horizonte, en circunstancias que tendría que afrontar el estrecho ambiente de un pueblo pequeño y conformista, difícil de superar no obstante el rápido y general progreso del país, al cual la industria creada por mi tío abuelo y llevado a alto nivel por mi padre no pudo resistir.

– ¿Hasta cuándo duró la fábrica? ¿Se fue extinguiendo de a poco?

– El edificio de la fábrica, que había reemplazado el taller industrial de mi tío abuelo, fue destruido por un incendio en los últimos días del año 1942. Estaba por nacer mi hija, la mayor de mis tres hijos. Acudí inmediatamente a Traiguén para apoyar a mi padre viudo. Mi madre murió muy joven, antes que yo me recibiera de abogado. Mi hija nació en mi ausencia. Pregunté a mi padre si pensaba establecerse en Santiago, “No”, contestó. “¿Bien, y Concepción?” “No, no”; “¿Temuco?” “no, Traiguén. Aquí comenzó la fábrica y aquí seguirá” y construyó un elefante blanco según planos y cálculos del mismo arquitecto que diseñó las imponentes Termas de Puyehue. No será cosa fácil encontrar un destino útil para esa construcción situada en un pueblo que languidece, cuyos accesos ferroviarios por el norte y por el sur están en desuso, que ha perdido la importancia que alguna vez tuvo como centro comercial de los pueblos cercanos Purén, Contulmo, Los Sauces, Quino, Galvarino y otros, que ahora gozan de expedita comunicación con la dinámica ciudad de Temuco. Los latifundios que rodean a mi pueblo natal -en un tiempo se decía que un agricultor de la zona era el principal productor de cereales en el mundo- parcialmente reconstituidos para la explotación extensiva después de las tomas y desmembramientos de la reforma agraria, aportan poco a la economía de Traiguén.

– Ese Concepción pre terremoto parecía tener una vida totalmente independiente de Santiago, más sólida en el aspecto social, más autónoma, digámoslo así.

– Era una ciudad universitaria. La universidad le daba el tono y el nivel. No había grandes edificios, ni era mucha su importancia económica antes de Huachipato y San Vicente. Existían fábricas textiles y otras más, pero era una ciudad más que nada intelectual, una ciudad tranquila, una ciudad de profesores y de estudiantes que se hacían presente en todos los ámbitos. De ahí también la importancia de Raúl Rettig y su influencia en la muchachada. Socialmente se destacaban unas pocas familias tradicionales; algunos de nosotros nos preciábamos de tener relaciones de amistad con las hijas de las “familias de bien”.

– ¿Cuándo aparece Cattina (Ried, su esposa)?

– Aparece temprano; era ella alumna del Colegio Alemán de Concepción, en el curso de mi hermano menor. Nos conocimos en el “Jugendbund”, organización inspirada en el antiguo y romántico movimiento juvenil alemán, dado a la naturaleza, al cultivo de las tradiciones poéticas y musicales, en pos de la “flor azul”. Cattina es la menor de las hijas del ingeniero Arnoldo Ried, quien había fallecido antes que yo llegara a Concepción. Nieta del Dr. Aquinas Ried, de origen bávaro, huérfano a temprana edad, quien acogido por un tío se había recibido de médico en Inglaterra y luego sirvió como médico militar en una isla-presidio sobre las costas de Australia. De regreso a Europa recaló en Valparaíso y allí se radicó, casando con Catalina -Cattina- Canciani, sobrina y heredera de un naviero italiano de ese puerto, en uno de cuyos barcos -precisamente el “Catalina”- arribaron los primeros colonos alemanes a Valdivia. Escritor y poeta, inspirado músico, Eugenio Pereira Salas le dedica un capítulo de su obra especializada. Junto con revalidar su título y ejercer la medicina, estableció una droguería en la Planchada, la que fue pasto de las llamas a raíz del bombardeo de Valparaíso en 1866, mientras él, fundador de una de las compañías de bomberos, se afanaba en controlar el incendio de las viviendas de los porteños. A su producción literaria, en alemán, castellano e inglés, se agrega el recientemente aparecido “J’accuse” en este último idioma, no tanto a la España ya decrépita, sino a las potencias marítimas que retiraron sus barcos de la bahía para hacer lugar al inicuo bombardeo. Uno de mis cargos de conciencia lo constituye mi negligencia en investigar la vida y obra de tan interesante ancestro de Cattina. La madre de ésta, Hilda Madge, inglesa llegada a Chile a temprana edad con sus padres, ligados a la industria del salitre, se afanó ya viuda, como profesora particular, en incrementar los conocimientos de inglés de los muchachos Brunner, uno de los cuales llegaría a ser su yerno y en cuya casa transcurrieron los últimos años de su vida.

Ya en el liceo, mi interés por Cattina era evidente; pasaba a recogerla después de sus clases de piano; la Alameda, que separaba su casa del Cerro Caracol y ésta, el lugar de nuestros encuentros. El idilio se vio interrumpido; a causa de una afección a los pulmones Cattina tuvo que abandonar el húmedo Concepción. Mantuvimos comunicación epistolar, refiriendo nuestras vivencias, nuestras lecturas. De aquellas omití algún devaneo que me impulsó a pasar unas semanas de verano en Valdivia.

Mamá Hilda Ried se radicó en Santiago y yo cambié la Universidad de Concepción por la de Chile, en la capital. Reencontré a Cattina, la mujer de mi vida. Nos casamos en la Iglesia Luterana Alemana en una ceremonia privada, con el acuerdo de educar a nuestros futuros hijos en la religión católica. Durante los sesenta y siete años de nuestro matrimonio he recibido de ella muchísimo más de lo que yo he podido darle.

Ha sabido acompañarme en forma extraordinaria y, más que nada, sobrellevarme, porque reconozco que no soy fácil en muchos aspectos, y complementarme, en otros. Tuvimos tres hijos maravillosos. Nuestra hija, la mayor, murió a muy temprana edad. Una pérdida a la que no nos hemos sobrepuesto. Pero nos dejó dos nietos Montero Brunner, Magdalena, que ahora afortunadamente está viviendo en la tercera casa del condominio, junto a nosotros. Es una mujer extraordinaria, heredó mucho de su madre, donde ella está, brilla el sol. Tan cariñosa como desenvuelta, contribuye a mitigar los achaques de la vejez. Sus decisiones repecto a las pequeñas grandes cosas, ”Cattina” -no “abuela”- las acepta agradecida. Tiene una naturalidad y un carisma muy especial. Y Felipe, que está trabajando acá, plenamente incorporado al Estudio, casado con una abogada de talento, padres de cuatro preciosas niñitas. Son la herencia valiosísima que nos dejó nuestra hija. Pero ya los nietos son menos que los bisnietos; diez los nietos y los bisnietos doce. Todos ellos muy cariñosos, allegados y los bisnietos, no obstante los muchos años que nos separan, amigos de los bisabuelos.

Cristián, el menor de nuestros hijos y menos conocido que José Joaquín, el mayor, ingeniero agrónomo, también captado desde temprano por la Pontificia Universidad Católica vuelta a la normalidad, como Director de Asuntos Estudiantiles, se hizo cargo más adelante de Recursos Humanos en la Clínica Las Condes para regresar a la Católica en donde desempeña la gerencia del Centro Médico San Joaquín. Me acompañó en muchas excursiones de caza y pesca y en los campings veraniegos.

De manera que no somos una familia grande, pero sí una familia unida en la que los viejos sabemos valorar a los jóvenes.

–  Cuando Ud. ingresa al curso de Derecho don Enrique Molina ejercía la rectoría de la Universidad de Concepción. ¿Qué conocimiento tuvo Ud. de él?

– Poco, muy de pasada. Era una personalidad de imponente porte e interesante fisonomía, con una especial manera de expresarse. Pese a las pocas oportunidades que lo vi, y al mucho tiempo transcurrido, tengo muy presente su figura y personalidad.

Creo recordar que él presidía un homenaje a Goethe organizado por el Director Krautmacher, en el cual a instancias de éste me correspondió recitar la “Dedicatoria” del Fausto: “Tornais de nuevo…” traducción de Llorente, me parece.

– ¿Cómo logra en toda esta época, y en la universidad, mantener una identidad suiza? La adjudicación común a las personas de ese origen es la alemana. A la gente le debe haber costado mucho hacer esa diferencia. Para muchos Ud. ha sido el alemán.

– Es cierto. De “gringo” pasé a ser “el suizo” acá en Santiago, en el grupo de Julio Philippi y los amigos cazadores del que formamos parte por tanto tiempo. “Suizo” y antes “Carreño”. En el coto de caza el vocabulario era bien liberal; no me era ajeno pero no tenía costumbre de usarlo. Frente a tal recato, fui motejado de “Carreño”.

– ¿Cuántos años estuvo en la universidad en Concepción entonces?

– Sólo dos años. No voy a decir que era una universidad de bajo nivel, pero no alcanzaba el de la Universidad de Chile o de la Católica de Santiago. Don Alberto Coddou, abogado distinguido, después suegro de Raúl Rettig, era decano y fue mi profesor de Economía Política.

– ¿Habían aparecido ya los juristas Rioseco para entonces?

– No como profesores. Tuve por compañero de curso a Ramón Domínguez Benavente, después profesor de Derecho Civil y decano de la Facultad, autor junto con su hijo Ramón Domínguez Aguila, también catedrático de Derecho Civil, de importantes obras, entre ellas la completísima sobre Derecho Sucesorio.

Uno de los profesores de mayor cartel era Luis David Cruz Ocampo, mi profesor de Derecho Internacional, después asesor jurídico del Ministerio de Relaciones Exteriores y embajador en Rusia. Don Humberto Enríquez Frodden también profesor, diputado y senador, como fue diputada, talvez la primera de su género, su hermana Inés, partícipe en un viaje inaugural de Swissair a Suiza, en el cual conocí a los padres de Francisco Orrego y trabé amistad con el talentoso periodista René Silva Espejo, director en ese tiempo de “El Mercurio”. Con él nos turnábamos en responder a los discursos de bienvenida: él en francés, en los cantones de habla francesa, yo en los de idioma alemán.

– ¿La correspondencia de estudios para entrar acá en Santiago era automática, habían muchos trámites o uno se podía trasladar fácilmente de universidad?

– Ninguna dificultad y, además, los estudios eran gratuitos. Así es que sigo siendo deudor de la enseñanza fiscal.

– ¿Qué tamaño tenía un curso universitario en esa época?

– En Concepción era relativamente reducido. En Santiago ya era mayor y, en parte, había cursos paralelos.

– ¿En Santiago ya había comenzado el legendario decanato de derecho de don Arturo Alessandri Rodríguez?

– Sí. Ya era una gran Escuela de Derecho y con muy buenos profesores. Seguí derecho civil con don Manuel Somarriva, quien sobresalía por sus conocimientos y memoria, acordes con su abultada frente. Jamás se valía del código, de un apunte o una pauta; a lo sumo extraía un papelito del bolsillo con la cita de la jurisprudencia a la que se refería. Sus clases, muy bien estructuradas, eran magníficas, entretenidas y profundas. Después asistí a un curso de derecho civil profundizado en que el decano Arturo Alessandri, con el supremo conocimiento y autoridad que le caracterizaban, trató dogmáticamente la responsabilidad extracontractual, antecediendo a la exhaustiva obra sobre la misma materia del actual presidente del Colegio de Abogados, Enrique Barros. Hay bastante parecido entre uno y otro: la estatura, el dominio del derecho, destacándose la amplía cultura humanística del actual profesor de Derecho Civil y miembro de nuestra Academia. Conocí a don Arturo desde muy temprano; apenas llegue a Santiago me ofrecieron una ayudantía en el Seminario de Derecho Público y luego pasé a ser Jefe de Trabajos de ese Instituto. Aníbal Bascuñán, su Director, promovió esta novedosa metodología de enseñanza práctica y de investigación, pues por lo común las clases eran meramente expositivas, el profesor dictaba cátedra. Ejercí la dirección del Seminario, por algún tiempo, en calidad de interino.

– ¿Estaba en ese momento constituida la cátedra de Derecho Internacional Público?

