Entrevista al Académico de Número Julio Philippi Izquierdo

Fue abogado integrante de la Corte Suprema y profesor de Derecho. Fue Ministro de los ministerios de Relaciones Exteriores, Tierras y Colonización, Economía y Justicia del gobierno de Jorge Alessandri. Un gran lector de vasta cultura, tenía conocimientos y gustos por las materias más variadas: Derecho, Filosofía, Historia, el dominio de los temas religiosos, Entomología, y Antropología.

Publicada en Revista Societas N°2 y 3, 1993

—Mucha gente piensa que ser Philippi, es algo distinto, que ustedes tienen un aporte muy peculiar. ¿ Cómo vivió usted esto, en términos de la educación, del tipo de valores que recibió en su casa?

—En casa perduraba el espíritu científico que nos viene de mi bisabuelo paterno don Rodulfo Amando Philippi. Además, la presencia frecuente de mi abuelo materno, el doctor Vicente Izquierdo, sabio biólogo, contribuía a desarrollar mi interés por las ciencias naturales. Mi madre lograba que regularmente a la hora de almuerzo, invitado por mi padre, acudiera algún hombre de ciencia que estuviera de paso. Así, desde niños, los Philippi Izquierdo nos fuimos formando en un ambiente de mucho nivel, escuchando conversaciones tan doctas como amenas. Además, yo sentía admiración por mi tío Salvador Izquierdo, dueño del Jardín Santa Inés, gran conocedor de plantas y flores, especialmente en cuanto a sus posibilidades estéticas en jardines y parques. Era un hombre encantador con el cual solía tener largas conversaciones.

—Hablamos de usted entre los 10 y 15 años más o menos… 

—No, ya era algo mayor. Mi tío Aureliano Oyarzún, casado con Isabel, hermana de mi padre, a quien llamaban Elsa, me llevó a la Sociedad Científica de Chile. Creo que fui el miembro más joven de ella. Mi discurso de incorporación seguramente fue una prueba para los benevolentes prohombres que la componían. Las sesiones se efectuaban en casa de alguno de ellos, profesores universitarios, médicos y biólogos, todos entendidos en ciencias más allá de su especialidad. A menudo nos reuníamos en la antigua casa de mi tío Aureliano, en calle Santo Domingo, en el gran salón del primer patio. En ese ilustrado círculo, los más jóvenes aprendíamos escuchando.

—¿Cuán diferente era de niño su vida cotidiana en un ambiente más intelectual y científico que el del común de los mortales?

—Yo era un alumno del Liceo Alemán como cualquier otro. Cierto que en casa reinaba un ambiente de gran interés por las ciencias. Desde muy joven, mi abuelo Izquierdo había despertado mi entusiasmo por la entomología en su fundo San Jorge de Nos, que después fue de mi padre. La colección de mariposas de mi abuelo es famosa; fue legada a un museo especializado de los Estados Unidos de América. Nunca perdí el interés por los insectos. En vacaciones, en los rústicos campamentos en la precordillera, mis hijos y luego mis nietos compartían esa afición. Qué satisfacción sentíamos al coger un bello y escaso coleóptero de la lenga u otro insecto raro. Más que la caza, la pesca y el alpinismo que practiqué desde temprana edad, me atraía la hermosa y tan variada naturaleza de nuestro país. ​​

Cierto es, que más que en el goce estético encontraba satisfacción en los aspectos científicos. Mucho más tarde, cuando la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales me hizo el honor de llamarme a su seno, mi discurso de incorporación no versó sobre un tema jurídico o filosófico. Diserté sobre la estructura social del pueblo yamana o yagán, hoy prácticamente extinguido. Tuve la suerte de alternar, como ocurría en mi casa paterna, con biólogos, matemáticos, físicos y otros científicos, de quienes algo aprendí en los campos del saber que me interesaban. Ninguno de mis hijos optó por el derecho; en varios de ellos es muy fuerte la vocación por las ciencias, que les ha dado amplia satisfacción.

—Su padre, sin embargo, era integralmente un abogado. 

—Abogado y especialista en derecho económico, de lo cual hay testimonio en su actuación como Superintendente de Bancos y Ministro de Hacienda. Pero igualmente llevaba la vocación científica en la sangre.

—¿Cuántos hermanos eran ustedes? 

—Seis. Adriana, que casó con el historiador Jaime Eyzaguirre, es la mayor, le sigo yo, Isabel, Vicente, Sara y Paulina.

—Lo católico juega una parte muy importante en su Personalidad. ¿Cómo se origina eso en ustedes? ¿Sufamilia era muy católica?

—Mi padre era protestante, luterano. Se convirtió al catolicismo con el apoyo de mi madre. Fue un hombre recto, interesado en los temas sociales, profesor de Finanzas, de Hacienda Pública en la Universidad de Chile por muchos años. El catolicismo tiene una influencia muy importante en mi formación personal apoyada en el hogar y en el colegio. En el Liceo Alemán me formaron maestros de gran valor religioso y a la vez sabios en distintas ramas de las ciencias, como el padre Drathen. El interés por los temas sociales se consolidó en la Universidad en donde seguí el curso de “Economía Social” denominación curiosa para el año 1933. Después yo mismo desempeñé esa cátedra.

—Es conocido su interés por la demonología ¿qué puede decirnos? 

—Mucho podría decirle sobre la materia. En atención a su naturaleza, prefiero leerle unos párrafos de la entrevista que sobre ella me hizo Jaime Guzmán hace varios años: “el ocultismo, el espiritismo u otras formas de magia son muy frecuentes hoy en día. Pero esa aproximación al tema ayuda muy poco a entenderlo y puede más bien producir desconcierto y daño.

Solo quisiera decir que así como es muy necesario tener presente la existencia y peligrosidad del demonio (o de los demonios, en general), es igualmente importante recordar que son ciegos frente a lo sobrenatural porque están impregnados de odio a Dios. Por eso, si uno se deja llevar al terreno en que el demonio es fuerte, que es el de las pasiones desordenadas del mundo, la acción diabólica resulta devastadora. Pero, en cambio, si uno se preocupa de acercarse cada vez más a lo sobrenatural y vivir en la vida de la Gracia de Dios, el demonio se hace inofensivo, y se le aleja, haciéndolo huir desconcertado.

—La amistad con Jaime Eyzaguirre ¿es antes de que se case con su hermana Adriana? 

—Sí, conocía a Jaime en el Liceo Alemán. Era seis años mayor que yo y se casó con mi hermana Adriana antes que yo contrajera matrimonio con Lucy Yrarrázaval.

II 

—Y la inquietud social, que se traducirá en la Liga Social, ¿cuándo parte? Su relación con el padre Fernando Vives S.J¿comenzó en la época del colegio?

 —Fui discípulo de él antes de ingresar a la Universidad. Era un tipo criollo especialísimo: turnio, feísimo; pero dotado de una extraordinaria simpatía personal. Poseía un notable don para captar a la juventud y hacerla partícipe de su afán por el progreso social de Chile. Había intentado diversos caminos y trabajado con ahínco en el desarrollo social agrícola. Esta vocación la recogió mi hermana Sara, quien ha continuado en ella con éxito.

—¿El pensó formar sindicatos cristianos? 

