Entrevista al académico de número Don José Rodríguez Elizondo

Nuestro académico hizo su incorporación el 10 de abril de 2014, ocupando el sillón Nº 7, vacante por el fallecimiento del anteriormente académico y conocido hombre público, don Enrique Silva Cimma. “Pepe” para sus más cercanos, es un columnista reconocidamente agudo y respetado en la prensa nacional, siendo el valor de sus escritos particularmente ponderados en los tiempos de crisis vividos por el país estos últimos años.

Publicada en Revista Societas Nº23, 2021

La importante e histórica sección “Conversaciones” de la revista Societas, anuario de esta Academia, ha tenido el privilegio de acoger como invitado este año a quien acaba de recibir el Premio Nacional de Humanidades, un reconocimiento que honra al miembro de número José Rodríguez Elizondo, pero asimismo a la propia Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile. En sus 58 años de existencia, la corporación suma ya once Premios Nacionales.

José Rodríguez Elizondo, “Pepe” para sus más cercanos, es un columnista reconocidamente agudo y respetado en la prensa nacional, siendo el valor de sus escritos particularmente ponderados en los tiempos de crisis vividos por el país estos últimos años. Respalda ese oficio una larga carrera en medios extranjeros e importantes reconocimientos internacionales a libros suyos, como irá emergiendo de esta “Conversación”.

Nuestro académico hizo su incorporación el 10 de abril de 2014, ocupando el sillón Nº 7, vacante por el fallecimiento del anteriormente académico y conocido hombre público, don Enrique Silva Cimma, quien fuera su maestro en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, donde Rodríguez Elizondo ejerce asimismo la docencia. El tema de su conferencia fue “Testimonio sobre el Derecho, el Periodismo y la Diplomacia” y fue recibido por el académico de número José Luis Cea Egaña.

El sitio web de la Academia provee el perfil de cada uno de los numerarios, así como el de nuestro entrevistado, pudiendo recabarse allí, por su orden, informaciones de su biografía y producción que se entremezclan vitalmente en este diálogo, como sus libros y otros.

Un tranquilo fin de tarde veraniego en su casa, tomando distancia de la inmediatez de noticias eleccionarias y otras, nos provee el espacio para esta conversación cuyas palabras forman parte ya de nuestra sustanciosa historia corporativa.

–¿Qué recuerdos relevantes para su vida podría hacer de su infancia y primeros tiempos de educación escolar?

–Los nutricionistas dicen que uno es lo que come. Yo agrego que uno es de donde viene. Yo vengo de don José Rodríguez Bertrand, huérfano precoz de padre y madre, quien hablaba poco de su historia. Nunca supe el origen de su segundo apellido, de resonancia europea.

Sí sé que no completó la enseñanza media (“humanidades”), pues debió trabajar desde niño. Pese a ello, era un lector de libros profundos y un autodidacta respetable. En su cuarentena produjo un programa radial, en onda cultural, que le ganó un premio importante. Uno de sus locutores era el joven Raúl Matas. En lo político era un librepensador de izquierdas. Tenía un ícono de Lenin en su escritorio y murió siendo masón. Por parte materna vengo de doña Victoria Elizondo Bravo, rancagüina, huérfana de madre en la niñez, católica, de colegio de monjas, excelente alumna, notable sentido del humor, estupenda dibujante. Trabajó hasta que se casó y pagó el peaje de las mujeres de su época: limitarse a administrar el hogar, en un marco de austeridad rigurosa.

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Con sus padres José Rodríguez Bertrand y Victoria Elizondo Bravo en 1957.

En cuanto a colegios, fue mi primera experiencia con la diversidad. Estudié primaria en los años 40, en el Instituto Alonso de Ercilla, con disciplina casi militar, muchísima oración y libreta de notas semanal. Esto promovía rivalidades infantiles y por eso tuve mi primer pugilato. Fue con Andrés “el chico” Zaldívar, mi competidor por el primer puesto. Como nuestros puñitos de niño no hacían daño, hicimos rápido las paces y es un recuerdo que nos une hasta hoy, en especial ante nuestros nietos.

Secundaria la hice en el Liceo de Aplicación, con disciplina poca y transversalidad social mucha. Los juegos del recreo tenían bastante de abuso –ahora se dice bullying– con los más chicos, entre estos estaba yo. Intuitivamente aprendí a ser respetado, no a golpe de puños, sino a golpe de caricaturas. Nunca supe cuándo ni cómo me nació ese arte menor, pero sí sé que el profe de dibujo lo apreciaba y los matoncitos lo temían.