– Sí. La servían profesores de alto nivel, como Ernesto Barros Jarpa y Julio Escudero Guzmán. Sus lecciones se ajustaban al precario desarrollo e imperio del derecho internacional. Don Ernesto Barros, con quien luego colaboré como secretario conjuntamente con Alamiro de Avila en el Instituto de Altos Estudios Internacionales que presidía, comenzaba sus clases con un elogio y defensa del ramo. Quince años después fui llamado a desempeñar la cátedra de Derecho Internacional Público en la Pontificia Universidad Católica que había sido de don José Ramón Gutiérrez, padre de mi recordado amigo y académico Sergio Gutiérrez Olivos, quien posteriormente sirvió la cátedra paralela. Ambos nos esforzamos, en nuestras clases, de poner énfasis en las estructuras jurídicas, incipientes algunas, de lo internacional. La débil Sociedad de las Naciones había sido sustituida por la Organización de las Naciones Unidas, regían las convenciones de Viena sobre el derecho de los tratados, relaciones diplomáticas y consulares, eran notorios los avances en la obligatoriedad de los medios de solución pacífica de los conflictos y otros adelantos significativos. Se imponía un tratamiento más jurídico de la materia, en la que habían predominado aspectos y antecedentes de carácter diplomático.

– ¿Qué profesor recuerda usted que haya tenido una influencia importante en el curso futuro de su carrera?

Manuel Somarriva ejerció, indudablemente, una influencia importante; inducía a sus alumnos a formar sus propios juicios, a ser consecuentes tratando de ir al fondo y tener un conocimiento organizado de las instituciones. Gabriel Palma Rogers, distante y reservado, profundo conocedor del Derecho Comercial aunque la reminiscencia de los Roholes de Oleron y de la Lex Rhodia de Jactu nos parecía superflua, la enumeración de las obligaciones del capitán odiosa y el recuerdo del carpintero de ribera y del maestro calafate provocara una disimulada hilaridad. Igual excelencia distinguió a Julio Ruiz Burgeois, profesor de Derecho de Minas y a Fernando Vargas Aguirre, quien con mucho pragmatismo enseñaba Derecho Internacional Privado y ante el cual rindió examen mi primer curso de la cátedra en la Pontificia Universidad Católica, que aún no gozaba de autonomía. En cuanto a contactos sobresalía nuestro profesor de Medicina Legal, don Samuel Gajardo. Tenía una obrita titulada ”Justicia con alma” que regalaba a sus alumnos. Todo el mundo la denominaba “Justicia con calma”, aludiendo al cargo de Juez de Menor Cuantía de don Samuel. Tradicionalmente él organizaba un paseo del curso. Recuerdo que además de una visita a la Morgue -el precario Instituto Médico Legal de entonces- nos llevó a una de las plantas hidroeléctricas en las alturas sobre Santiago.

– ¿Y los profesores jóvenes que descollaban, tipo Gabriel Amunátegui, por ejemplo?

– Sí, Gabriel Amunátegui enseñaba Derecho Constitucional, pero ese curso lo había hecho yo en Concepción así es que no lo aproveché. Darío Benavente, gran profesor, sabía dar interés al complejo Derecho Procesal. La muchachada cruel e irreverente contaba que encontrándose con Gustavo Labatut, que tenía una pierna lisiada y un andar muy disparejo, Darío preguntaba a Labatut: ”Y bien, ¿cómo anda Gustavo?”, respondiendo éste “bueno, así como Ud. me ve”: Darío Benavente sufría de estrabismo.

Había una relación fácil con la Dirección, a cuya secretaría se recurría por problemas de notas o de inasistencia. Siempre las puertas estaban abiertas, era, en verdad, una Escuela acogedora.

Entre mis compañeros recuerdo, especialmente, a Luis Claro Lagarrigue, Alfredo Bezanilla Hübner y a Manuel Matus Benavente, de gran inteligencia y contracción al estudio, quien falleció a temprana edad.

– ¿La universidad concentraba entonces todo el interés intelectual de la época, no habían otros referentes?

– Era un tiempo de individualismo, yo leía muchísimo. Me hacía la exigencia de estar siempre al día de lo que se publicara en la literatura nacional, cosa que hoy día es imposible; la producción es demasiado grande y priman las exigencias de la especialización. En aquel tiempo hacía resúmenes y apuntes sobre mi lectura. Hace unos días me pidieron una lista de mis trabajos publicados y apareció uno, de mis tiempos en el Liceo de Concepción, en una revista alemana: “La formación del Estado”. Muestra ese estudio atisbos de influencia hitleriana, de la que escapé gracias a mi madre, quien tempranamente intuyó que el Führer no sólo amenazaba nuestra religión, sino que todos los valores de la cultura occidental que ella atesoraba. Mi padre, suizo, acreditaba a Hitler el orden que había vuelto a imperar en Alemania, los grandes proyectos viales y de fomento industrial que reflotaban la decaída economía alemana.

– ¿Aquí en Chile, en general, había un ambiente favorable a Alemania, alemanófilo?

– Es relativo. En el Colegio Alemán de Concepción, sin duda; los profesores jóvenes que llegaban de Alemania venían imbuidos de un fuerte sentido nacionalista. Eran muy buenos profesores y se preocupaban de la formación integral de la juventud.

A la iniciativa y dirección de esos profesores debemos las charlas, representaciones teatrales, la práctica de bailes típicos alemanes, los primeros camping en que participamos con provecho. No tardó en acentuarse la tendencia nacista. Elegido para participar en el primer viaje que un grupo pequeño de alumnos “chileno-alemanes” de Concepción haría a la Alemania de Hitler, hijo de la intuición de mi madre y del carácter independiente de mi padre, había dado muestras, repetidamente, de no someterme a la nueva doctrina que de partida exigía obediencia absoluta. Fui, pues, expulsado de la incipiente organización juvenil que había ayudado a formar bajo un signo diferente.

– Esta rebeldía personal, ¿tuvo alguna consecuencia en su futuro?

– Sí, inició un alejamiento de las instituciones alemanas, que fue acentuándose. No obstante que ya en Santiago, tanto mi futura mujer, de madre inglesa, como yo frecuentábamos un grupo de amistades descendientes de alemanes e incluso algunos jóvenes de nacionalidad alemana adscritos a la Embajada o a empresas alemanas, el advenimiento del régimen nazi y luego la insensata guerra iniciada por Hitler ahondaron las diferencias. No era bien vista nuestra presencia en actos públicos en el Club Deportivo Alemán, en los cuales se cantaba la canción de las tropas de asalto, la SA, con el brazo levantado, en que nos absteníamos ostensiblemente. La exigencia de un grupo de sedicentes amigos de nacionalidad alemana, quienes nos conminaron a elegir entre ellos o unos estrechos amigos chileno-alemanes que carecían de “una abuela aria”, y que lo fueron y lo son por toda la vida, facilitó nuestra decisión.

Mucho antes de la globalización se hacían sentir, pues, los cambios que se operaban en el gran mundo y que repercutían en nuestra vida personal en este apartado rincón de América. Las decisiones hechas hace más de seis decenios me apartaron de ciertos círculos alemanes a los cuales no intenté volver. He continuado -como miembro pasivo- en la Liga Chileno-Alemana, que ajena al extremismo germano y atenta a la chilenidad de la mayoría de quienes la componían, obtuvo que la tarea de los colegios alemanes no fuera coartada con motivo de la guerra. También integré algún tiempo el directorio del Instituto Chileno-Alemán, al amparo de cuya personalidad jurídica funcionaba el Goethe Institut. Como abogado me cupo diseñar la fórmula jurídica para dar viabilidad a un Hogar, construido por una corporación de damas chileno-alemanas en un predio donado por don Alberto von Appen, benefactor y caballeroso mentor de las entusiastas damas y de su joven abogado, obra que se ha desenvuelto y crecido dentro de la estructura original, cumpliendo cabalmente con la finalidad para la cual fue creada. De parte de la iglesia alemana de Sankt Michael y de sus párrocos, el recordado Padre Starischka, eminente astrónomo y el Padre Bruno Rohman, inteligentísimo expositor de los principios de la fe, he recibido dones mayores a mi capacidad para aprovecharlos.

– ¿Cómo valora Ud. el paso que dio en aquel entonces?

– Este distanciamiento formal contribuyó a la natural y plena incorporación al medio profesional y académico nacional y, no obstante mi falta de vocación para la política partidista, una permanente vinculación con los superiores intereses de mi patria. Trascurrido un tiempo desde mi actividad paradocente en la Universidad de Chile, desempeñé, en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica, la cátedra de Derecho Internacional Público y luego la de Derecho Internacional Privado. Esta última abarca la totalidad del derecho, pues esencialmente está llamada a resolver los conflictos de leyes, determinando la legislación nacional aplicable tratándose de relaciones jurídicas de cualquier índole que contengan elementos internacionales. No obstante la componente “internacional” en su denominación, se trata de disposiciones que cada Estado contempla en su sistema jurídico, de manera que salvo en algunas materias codificadas mediante acuerdos entre éstos, son disímiles las soluciones posibles y compleja su aplicación. Debido a un prolongado período en que mi salud no estaba a la altura de los requerimientos de mi actividad y, talvez, en previsión de evitar que mis hijos, que se aprestaban para iniciar estudios universitarios, se encontraran con su padre como profesor, renuncié a la cátedra, con la esperanza de volver a ella, lo que no fue posible por las exigencias de la defensa de la integridad territorial de mi país en que luego participé.

– Sin duda, ustedes han vivido una etapa muy convulsa de Chile y, en el territorio familiar, con un hijo tan extraordinario como José Joaquín, sin embargo han tenido posturas a veces bastante distintas frente al acontecer nacional. ¿Cómo se ha respetado esa convivencia y cuál es la lección que Ud. extrae de ella con un hijo en posiciones tan destacadas y con el cual ha existido tanta relación? 

– Debo reconocer de partida, que en cierto modo estoy viviendo a la sombra de mi hijo. A la voz de Brunner viene la pregunta “¿y qué parentesco tiene con José Joaquín?” Yo me doy el gusto de afirmar: “es mi hermano mayor”. Creo que él lució el pelo blanco antes que yo. Su interés por la cosa pública fue temprano, siendo aún alumno del Colegio Alemán hizo sus primeras armas en la campaña del “momio” Patricio Philipps, candidato a diputado por el distrito de que formaba parte Traiguén. Ya en la Universidad Católica, nuevos vientos, la influencia de varios religiosos carismáticos lo encaminaron a cauces de avanzada, contrarios a mis convicciones. Esto nos distanció, pero jamás tuvimos un choque; el plano afectivo y el de la Weltanschauung no se mezclaban.

– ¿Y en los momentos más críticos, cuando estaba en la Universidad Católica, por ejemplo, en tiempos de la reforma, y ahí julio Philippi era Secretario General de la Universidad?

– Cuando la “revolución de Nanterre”, de “El Mercurio miente” y la toma de la Pontificia Universidad Católica, a José Joaquín le correspondió ir a Roma a traer la bendición para el cambio. A poco andar, decidió casarse, lo que fue para nosotros una gran satisfacción. Recuerdo que en la ceremonia litúrgica el cura, de los de avanzada de entonces, ensalzaba la revolución universitaria lo que, por cierto, consideré fuera de lugar.

– ¿Pero después, durante el período de la Unidad Popular?

– Desde Oxford urgían a José Joaquín para que hiciera uso de una beca que había obtenido tiempo atrás. Abandonó el importante cargo que desempeñaba junto al Rector de la Universidad Católica y viajó semanas antes del pronunciamiento. Mantuvo una muy estrecha relación con su madre, siempre acogedora, ajena a las cosas mundanas, de ínfimo rango frente al amor maternal. Muy luego ella fue a quedarse un tiempo con él en Oxford. Yo pasé a verlo desde Suiza, un verano, con la intención de recorrer Escocia con él; pero lo que él quería era volver a Chile. No fue fácil la búsqueda de pasajes en Londres; era el día de más calor de ese año, los pubs cerrados a mediodía, de manera que no era fácil conseguir un refresco. Finalmente obtuvimos unos pasajes míseros, con trasbordo en Madrid; tendidos en un sillón en Barajas pasamos muchas horas para tomar el avión que nos trajo a Santiago.

El carácter de José Joaquín, su sensibilidad, van a la par con su nivel intelectual. Hasta hoy la política contingente, en la que no participa, sigue siendo entre nosotros res inter alios acta, cosa que atañe a otros. Me envía sus libros, estamos al tanto de sus trabajos y frecuentes viajes. Nunca deja de llamar a su madre antes de partir y al regreso. No nos vemos con la frecuencia que yo quisiera; José Joaquín vive en función de su trabajo: si no está de viaje, prepara un libro, una disertación. Le he preguntado: “¿De quién huyes, viajando tanto?”. “No papá, no huyo”, me dice, “es necesario para cumplir con mis consultorías y asistir a reuniones especializadas. Además aprovecho los viajes, llevo mi laptop y sigo en la tarea del momento”. Tiene una habilidad enorme de valerse de la tecnología moderna, de “bajar” de Internet lo último que se publicó; siempre cuenta con información completa y una envidiable facilidad para exponer ordenada y amenamente materias complejas. A lo menos una vez a la semana viene a almorzar a casa, con su mujer. Hablamos de temas generales, de la familia. Su interés está en las grandes líneas de pensamiento, que no difieren sustancialmente de las mías.