—No, el padre Vives nos guió hacia la formación de círculos de estudio sobre la doctrina social de la Iglesia. Así nació la “Liga Social” , dedicada a profundizar en ese tema y difundirlo en el medio obrero. Desarrollamos iniciativas novedosas, algunas de ellas relacionadas solo indirectamente con la Liga. Formamos círculos de estudio del Evangelio en barrios populares, calle de Santo Domingo abajo o al sur de la Avda. Matta. Partíamos hacia allá a eso de las 6 de la tarde; leíamos y luego comentábamos un pasaje bíblico; generalmente se nos pasaba la hora de comida. Tito Izquierdo era uno de los más activos del grupo. No nos guiaba afán político alguno. Los grupos los constituían obreros cercanos al párroco o algunos de los muchos que conocía el padre Vives. Incursionábamos, a menudo, de buenas a primeras en los conventillos que existían en aquel tiempo. Logramos formar un buen número de grupos diferentes, los que escuchaban con mucho interés a estos noveles evangelistas. Gran influencia en esta labor, no propiamente de la Liga, tuvo el sacerdote Juan Salas, un místico, a la vez simpático y astuto para lograr lo que se proponía. Fue una labor eminentemente constructiva, no hacíamos academia religiosa, sino que, solamente, comentábamos con gente sencilla textos del Evangelio que les sirvieran de apoyo espiritual. Aún hoy en día suelen llamarme amigos de los barrios para recordar nuestras reuniones y saber de mí.

—¿Se trataba, entonces, de una estructura como la de los antiguos “obreros josefinos”?

—No, estos habían tenido alguna importancia con anterioridad; nosotros en verdad mirábamos en menos los aspectos políticos.

—¿Jaime Eyzaguirre estaba en la Liga Social y no en estos grupos de estudio del Evangelio? 

—Jaime pertenecía al nivel más intelectual. Yo seguí en los círculos de evangelización, especialmente los que se formaron en la parroquia de Andacollo. Desde que nos casamos, Lucy y yo nos reuníamos todos los sábados con alguno de ellos durante unas seis horas. Compartíamos su comida.

—¿Por esos años se publica también la encíclica “Quadragesimo Anno”? 

—La que suscitó mucha resistencia en algunos círculos conservadores. Nosotros nos dedicamos a estudiarla y nos ocupamos de su divulgación. Publicamos estudios y artículos, incluso en el “Diario Ilustrado”, que en un comienzo no propiciaba esa línea.

Lamentablemente el archivo que yo guardaba desapareció en circunstancias muy extrañas, por lo que resulta difícil reconstruir la enorme y decisiva labor de la Liga Social. Contenía el texto de charlas, estudios y artículos periodísticos y cartas notables de Manuel Larraín, otras de don Rafael Luis Gumucio, de Bernardo Leighton… En aquel tiempo mi padre enfermó y viajó a Europa para ver médicos allá. Mi madre no quiso dejar solos a sus hijos, de manera que todos nos trasladamos a Alemania. Yo seguí estudios en Múnich y también allí seguí en contacto con círculos que estudiaban la Encíclica Pontificia. Las cartas que escribí a mis amigos en Chile también se perdieron con el archivo.

—¿Y qué pasó con la lucha social de la Iglesia de comienzos del siglo, encarnada en Juan Enrique Concha y otros? 

—El Partido Conservador no tenía, en general, simpatía alguna por la Doctrina Social de la Iglesia, con excepción de algunos de sus miembros. Los falangistas que formaban la juventud de este partido no eran retoños de aquellos conservadores del cuño de Concha. Los más conspicuos entre ellos públicamente tomaron posición en contra de nosotros en el “Diario Ilustrado”. El movimiento litúrgico, paralelo a nuestra labor evangelizadora, hizo que nuestros críticos dieran en Ilamarnos los “jovencitos del misal”, pues como los miembros de aquel, comenzamos a llevarlo para oír misa.

Recuerdo un artículo muy duro de Rafael Gumucio con ese título. Cuando nuestro pololeo con Lucy, el mismo Rafael Gumucio advirtió a mi futuro suegro: “Tenga mucho cuidado, Sergio (Yrarrázaval), con ese jovencito, porque es totalmente comunista”. A ese extremo llegaron las cosas.

—¿Cómo miraban ustedes la Política? 

—No teníamos vinculación alguna con estructuras políticas. Estudiábamos muy a fondo la política, desde la perspectiva de la doctrina social. Pero nuestra vocación no era política, sino social obrera. Incluso se producía un abierto antagonismo, puesto que nuestra línea era contraria a la hegemonía que el Partido Conservador y la Falange pretendía, valiéndose del esquema electoral imperante.

—¿Y la famosa carta de Monseñor Pacelli? 

—Publicamos textos bíblicos, del Evangelio, de la enseñanza social de la Iglesia en el diario “Lircay”. Hubo una fortísima reacción conservadora, especialmente a través del “Diario Ilustrado”. No faltaron quienes pretendieron influir en sacerdotes como Manuel Larraín —luego Obispo— para que pusieran término a nuestra labor. Enviamos todos los antecedentes a Roma, con una carta explicativa. La respuesta —la carta de Monseñor Pacelli, después S.S. Pío XII— nos dio la razón, citando precisamente el pasaje de la Encíclica en el cual habíamos apoyado nuestra presentación.

Estas vivencias espirituales, desde temprana edad, y la religiosidad de Lucy constituyen el camino de la fe que es la base de mi existencia. Mediante el estudio, la meditación y la oración he madurado en ella; es el más grande don que he recibido del Señor.

—Mientras en la Universidad de Chile se creó la FECH, en la Universidad Católica se gestó la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, la ANEC… ¿no es cierto? 

—En la ANEC confluyeron varias corrientes de pensamiento. No fue ella solo una proyección de la política ultraconservadora como la de los grupos de Bernardo Leighton y Manuel Garretón, con una manifiesta tendencia electoral, técnicopolítica. No tenían ellos simpatía alguna por el padre Vives y por la línea seguida por la Acción Social Obrera. Esta nunca tuvo fuerza propia. Irradió, sí, conceptos que fueron acogidos en muchas formas en el campo social y político. A la postre, el pensamiento del padre Vives tuvo una influencia indirecta en la línea de acción social que finalmente adoptó la Democracia Cristiana. Pero la Liga Social perdió su fuerza, se acabó.

El padre Hurtado también era miembro de la Liga, pero sin la prestancia batalladora de Vives. Manuel Larraín, en su tiempo, era de la línea conservadora, tenía mayor influencia que don Oscar Larson. Posteriormente, surgió en esta lucha político-eclesiástica la gran figura de Monseñor Fuenzalida, Obispo de Concepción. Lo político y lo eclesiástico se unían en el Partido Conservador, resabio talvez de las antiguas luchas contra las logias y después con los socialistas. Manuel Larraín un día me expresó que mi misión debía desarrollarse en el Partido Conservador, que debía afiliarme a él. Nuestra posición, por la que luchamos con denuedo, era contraria a esta simbiosis de lo político y lo eclesiástico. Quien más apoyó esta línea, la del padre Vives, fue Monseñor Caro, que lo hizo con decisión, contrariamente a otros eclesiásticos que lo hacían indirectamente, con mucha cautela. La muerte del padre Vives fue un duro golpe para la Liga y para todos nosotros. Algunos miembros de la Compañía de Jesús, del ala extrema, se encargaron de que sus estudios y escritos personales no se divulgaran…

III

—Usted tuvo varias cátedras en la Universidad Católica. También retomó la tarea de don Rafael Fernández Concha. 

—Fui profesor, por muchos años, de Derecho Civil. Creía tener en él una buena formación; fui alumno de mi tío Oscar Dávila, eximio abogado, gran maestro y formidable profesor. En Alemania recogí algunas técnicas pedagógicas innovadoras. Nuestro derecho civil, codificado por don Andrés Bello, ese genio que sin tener título de abogado era un eximio jurista, contiene principios generales y sabias normas aplicables a modernas situaciones jurídicas. Me esforcé por enseñar derecho civil desde una perspectiva amplia, basada en el derecho natural y apoyada en la no superada filosofía de Santo Tomás. Así pues, la influencia jurídica de mi padre, las sabias lecciones de Oscar Dávila hicieron de mí un civilista, sin que por ello abandonara mi interés por el derecho en general. Había sido alumno de don Roberto Peragallo en filosofía; luego profesé la cátedra que había sido de mi maestro. Allí tuve la oportunidad de explicar a mis alumnos los principios profundos que subyacen a todo saber: el amor a la verdad, que permite determinar lo justo. Así, los preceptos formales no desatienden las grandezas y miserias del hombre al cual están dirigidas; su acertada aplicación se asegura a través de la virtud de la justicia, tendiente al bien común.