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Con el profesor de dibujo Lautaro Yankas, Liceo de Aplicación (1950)

Entre mis profesores del recuerdo está ese de dibujo –que también escribía con el seudónimo de Lautaro Yankas– y dos de historia muy notables y “polarizados”: el nacionalista Guillermo Izquierdo Araya y el socialista Julio César Jobet. Agrego al de Gimnasia, Luis “el Cabezón” Tirado, porque también entrenaba a la selección de fútbol, donde estaban nuestros ídolos.

–Terminado el colegio, ¿cómo se expresaba interiormente en usted su vocación?

–Como niño de la generación de El Peneca, fui un lector voraz de historietas, novelas de Salgari, Dumas, Verne. En la adolescencia me sedujo la ciencia-ficción y entré a saco en la novela, en niveles crecientes de complejidad. También escribía poemas, y producía e ilustraba revistas a mimeógrafo, con mis compinches de la Plaza Brasil.

Sin embargo, no tenía conciencia de que eso implicaba una vocación y tampoco tenía orientación en casa, pues mis padres sintetizaban la gloria universitaria en Medicina, Ingeniería y “Leyes”. En ese contexto, Mario Dujisin, mi profesor de Matemáticas, casi me convenció de que fuera ingeniero. Pero, en vísperas de dar mi Bachillerato –la PSU de entonces– descubrí que no amaba los números ni el teorema de Pitágoras. A último minuto cambié mi mención a Letras, y obtuve un puntaje alto, que me aseguró cupo directo en la Escuela de Derecho de la U.

¿Por qué ahí? … Pues, también por default. Quizás pudo influir una prima de Rancagua, que estudiaba Derecho y fue reina de los mechones. Un día equis –pienso que por inducción de su tío–, me invitó a conocer la Escuela y me impresionó el casino y lo imponente del recinto. Luego, con la carrera por delante y gracias a maestros de excelencia, fui asumiendo la diferencia entre ser abogado y ser jurista… y lo último me gustó. Me creció una vocación jurídica de bastante intensidad.

–Mirado con la perspectiva de los años, ¿qué maestros influyen y sobre todo dejan huella en su formación? ¿En qué sentido?

–Enrique Silva Cimma fue mi maestro y luego un amigo de la vida. Fui su ayudante en Derecho Administrativo, luego colaborador en la Contraloría General y, décadas después, en la Cancillería. Era un jurista de fuste, tenía cultura humanista, una bondad transparente y gran sabiduría política. Hoy ocupo en la Academia el asiento que él ocupaba. Quizás no sea mera casualidad pues, como agnóstico de baja intensidad, creo mucho en los milagros.

Otros profesores inolvidables fueron Jorge Millas, Jaime Eyzaguirre y David Stitchkin. También me impresionó el rector de la época, Juan Gómez Millas, a quien conocí en su casa, en cuanto amigo de su hija María Teresa. Tenía un carisma potente y sabía algo que ya se olvidó: distinguir la política universitaria de la política ideologizada.

–¿Qué motivó su adopción de la filosofía marxista y en qué momento se hace miembro del Partido Comunista?

–Como estudiante de Derecho –era el gobierno de Gabriel González–, participé en algunas reuniones del GUR (Grupo Universitario Radical) y asistí a algunas sesiones del Centro de Derecho, que me parecieron latosas y retóricas. Mucho eslogan y pocas nueces. Parafraseando a Milan Kundera, mi vida universitaria estuvo en otra parte y la disfruté.

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Con Enrique Silva Cimma, su hija Macarena y su esposa Maricruz en 1992.

Pero, como buen lector, comencé a conocer la política por medio de sus grandes pensadores. Jean Paul Sartre y José Ortega y Gasset configuraron una dupla que me permitió equilibrarme –sin que yo lo supiera– entre un marxismo crítico y un liberalismo personalizado. Gracias a ellos pude leer a Marx, Lenin, Tocqueville y Duverger sin prenderles velitas. En paralelo, fue importante mi “iniciación” en la Fraternidad Juvenil Alfa Pi Épsilon, de filiación masónica. Allí, universitarios de distintas facultades debatíamos acerca del país, el mundo, la religión, el arte y la revolución en ciernes.

Cuando Carlos Ibáñez del Campo llegó con su escoba antipolíticos, para barrer con las corruptelas, como se decía, yo me definía como “independiente de izquierda” y lo fui hasta que topé con las emociones. La primera, cuando estaba egresando, fue el inicio de la revolución cubana, con Fidel Castro como “el Robin Hood de América Latina”. Luego vino mi experiencia en vivo con la guerra de Vietnam. Estuve allí en 1965 y 1967 como miembro de una comisión internacional de juristas, donde yo era el patito joven. En paralelo estuvo el proyecto de transición al socialismo de Salvador Allende, durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva.