– ¿Cuándo y cómo comenzó Ud. a ejercer la profesión de abogado?

– Hice mis primeras armas como procurador en el Estudio de Antonio Zuloaga Villalón, prestigioso abogado, quien había sido mi profesor en Derecho Industrial y Agrícola, de atildado hablar, el que se traducía en el inconfundible estilo de sus escritos. Junto a su gabinete de trabajo compartíamos una gran sala su secretaria, su hermano Jorge, de mucho talento, que no se había recibido de abogado no obstante los años transcurridos desde que terminara sus estudios, y yo.

  – Antonio tenía una clientela selecta, era abogado del Club de la Unión y según me parece descubrió que en la mayoría de los testamentos el Notario no dejaba constancia de la hora en que se había otorgado, por lo cual, en ese entonces, adolecían de nulidad. A Jorge y a mí nos correspondía revisar el texto mecanografiado por la secretaria y presentar sus escritos al tribunal, lastando sobre nosotros el pago del impuesto de estampillas, lo que no nos parecía infundado ni excesivo, pues con la misma liberalidad Antonio dejaba en nuestras manos asuntos de menor cuantía.

– ¿Y cuándo comenzó a ejercer la profesión en forma independiente?

– Recién recibido en 1939, habíamos convenido en principio con los hermanos Zuloaga mudamos a unas oficinas más amplias, en el edificio que actualmente ocupa CORFO. Sin embargo, ni Antonio, habituado a su entorno, a sus grandes y pesados muebles, ni Jorge quisieron afrontar el traslado, de manera que me instalé solo en una pequeña oficina, con antesala, en el edificio a que se accedía por la calle Ramón Nieto.

– ¿Qué clientes requerían sus servicios?

– El único funcionario de carrera que desde una pequeña oficina en calle Agustinas atendía a la sazón los intereses suizos, a cargo del Cónsul General Honorario que lo era el prestigioso industrial don Alberto Küpfer, el Vicecónsul de Moras, me encomendó unas cobranzas y luego otros asuntos, que me vincularon paulatinamente con intereses suizos. Cumplí sesenta y cinco años como “abogado de confianza” de la representación de la Confederación Helvética en Chile, muy activa bajo la dirección de un Encargado de Negocios quien representaba los intereses alemanes durante la guerra y a quien sucedió un Ministro, elevándose finalmente la representación a la categoría de Embajada.

La clientela fue en aumento, empresas de Suiza, otras establecidas en Santiago y personas allegadas a ellas coparon mi capacidad de trabajo, de manera que solicité la colaboración de algunos abogados más jóvenes.

Desde la calle Ramón Nieto el incipiente estudio se trasladó a Huérfanos 747 y luego a Compañía 1068, en donde tenían su sede administrativa las empresas de un importante empresario suizo, quien aceptó la proposición de un amigo en orden a efectuar inversiones en Chile. A poco andar tuvo que hacerse cargo del financiamiento y de la administración de tres incipientes fábricas en las afuera de Santiago y de una planta pesquera en Quintero. Luego de atender algunos asuntos profesionales relacionados con esas empresas y continuando con la asesoría legal, el titular de esa inversión me encomendó la presidencia de los directorios de las sociedades del consorcio, cuya administración se gestionaba desde Zurich. En ejecución de tales funciones viajé a menudo a Suiza, oportunidad en que tomaba contacto con los personeros de otras empresas que me habían confiado la tuición de sus intereses y, si las circunstancias lo permitían, acompañado de mi mujer, agregaba un viaje de conocimiento y satisfacción de nuestro interés. Así visitamos los países nórdicos, Grecia y las islas del Egeo, Egipto, Marruecos y, por cierto, la Italia rica en toda clase de reminiscencias culturales, en la que permanecimos por algún tiempo en nuestro primer viaje. A mediados de la década de 1950 habíamos recorrido Europa en automóvil durante cuatro meses -una segunda luna de miel ocasión en que conocimos a mis pocos parientes paternos en Suiza y maternos en Alemania y a los maternos de mi mujer en Inglaterra.

– ¿Ud. piensa que en ese tiempo emprender una actividad profesional tan joven era un desafío que los abogados hoy día no toman?

– Pareciera que actualmente los abogados jóvenes tienden a obtener un cargo que les asegure un ingreso, sea en los servicios de Fiscalía y Defensoría del nuevo sistema procesal penal y laboral, en la administración pública, en alguna empresa, o bien en los grandes estudios, organizados según el modelo americano, que siguen creciendo. En cierto modo y guardando las proporciones estas verdaderas empresas jurídicas, que agrupan a abogados de las diferentes especialidades bajo una administración común, reemplazan al abogado de antaño, versado en todos o la mayoría de los ámbitos del derecho, lo que hoy en día debido a la ampliación del campo jurídico, la proliferación de leyes y entidades reguladoras ya no es posible.

– Ud. se inició atendiendo toda clase de consultas y asuntos.

– Efectivamente, excepto en lo atinente a Derecho Penal, con excepción de unos pocos casos, aunque como Licenciado había hecho la práctica previa al examen final ante la Corte Suprema defendiendo a los confinados en la Cárcel de Santiago.

– El examen final era ante la Corte Suprema.

Si, aceptada la tesis y rendida la licenciatura ante las autoridades universitarias, correspondía cumplir la práctica de seis meses y luego presentarse a examen ante la Suprema Corte. El candidato recibía un expediente, debía estudiarlo y defender la causa. Me tocó alegar un asunto minero; al día siguiente para gran satisfacción de quien se iniciaba en estas lides, la sección respectiva de “El Mercurio” daba cuenta que don Helmut Brunner había alegado confirmando, y que se había confirmado el fallo recurrido de casación.

Si Uds. me permiten, me adelantaré en el tiempo en cuanto a mis relaciones con la minería. Joven en años y en la profesión, asesoré a un emprendedor croata que compraba minerales en el norte del país para exportarlos. Después de arduas negociaciones con una sucesión hereditaria y el arreglo de los precarios títulos, para lo cual lo acompañé en varios viajes a Chañaral, adquirió unas pertenencias de hierro. Escriturado por fin el negocio, mi cliente -a quien no le había formulado una cuenta de honorarios por mis servicios- insistió en cederme una participación en las pertenencias, naciendo así la sociedad legal minera “Bella Ester”. Mediante complejos contratos cedimos la explotación de la mina a una de las grandes empresas, dueña de yacimientos de hierro que exportaba por el puerto de Chañaral en el cual había construido un muelle para cargar mecánicamente los barcos que lo transportaban. La “Bella Ester” era un yacimiento pequeño de hierro de alta ley, muy estimado para elevar el de baja ley de los grandes productores. Después de solucionar con la inteligente colaboración de David Stitchkin las diferencias con nuestros cocontratantes en los contratos de explotación, vendimos a éstos la mina con provecho. Mi cliente y socio se radicó en Lugano, en el Cantón cisalpino de Ticino. Allí lo visitamos, con mi mujer, en dos oportunidades para viajar con él y su esposa a la cercana y siempre atractiva Florencia.

– ¿Pero tendría alguna ayuda en sus actividades profesionales?

– Sí, conté con la valiosa colaboración de algunos ex alumnos y otros que han tenido o tienen una brillante carrera, entre ellos Walter Siebel, Jorge Langerfeldt, Hernán Sommerville, Felipe Montero Jaramillo, Ismael Espinosa y Mario Rinsche.

– Abstracción hecha de su vinculación con el inversionista suizo a quien Ud. representó, ¿desde cuándo asesoró a clientes domiciliados en el extranjero?

– La mencionada conexión suiza se acrecentó con encargos más o menos permanentes de otros clientes de esa nacionalidad. Con anterioridad fueron requeridos mis servicios por dos grandes empresas de los Estados Unidos de América, una minera con importantes intereses en Chile y otra petrolera amenazada con la nacionalización de sus terminales de venta del producto refinado en Venezuela.

– Algún asunto en su tan variada actividad profesional que merezca especial mención.

– Son muchos. Los viajes a la República de África del Sur en función de un proyecto aventurado de un amigo y cliente, realista en los negocios y visionario emprendedor, me traen recuerdos.

A raíz de un artículo que publiqué en el Mercurio, tratando de encarar objetivamente el apartheid y los esfuerzos del gobierno sudafricano de entonces de establecer condiciones de armónica convivencia entre las distintas etnias, recibí una invitación para una visita, con mi mujer, a la República de Sudáfrica. Eran los tiempos de la Mediación y en un Ferragosto equivalente del febrero nuestro, en el cual cesaba la actividad negociadora en Roma, emprendimos el viaje a Ciudad del Cabo y desde allí, con guía y chofer oficiales, recorrimos los centros poblados, los “bantustanes” de las diferentes etnias, los incipientes polos de desarrollo industrial y agrícola, la Namibia, que me era familiar por las lecturas de juventud sobre la resistencia de la pequeña fuerza de defensa de la entonces Colonia de África Sud Weste Alemana, el cabo de la Buena Esperanza, al cual mi mujer, siempre pendiente de mis preocupaciones, atribuyó “un efecto atlántico-índico”, los parques nacionales, en fin. No fue, por cierto, un viaje de turismo: el programa preveía entrevistas diarias con funcionarios de gobierno, parlamentarios, académicos y veladas a menudo extensas en nuestro hotel del momento con invitados que había elegido el gobierno, a través de los cuales obtuvimos una visión de la vida en ese país de grandes contrastes. Entre “nuestros” invitados no faltaron opositores al régimen; en Soweto, extensa población negra al margen de Pretoria, la capital política, conocimos la historia de opositores que alternaban la cárcel con períodos de libertad. Esta experiencia nos incitó a seguir con el mayor interés la evolución sudafricana tendiente a superar por decisión de un gobernante de la minoría blanca el tajante apartheid.

Mi emprendedor amigo y cliente, consciente de la peligrosa dependencia de nuestro país en cuanto a combustibles líquidos, se abocó al estudio de licuación del gas magallánico con un grupo de asesores de alto nivel. Para ello era necesario contar con licencia del procedimiento Fischer-Tropsch que había permitido a la Alemania mantener en movimiento su maquinaria de guerra obteniendo del carbón el combustible líquido. El intento de aprovechar en parte esa licencia, mejorada por una gran empresa de Sudáfrica, país que se encontraba en una situación aún más difícil que Chile, motivó varios viajes a Pretoria y difíciles negociaciones, en que intervine como asesor jurídico, para finalmente terminar sin acuerdo vinculante. El mercado del petróleo había sufrido una radical variación, lo que a juicio de los asesores económico y técnico de mi amigo hacían absolutamente inviable el proyecto que éste había iniciado con tanta decisión y sin escatimar gastos.

Estos brevísimos viajes no me permitieron comparar la situación del país, que había conocido cuando la extensa visita, con el estado de la evolución para superar el apartheid.

– Ud. tuvo amigos y clientes de mucha personalidad.

– Sí, este mismo amigo, dueño de varios centros turísticos, tenía sus ojos puestos en Isla de Pascua. Pensaba que para establecer una cómoda comunicación entre el continente y la isla era necesario un puerto en ella, dotado de un malecón de atraque. Para su financiamiento recordó la administración de las Malvinas, que había logrado notorios progresos en calidad de vida y obras públicas gracias al producto de licencias otorgadas a buques de diferentes nacionalidades dedicados a la pesca en sus mares jurisdiccionales. Invitados, mi mujer y yo acompañamos al incansable emprendedor y a su familia en un viaje desde Montevideo hasta Punta Arenas en un magnífico barco de turismo, utilizando la escala en Puerto Stanley para provechosas conversaciones concertadas de antemano con autoridades y administradores del sistema de pesca de la isla. Su interés por Rapa Nui no ha sido estéril, sus descendientes han comenzado a desarrollar allí un importante proyecto turístico.

En otra oportunidad tuvimos el agrado de acompañarlo, nuevamente en familia, en un viaje por los canales patagónicos en un romántico pequeño motovelero, a fin de apreciar in situ varias islas que el gobierno había puesto en venta y que interesaban a nuestro amigo para sus proyectos turísticos a largo plazo.

Siempre con la visión de futuro y de amplios horizontes nuestro amigo organizó viajes a la Antártica durante varias temporadas, dando a conocer nuestra fundada, cercana y definida presencia en el continente helado. No me fue posible participar en alguno de esos viajes, por cuanto en el invierno boreal -nuestro verano- tenían lugar importantes reuniones en Roma, en el marco de la Mediación.