—¿Cómo fue su vinculación con la Universidad Católica? ¿Y con don Carlos Casanueva? 

—La relación con la Universidad hizo que me llamaran a integrar el Consejo de ella. Don Carlos vivía para la Universidad. Era un genio, un hombre encantador; ¡qué tipo más fenomenal! Creo que es el hombre más notable y criollo que he conocido en mi vida. De una simpatía e inteligencia… Tenía toda la socarronería y toda la astucia del chileno. No lo pillaban durmiendo nunca, aunque parecía que dormía. Cuando tenía que asistir a alguna reunión, don Carlos cabeceaba, pero jamás estaba dormido. Debió ser un adversario temible. ¡Cómo movía tantos hilos! La Santa Sede tuvo siempre gran respeto por don Carlos.

—¿Los movía solamente en la Universidad Católica o proyectaba una influencia aún mayor? 

—Nosotros no sabíamos bien en qué órbita se movía don Carlos, pero debemos suponer que por su naturaleza era como para moverse en las más importantes, sin perder por eso la cabeza. Tenía mucha influencia; por ejemplo, en la designación de obispos. Y era un hombre muy llano. No se le habría catalogado como un intelectual destacado; sin embargo, era poderosísimo. Hasta donde yo me acuerdo, nunca nadie pensó que fuera una persona que pudiera tener un proceso de santidad, ni mucho menos… Y la sotana, muy sucia. Llevó arriba la Universidad con la polvorienta sotana. Cada vez que le regalaban ropa a don Carlos, y no tenía por qué faltarle, él la daba a los pobres; hasta los calzoncillos… Si le regalaban sotanas, las daba a los curas más pobres. Cuando se le perdieron unas famosas llaves, dijo: “Mira, si son las cosas de Dios”. Todos los días decía misa de 5 de la mañana en la iglesia de San Ignacio. Recuerdo un episodio lindísimo. Le habían dado unos bonos y antes de partir a la Universidad se los había metido en los bolsillos de la sotana, pero como estos estaban llenos de hoyos, no quedó un solo bono. Como los necesitaba urgentemente para hacer pagos, decidió hacer el camino de vuelta hasta Agustinas, donde vivía, y los fue encontrando uno a uno… Eso me lo contó el propio don Carlos, riéndose: “Fíjate lo que me pasó; perdí todos los bonos, le pedí a la Virgen que los encontrara, y los recogí todos de nuevo a la vuelta”. Las malas lenguas lo llamaban “El nuevo testamento”. Persona pudiente que se le acercaba la entusiasmaba con sus proyectos de ampliación de la casa de estudios. Seguramente esta personalidad única logró que muchos de sus interlocutores cambiaran el destino que se daría a sus bienes después de sus días. De ahí “el nuevo testamento”… Colaboré con Monseñor Alfredo Silva Santiago, sucesor de don Carlos, hasta la renuncia de este en los turbulentos días de la revolución universitaria de 1968, triste presagio de los males que luego iban a aquejar a todo el país.

IV

—Usted comenzó muy joven a ejercer la abogacía. ¿Cómo era el ejercicio profesional? 

—Me inicié en el estudio de mi tío Óscar Dávila; mi padre estaba muy enfermo, ya no trabajaba en el estudio. Estaba Jorge González Von Marées, abogado de gran talento, cuyas ideas políticas no compartí. Un solterón muy pintoresco, Benjamín Valdés Alfonso, mi primo Germán Oyarzún y yo completábamos el cuadro.

—¿Ustedes se dedicaban solamente a casos civiles? 

—No, nadie nos limitaba a nada. La organización del estudio fue siempre muy libre.

—¿En qué consistía la organización? 

—En papel con membrete, con el nombre de mi tío Óscar Dávila, que era la autoridad máxima. Entre los otros nombres, unos pocos, estaba el mío. O sea, se me reconocía la calidad de miembro del estudio de Óscar Dávila.

—¿Fue en su época cuando ese estudio tenía un solo teléfono, en la punta del corredor? 

—Claro, no había más teléfonos en ese tiempo. Había uno solo, de pared, al fondo de un corredor alto. Eso era en el edificio donde estuvo El “Diario Ilustrado”, después, en Moneda. ¡Cómo sería la lentitud del trabajo! El cliente pasaba a veces toda la mañana esperando que lo atendieran.

—Su vida en los años 40 se desarrollaba básicamente entre las clases de la Universidad en la mañana y el estudio en la tarde… ¿No hay otra actividad Pública que haya comenzado…? 

—Se entremezclan períodos distintos. Por ejemplo, ciertos movimientos trataron de organizar núcleos políticos, derivados de la iniciativa del padre Vives, que no tenía tales fines.

¿Con la idea de formar un partido? 

—Entre nosotros no alcanzó a perfilarse una organización de esa índole, pero en el fondo había algo de eso. Los que no tuvieron paciencia para continuar en la línea nuestra derivaron a distintas aventuras. Salió de ahí un partido sindicalista. Estaban Clotario Blest, Luna y Castillo, un hombre muy notable.

—En esa época surgió la revista “Estudios”, en la cual usted colaboraba. 

—“Estudios”, cuyo director era Jaime Eyzaguirre, se publicó por alrededor de 10 años; tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de la intelectualidad católica. Ese es quizás el factor más importante, más valioso de la revista. Yo colaboraba con artículos firmados con mi nombre y, generalmente, en una columna sobre temas de actualidad, que se llamaba “La aguja del tiempo” que era escrita por mí o, en conjunto, con Jaime y los demás redactores.

—¿Quién armó la Editorial Difusión en Chile? 

—Argentina tenía una Editorial Difusión. Entonces llegó aquí a Chile un sujeto muy fachendoso, muy argentino, Fuentes, a formar la editorial en Chile. Me pidió que como abogado ayudara a su organización, y lo hice. Después me llevaron al directorio de la editorial. Estuve ahí un tiempo, no duré mucho.

En Argentina era una editora de libros básicamente religiosos y, más que eso, casi beatos. Aquí, entre Jaime Eyzaguirre, alguna otra persona y yo le dimos una dirección de editorial católica, digamos clásica.

—Entiendo que usted era el Presidente de la Editorial…

—Y Jaime Eyzaguirre el director editorial y Arturo Fontaine el “pinche”. Recuerdo que había un libro que se llamaba “Yo Judío”, de Daniel Rops o de alguno de los franceses famosos a la sazón. Fuentes vio ese título, pero lo que él quería era una cosa tipo “Los protocolos de los sabios de Sion”, y lo que teníamos entre manos era un libro muy intelectual…

Había mucho movimiento. Se formaron bibliotecas en el sur y en todas partes, y se distribuyeron y facilitaron libros incluso a los carabineros y a las diferentes escuelas del país; una lista como de 50 temas diferentes. Se donaban muchos. El libro que más nos pedían era la Biblia. Obviamente, se añadían toda clase de textos que fueran buenos, que fueran interesantes y que formaran. Pero de toda la antigua Editorial Difusión que nació en Argentina no quedó nada en Chile, porque aquí la línea fue totalmente distinta. La chilena distribuía los libros a la argentina. Jaime seleccionaba muy a menudo los títulos de Difusión que se iban a editar. A veces cometíamos disparates y editábamos leseras, pero generalmente acertábamos con buenos libros. Sería bien interesante buscar todas las publicaciones de la Editorial Difusión. Ahí está nuestra visión de las cosas en esa época.

—¿Cuál fue su relación con la librería “El Árbol” que atendió Jaime Eyzaguirre? —Participé en la creación de esa librería. Partió como una especie de fundación; varios aportaron el capital y lo demás era a crédito. 