Aquello me exigía un engagement, un compromiso sartreano. Ya no podía mantenerme como un simple “intelectual progresista” y opté por el PC.

–¿Qué fue para usted lo más impresionante de la guerra de Vietnam?

–Difícil decirlo. Es una de las guerras más importantes de la historia y sus aristas son inabarcables. En la superficie estuvo el descalabro, en plena Guerra Fría, de la máxima potencia militar de Occidente. Y también los hechos duros: millones de muertos, destrucción sistemática de territorios en el Norte, cruenta guerra de guerrillas en el Sur, solidaridad mundial con los vietnamitas combatientes e increíble resiliencia de la población. Más en profundidad, percibí el fantástico equilibrio del PC de Vietnam entre el comunismo chino y el soviético y su decisión de ganar su causa al interior de EE.UU. “Para nosotros esta no es una guerra ideológica”, nos dijo Pham Van Dong, entonces gobernante de Vietnam del Norte.

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Junto a comisión de juristas, con el Primer Ministro de Vietnam, en los años sesenta.

Con base en Hanoi, recorrí esos escenarios, vi los horrores in situ y hasta experimenté el espanto de los bombardeos. Por eso, me sentí violentado por la consigna del Ché Guevara de “crear dos, tres, muchos Vietnam”, para derrotar al imperialismo. Me pareció cruel. Lo que yo había visto me decía que ningún país debía sufrir lo que habían sufrido los vietnamitas y que ningún gobierno debía exponer a sus militares a una guerra por motivos ideológicos. Por lo demás, vistas desde la racionalidad, todas las guerras se pierden. Lo dije públicamente y, por cierto, el castrismo chilensis me fusiló: ¿quién era yo para criticar a Guevara?

Incidentalmente, lo dicho se sintetizó en lo que ahora considero un wishful thinking o un momento histórico desaprovechado: el PC chileno, que lideraba la solidaridad con Vietnam y sostenía una vía pacífica o “no armada”, podía tener una relación con la Unión Soviética tan equilibrada o independiente como su homólogo vietnamita. Eso afirmó mi compromiso.

–¿Cómo se produjo ese compromiso con el PC?

Al PC se entraba por invitación. Me apadrinaron comunistas secretos de la Contraloría y mi amigo, el periodista Elmo Catalán, entonces comunista. También sospecho de Orlando Millas y Volodia Teitelboim. Esos panzers intelectuales apreciaban mi crítica a la ultraizquierda de la época y, en especial, mi tesis acerca de una revolución chilena sin ruptura del ordenamiento jurídico. Esa que Eduardo Novoa Monreal luego llamaría “vía legal al socialismo”.

Huelga decir, mea culpa, que yo no estaba consciente de los horrores del estalinismo. Además, por haberme saltado la formación en las juventudes comunistas, ignoraba la densidad de los vínculos del PC con el poder soviético. Yo privilegiaba su origen nacional y creía que su línea institucionalista –“reformista” para sus críticos de izquierda– podía estabilizarse como línea estratégica. De paso, es lo que sucedió con los partidos comunistas europeos, en paradójica medida como enseñanza del “caso de Chile”.

¿Cuál fue su papel en el partido?

–De entrada, fui asignado a la Comisión de Cultura, que se relacionaba con los más grandes escritores y artistas de la época. Un microclima estimulante, más cercano a la lucha de ideas que a la lucha de clases. Por algo era “el partido de Neruda”.

Un punto importante de esa etapa se produjo cuando, ante la inminencia del triunfo de Allende, Luis Corvalán, el jefe comunista, me hizo una propuesta que me aproblemó: renunciar a mi trabajo en la Contraloría, para dedicarme al partido a tiempo completo. Intuitivo, privilegié mi independencia profesional. No me veía como empleado político y barruntaba que los funcionarios del partido no eran los militantes más felices. Rechacé la propuesta de la manera más diplomática que pude.

Fue un momento decisivo, pues me limitó a ser un “cuadro técnico”. Mi experiencia en el exilio me demostró que había decidido bien.

–¿Piensa tener algo que decir de algún dirigente del Partido, como Luis Corvalán, Volodia, Millas, por ejemplo?

–Me menciona un terceto irrepetible. “Don Lucho” sabía mucho de política. Fue un buen animador del partido, en su mejor época y un árbitro tácito entre Volodia y Orlando. Estos eran dos machos alfa, con título de abogado. Uno enigmático y literario, el otro sanguíneo y polémico. Millas fue el único comunista que rechazó pública y frontalmente la intervención de Castro en la política chilena. Teitelboim terminó avalándola, después del golpe de 1973. Es parte de una endohistoria nunca contada, que explica muchas cosas que sucedieron después.