Pero también este emprendimiento no ha sido en vano: la semilla que sembrara mi amigo ha germinado. Su familia está entre los armadores del buque que recientemente ha sido incorporado al turismo antártico.

– ¿Cómo nació su relación con julio Philippi?

– Lo conocí con ocasión de un encargo profesional atinente a un ciudadano suizo, miembro de una familia con una importante tradición industrial, más inclinado a las artes y a las letras que a aquella, quien había adquirido un fundo a orillas del Mataquito. Falleció años después, en un accidente en un viaje a su campo y como Julio, ya Ministro de Gobierno, no podía hacerse cargo de los trámites sucesorios, desde Suiza la familia me encargó la gestión de sus intereses. Resultó una tarea difícil en el ambiente de la Reforma Agraria, que frustró los planes tendientes a constituir una fundación agrícola educacional centrada en el fundo, para lo cual había obtenido la promesa de colaboración de la Oficina de Ayuda Técnica de la Confederación Suiza. Para alivio de la familia heredera y mío, finalmente la CORA expropió el predio. Gracias a la infraestructura creada por quien había sido el dueño del predio, el asentamiento constituido por su personal se desenvolvió exitosamente.

– ¿La relación profesional con Julio Philippi y su amistad con él nacieron entonces?

– Efectivamente, nuestras relaciones profesionales se vieron enriquecidas, en lo que a mi respecta, con la amistad de un hombre excepcional en todo sentido.

Jaime Irarrázabal, abogado de gran talento y eximio organizador, yerno de Julio, había logrado que al término del período de seis años durante los cuales sirvió como Ministro, Julio abandonara su vetusta oficina en calle Morandé y se trasladara junto a su primo Germán Oyarzún al séptimo piso de Compañía 1068, fusionándose con el Estudio de Raúl Yrarrázaval, padre de Jaime, entidad a la que se incorporaron Cristián Cox, Gerardo Scheffelt, Laura Novoa y luego otros abogados. El grupo adquirió las oficinas de una de las empresas de mi presidencia, manteniendo yo la propiedad del espacioso departamento en el cual tenía mi Estudio y funcionaba la presidencia, en el mismo piso, contiguo al conjunto de oficinas que había adquirido el grupo Philippi-Yrarrázaval. La vecindad facilitó nuestra asociación profesional, paralela a la colaboración que en algunas tareas presté gustosamente al amigo que, posponiendo todo interés personal, se había entregado por entero al servicio público por largos seis años.

Nuevamente a instancias de Jaime lrarrázabal, en 1980 el Estudio Philippi, Yrarrázaval se fusionó con el de Alberto Pulido y Pablo Langlois y con el mío. Con el nombre de Philippi, Yrarrázaval, Pulido & Brunner, esta comunidad de trabajo adquirió el piso doce de Moneda 970 y a ella se incorporaron nuevos abogados. Desde 2004 la sociedad profesional, con la valiosa colaboración de jóvenes abogados de ambos sexos que constantemente incrementan sus cuadros, continúa la señera tradición de servicio de los fundadores, en las oficinas de El Golf 40, en que nos encontramos.

– Y antes de relacionarse profesionalmente con julio Philippi ¿había colaborado Ud. con algunas de las muchas tareas de bien público de éste?

– Sí, así por ejemplo, a petición de Julio Philippi, entonces Ministro de Relaciones Exteriores del Presidente don Jorge Alessandri, nos correspondió negociar con una Delegación de la República Federal de Alemania un Tratado sobre Fomento y Protección de Inversiones de Capital, firmado en marzo de 1964, el que no fue sometido al Congreso Nacional por el Gobierno sucesor de don Eduardo Frei Montalva. Después de veintisiete años se suscribió entre las mismas partes el tratado que está en vigencia y que no se diferencia en mucho de aquel instrumento internacional, demasiado audaz para las concepciones jurídicas y político-económicas de aquel entonces.

Los acuerdos con Alemania, entre ellos un importante préstamo, incluían una fórmula de arreglo atinente a los bancos alemanes liquidados durante la guerra, sujeta a aprobación del Parlamento, para la cual se comprometió el Ministro. Los banqueros alemanes no se conformaron con lo acordado en Santiago y obtuvieron que el Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania formulara exigencias que motivaron un intercambio de notas adverso a la relación chileno-alemana. El Ministro me pidió que junto a José Miguel Ibáñez Barceló, Superintendente de Bancos, volviéramos el asunto a su cauce, en Bonn. Tuvimos allí muy buena acogida; los malos entendidos se aclararon en conversaciones directas en alemán; aproveché de revisar, con mi contraparte, el texto definitivo del Tratado sobre Inversiones. Complacido, el Gobieno de Bonn nos invitó a visitar Berlín para que conociéramos el muro que dividía Alemania. Constatar desde la plaza coronada por la Puerta de Brandenburgo como se pretendía separar arbitraria y radicalmente a los miembros de un mismo pueblo, según estuvieran en uno u otro lado del muro, nos causó una innegable impresión.

– Pero además Uds. tenían intereses comunes, más allá de lo meramente profesional.

– Sí, ambos éramos amantes de la naturaleza. Durante cerca de veinte años, después de Navidad ambas familias, la numerosa de Julio y la pequeña mía, establecían un camping a millas de una laguna en los faldeos antepuestos a la ladera oriental del volcán Tolhuaca, sobre el Bío-Bío, en un maravilloso parque de coihues y lengas, rodeado de araucarias. Julio, consumado entomólogo, soñaba con capturar el raro coleóptero de la lenga y entretanto recogía con sus nietos más jóvenes los “bichos “, que luego preparaba y ordenaba con oficio para entregarlos a su amigo el “insecto Peña”, científico de renombre en el rubro. A mí me interesaban en especial los árboles autóctonos; nunca faltaba en mi escaso equipaje una guía de campo. A estas alturas de mi vida la traicionera memoria suele retener la denominación científica de especies cuyo nombre autóctono he olvidado. Ambos -y jóvenes alumnos y alumnas- practicábamos la pesca, limitada a truchas de tamaño pequeño, sabrosísimas, con que Julio, madrugador, deleitaba el desayuno de la “tribu”. El Lago Ranco y el Todos los Santos, así como algunos ríos, eran meta de excursiones de pesca más ambiciosas.

Otro deporte que nos unía era la caza. Julio me introdujo al grupo de sus amigos cazadores. En el período en que sirvió el Ministerio de Relaciones Julio había hecho una buena amistad con el Consejero de la Embajada de Francia, un corso, “el Franchute”, al que el grupo de cazadores aceptó después de que padeciera algunas pesadas bromas. En la temporada de caza, con nuestro entusiasta cazador francés, en su amplio vehículo de servicio, terminada la jornada de trabajo el día viernes, pasábamos a recoger a Julio en el Ministerio para viajar a Loncomilla al hospitalario fundo del recordado amigo Mariano Donoso, quien organizaba la cacería para el día sábado y el domingo por la mañana. En otras oportunidades, otro buen amigo que ya no está con nosotros, el pediatra Ramón Montero invitaba a su parcela en el camino de Nancagua a Chépica en donde el doctor alternaba la caza, en que era diestro, con la atención gratuita de las pequeñas criaturas -tendidas y examinadas sobre el capó de su vehículo- cuyas madres acudían presurosas de los campos cercanos, apenas escuchaban el tiroteo.

De allí partían memorables excursiones al fundo del “huaso Vallejos”, estimado y pintoresco dueño de un predio cuya parte baja se inundaba en invierno, para solaz de los patos y de quienes eran amantes de su caza.

Invitaciones a los cotos del fundo Allipén y a la isla Colcuma en el lago Ranco, dedicados a la muy reglada caza mayor -el ciervo- que Julio había practicado en sus años mozos persiguiendo el esquivo guanaco en las cordilleras de Illapel, dieron lugar a revivir veneradas tradiciones cinegéticas germanas.

– Israel Bórquez, quien fuera Presidente de la Corte Suprema, también salía a cazar con Uds.?

– Sí, Julio, abogado integrante de la Corte Suprema, había urgido a Israel Bórquez, considerándolo el más idóneo, a que aceptara la presidencia de la Corte Suprema que le ofrecían sus pares. Este se resistía, argumentando que el cargo de ministro de la Suprema, al cual no había creído llegar, lo satisfacía plenamente y que aspiraba a terminar su carrera, viviendo junto a su mujer oriunda de Chiloé como él, alejados de compromisos sociales y de obligaciones de representación propios de la presidencia del más alto tribunal de la República. Finalmente aceptó someterse a la voluntad de sus pares. Yo había conocido a Israel, Juez del primero de los entonces cinco Juzgados de Mayor Cuantía en lo Civil de Santiago, antes de titularme de abogado. Recibí en herencia un juicio de nulidad de un matrimonio de alemanes celebrado en Alemania, basada en el error en la persona de uno de los contrayentes, causal de nulidad en el derecho alemán y también de derecho canónico. El juicio lo había iniciado mi amigo Jürgen Sopher, hijo de una familia dueña de una de las grandes empresas editoriales alemanas, quien falto de “una abuela aria” había abandonado el estudio universitario en Alemania para terminarlo en Santiago. Compartíamos un departamento frente al antiguo Club Deportivo Alemán en Providencia en calle “Invencible Margarita Antúnez” como solíamos llamarla por los sucesivos cambios en su denominación. Sufrí la pérdida de un amigo de valía; en vísperas de una visita a mi casa en Traiguén invitado por mis padres, en donde yo gozaba de vacaciones, Jürgen falleció víctima de un tifus fulminante que en aquella época no tenía antídoto. Traté de hacer honor a la memoria de mi amigo; Israel Bórquez en cuyo Juzgado estaba radicada la causa me recibió y escuchó con gentil interés mis argumentos y en un fallo meditado y muy bien fundado dio lugar a la demanda. La Corte de Apelaciones lo revocó y, recurrido de casación ese pronunciamiento, en un recurso en el cual el abogado quien lo redactó no pudo dar realce a los elementos contenidos en la sentencia Bórquez, la Suprema Corte no acogió la tesis aceptada por aquella. Desde la modificación de 2004 en nuestra legislación civil el error esencial en cuanto a la persona del otro contrayente es un vicio del consentimiento y causal de nulidad del matrimonio. Con todo, la doctrina de la sentencia “Fischer con Benndorf” del juez Bórquez sigue citándose en los estudios de dogmática jurídica.

– Israel Bórquez ¿era cazador?

– Perdónenme, esta digresión me ha apartado de nuestras cacerías. Israel, en sus tiempos de juez en el sur, los días domingo recorría el campo entre el asiento de su juzgado y un pueblo cercano cazando perdices, para regresar en la tarde en tren a su domicilio. La caza de la tórtola es muy diferente de la pausada marcha, en seguimiento del perro perdiguero, que acostumbraba Israel, por lo que era un tirador parco, que más gozaba de la compañía de los amigos a quienes relataba en detalle sus vivencias en la presidencia de la Corte que de la cinegética. Yo solía invitarlo a cacerías en las cuales viajábamos en el cómodo vehículo de Eugenio Yrarrázaval, gran amigo y excelente cazador. Confesé a Israel, en una oportunidad, que no lo había invitado por un tiempo a estas salidas por cuanto era abogado de una importante causa que él debía fallar y no quería comprometerlo “¿Y dónde estaba el compromiso?, me preguntó, si tenías razón, la habíamos reconocido, y si no la tenías, de todas maneras te habíamos dado en la cabeza”. Era la voz del juez íntegro, personificado en Julio Philippi, quien varias veces me confió que debía aceptar el cargo para no defraudar a quienes lo habían designado árbitro, no obstante que de los antecedentes aparecía que una de las partes, amigo o pariente, no tenía la razón “y va perdida … “

En algunas de estas cacerías participaba Cristián Cox, certero y comedido tirador.

– ¿Ud. siguió vinculado profesionalmente en asuntos internacionales?

– Sí, gran parte de los asuntos en que me correspondió actuar como abogado decían relación con el esquivo derecho internacional privado, a veces con ingerencia del internacional público.