—Dada su vasta cultura y conocimiento en las materias más variadas: derecho, filosofía, historia, el dominio de los temas religiosos, entomología, antropología, etcétera, se dice que un amigo le preguntó una vez “si usted tenía pacto con el diablo o asimilaba las lecturas por osmosis”.

—Ni uno, ni lo otro. Siempre fui aficionado a leer mucho, fui un gran lector y leía muy rápido. También leía novelas y llegué a ser muy entendido en novelas policiales.

V

—Cuando se elige a don Jorge Alessandri, este no tuvo dudas que debía contar con don Julio Philippi como una suerte de “ministro universal”. ¿Por qué acepta serlo una persona reacia a asumir todo tipo de compromiso o participación política? 

—Aquello de ‘ministro universal’ me parece presuntuoso aceptarlo. Don Jorge me designó en las carteras de Justicia y de Tierras y Colonización. Las circunstancias de la época no permitían excusarse de aceptar la responsabilidad de colaborar con don Jorge. Precisamente, mi falta de compromisos y participación política tal vez determinaron que el Presidente me eligiera para ocupar el cargo de Ministro de Justicia, considerando que había sido por años abogado integrante de la Corte Suprema y profesor de Derecho. En cuanto al Ministerio de Tierras y Colonización, en él existían difíciles e interesantes problemas jurídicos y, además, su manejo había adolecido tradicionalmente de poca transparencia, como se diría hoy día.

—¿Trabajó con él en la campaña? 

—No, yo no participé en la campaña política.

—¿Qué le parece a usted don Jorge, como persona? 

—¡Ah, muy notable, una figura extraordinaria! No había tenido con él ninguna relación especial previa. Por cierto, conocía su trayectoria pública, destacándose, desde muy joven, como parlamentario, presidente de la Caja Hipotecaria, Ministro de Hacienda y en su labor en la Papelera de Puente Alto.

—¿Él tenía de usted algún conocimiento especial? 

—Don Jorge sabía de mí por mi tío, Vicente Izquierdo, porque eran colegas en la Papelera y en otras empresas importantes. Más de una vez le había oído a mi tío Vicho hablar de don Jorge. Pero aun cuando pudiéramos habernos visto alguna vez, no existía mayor conocimiento mutuo.

—¿Cómo era humanamente? 

—Tenía una manera muy agradable de abordar las cosas, salvo cuando se enojaba; entonces era bravísimo. Pero en el trato diario era muy amable. En todo caso, era una personalidad que difícilmente podría calificarse de simpática, dentro de los términos corrientes, porque era bastante hierático. De una inteligencia endiabladamente intelectual, muy rápido de mente y muy culto. Conociéndolo a fondo, era un hombre muy encantador.

—¿Cómo recibía don Jorge las iniciativas que le proponía? 

—Siempre denotó un gran interés y me apoyó en las iniciativas que yo le propuse. Es cierto que yo tenía mucho cuidado en no atravesarme en algunas de las líneas en que lo sabía irreductible.

Sabía escuchar y seguía perfectamente el desarrollo de la idea que uno le propusiera. Yo le llevaba un proyecto, lo veía con gran interés, hacía objeciones, las discutíamos hasta que llegábamos a ponernos de acuerdo. Una vez que don Jorge tenía las cosas claras, era muy eficaz para actuar. Ya no titubeaba.

Por ejemplo, respecto de la Ley de Indios y la legislación sobre otorgamiento de títulos, obra que en su totalidad fue realizada, desde la primera a la última letra, durante mi gestión en el Ministerio de Tierras, con la colaboración del subsecretario de la época, Paulino Varas. El Presidente no tenía mucha intervención, pero pedía que le diéramos una explicación muy clara de la razón de todo y de por qué se redactaba en esos términos. Don Jorge no dejaba pasar nada sin explicación.

—¿Cómo fue la relación del Presidente, y de su gobierno, con el Parlamento? 

—Don Jorge era un viejo político, de modo que se podía entender con Dios y con el diablo con cierta facilidad. Si estaba de humor, lo lograba de todas maneras. Como era bastante neurasténico, cuando estaba con el ánimo atravesado, no era fácil que congeniara con los políticos, pero, en general, lo hacía muy bien, porque él mismo era un gran político. De modo que formaba parte del oficio.

—¿Ustedes tenían que pasar por medio de Hugo Rosende para hablar con él, o se entendían directamente? 

—Yo nunca tuve intermediarios con Alessandri. Por lo demás, él en algún momento se peleó con Rosende. No recuerdo bien lo que pasó, pero no siguió hasta el final con Alessandri.

—Don Jorge tenía grandes periodos de “apagamiento”, periodos largos de depresión. 

—Sí, mucha angustia. Teníamos que manejarnos como Dios nos diera a entender.

—Pero esa angustia ¿era personal o era política? ¿Era producto del gobierno? 

—No, era su idiosincrasia. El tenía una cierta afección en su sistema emotivo. Eso lo hacía padecer mucho y, en momentos determinados, respecto a asuntos en que no era indispensable que él se pronunciara, dejaba todo el peso en uno.

—Usted fue también Ministro de Relaciones Exteriores. De todos estos Ministerios tan variados, Tierras y Colonización, Economía, Justicia, Cancillería, ¿cuál da más satisfacción Personal?

—Todos, en cuanto a la tarea que se pueda cumplir. Lo digo sinceramente. Ninguno con preferencia a otro. En el Ministerio de Tierras tuve un enorme interés en desarrollarlo, ya que era el más modesto y, sin embargo, uno de los más interesantes tanto por la labor social que puede desarrollarse como para un hombre de Derecho, por los problemas jurídicos que se presentan. Por ejemplo, la posibilidad de regularizar la situación de los pequeños propietarios, un problema social y político muy grave. En esto ‘enrielamos’ al Ministerio, después de grandes estudios. La Ley de Indios, como les decía anteriormente, también fue un resultado de ese período como, asimismo, la mayor transparencia en cuanto a las tierras magallánicas.

—Fueron cerca de 22.000 títulos de tierras los que se dieron…

—Una cantidad enorme. Casi nadie tenía real conciencia del problema de los minifundios. Gran parte de la tierra estaba ultra dividida, en condiciones que hacían casi imposible vivir, se morían de hambre. Personalmente viajé a las provincias más difíciles para entender bien el problema social antes de proponer la solución jurídica. Las zonas de pequeños propietarios eran verdaderas ‘bombas de tiempo’. El Ministerio de Tierras me dio la gran satisfacción de haber podido resolverlo en gran parte; es quizás la reforma de más trascendencia social. Modestia aparte, puedo decir que fue obra mía y de un selecto grupo de asesores. Eran, en ese momento, problemas más graves que la reforma agraria.

—Y respecto de la reforma agraria. Cuando ustedes estaban elaborando la ley ¿sentían la presión de Estados Unidos, de la Alianza para el Progreso?, ¿hay una concesión en ello a Estados Unidos? 

—Yo no tengo conciencia de haber tenido presiones de ninguna especie. De nadie.

—Y ponerle ese nombre, Reforma Agraria, ¿no lo estimaron peligroso en un momento dado? 

—No. Seguramente fue idea de don Jorge. La expresión ‘reforma agraria’ correspondía a la necesidad de ponerse al día en una serie de situaciones en el agro. Las cosas estaban muy deterioradas, venidas a menos, anticuadas, los sistemas eran malos. De ahí también derivaba el problema de los minifundios.

—En la discusión de la reforma en el Congreso, ¿había mucha presión de los distintos grupos políticos? 

—En esta clase de actividades, que son muy intensas, que absorben totalmente, no queda mucho tiempo para catalogar el procedimiento de los demás. Es necesario actuar y luchar de la mejor manera frente a los adversarios y buscar todos los aliados posibles. Muchas veces no caben mayores raciocinios cuando la determinación está ya adoptada. El razonamiento frío, político, de por qué se hizo tal cosa o tal otra, en ese momento ya no se hace mayormente.

—¿Y respecto del Ministerio de Justicia? 

—Este Ministerio es diferente, y aunque de una tremenda responsabilidad en cuanto a la designación de ministros y jueces, es más rutinario. Llegado al Ministerio organicé comisiones de reforma de Códigos, lo cual significa un trabajo largo e intenso respecto del cual pocas veces el iniciador, en su período, puede tener la satisfacción de ver el resultado. En todo caso, los estudios van quedando y son retomados posteriormente. Por otra parte, como Ministro de Justicia tenía otras responsabilidades…

—Lo cierto es que Alessandri comenzó a descansar en una especie de asesor universal jurídico que era don Julio Philippi. Tenemos entendido era el único abogado en un gabinete de ingenieros, salvo don Germán Vergara Donoso, Ministro de Relaciones Exteriores, que al poco tiempo dejó de serlo por Problemas de salud… 

—En realidad, me llegaban toda clase de materias y, ante cualquier proyecto de ley, tenía que partir al Congreso a defenderlo, aunque no tuviera nada que ver con mi propio Ministerio. Era como lo que entiendo es hoy el Ministro Secretario de la Presidencia. Pero no era yo el único que actuaba, tenía gente muy capaz que ayudaba en muchos aspectos, aunque el verdadero ‘matriculado’ era yo. Fue una gran experiencia, conocí de cerca a diputados y senadores, entre los cuales había gente laboriosa y preparada y otra dicharachera, entretenida, seguramente muy cercana a sus electores.

—Usted tuvo mucha intervención en la legislación de 1960 

—En abril de 1960 vencía el plazo que la ley daba al Presidente de la República para legislar por medio de decretos con fuerza de ley. En realidad, habría que distinguir entre aquellas materias en que directamente me correspondió actuar y aquellas otras que llegaban al Ministerio de Justicia, que estaba constituido en una especie de ‘contraloría jurídica’. Recuerdo, en especial, asuntos que me interesaban primordialmente como la Ley de Bancos y el Código Tributario, este último primero en su género, y que fueron dictados bajo el imperio de esa ley y cuyos estudios, en los que intervine, fueron comenzados al asumir Alessandri el gobierno.

Recuerdo el inmenso trabajo que significaba revisar los distintos proyectos sobre las materias más diferentes que llegaban a mi escritorio en el Ministerio de Justicia. Los últimos días, antes del vencimiento del plazo, era una verdadera locura y ustedes pueden ver, por la fecha de los decretos con fuerza de ley, que tal vez los más importantes tienen la fecha límite. No puedo decir que el Ministerio de Justicia no me dio satisfacciones… y mucho trabajo como, por lo demás, también todos los otros…

—Cuando se produce el terremoto del sur y usted se desempeña como Ministro de la Reconstrucción, ¿cuál fue la reacción ante este desastre? 

—En mayo de 1960 se produjeron dos sismos, primero en la región de Concepción y, al día siguiente, el terremoto y maremoto de Valdivia al sur. Don Jorge al comienzo estaba muy abrumado, pero se repuso pronto y nos encargó al entonces Ministro de Obras Públicas, Ernesto Pinto, y a mí hacernos cargo de la situación. Yo, en ese tiempo, era Ministro de Justicia y de Tierras y Colonización. Fue una tarea ardua en la cual me batí a fondo haciendo, junto a Tito Pinto, innumerables viajes a la zona afectada por los sismos.

—¿Cómo y por qué llegó a Economía? 

—En cuanto a, como usted decía, ser ‘Ministro de la Reconstrucción’ ello se origina más tarde cuando en el mismo año 1960 se dicta una ley que, además de agregar al nombre del Ministerio de Economía las palabras ‘y de Reconstrucción’, otorgó facultades especiales al Presidente de la República. Don Jorge me nombró en ese Ministerio. Pero, como le decía, desde el día mismo de los terremotos, ya me había hecho cargo, junto a Tito Pinto, de encontrar solución o paliativo a los inmensos problemas que se estaban produciendo. Con medios reducidos, sin recurrir a préstamos, ni alterar la organización de nuestros Ministerios, se hizo la reconstrucción en el plazo más breve posible.

En todo caso, ser Ministro de Economía fue contra mi opinión razonada. Yo me oponía porque ese Ministerio era un pandemonio ¡Cuántos escándalos se habían producido ahí! Pero el Presidente insistió y, dado que la ley, como le decía, había otorgado al Ministerio facultades para la reconstrucción, dije por último, ‘muy bien, lo vamos a hacer’. Repito, lo hice contra mi voluntad porque era meterse en un berenjenal de la peor especie. Abordar la estructura jurídica de los minifundos, es un problema jurídico, pero el Ministerio de Economía, con esa cantidad de pajarracos sueltos peligrosos que lo rondaban, me costó mucho esfuerzo.

Por ejemplo, la fijación de precios era una ‘chacra’, había que andar con mucho cuidado porque nada costaba que “lo echaran al saco”. En eso don Jorge era quien tenía un gran instinto, él era verdaderamente quien no perdía nunca el pulso de esas cosas. Le decían: ‘don Jorge, están pidiendo modificación de tal precio’. Contestaba: ‘Por ningún motivo, por ningún motivo’. No le daba ni razones. Sabía lo que existía detrás. Además tenía la información de Arturo Matte, del rucio Matte y de todos estos hombres de negocios, que sabían perfectamente con qué chicha se curaba uno.

—¿Usted viajó a Estados Unidos con don Jorge? 

—No. A mí me correspondió, como Ministro de Economía, en 1963, encabezar una misión económico-financiera a EE. UU., Inglaterra, Francia, Alemania Federal, Hungría, Checoslovaquia, Polonia y la Unión Soviética. Fue una labor muy ardua y que rindió frutos.

—¿Qué juicio tiene de los ministros de Alessandri? ¿De los más polémicos, por ejemplo, el “Ruca” Vergara? 

—Ese hombre era inteligente, era rústico, sí, y se movía como rústico, entonces quedaba ‘la crema’. Era quizás el más inteligente de los ministros de Alessandri, muy seguro de mente. Yo lo apreciaba mucho. Claro que su criterio a veces era discutible y podía llegar a hacer ’embarradas’ grandes, que algunas veces debía sacárselas yo después.

—¿Sótero del Río fue importante? 

—Por supuesto. Sótero era la personificación del buen criterio, del equilibrio. A él le debe Alessandri gran parte del éxito de su gobierno. Era hombre que nunca perdía la calma, muy inteligente, conocedor de todos los entretelones de los partidos —él pertenecía al Partido Radical—; siempre estaba perfectamente al tanto de todo lo que sucedía. Tenía una red de información fenomenal. A Sótero no lo encontraban nunca desinformado. Y era muy leal y muy eficiente. Y le tenía una gran admiración y colaboré mucho con él.

—Y esa especie de apertura que él tuvo hacia los comunistas, a través de su mujer, ¿leyenda o realidad? 

—Nada; juegos, todos eran juegos. Sótero movía muchos hilos; muchos, pero Io hacía en forma tan inteligente que, en realidad, fue un Primer Ministro. —Y mantuvo la paz social…

—Y mantuvo la paz social… 

—Mantuvo todo en orden. El desarrollo en Chile en gran parte se debe a hombres como Sótero del Río que lo hicieron posible. No debe olvidarse, en todo caso, sus facetas no políticas, ya que, como profesional, era un gran médico; ni las humanas, atendía gratuitamente a la gente.

—¿Ustedes conversaban sobre la masonería…? 

—Con Sótero hablábamos de todo. Era doctrinario, en ningún caso sectario.

—¿Fue él la Persona clave en la estabilidad laboral o fue Alessandri? 