Requeridos por Mario Mosquera, abogado externo de IANSA, Julio Philippi y yo formamos equipo con aquel para responsabilizar a la naviera cubana cuyo barco había abandonado intempestivamente el puerto de Valparaíso el día del pronunciamiento de once de septiembre de 1973 con un cargamento de azúcar de propiedad de IANSA, en tanto que otro barco cubano, también portador de azúcar cuyo precio Cubazucar, el vendedor logró cobrar dolosamente a IANSA, interrumpió su viaje y se dirigió a Vietnam, que recibió el cargamento como donativo cubano. Acciones intentadas en Panamá y llevadas ante un tribunal de Estados Unidos de América, cuya Judicatura en aquel entonces resolvía los casos de inmunidad del soberano según decisión del Departamento de Estado, no tuvieron éxito. Era ésta la médula de la defensa cubana: el vendedor y el transportador del azúcar eran entidades estatales y las órdenes de zarpe, de apropiación y donación del azúcar y otras provenían de la autoridad cubana, que se amparaba en la inmunidad soberana.

En uso de la cláusula arbitral del contrato el diferendo se trasladó a Londres, y allí se logró que el caso que quedase bajo la jurisdicción británica mediante una acción de secuestro de un barco de la naviera cubana, en construcción en gradas del Clyde -el “I Congreso del Partido”-. Finalmente, el más alto tribunal británico, el Comité Judicial de la Cámara de los Lores , hizo justicia estimando “que el rey que baja al mercado pierde su corona”. La doctrina sentada por ese tribunal, restringiendo el concepto de inmunidad que hasta entonces imperaba, dio inicio a una tendencia en la materia y sigue citándose en la literatura especializada. A mí me correspondió mantener el contacto con los Solicitor’s en Londres, los abogados que reciben las instrucciones y antecedentes del cliente para estudiarlos y trasmitirlos al Queen´s Counselor, el abogado habilitado para alegar ante tribunales. Cierto que para mis interlocutores el abreviadamente “I Congreso” paso a ser el “yo Congreso”, dándole al I romano el sentido de la i inglesa. El “Primer Congreso”, botado al agua y sustituido por una garantía monetaria permitió que después de algunos años IANSA recuperara el valor del azúcar escamoteado por los cubanos.

– Esta es una de las “causas célebres” en que Ud. ha intervenido, según dijera Francisco Orrego en el discurso de recibimiento a la Academia. ¿Hay otras?

– La inmunidad soberana volvió a constituir uno de los factores esenciales en un juicio incoado por el Banco Central de Chile en contra del Banco Nacional de Cuba. Aquel había obtenido de la banca estatal de la URRSS un cuantioso préstamo, parte del cual nuestro Banco Central colocó en la Agencia Representativa del Banco Nacional de Cuba en Londres, en moneda suiza, por intermedio de un banco suizo. Esta colocación, por plazos breves, se manejaba desde la Presidencia de la República y su restitución fue reclamada sin éxito inmediatamente después del once de septiembre de 1973; antes por el contrario, poco tiempo después el Gobierno cubano dictó una ley congelando todos los bienes, créditos y fondos del Gobierno a Chile. A raíz de un informe en derecho que sobre el particular me solicitó el Banco Central de Chile se inició demanda en Londres, asiento de la Agencia del Nacional de Cuba a través de la cual se había hecho el negocio, la que no podía postergarse en razón de la inminente prescripción según ley inglesa.

Con todo, insistimos en la jurisdicción de Suiza, cuyos tribunales según experiencias anteriores se atenían sin rodeos a acendradas normas de respeto al derecho de propiedad. Con la decisiva intervención del Profesor Dr. Pascal Simonius, catedrático de Derecho Civil en Basilea, con quien había atendido exitosamente una dificilísima cuestión hereditaria en la cual intervinieron tribunales chilenos y suizos, se embargaron bienes cubanos suficientes en un banco de Zurich. Consultados los más connotados especialistas ingleses en derecho internacional -Cuba requirió un informe de la Profesora Rosalyn Higgins, actual Presidenta de la Corte Internacional de Justicia- según dictaminó el “super perito” Sir Ian Sinclair, designado por el Tribunal de Comercio de Zurich, la sentencia que librara un tribunal inglés en contra del Banco Nacional de Cuba no sería ejecutable en el Reino Unido. Así quedó zanjado el problema de la litis pendencia y asegurada la jurisdicción de la judicatura suiza. La presentación final la estudiamos y decidimos con el Dr. Simonius en una reunión de trabajo de varios días en Nueva York. Agotados por Cuba todos los recursos e instancias, en 1991 quedó ejecutoriada la sentencia que condenó al Banco Nacional de Cuba a restituir, con los intereses del caso, las “platas cubanas” que el malogrado Presidente Allende había confiado a sus amigos de la Habana.

– ¿Alguna experiencia reciente ante tribunales extranjeros?

– Uno de los últimos juicios que me correspondió llevar ante la judicatura extranjera -de la Alemania Federal en este caso- en el cual era parte una empresa del Estado de Chile y que se regía por la ley chilena, puso de manifiesto la vasta información sobre derecho extranjero de que disponen los tribunales de los países desarrollados y la consiguiente aplicación que dan al mismo. Enfrentado a una calificación e interpretación de un acuerdo preliminar diametralmente opuesta de la demandada -apoyada en un enjundioso y extenso informe de un distinguido abogado, miembro de nuestra Academia- y la mía, el tribunal solicitó información al Max Planck Institut de Derecho Extranjero y Derecho Internacional Privado de Hamburgo sobre el derecho que dirimía el contencioso. Este la proporcionó, en forma completísima, respaldada por la opinión de los tratadistas clásicos chilenos así como de los más recientes autores de monografías, sin descuidar la jurisprudencia de nuestros tribunales. El informe lo firmaba el Dr. Jürgen Samtleben, cuyo panorama cabal y conciso sobre disposiciones y tendencias del Derecho Internacional Privado en Latinoamérica, de l979, me había servido para el estudio y solución de varios casos. La completísima y razonada exposición sobre derecho chileno de mi lejana y libresca relación académica, avalada por el prestigioso Max Planck Institut, permitió al tribunal alemán resolver adecuadamente conforme a la ley competente.

– Así, pues, Ud. tuvo oportunidad de dar aplicación práctica a las materias especializadas que había abordado en la cátedra.

– Anteriormente y en otro ámbito, invitados por el Banco Central, Julio Philippi, Guillenno Pumpin, recordado brillante abogado miembro del Consejo de Defensa Fiscal y yo colaboramos con los distinguidos colegas Carlos Olivos, Roberto Guerrero y Hernán Felipe Errázuriz de la Fiscalía del Banco y que sucesivamente la encabezaron, en el estudio y redacción del D.L. Nº 2.349 de 1978, que fija normas procesales sobre inmunidad en los contratos internacionales para el sector público.

La apertura de la economía chilena y la vinculación de nuestro mercado con el exterior pusieron de manifiesto la necesidad que el Estado, sus organismos y empresas pudieran intervenir, en negocios internacionales de carácter económico, sea como principales obligados o como garantes. Para ello se requería de disposiciones legales específicas que autorizaran a estas entidades públicas para estipular, en los contratos internacionales, la sujeción a ley extranjera y la sumisión de las diferencias de que de ellos pudieran derivar a la jurisdicción de tribunales extranjeros ordinarios o arbitrales.

Inspirado en la Ley sobre Inmunidad del Soberano de los Estados Unidos de América que tiende a precisar el alcance de dicha inmunidad respecto a terceros Estados, nuestro propósito era definir las circunstancias en que nuestro Estado no la invocaría, fundado en el cumplimiento de las estipulaciones contenidas en los contratos celebrados en virtud de la legislación que los autorizaba. Consciente de la resistencia que en la doctrina y en la jurisprudencia encontraba en general la aplicación de la ley y el reconocimiento de una jurisdicción extranjeras, si bien el D.L. que estábamos proponiendo dice relación específicamente con el Estado, sus órganos y empresas, utilizamos un considerando cuyo alcance ha sido generalmente reconocido, para expresar “que dentro del sistema jurídico chileno tales estipulaciones son lícitas y en esta virtud tienen aplicación en los contratos celebrados entre particulares … y están consagrados en el Código de Derecho Internacional Privado”.

En mis clases de Derecho Internacional Privado había criticado como irracional la disposición de nuestro Código de Procedimiento Civil en virtud de la cual una sentencia dictada en el extranjero en rebeldía del demandado no se podía ejecutar en Chile. Notificado el demandado bastaba que hiciera uso de la “rebeldía estratégica”, esto es, no se defendiera en el juicio para que la sentencia no tuviera valor en Chile. Un artículo de nuestro proyecto de D.L., que fue aprobado en su integridad por la Junta de Gobierno, puso fin a esta aberración.

– ¿Ud. participó en la renegociación de la deuda en los años 1980?

– Sí, el marco jurídico consagrado en el D.L. 2.349/78 fue de gran utilidad en la renegociación de la deuda externa a raíz de la crisis financiera de 1982. El estudio representó a la banca extranjera cuyos créditos contra empresas fiscales e instituciones financieras nacionales, renegociados, fueron garantizados por el Banco Central, quien además obtuvo “new money”. Con motivo de este encargo nos encontramos en posiciones opuestas pero nunca extremas con nuestros colegas del Banco Central y con Hernán Somerville, brillante alumno en mi cátedra de Derecho Internacional Privado y quien encabezó, como Negociador, el reordenamiento financiero que se plasmaba en extensos contratos según la práctica norteamericana: “macarrónicos” para Julio Philippi.

– La aplicación de los principios del derecho internacional ha sido una actividad importante en su vida profesional.

– Así es, y abordé situaciones tan curiosas como interesantes. Con ocasión de un informe en derecho para una de las empresas estatales que proyectaba negocios con una sociedad extranjera, incidiendo en éstas una garantía del Estado de Chile, en el contrato sujeto a derecho extranjero se preveía la jurisdicción de un tribunal arbitral establecido en Estados Unidos de América. El cumplimiento de fallos arbitrales está regido por la Convención de Nueva York de 1958 sobre la materia. Advertí que la versión oficial del texto español de esa Convención, vigente en Chile, presentaba una discordancia con los textos inglés y francés igualmente auténticos, en un punto de importancia referente a la determinación de la capacidad de las partes. Es regla de derecho internacional privado que ésta se rija por la ley personal. En contradicción con esta norma y con igual disposición contenida en los textos francés e inglés de la Convención, la versión en español de la misma hace que la capacidad esté regida por la ley del contrato, esto es, la ley elegida por las partes para gobernarlo. Puesto en conocimiento del Ministerio de Relaciones Exteriores el memorandum que redactamos sobre el particular, éste transmitió la observación pertinente a la Secretaría General de Naciones Unidas, la que comunicó a la Misión chilena que efectivamente existía un error en el texto español de las copias certificadas. Luego notificó a los Ministerios de las Partes en el Tratado la rectificación del error de imprenta mediante el correspondiente proceso verbal.

Me ha parecido útil recordar este “hallazgo” de una discrepancia fundamental en cuanto a uno de los pocos principios de derecho internacional privado generalmente aceptados, ocurrida siete años después de publicada la Convención, sin que hasta entonces se hubiera advertido. Se restituyó así su verdadero sentido a un precepto importante de ese instrumento fundamental para el arbitraje internacional, sin el cual no se concibe el comercio transfronterizo.

– Ud. tuvo una destacada actuación en los diferendos fronterizos con Argentina.

– Llevado de la mano de Julio Philippi, dilecto amigo, generoso maestro y luego cabeza del común Estudio profesional, participé desde 1964 en la defensa jurídica de la integridad territorial de Chile, formando en el pequeño grupo de “hombres de los límites” que recordara Gonzalo Vial.