—Sótero ayudaba al Presidente en muchos aspectos; pero yo diría que en el equilibrio laboral don Jorge era fundamental, junto a otros elementos.

—Y esa especial relación de Alessandri con las Fuerzas Armadas. El consideraba, al parecer, que sus Ministros de Defensa eran una especie de “gerentes generales” de las Fuerzas Armadas. Don Julio Pereira y don Carlos Vial estaban a cargo de la parte administrativa de las Fuerzas Armadas, pero sin mayor injerencia en su conducción. Era evidente que Alessandri se mostraba reticente de las Fuerzas Armadas, ¿no cree usted?

—Siempre tuve la impresión de que para él las Fuerzas Armadas no jugaban una realidad política que fuera digna de ser muy considerada. Don Jorge tenía gran respeto por ellas, pero había un poco de la tradición…

—¿Del alessandrismo? 

—Y de la experiencia. Evidentemente don Jorge estaba bajo una sombra de malos recuerdos. En todo caso, las Fuerzas Armadas siempre tuvieron una buena actuación en el gobierno de Alessandri. Tanto Carlos Vial Infante como Julio Pereira fueron grandes ministros.

—¿Recuerda alguna anécdota de esos ministerios? 

—En cierta oportunidad se estaban haciendo comentarios en relación al ‘affaire’ amoroso del Ministro de Defensa inglés Profumo. Don Jorge dijo: ‘Mire, aquí, exceptuando a Julio Philippi y yo, no creo que alguno de ustedes hubiera resistido…’. Esto me lo contó el propio don Jorge.

—Y esas “onces” en la casa de don Jorge… 

—Eran en la chacra de Malloco, muy agradables. Él hacía imitaciones, nadie podía hacerlo como él, por ejemplo, la de un presidente que lo recibió en estado de intemperancia. Don Jorge pagó muy caro en su vida política la increíble facultad de imitar a la gente, ya que la historia llegaba a los afectados y no se lo perdonaban. Yo no sé si me imitaba a mí, eso nunca lo supe; seguramente…

Yo no concurría muy frecuentemente. A veces me invitaba cuando había algún problema, pero, en general, tertulias no. Yo estaba muy contento porque no tenía muchas ganas de tertulias.

—En general, ¿cómo era su vida personal como ministro? 

—De mucho sacrificio, sobre todo familiar y económico. Alessandri no quiso subir los sueldos del presidente, ni de los ministros. Realmente fue la peor época que pasamos en familia. Recuerdo que mi mujer empezó a hacer blusas para una firma porque si no… Y les dijo a los niños: ‘primero, vamos a suprimir todas las clases las de piano, de canto y, en fin, de todos esos cursos extras que se les da a los niños. Ellos aceptaron todo, encantados; le tenían simpatía a Alessandri. Yo consumí todos mis ahorros y con algo de dolor tuve que vender una valiosa colección de estampillas… Ya no volví a la filatelia, lo que no deja de ser una ventaja, pues hay cosas más interesantes.

Cuando asumí el Ministerio de Relaciones ‘puse como condición’ que no usaría chaleco, ni sombrero, pues nunca lo había hecho. En realidad, parecía que se iba a producir un gran cambio en nuestras vidas. Lucy fue un gran apoyo. Una amiga le hizo notar que sería conveniente retapizar, a lo menos, los muebles de nuestro living familiar, en el cual el ministro recibiría, en confianza, a embajadores y enviados extranjeros. La sugerencia le pareció acertada a Lucy, pero luego la desechó. Estimó que dando vuelta los cojines, los muebles de asiento cumplían perfectamente su cometido.

—Y respecto de los asuntos políticos propiamente tales. ¿Cuál era su intervención junto a Alessandri? 

—A veces conversábamos cuando iba a tomar té a Malloco. Pero la verdad es que yo no ponía demasiada atención porque suponía y confiaba en que él era capaz de manejarse mejor que cualquiera. Lo político directo, lo político inmediato, nunca entró en los temas tratados entre don Jorge y yo. La gran política, sí. Las grandes determinaciones, los proyectos se estudiaban sobre la base de parámetros muy importantes de grandes reformas.

—Aunque dejaba dormir algunas cosas. Por ejemplo, en las reformas políticas que impulsó hacia el final de su gobierno, al parecer tenía la idea hacía mucho tiempo, pero las planteó cuando ya no podían salir… 

—Eso no lo sé, porque nunca seguí el desarrollo de esas ideas del Presidente. Estaba demasiado absorbido por otra cantidad de problemas, sobre todo al final del gobierno.

—Y hablando del período final, usted fue el último Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno Alessandri y, como tal, le correspondió invocar el Tratado General de Arbitraje de 1902 para el caso de Palena. ¿Fue una resolución muy personal o influyó alguien? ¿El excanciller Germán Vergara Donoso? ¿Había consenso sobre eso? 

—Por supuesto. En tales casos se consultaba la opinión de la gente más diestra y más experimentada. Don Jorge era muy prudente en las decisiones; yo no fui testigo de ninguna decisión precipitada. Siempre exigía la información más completa posible de las personas que podían aportar realmente una idea y en eso, por cierto, coincidíamos absolutamente.

VI

—En los conflictos con Argentina, su actuación fue muy importante. 

—En realidad, en 1964, pocos meses antes del cambio de gobierno, se tomó la decisión, como recordábamos, de recurrir al Árbitro británico por el caso de Palena, juicio que siguió durante el gobierno de Frei.

—Y el triunfo de Frei, ¿cómo lo vivieron en el gobierno? 

—La verdad es que no recuerdo nada especial.

—Pero la idea, tan fuerte en un momento determinado, de reelegir a Alessandri… 

—Yo nunca la apoyé, tampoco nunca la tomé en serio. En cuanto a la elección de Frei, el sistema funcionó y lo mismo pasó después con Allende; obtuvo la mayoría y fue presidente.

—Volviendo a los conflictos con Argentina, usted se mantuvo como asesor principal prácticamente en todos los gobiernos posteriores. 

—Sí, en realidad seguí. 

—Fue por iniciativa de Gabriel Valdés (el primer Canciller del Presidente Frei Montalva), porque no era común entonces que la gente de una administración siguiera asesorando a la otra, ni siquiera en materia limítrofe.

—Para Frei era difícil hacer otra cosa. Habría sido insensato ‘cambiar de caballo’. La verdad es que los problemas de Palena y del Beagle estaban demasiado enredados y producir cambios habría sido un disparate. Además, había poca gente dispuesta a hacerse cargo del juicio de Palena porque, se pensaba, que se perdería y, por supuesto, no habría gloria alguna. Luego… que siga Philippi.

—Eso fue ‘ad honorem’, a lo largo de los años.

—A nadie se le ocurrió que no pudiera ser así. Y si lo hubieran planteado, yo lo habría rechazado.

—Respecto del juicio, ¿el resultado de Palena les dio esperanzas en cuanto al Beagle? 

—Eran juicios distintos. Había mejores fundamentos y antecedentes para nosotros en el Beagle que en Palena.

—La defensa en los juicios de Palena y del Beagle fue un diseño suyo… 

—En ambos casos fue un trabajo inmenso. La zona de Palena la recorrí a caballo innumerables veces para conocer, como es debido, la geografía; el estudio de la cartografía, la situación histórica de los colonos, en fin, la búsqueda de la interpretación que más cabalmente representara la intención del Laudo de 1902, que debía interpretar el Árbitro. Fue un asunto realmente difícil.

Una tarea similar se cumplió en el caso del Beagle, recorrí todos los canales y, en tiempos de la mediación, tuve la suerte, que el mal tiempo me concedió, de pasar una noche en el precario puesto de vigías y señales en el Cabo de Hornos. No era tampoco un asunto fácil y en él se jugaban enormes intereses argentinos.

—Y en lo del Beagle, ¿usted siguió en él, incluso durante la Unidad Popular? 