En e l arbitraje sobre Palena, el reconocimiento minucioso del terreno acompañando a Julio y el estudio de los antecedentes de derecho del caso que se dilucidaba ante una Corte Arbitral designada por SM Británica, ante la cual actuaban los Agentes de Chile Víctor Santa Cruz y José Miguel Barros, demandaron tiempo y esfuerzo. Estuve a cargo, además, de la Misión en el Terreno de la Corte, previa a la sentencia, conformada por dos de los tres miembros de la misma y sus asesores, tarea interesante y de responsabilidad, en la cual me acompañó mi buen amigo Eugenio Irarrázaval, ingeniero, conocedor del terreno y con manejo de mapas y cartas geográficas. Aparte de respaldar adecuadamente el propósito de la Misión, no podía descuidarse la logística. Cómodamente instalada la Misión en la Hostería Las Lengas en el pueblo de Palena -los “boy scouts” Yrarrázaval y Brunner estaban “arranchados” en los hospitalarios hogares del médico de la Posta y del Agente del Banco del Estado, respectivamente. El resto de la delegación chilena, así como la argentina vivía en pabellones de emergencia construidos al efecto. Después de un reconocimiento a caballo, en que mucho había insistido Julio Philippi, la Misión optó por vuelos en helicóptero por quebradas y cerros. Abandonando, como en cuanto al alojamiento, la alternancia, los jueces se confiaron a la pericia y seguridad del piloto chileno, de las cuales no podía hacer gala el argentino, sólo acostumbrado a volar en la pampa. El regreso de la Misión, surcando el lago Yelcho de agitadas aguas no se hizo en la frágil lancha de Obras Públicas, como estaba previsto, sino en una barcaza de desembarco americana que usaba la empresa constructora del camino Palena- Puerto Piedra en el Lago Yelcho, que inauguramos. En Chaitén, al son de pitos en saludo a los Jueces, embarcamos en el destructor “Almirante Riveros” cuya oficialidad, cercana a la tradición naval británica, con buen dominio del inglés -y la frugal comida de a bordo- impresionaron favorablemente a nuestros huéspedes, a tal punto que arribados a Puerto Montt, en donde tenían alojamiento reservado, prefirieron quedarse una segunda noche en el buque. L. P. Kirwan, influyente miembro de la Corte, Secretario de la Real Sociedad Geográfica, de la cual había sido Vicepresidente Sir Thomas Holdich, de decisiva intervención en la “gran contienda” sobre la frontera fijada en el Tratado de 1881, reconoció como un gesto de particular gentileza que los honores de dueño de casa los hiciera en el “Riveros” el almirante Wilson, descendiente del Capitán Wilson que había comandado el buque en que se había desplazado Holdich. De regreso en Santiago, organicé un cóctel de despedida para la Misión en mi casa; recuerdo que el Ministro de Justicia Pedro Jesús Rodríguez, subrogante del de Relaciones, a quien ponderé la enorme labor que desarrollaba Julio Philippi en el juicio, comentó: “Es cierto, pero le gusta tanto…”. El laudo de SMB. acogió la tesis central de nuestra defensa, el valle de California y sus pobladores, con excepción del terreno ocupado por tres familias, quedó al poniente de la línea de frontera, es decir, en Chile, en tanto que nuestra contraparte en palabras de Philippi no obtuvo sino “unos cagaderos de cóndores”.

– Ud. siguió la trayectoria de “los hombres de los límites”.

– Sí, nuevamente a la vera de Julio Philippi y en compañía de Eugenio Yrarrázaval continuamos la misión de “voluntarios” en el diferendo sobre el Canal Beagle y las islas situadas al sur de su desembocadura en el Atlántico. Ahora el conocimiento de la zona requirió repetidos viajes en avión a Punta Arenas, de allí a Puerto Williams para recorrerla en las pequeñas y rápidas lanchas torpederas de la Marina. El estudio de los informes de los navegantes británicos que hicieron el levantamiento cartográfico, los capitanes Parker King, Fitzroy, el Teniente Stokes y las observaciones de Darwin embarcado en la “Beagle”, llegó a extremos. Julio y Eugenio, proyectando datos de las relaciones y bitácoras, inclinados sobre mapas extendidos en el suelo del escritorio de mi casa, pretendían reconstituir los “tracks” de navegación de los botes de la Beagle, a fin de demostrar por donde ésta había accedido al Canal y cuál era, en consecuencia, el curso que históricamente éste tenía. Confesé mi inhabilidad en esa tarea esotérica y la necesidad de dedicarme al estudio de las “Memorias” en que las partes desarrollaban sus puntos de vista y los argumentos jurídicos y otros, que los fundamentaban.

– ¿Cómo terminó el arbitraje del Beagle?

– La tesis chilena, eminentemente jurídica, se apoyaba en las inequívocas disposiciones del Tratado de 1881 que asignó a Chile todas las islas al sur del Canal Beagle hasta el Cabo de Hornos. Carente de argumentos que contrarrestaran esta posición clara y coherente, Argentina esgrimió una defensa compleja, audazmente desdeñosa de los términos del Tratado al cual atribuyó, en cambio, un principio rector político-geográfico, “el principio Atlántico-Pacífico”, conforme al cual había que interpretar sus disposiciones. Según esta tesis geopolítica, el meridiano del Cabo de Hornos separaba aguas y tierras entre Chile y Argentina, en franca contradicción con el Tratado, que establece una división de poniente a oriente, el Canal Beagle, asignando todas las islas al sur de éste a Chile, sin referirse a una división de norte sur en esa zona. El Laudo de SMB. dio la razón a Chile.

Dado a conocer el fallo y atendida la reticencia argentina de reconocerlo, quienes habíamos participado en el arbitraje y otros expertos publicamos opiniones, estudios y artículos de prensa que fueron recopilados por Germán Carrasco, diplomático adscrito a la Agencia Arbitral en Londres en tiempos del Agente José Miguel Barros, en dos tomos, con el título “El Laudo Arbitral del Canal Beagle”. Algunas de estas contribuciones llevan el nombre del autor, omitido o sustituido por seudónimos en otros. Entre mis aportes firmados recuerdo uno de cierta extensión, titulado “Después del fallo del Beagle: Geopolítica versus Derecho”, publicado en El Mercurio.

– Argentina desconoció el fallo arbitral.

– Sí, el Gobierno de Buenos Aires lo declaró “insanablemente nulo” pocos días después de la entrevista de los Presidentes Pinochet y Videla en Mendoza, que alivió la tensión entre los vecinos, en constante aumento. En la reunión de Mendoza, a la cual concurrí como asesor jurídico del Presidente Pinochet, me correspondió redactar el acta sobre los puntos concordados por los mandatarios y que transmitía Ernesto Videla, quien junto a un oficial de Justicia argentino era informado por los Presidentes. Esta acta, después de varias modificaciones a fin de que fuera aceptada por la Delegación argentina, puesta a punto en sendas reuniones en Buenos Aires y Santiago, manteniendo el esquema original la firmaron los Presidentes en Puerto Montt en enero de 1998. Ella enmarcó el diferendo y sirvió de pauta a las gestiones posteriores, incluyendo la Mediación. Era este el “Diferendo Austral”, que erróneamente suele denominarse “Cuestión del Beagle”, pues ésta había sido resuelta en forma definitiva por el Laudo de SMB. , respecto del cual la insólita declaración de nulidad no tenía efecto jurídico alguno.

– ¿Ud. participó en las negociaciones que hicieron posible la Mediación que asumió S.S. Juan Pablo II en momentos en que prácticamente Argentina iniciaba la guerra?

– Sí, fueron días difíciles. No obstante nuestros esfuerzos tendientes a que el diferendo se solucionara pacíficamente, proponiendo la intervención de un mediador si Argentina no se allanaba a recurrir a la Corte de Justicia Internacional como estaba pactado en el Tratado de Solución Judicial de Controversias de 1972, días antes de Navidad de 1978 la Flota de Mar Argentina de desplazaba rumbo a las islas chilenas que serían ocupadas; por su parte, la Escuadra chilena se dirigía a posiciones defensivas en los canales fueguinos. Una providencial tormenta descuadró los planes de ataque y la providente y decisiva intercesión de S.S. Juan Pablo II, quien envió un Representante suyo que ayudara a ambos gobiernos en la búsqueda de una solución pacífica, evitó en último momento la guerra; triunfaba la paz.

– Era natural, entonces, que Ud. continuara colaborando en la Mediación.

– Efectivamente, sin solución de continuidad, el pequeño grupo que había hecho frente a la Cuestión Austral trabajó en la preparación de la Presentación que se haría al Mediador.

La Mediación, iniciada en 1978 y que culminó con el Tratado de Paz y Amistad firmado en el Vaticano el 29 de Noviembre de 1984, cuyas ratificaciones fueron canjeadas el año siguiente, constituye un episodio inédito y único en la historiografía diplomática y jurídica. Fue larga la búsqueda de coincidencias, más que difícil, casi imposible, alentada por sabios y repetidamente duros requerimientos del gran diplomático vaticano, de fuerte personalidad, el Cardenal Samoré, desarrollada sobre un trasfondo en que no obstante acuerdos de armonía se mantenía la amenaza del uso de la fuerza. Ella no habría fructificado sin la constante preocupación de la carismática y venerada personalidad del incansable Peregrino de la Paz, S.S. Juan Pablo II.

– ¿Qué aspectos, en particular, destacaría Ud. en el proceso de la Mediación?

– Para comenzar, una inesperada aventura ocurrida cuando terminaba la Mediación, en el último viaje que hicimos por los Canales en el “Piloto Pardo” a fin de obtener el ascenso de la Marina para las facilidades de navegación que se concederían a buques argentinos. El impredecible clima austral nos jugó una mala pasada. Julio Philippi y Ernesto Videla, acompañados por el Comodoro Cruz Johnson partieron en uno de los dos helicópteros del transporte a reconocer el Cabo de Hornos. Ya embarcado en el segundo helicóptero, el Capitán del Piloto Pardo canceló mi vuelo, pues se había desatado una súbita tormenta. Nuestros compañeros adelantados tuvieron un húmedo aterrizaje en una pequeña playa y el helicóptero, de regreso, serias dificultades para posarse en el buque, escorado por un fortísimo viento. Los tres “desertores” escalaron el peñón del Cabo y fueron acogidos en las instalaciones provisorias del piquete de infantes de marina a cargo de su defensa. Tan inesperada visita mantuvo en vela a los custodios del Cabo, cuya monótona vigilia alegró Julio Philippi con su innato don de explicar conceptos profundos y aclarar situaciones difíciles, alternando el discurso con ingredientes populares, dichos huasos y graciosos chascarillos. Una fiesta para los infantes de marina. El buque capeó el temporal navegando de noche a Puerto Williams, en donde debía embarcar un oficial de la Fuerza Aérea. De vuelta al Cabo, el primer helicóptero despegó para recoger a los desertores, mientras yo me preparaba para abordar el Cabo en el segundo. El rescate no fue fácil, pues nuevamente irrumpió un frente, lo que significó la cancelación de mi vuelo. No logré, pues, conquistar el Cabo desde el aire.

En verdad son muchos los momentos, las situaciones, las propuestas y los afanes que merecen recordarse, ellas están expuestas en la magnífica memoria “La desconocida historia de la Mediación Papal” de Ernesto Videla Cifuentes, que hoy no nos acompaña en esta sesión, obra recién dada a la publicidad. Según acabo de verificarlo, la primera edición está agotada y se encuentra en prensa una segunda. Esto no sólo prestigia el trabajo de la única persona habilitada para escribir esa relación, sino que a los chilenos que muestran, en esta época de hedonista despreocupación por los verdaderos valores, un interés por la historia reciente en la cual se jugó el destino de la Nación.

Junto con un distinguido miembro de nuestra Academia y dos profesores tuve el privilegio de presentar la memoria de Ernesto Videla, Jefe de la Delegación chilena para la Mediación, que hábilmente encauzó el mejor aporte de las personalidades del derecho y de la diplomacia en la común tarea. Enrique Bernstein y Santiago Benadava, sobresalientes Embajadores acreditados ante el Mediador; Julio Philippi, quien puso su superior y vasto talento, su capacidad de análisis y permanente preocupación al servicio de la causa sin reserva alguna; Francisco Orrego, jurista internacionalmente respetado y especialista en Derecho del Mar; Osvaldo Muñoz, abogado con larga experiencia en litigios fronterizos, desde Palena, encargado de la Agencia Arbitral del Beagle, la que se mantuvo durante la Mediación; Patricio Pozo y Patricio Prieto colaboraron en esta difícil tarea. En su etapa final la personalidad sin dobleces de Ernesto Videla, su don de tratar a la contraparte con convincente franqueza, lo calificaron para negociar con éxito aspectos esenciales del Tratado.

-¿Ud. tendrá algún recuerdo personal respecto de una situación o circunstancia especial en la Mediación en que participó junto a Julio Philippi, ad honorem o en calidad de “boy scouts”, como Uds. solían decir?

– Son tantas las experiencias, las actuaciones, los estudios sobre distintos tópicos, que no resulta fácil elegir.

En mi parecer, fueron momentos culminantes la firma, por nuestro recordado amigo, el dinámico e inspirado Canciller Hernán Cubillos y su contraparte argentina el Ministro Washington Pastor, del Acta de Montevideo en la cual se convino, en enero de 1979, la Mediación de la Santa Sede, a pocas semanas de desconocido por la Junta de Gobierno de Buenos Aires el acuerdo de los mismos Ministros en orden a solicitar la mediación de a S.S. Juan Pablo II cuando la consiguiente acción bélica ya se encontraba en movimiento. Allí se comenzó a dar andamiento al Acta iniciada en Mendoza y firmada en Puerto Montt.