—Sí, yo siempre estuve en el problema. En todos esos ‘bailes’, estuve siempre.

—¿Cómo fue su relación con la Unidad Popular, con el Canciller Clodomiro Almeyda? Dicen que Almeyda actuó muy bien en este tema… 

—Almeyda es un hombre muy inteligente y se dio cuenta de que la defensa que estaba llevando mi equipo era la adecuada. Tuvo el buen tino de no intervenir y mantener el equipo, dándome, por supuesto, su confianza. El peligro que se corría era que el cambio político pudiera llevar a algún funcionario de mal criterio a un cargo clave o que hiciera una declaración perjudicial para el juicio. Ello no ocurrió.

—Durante ese gobierno, colaborando usted en el juicio del Beagle, ‘ad honorem’, fue eliminado por el Ministerio de Justicia de la nómina de abogados integrantes de la Corte Suprema. ¿En qué afectó su colaboración? 

—En nada. Tenía muy claro que estaban en juego intereses muy superiores para el país. La determinación a que se refiere en nada afectó a mi colaboración en el juicio del Beagle.

—Una vez dictada la sentencia en el juicio del Beagle, se ha criticado por triunfalista la difusión que Chile hizo del fallo… 

—Creo que el gobierno de Chile actuó con mesura y no podía silenciarse el hecho de que hubiéramos ganado el juicio. Era mucho pedir.

—Pero ¿previeron que el gobierno argentino iba a llegar a los extravíos a que llegó? —Estando en el pleito lo único que interesa es llevarlo bien y ganarlo. Lo que haga después el otro, bueno, ¡qué le vamos a hacer! 

VII

—El caso mayor en que usted intervino como abogado —ad honorem—fue el del cobre por la trascendencia que tuvo el arreglo con las compañías norteamericanas. Es probable que esta gestión haya sido la más importante que le haya tocado a un abogado chileno. 

—Efectivamente, la de mayor cuantía. Aunque es necesario aclarar que los juicios y negociaciones en que intervine con Argentina no se miden por su cuantía, sino por el significado que tiene la defensa del patrimonio territorial y el mantenimiento de la paz. 

La negociación con las empresas norteamericanas ha sido una de las más arduas en que me ha correspondido participar y se desarrolló en un plazo bastante breve, unos cinco o seis meses, en 1974, en pleno juicio del Beagle. Los abogados de las compañías eran individuos durísimos, actuaban sin contemplaciones. El problema era extremadamente grave, de una cuantía gigantesca. La mayor parte del trabajo se hizo en mi oficina, con algunas precauciones que tomaba la policía. Hubo momentos en que fue muy difícil porque andaban todos los periodistas como ‘enjambre’.

Yo había dicho que prefería llevar el asunto como una negociación privada de abogados y así llegamos al éxito que, entiendo, jamás nadie ha discutido. Tenía muy buenos asesores.

—Y con todo lo que se había hecho antes la posición chilena era de una debilidad extrema… 

—Era bastante extrema. Se habían cometido una serie de errores, pero logramos sobrepasarlos todos.

—¿Los asesores eran del Consejo de Defensa o…? 

—Teníamos varios asesores. Sí, eran principalmente del Consejo de Defensa del Estado. Y, además, abogados que lo habían sido de las compañías. Era un equipo de gente muy capaz.

—¿Ricardo Rivadeneira actuó ahí? 

—Sí, Ricardo actuó y Laurita Novoa que fue clave porque ella había sido abogada de una de las reparticiones del cobre. Fue sumamente útil, muy inteligente Laurita. El trabajo se hizo en forma adecuada que condujo al éxito, pero el esfuerzo fue tan grande que quisiera no acordarme.

Y, hablando de asesores, recuerdo sí una interesante conversación. Después de una reunión muy dura, que hubo de interrumpirse para evitar un fracaso, me paseaba por el pasillo de mi oficina y otro tanto hacía uno de los abogados norteamericanos; ambos muy concentrados. Él me preguntó en qué meditaba, le digo que estoy encomendando el arreglo al Espíritu Santo y a la Santísima Virgen. Él sonríe y me dice que está haciendo lo mismo. Al reanudarse la reunión, el acuerdo fue un hecho.

—Ese acuerdo respecto del cobre fue ad referéndum y tenía que ratificarlo el gobierno… 

—Bueno, yo estaba designado por el gobierno para negociar y llegar a un acuerdo. La aprobación final tenía que darse por decreto. 

VIII

—También le correspondió a usted intervenir en negociaciones con el Perú. 

—Ocurrió en 1977, a raíz de las negociaciones iniciadas con Bolivia, después del encuentro de los presidentes Pinochet y Banzer, en Charaña. Enrique Bernstein y yo fuimos encargados de las conversaciones de consulta con el Perú, de acuerdo al Tratado de 1929. Como usted sabe todas las gestiones no prosperaron.

—Cuénteme del año 1978. ¿Tuvo la sensación de que estuvimos al borde de la guerra con Argentina? 

—Así ha quedado establecido, sin lugar a dudas. Cualquiera que hubiera sido la situación, puedo decir que Pinochet se manejó con gran capacidad, con toda frialdad y la cabeza siempre muy clara.

—¿Cuál fue su opinión de Pinochet en esas circunstancias?

—Un hombre muy hábil y prudente. Nunca le vi exacerbado o impaciente. Siempre manejó con mucha frialdad el asunto, como buen militar. Pura cabeza. No tuvo ninguna reacción violenta.

—Usted, era un poco el papá del equipo y el que lo avalaba. ¿Era difícil para Pinochet incorporar a una Persona de otras ideas Políticas, como Enrique Bernstein ? 

—No. No hubo nunca problemas, jamás. Yo quería que de todas maneras estuviera Quico Bernstein, por su experiencia en las negociaciones. Pinochet es una gran persona y tiene muchas cualidades y, entre otras, una capacidad de visión amplia y más serena de las cosas, que es lo que más vale para un político y sobre todo para un hombre de Estado.

—Pero ¿había entre nosotros quienes querían ir a la guerra? 

—Pero claro. Había presiones muy fuertes.

—Después del fallo del Beagle, Argentina inició conversaciones que no fueron fáciles, dada la agresividad de la contraparte. A usted le tocó presidir la delegación de Chile. 

—Fueron tiempos muy difíciles, muy tensos, requería mucho esfuerzo y ayuda para poder manejar las cosas.

En la reunión de Mendoza, entre Pinochet y Videla, continuada luego en Puerto Montt, se establecieron comisiones para buscar un apaciguamiento y luego una solución a la cuestión de las islas australes pretendidas por Argentina.

No participé en las reuniones presidenciales que usted menciona, lo hicieron destacados miembros del equipo, con los cuales seguimos en la brecha, sin descansar. Finalmente se logró convenir en la mediación de la Santa Sede.

—¿Cuál fue la importancia del Canciller Hernán Cubillos en el proceso? 

—Indudablemente la tuvo, como todos en algún momento determinado. Fue él quien firmó los Acuerdos de Montevideo sobre la mediación. Los Ministros de Relaciones fueron varias veces sustituidos, pero ello no significó cambio alguno en los equipos negociadores.

—Respecto de la mediación. ¿Cuál es su impresión del Cardenal Samoré, ¿él no era algo altanero…? 

—Era bravo. Tenía muy claro el concepto de lo que significaba ser un Cardenal de la Santa Madre Iglesia. Una vez me retó en una reunión interna. Pero, en general, me entendí bien con él.

—Usted, se recuerda, le citó a San Pablo y a él no le gustó nada que le recordara porque era una cita que apoyaba lo que usted estaba diciendo. Samoré usaba ante ustedes el argumento de que simplemente el Papa estaba comprometido y que no se podía hacerlo fracasar… 

—En las negociaciones nunca oí al Cardenal Samoré dar como razones que Su Santidad tuviera tal o cual opinión, o hubiera dicho tal cosa. Habría sido un gran error, poniendo en peligro la autoridad del Papa.