Suma importancia revistió el documento “Ideas y Sugerencias” presentado por el Representante del Mediador, que dio alguna luz sobre la posición de nuestro contradictor y las soluciones por las cuales se empeñaba el Cardenal Samoré.

La Propuesta Papal misma, de dulce y agraz, señaló el punto de partida de negociaciones más concretas, enderezadas a objetivos reales. En relación con estos avances, me viene a la memoria una de las muchas reuniones en que el Cardenal Samoré nos urgía a ofrecer a nuestros contradictores algo que se apartara de nuestra férrea defensa del tratado de 1881 y sus instrumentos aclaratorios y del Laudo del Beagle. Propuse, entre otras ideas, la erección de un hospicio para peregrinos y náufragos en la isla chilena del Cabo de Hornos, bajo la tutela de las Diócesis más australes de Argentina y Chile, idea que el Cardenal acogió con un leve movimiento de cabeza. Terminada la reunión y prestos a poner en un memorandum nuestras exposiciones, mis amigos y colegas, encabezados por Julio Philippi, risueños me hicieron ver que tan disparatada idea no podía entregarse por escrito al Mediador. Debido a las condiciones climáticas y al difícil acceso al peñón del Cabo, no había peregrino alguno que llegara hasta allí, y si alguno tratara de hacerlo, probablemente sería juguete de los huracanados vientos. En cuanto a náufragos, quien caía en las heladas aguas del Drake era hombre muerto en pocos minutos. En la misma vena protesté, haciéndoles ver a mis amigos que torpedeaban la única fuente de ingreso que podría haber logrado en la Mediación, cual era proveer y reponer el cognac que los grandes perros de San Bernardo, adscritos al hospicio, tendrían a disposición de peregrinos y náufragos en los tonelitos adosados a su collar. Democráticamente me plegué al parecer unánime de mis codelegados y no mencioné el hospicio en el memorandum entregado al Cardenal.

La “Propuesta” del Mediador significó la rotunda revindicación de la alpina iniciativa del “Suizo”: contemplaba la erección del hospicio dependiente de las diócesis chilena y argentina, desechada por mis pares. Ciertamente, esta concesión graciosa, que yo había sugerido, hecha suya por el Mediador, no aparece en el Tratado y por ende no hay hospicio, ni perros de San Bernardo con tonelitos, ni negocio alguno.

– ¿Y cómo se llegó al acuerdo final?

– Gracias a la proposición sobre delimitación marítima hecha por el Cardenal Casaroli, tan cercano al Papa Mediador. Superados algunos tecnicismos y vencida la mantenida insistencia de la Delegación argentina en orden a otorgar un reconocimiento contractual al principio bioceánico, se alcanzó el acuerdo que sólo podría lograrse en el espacio marítimo, como lo sostuve en la primera exposición que me correspondió hacer en la primera visita del Cardenal Samoré a Santiago y lo expresé en la primera versión del Acta de Mendoza, entendiendo interpretar como jurista uno de los puntos concordados en principio por los Presidentes Pinochet y Videla. No creo equivocarme si agrego que la referencia a la importancia de una adecuada delimitación marítima, al final de la Presentación chilena al Mediador, es de mi pluma.

La redacción del texto final del Tratado incluyendo los acuerdos de último momento que negociaba Ernesto Videla, se hizo en mi casa de Los Dominicos. En sesiones continuadas de mañana a tarde, lejos de requerimientos profesionales e interrupciones, el pequeño grupo en que además de Ernesto participaban Julio Philippi, Enrique Bernstein y Santiago Benadava dio fin a la obra con la cual culminaría la Mediación. Hasta hoy nuestra fiel cocinera recuerda a “los caballeros de la Mediación” y atesora una carta que éstos le escribieron.

-Firmado el Tratado de Paz y Amistad con Argentina ¿Terminó su actividad en cuestiones de frontera?

– En verdad, seguí vinculado a ellas. Formé parte de la Comisión Asesora en el arbitraje de Laguna del Desierto. En una sesión de la Academia expuse mi opinión personal sobre este caso: habíamos abandonado a su suerte ese valle perteneciente a la cuenca atlántica; sólo un tribunal compenetrado del espíritu rector del Tratado de 1881 y de los tribunales arbitrales que habían dirimido la gran contienda en 1902 y los diferendos del Palena y del Beagle podría habernos reconocido muy limitados derechos, talvez en los accesos del Monte Fitz Roy. No era el caso del Tribunal de la Laguna.

En relación con este fallo, el Ministerio de Relaciones requirió los servicios profesionales de la distinguida profesora de Derecho Internacional María Teresa Infante Caffi y míos respecto al recurso para enmendar el fallo que Chile podría hacer valer ante el mismo Tribunal, previsto en el Tratado de 1984. Las conclusiones de este informe “al alimón” fueron desatendidas por razones políticas y el recurso entablado no encontró acogida.

La Comisión de Relaciones Exteriores del Senado recabó mi parecer en varias cuestiones de derecho internacional, entre ellas la delimitación -parcial- entre el Monte Fitz Roy y el Cerro Daudet, convenida por los Presidentes Frei y Mennem.

He sido consultado respecto a los términos del Acta de Ejecución del Tratado de 1929, acordada en 1999 entre Chile y el Perú, que puso fin a las cuestiones pendientes sobre cumplimiento de aquel tratado, materia de la cual me había ocupado anteriormente a petición del Ministerio.

– Ud. afirma que no le interesa la política de día a día, pero ha sido consultado o ha colaborado en asuntos de interés general, además, de las cuestiones de fontera.

– No he estado ajeno a otras cuestiones de interés público. Corpesca, la organización gremial a la cual pertenecía como personero de la empresa pesquera suiza con asiento en Quintero, me encomendó su representación en la misión económica a los países de Oriente, encabezada por el entonces Ministro de Economía Pablo Baraona Urzúa. Visitamos Nueva Zelandia, Australia, Indonesia, Singapur, Corea del Sur, Japón y Filipinas. Especialmente en Corea del Sur y Japón, más que los productos del mar, interesaban los caladeros y las posibilidades de pesca en aguas chilenas. Advertidos mis interlocutores que el exponente pesquero chileno era abogado, las conversaciones específicas se tornaron en interminables preguntas sobre régimen de inversiones en Chile, legislación tributaria, del trabajo y otros temas conexos.

Poco tiempo después, como Consultor de la Segunda Comisión Legislativa, pude comprobar que la tarea que había desempeñado en ese viaje se traducía en logros concretos: la Comisión pidió mi parecer sobre una autorización a determinados barcos coreanos para efectuar actividades de pesca de investigación en aguas chilenas. Más tarde recibimos en los frigoríficos de la planta de Quintero, cumpliendo un contrato celebrado por la casa matriz en Zurich, atunes que un modernísimo buque japonés pescaba en Alta Mar, por los cuales nosotros pagábamos el precio establecido en el contrato para exportarlos -generalmente sin utilidad alguna- a una industria de conservas en San Pedro, California.

El viaje a Oriente me permitió conocer a empresarios de una mentalidad muy diferente a la de los nuestros y a interesantes y extravagantes autoridades. En Indonesia, la esposa del Presidente Suharto se dio el trabajo de guiarnos, en un día feriado de insoportable calor húmedo, por la réplica de las poblaciones típicas de las diferentes islas del país, sus construcciones, elementos hogareños y de trabajo. En Filipinas, a una larga entrevista con el Presidente Marcos se incorporó sin previo aviso su esposa Imelda, de imponente figura, Gobernadora del Gran Manila y Presidenta del Banco Central. Mi mujer, que junto con la esposa de Pablo Baraona constituían el elemento femenino de la delegación, atendida por las esposas de los embajadores de Chile en las capitales visitadas, tuvo ocasión de ver y conocer lugares y gentes, para lo cual careció de tiempo el abogado representante pesquero, apremiado durante largas sesiones por sus interlocutores orientales.

– ¿Intervino Ud. en otras misiones de Gobierno?

– Tuve el privilegio de asistir a los almuerzos de los días viernes en casa de Germán Vergara Donoso, ex Ministro de Relaciones Exteriores y el hombre mejor informado sobre los acontecimientos internacionales, en especial los que decían relación con Chile. Presumo que a instancias de don Germán, el entonces Ministro de Hacienda Sergio de Castro me invitó a que lo acompañara como asesor jurídico a la reunión del Pacto de Cartagena en Lima, en la cual Chile propondría su retiro de la organización andina. El tema no me era ajeno, pues en el ámbito de la apertura de nuestra economía había participado en los estudios para normar la inversión extranjera. No podían soslayarse, en esa materia, los rígidos marcos estatistas del Acuerdo de Integración Subregional, el Pacto Andino, vigente en Chile desde 1969 y, en especial, la Decisión Nº24 de 1971 sobre inversiones extranjeras, tildada con toda propiedad “de Desinversión”. En octubre de 1976 se firmó en Lima un Protocolo adicional en cuya virtud, si en un plazo de 24 días no se lograba acordar un régimen especial, por tiempo definido, al que se sujetarían las relaciones entre Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela por una parte y Chile, por la otra, Chile se retiraría del Acuerdo de Cartagena, renunciando a sus derechos y cesando en todas sus obligaciones, excepción hecha de sendas decisiones sobre doble tributación, empresas multinacionales y transporte internacional. Como estaba previsto, tal acuerdo sobre un régimen especial no se logró, concretándose el retiro de Chile del Pacto Andino.

– Las autoridades nacionales requerían a menudo su colaboración.

– En efecto, la permanente disposición de Julio Philippi de poner al servicio del Ministerio de Relaciones Exteriores en el cual se había desempeñado durante la presidencia de don Jorge Alessandri, su experiencia y vastos conocimientos, la amistad que a él me unía y las tareas en que había actuado a su lado, hicieron que en repetidas ocasiones dicho Ministerio requiriera mi colaboración. Así, con motivo de las Reuniones Consultivas Especiales relativas a recursos minerales antárticos, a instancias del entonces Ministro de Relaciones Exteriores asistí a la última celebrada en Wellington, Nueva Zelandia en 1988. Allí se aprobó la Convención para la Reglamentación de las Actividades sobre los Recursos Minerales Antárticos, que previó un complejo régimen para decidir la apertura de una determinada área del continente blanco a la actividad minera, su funcionamiento y los requisitos y exigencias  a que había de someterse tal actividad. Esta Convención, sujeta al ordenamiento internacional en el cual se desenvuelve toda actividad antártica, no exento de oposición de parte de países ajenos al mismo y de importantes grupos ecológicos que pretenden que el continente helado sea “patrimonio común de la humanidad”, finalmente fue desechada. Las partes firmaron en Madrid, en 1991, un Protocolo de Protección Ambiental que prohíbe por 50 años toda actividad minera antártica, salvo la de investigación científica. Entre otras muchas materias, especialmente relacionadas con la especialidad antártica y con el Derecho del Mar, el académico y Profesor de Derecho Internacional Francisco Orrego Vicuña publicó en las prensas de la Universidad de Cambridge el completísimo trabajo “Antartic mineral explotation. The emerging legal framework” basado en su tesis doctoral desarrollada en la Universidad de Londres. Mi primera contribución a Societas fue, precisamente, un estudio crítico sobre la fundamental obra de Francisco Orrego y las vicisitudes de la Convención para la Regulación de Actividades sobre Minerales Antárticos.

–  Chile es uno de los países que reclaman soberanía en la Antártica ¿cómo se conjugaban sus intereses con esa Convención?

– Efectivamente, Chile es miembro fundador del Tratado Antártico de l959, tiene intereses declarados y presencia continuada, apoyada en la vecindad con la Península Antártica. Un distinguido jurista advirtió en el Consejo de Política Antártica que las disposiciones de la Convención que se estaba afinando en Wellington no se compadecían con nuestro sistema legal, en el cual la pertenencia minera sólo puede obtenerse mediante resolución del tribunal competente. El Ministro de Relaciones, que preside dicho Consejo, me solicitó un estudio del problema que el Gobierno debía solucionar para suscribir la Convención. El extenso informe que elaboré -ad honorem- y que no se ha dado a la publicidad hasta ahora, examina los mecanismos para reglamentar la exploración y explotación minera prevista en la proyectada Convención y la manera de dar cabida a los pertinentes mecanismos en nuestro ordenamiento jurídico. Discurrimos que en aplicación de disposiciones constitucionales en zonas determinadas por ley como de importancia para la seguridad nacional el Presidente de la República podía fijar las condiciones conforme a las cuales solamente el Estado, sus empresas o mediante contratos especiales o concesiones fijadas por él mismo podrían explorarse y explotarse yacimientos de cualquier especie en esas zonas. Opinamos que en esta forma el complejo mecanismo de la Convención, que en lo que respecta a la apertura a la minería de la Antártica chilena exigía la aquiescencia del delegado chileno, sería compatible con el ordenamiento nacional conforme a la propia Constitución Política. El esquema elaborado en Wellington no llegó a aplicarse ni hubo necesidad, por ende, de poner en marcha las medidas legislativas y administrativas propuestas en el informe. No obstante, recuerdo con satisfacción ese trabajo, exigente ejercicio intelectual. Desde los tiempos de la “Bella Ester” había aplicado disposiciones del Código de Minería, que ahora era necesario armonizar con el sistema dentro del cual se desenvuelve la cooperación polar; con el cual estaba familiarizado.