—¿Qué herramientas tenía el Cardenal para inducirlos a buscar un arreglo? 

—Nunca indujo con presión.. fuera de aquella natural de su carácter. En el fondo era determinante el peso y poder de convicción de las razones que diéramos. Porque, como estábamos en una ‘impasse’, era cuestión de pesar las razones de uno y otro lado y, entonces, aconsejar un camino u otro.

—El Cardenal debe haber tenido la tentación inicial de darle la razón a Argentina, considerando su tamaño como país… 

—No me parece. Como representante del mediador debía mantener una objetividad absoluta. Sobre todo que, en esta situación, sí que estaba de por medio el prestigio de la Santa Sede. Si habíamos recurrido a ella para que encontrara una solución, no podía llegarse a una que adoleciera de errores, ni que pudiera generar, a la larga, otros problemas.

Había que encontrar una solución correcta, que fue la que se halló después de mil esfuerzos y de muchos viajes agotadores. En Roma, uno volvía en la tarde al hotel, continuaba trabajando y, al fin, lo único que deseaba era que se fuera al diablo el Beagle, pero que no se entregara a Argentina. Y hablo del Beagle porque Argentina peleó siempre por las islas y no solo por las de la boca oriental del canal, sino que por numerosas islas australes. Para nosotros el canal Beagle y todas las islas estaban fuera de discusión.

Es apasionante un juego de ajedrez de ese tipo. En el fondo, se jugaba en distintos tableros: había que tener mucho cuidado para no perder las partidas. Yo soy jugador de ajedrez, no un gran jugador, pero me interesa la táctica y la estrategia del ajedrez. Negociaciones como estas son muy apasionantes porque es preciso equilibrar y buscar la alternativa más favorable. De repente una de las partes comete un error, la otra trata de sacar provecho de él. Movimiento y contramovimiento. En este juego se gastan días, meses y años.

Así, el cuadro va adquiriendo mayor complejidad. Ello explica la extensión de los escritos, proyectos de presentaciones y el tiempo que hubo de transcurrir para llegar a un arreglo. Es preciso enfrentar una cantidad de problemas distintos, cada uno apoyado con sus propios antecedentes.

En verdad, la tarea es muy apasionante y en ella inciden muchos factores: los conocimientos históricos, geográficos, los de navegación, el valor de la documentación. Pero en el fondo, se trata de buscar dónde está el campo en el cual puede encontrarse un entendimiento. A medida que va definiéndose, se puede avanzar. Pero si ni siquiera se llega a definir el campo en el que se está discutiendo, si no existe un terreno de entendimiento, hay que seguir buscando los caminos. Algunas reuniones eran muy tensas; era necesario darse un tiempo de reflexión. En este aspecto, además de otros, ayudó mucho el Cardenal Samoré. No era simpático como persona, pero el trato con él era muy apasionante. Era un hombre sumamente inteligente, con una rapidez mental impresionante, muy sólido.

Es difícil entender una mediación si no se está al tanto de esta trama fundamental. Generalmente, solo afloran o se dan a conocer las formas o las anécdotas.

No me puedo quejar: me cansé harto, me agoté harto, pero me entretuve harto. Así lo había entendido ya un ministro del presidente Frei. En casa de un amigo y colaborador, quien dio una comida de despedida al Tribunal de Palena que había visitado el terreno, este amigo comentó, seguramente exagerándola, mi contribución a la causa. El ministro, muy perspicaz, le respondió ‘valiosísimo Philippi, pero no tiene tanto mérito porque harto le gusta ese trabajo’.

IX 

—Hay en Chile un cierto tipo de personas a las que la gente comienza a dar todos los problemas “camotudos”. Algo de eso parece haberle pasado a usted, problemas grandes en que debe meterse a fondo en su estudio una sola persona…

—Como sea, siempre la responsabilidad la tiene uno, pero está apoyándose en un grupo de mayores expertos. Yo nunca di un paso sin consulta a mis sabios y, a veces, los sabios me creaban problemas serios porque yo no estaba de acuerdo con lo que opinaban… hasta que llegábamos a ponernos de acuerdo.

—¿Nunca le dieron ganas de ser el “gurú” mayor? En 1987, el embajador de Estados Unidos lo nombró a usted entre cuatro personas como posible Presidente después de Pinochet. 

—¡Cómo sería de tonto el embajador!

—¿Nunca lo tentó para nada? 

—Jamás, jamás. Hubiera sido un disparate.

—¿Es muy complicado para una persona como usted, esencialmente abogado, que de tener temas públicos en sus manos de una magnitud extraordinaria y de un interés apasionante, debe volver a su estudio profesional para encargarse de cuestiones privadas, a veces de muy inferior categoría? 

—No. La responsabilidad de un profesional es la misma y son exactamente las mismas técnicas.

Los largos años de ejercicio de la abogacía me habilitaron para las gestiones internacionales en las cuales me correspondió intervenir y, a la vez, la experiencia adquirida en los arbitrajes internacionales pude aplicarla en numerosísimos arbitrajes, complejos y muchas veces de gran alcance económico que me correspondió conocer en el ámbito nacional, generalmente como árbitro arbitrador o amigable componedor. La labor del árbitro supone mucho estudio y dedicación. Debe estudiar a fondo la cuestión controvertida, determinar los puntos fuertes y los débiles de la posición de las partes y la idiosincrasia de estas. Para mí, el arbitraje es exitoso si se logra llevar a las partes a que modifiquen sus pretensiones iniciales, se acerquen las posiciones contradictorias y, finalmente, lograr un arreglo directo, amistoso. He tenido la gran satisfacción de que la mayoría de los diferendos en que intervine terminaron de esta manera, sin necesidad de sentencia. La mejor retribución de los desvelos del árbitro está en la convicción de hacer justicia, especialmente si ella satisface a ambas partes.

—Además de su intervención en tantos asuntos internacionales, usted asesoró, como abogado, a varios gobiernos. 

—Efectivamente, ajeno a todo cargo público, con frecuencia resolvía consultas de carácter jurídico. Incluso en la época del presidente Frei estudié varios proyectos de ley. Pedro J. Rodríguez, respetadísimo profesor de Derecho Civil en la Universidad Católica, Ministro de Justicia entonces, durante varios meses llegaba temprano por la mañana a mi casa para estudiar el sistema de pago de la ley de reforma agraria que debía considerarse en la reforma constitucional de la cual fue su autor.

—Su actuación pública ininterrumpida, a lo largo de más de treinta años, es poco conocida por la opinión pública, salvo cuando fue ministro, y aun entonces, su nombre e imagen aparecieron poco en los medios de comunicación. Con la excepción de círculos muy profesionales no se conoce, o recuerda su labor en la reconstrucción después de los terremotos de 1960; que fue el verdadero mentor en los juicios de Palena, del Beagle; en la negociación del cobre; en la mediación y, seguramente, en muchos otros asuntos que desconocemos. ¿por qué esa aparente actuación de segundo plano? ¿Por modestia o humildad? 

—No es modestia, ni humildad, mis ideas las defiendo con tesón: Es una manera de ser, tal vez un don de Dios que, con el tiempo, se pierde, se modifica o se perfecciona. Por lo demás, lo más importante es que una buena idea prevalezca, sin que interese mayormente quién es el autor. Es buena táctica que una idea propia sea planteada o retomada por otra persona y así se consigue un aliado para imponerla.

—¿Por qué nunca escribió una obra de Derecho o sobre alguna materia de sus tantas especialidades? 

—Nunca lo ambicioné, tenía siempre muchas otras cosas que hacer y puedo decir que nunca me sentí suficientemente preparado. . . 

Entrevista realizada por los académicos Lucía Santa Cruz, Arturo Fontaine y Cristián Zegers. Notas revisadas por el académico Helmut Brunner.