– No sólo el Ministerio de Relaciones Exteriores solicitaba su colaboración.

– Efectivamente, presté alguna ayuda a otros órganos. La Fuerza Aérea se vio impedida de obtener la entrega de varias turbinas de los cazas Hawker-Hunter, cumplida su revisión por el fabricante, debido a la oposición de los sindicatos de obreros de éste. Estudié los antecedentes y en Londres, con las informaciones legales y de procedimiento proporcionados por los abogados encargados del caso, convenimos un curso de acción que propuse a la jefatura de la Fuerza Aérea. Se trataba de obtener una orden judicial de entrega de las turbinas, a la cual no se podían oponer los sindicatos sin incurrir en contempt of Court, el desacato al tribunal y a las consiguientes sanciones, entre las cuales las pecuniarias eran de entidad. A fin de que el traslado de las turbinas no se viera frustrado por eventuales acciones posteriores, era importante cuidar este aspecto. Un buque de la Armada de Chile, terminadas las reparaciones en astilleros ingleses contaría con las facilidades para recibir las turbinas que así, después de una larga espera, pudieron zafarse del embargo de facto a que estaban sujetas.

– ¿Desde que entró a la Academia hasta ahora, cómo la ve? ¿Cree que tiene un horizonte intelectual razonable? ¿Cómo ve su contribución a la vida del país?

– La Academia tiene un papel importante en la vida intelectual del país. Sus publicaciones gozan de prestigio y son de nivel; tal vez le falte mayor difusión, lo que no es fácil atendida su naturaleza. Su actual Presidente, José Luis Cea Egaña, Director de los Anales del Instituto de Chile del cual forma parte nuestra Academia, ha avanzado en este sentido, promoviendo la publicación del nuevo número de los “Anales” de aquél y de otros textos de interés.

La Academia no es una universidad ni un lugar del saber que trate de irradiarlo en forma general o de ganar adeptos, sino que una reunión de personas de variados intereses intelectuales y profesiones, de tendencias distintas, sin que tales diferencias entraben la convivencia académica. No creo que yo haya aportado mucho. Sólo algunas exposiciones y publicaciones en Societas dentro de los temas en que me son familiares. El último año, por razones obvias, he estado prácticamente ausente.

– ¿Ud. recuerda alguna vez algún debate que se haya suscitado y que lo motivó especialmente?

– Sí, hay personas de mucho valor y de mucha visión en distintos campos dentro de la Academia. Nuestro ex presidente Juan de Dios Vial Larraín lleva la discusión a planos superiores en que hay ganancia para todos aquellos que lo escuchamos, aunque no nos sintamos capacitados para intervenir en ella. Carlos Martínez Sotomayor, de vasta y precisa información en asuntos internacionales, desarrollaba sus intervenciones no sólo en la Academia sino que también en reuniones de un círculo de amigos con criterio, mucho método y seguridad, enriqueciendo nuestro conocimiento. Francisco Orrego Vicuña es académico de muchas facetas, capaz de concepciones que requieren fantasía, las que conjuga con sus vastos conocimientos de derecho y política internacionales. En mi opinión, Francisco, al igual que don Alejandro Álvarez en su tiempo, debe llegar al Tribunal de La Haya. Preside el Instituto de Derecho Internacional, institución de mucha proyección y vinculaciones, que agrupa a los más calificados especialistas, la que recién celebró su Congreso Mundial en Santiago. Además se ha hecho un nombre como presidente y miembro de Tribunales Arbitrales y árbitro en importantes casos, especialmente relacionados con inversiones extranjeras.

Actualmente dirige la Academia el abogado, profesor de Derecho Constitucional y Presidente del Tribunal Constitucional José Luis Cea Egaña, también prestigiado más allá de nuestras fronteras a quien, como Presidente del Tribunal Constitucional en una etapa de importantes reformas, correspondió una tarea rectora en la superior decisión de cuestiones fundamentales de derecho. Sólo me he referido a los Presidentes de la Academia que he conocido; todos sus miembros detentan méritos y conocimientos de alto nivel.

-Habiendo consagrado su vida al derecho que, en definitiva, tiene tantas repercusiones prácticas y que lo ha visto con tantas caras y a través de tanta gente, y teniendo en cuenta el valor que tiene el derecho en Chile por haber sido un Estado de Derecho un poco sobresaliente dentro del conjunto de América y en nuestro continente, ¿qué amenazas ha visto Ud. o ve ahora sobre el concepto mismo de Estado de Derecho en Chile? ¿Siente temor, lo siente suficientemente arraigado, sólido o piensa que hay factores que lo pueden perturbar a futuro y que debemos preocuparnos de ello?

– Hemos logrado un nivel de convivencia social y política aceptable, que ha sufrido algunos tropiezos. El de 1970-1973 fue un quiebre absoluto del sistema. Me parece que ahora impera una cierta desidia, un dejarse estar. Talvez la actual agrupación política ha durado demasiado en el Gobierno; se ha creado la errada impresión que todo resulta fácil; no hay una oposición definida, capaz de superar tal inercia. Se echan de menos metas más elevadas, de proyección al futuro. El pueblo, nuestro pueblo, en general no es levantisco, alzado, de gran oposición, aunque cuando llega al término de su paciencia puede ser peligroso. El actual momento da lugar a ciertos temores. La situación de gran bonanza, debida a factores exógenos, lleva a la gente a decir: “bueno, dónde está el problema si todo el mundo tiene plata”, en circunstancia que esto no es lo esencial, además puede ser muy pasajero y volveríamos a una realidad macroeconómica distinta a corto plazo.

Nuestra situación vecinal nunca ha sido espléndida, vivimos en un barrio históricamente difícil. Debemos tenerlo presente. Hay gente que reclama el gasto en fuerzas armadas y que no se disponga de medios para aminorar la pobreza. Esto desgraciadamente no es tarea de un día. Tampoco vivimos en Utopía; la política de Chile es de disuasión. Tuvimos la experiencia en los años del Diferendo Austral; como decía Julio Philippi: “sí, claro, estamos negociando pero a cada rato se abre la puerta y aparece un hombre macizo con un garrote y nos dice: ¿se pusieron de acuerdo?”

Tampoco podemos olvidar el problema de las etnias autóctonas, en el cual se manifiestan influencias externas, encarado hasta ahora sin un objetivo definido.

No estamos en una época en que podamos conformarnos “con lo que hay”. Los actores políticos responsables, que los tenemos, así lo entienden. Corresponde especialmente a la juventud, compenetrada de la técnica comunicacional electrónica que le permite fácil acceso al conocimiento, señalar las metas de su propio futuro, sobreponiéndose a la política menuda, chata, falta de visión y de decisiones audaces.

– Se da en Ud. una mezcla tan curiosa en que, por un lado, es un chileno profundo, que da una parte sustancial de su vida a la defensa de la integridad territorial de Chile, con un profundo conocimiento de la naturaleza chilena, con un profundo amor a las personas y a las instituciones y, por otro lado, esa cierta lejanía que da el ancestro extranjero, suizo, que está tan presente también en su identidad. Mi pregunta es: ¿con esta combinación tan sabia que produce una persona sabia, cuáles son los personajes de la historia de Chile que a Ud. le hacen vibrar en mayor medida? ¿Considera que son componentes en los cuales tenemos que estar todo tiempo deteniéndonos y extrayendo de ahí fuerza para la navegación hacia el futuro?

– Indudablemente Bernardo O ‘ Higgins, chileno de primera generación, pilar de la incipiente Nación independiente.

Portales, con todas las debilidades que puedan achacársele, ha sido el gobernante que con sus enérgicas decisiones ha puesto en forma a la joven y alborotada república, asegurando su posición internacional. Bello, por otra parte, sin ser abogado nos dio el Código Civil, adoptado por varios países y que hoy en día no obstante parches y agregados sigue siendo la columna vertebral de nuestra juridicidad. Redactor del “Araucano ” y de enjundiosas y pulcras notas diplomáticas, creador de la universidad, literato, Bello es un intelectual que no podemos perder de vista como permanente ejemplo. Avanzando en el tiempo, es difícil encontrar personalidades para ponerlas a la misma altura. Cabe destacar la entrega de un Balmaceda, que luchó en condiciones muy adversas por altos ideales y que hizo muchísimo por el progreso material del país, caminos, ferrocarriles, escuelas, etc. Sin justificar los aspectos negativos de su gobierno, no podemos dejar de mencionar al presidente Pinochet, quien, además de evitar una guerra, trascendente logro de imponderable valor, resueltamente puso las bases sobre las cuales se ha asentado la evolución del país en los últimos años. Gracias a Pinochet y sus colaboradores Chile se ha incorporado a la modernidad; se ha abierto el camino que con algunos ajustes ha acercado el país al desarrollo general, superando la situación de mediocridad y elevándolo de nivel en muchos aspectos.

– ¿Piensa Ud. que los políticos actuales comprenden que estamos en otra etapa del desarrollo o siguen siendo a la antigua?

– Ajeno a la política cotidiana, estimo que son pocos los que pueden darse el lujo de una visión de futuro. La política se ha hecho muy cortoplacista y personal. Apenas elegida una presidenta ya tenemos nuevamente candidatos a la próxima presidencia, lo que indudablemente perturba la marcha normal de la cosa pública. No es fácil hacer gobierno cuando los políticos que debían ser puntales de la administración preteriendo el interés general, se afanan en cultivar su propia parcela con miras a obtener una mejor posición o, al menos, a conservar la que tienen. Lo que estamos viendo en estos días es un personalismo protagónico, aspecto que calza con lo que decía hace un momento: no creo que estemos en una buena posición, cívicamente hablando. De esta política entiendo muy poco y nunca he tenido vocación para ella. Aprecio, comparto y apoyo las tendencias y aspiraciones positivas en el plano del bien común.

– Si lo interpreto bien, los medios de comunicación han ayudado a desintitucionalizar la política, a personalizarla, decía Ud., pero olvidando la dimensión institucional de la vida del país.

– Sí, hay periodismo y periodismo; hay fuerzas que indudablemente tratan de enderezar el sentido del acontecer político. Pero una golondrina no hace verano y es difícil convencer a los políticos, grupo pequeño pero de gran influencia. Siendo la democracia el menos malo de todos los regímenes adolece sin embargo de graves deficiencias y limitaciones. ¿Qué capacidad tiene nuestra juventud de resolver o ayudar a la solución de los problemas si la enseñanza que en parte está en manos de los municipios no anda bien? ¿Es porque el hecho de atribuirle a los municipios responsabilidad en la educación es negativo o porque los municipios, por su composición, por el nivel de sus personeros -y de quienes los eligen- no están en condiciones de manejar esa institución básica que es la educación? Son problemas que no se van a resolver de aquí a mañana.

– ¿Ud. continúa regularmente con las actividades profesionales?

– Sí, mis amigos médicos -a los que no puedo preterir- coinciden conmigo en que mantener una cierta rutina de trabajo conviene a un nonagenario. Soy esclavo de mi chofer puntualísimo, quien me trae al Estudio a las 10 de la mañana y me recoge a las 18:30. La ligera colación, seguida de un descanso de una hora, divide el día en dos jornadas. Atiendo los encargos profesionales y los requerimientos que yo mismo me formulo, de los cuales no he podido apartarme del todo en orden a mantenerme informado, además de la especialidad de derecho internacional público y privado, en cuanto a legislación, doctrina y jurisprudencia de los principales campos del derecho. Ello me permite cumplir personalmente con la asesoría que me tienen encomendada algunas empresas de los Estados Unidos de América, de Suiza y sus filiales chilenas y absorbe todo mi tiempo. Postergados una y otra vez quedan los propósitos de clasificar y revisar estudios y talvez ponerlos al día y publicar alguno de ellos; ordenar la biblioteca, la especializada -con importante presencia de textos de juristas alemanes- y los clásicos, de tiempos de los padres y de mi recordado amigo Jürgen Sopher, los alemanes en letra gótica, ¿a quién podrán interesar?