–¿Cómo veía a Salvador Allende, desde su cargo de confianza presidencial?

–Como fiscal de Corfo y vicepresidente subrogante, debía despachar temas técnicos especiales con él. El principal era la estatización bancaria, que me asignó directamente. Sin embargo, lo técnico no era lo suyo. Se desconcentraba rápido y solía entrar en una queja dolida respecto de esos dirigentes de la Unidad Popular, de su propio partido, que lo empujaban hacia otro proyecto. No mencionaba nombres, pero cualquiera sabía en quienes pensaba.

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En la Corfo, reunión con empresarios norteamericanos, el ministro Fernando Flores y el embajador Mario Silberman.

Allende era una especie de socialdemócrata avanzado y lo asumía. Quienes lo niegan privilegian aspectos adjetivos, todos vinculados con su admiración por la revolución cubana: una respuesta infortunada al intelectual francés Regis Debray, su contención ante los actos intervencionistas de Castro, su presidencia de OLAS, una organización castrista continental que nunca funcionó. Como contrapartida, soslayan el testimonio de toda su vida como político del sistema, incluyendo su opción por el suicidio. Soslayan, sobre todo, que Castro debió falsificarle esa muerte, para “demostrar” que Allende se equivocó al rechazar la vía armada. Y si es por frases, tengo en mi archivo un duro diálogo suyo con Miguel Enríquez, líder del MIR:

–Usted es un socialdemócrata, lo acusa Enríquez.

–Y a mucha honra, responde el Presidente.

–¿Previó usted lo que vendría el 11 de septiembre de 1973? ¿Qué le sobrevino a usted en el momento?

–No había que ser Nostradamus. Meses antes yo había tomado precauciones mínimas: borrar el disco fiscal de mi vehículo de servicio, prescindir del conductor asignado, identificar un refugio seguro, recuperar mi carnet de la Contraloría. Gracias a ello, estamos conversando, pues –como he contado en mi libro de memorias–, ese día me dieron por muerto y tuve hasta misa de difuntos.

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En ceremonia junto con el presidente Salvador Allende, el cardenal Silva Heríquez, Felipe Herrera y Fernando Castillo Velasco.

El mismo 11 inicié una “cuarentena” en el departamento de unas amigas corajudas. Luego pasé largos meses como asilado en la embajada suiza. Cuando el canciller Ismael Huerta me dio el salvoconducto de rigor, volé a Perú, donde me esperaba mi esposa Maricruz. Después vino el exilio consolidado en Leipzig, República Democrática Alemana.

–Entiendo que su partida a Perú fue azarosa. ¿Y de ahí a Leipzig, cómo fue el asunto?

–Mi esposa, hija de exiliado peruano en Chile, tenía en Lima un familión solidario, pero llegamos en mal momento. Según rumores calificados, el general Juan Velasco Alvarado preparaba la recuperación de Arica. Los chilenos inmigrantes no eran oportunos y hasta los residentes conspicuos, como Lucho Jerez, el embajador de Allende, estaban emigrando.

Tuvimos casa y comida, pero no trabajo. Una angustiosa búsqueda epistolar con amigos de otros países me reveló que, por mi largo encierro en la embajada suiza, las becas solidarias se habían agotado. Recordé, entonces, la buena impresión que tuve de la Universidad de Leipzig, en la RDA, cuando la visité, a inicios del gobierno de Allende, integrando el séquito del canciller Clodomiro Almeyda.

Mi último recurso fue una invitación de esa Universidad, gestionada por mi amigo Eberhard Hackethal (Q.E.P.D.), agregado científico de la RDA en Chile. Con eficiencia germana, él hizo los arreglos pertinentes, incluyendo pasajes con una organización de la ONU. En cuestión de semanas, aterrizamos en Berlín Este.

Lo que no preví es que yo no llegaría como académico individualizable, sino en la bolsa de exiliados cuyo destino dependería de los dirigentes políticos chilenos y alemanes. Menos preví que la onda de estos sería ideológica: querían “proletarizarnos” a todos. Debí invocar mi invitación directa y mis calificaciones, para justificar mi anticlimático rechazo a convertirme en obrero.

Así pude llegar a la Universidad, junto con cuatro militantes de buen nivel intelectual, bajo la férula de un militante comisario.

–La vida diaria –vivienda, salud, alimentación, etc.– ¿era igual para todos los chilenos en la RDA?

–La RDA era la vitrina del mundo socialista y sus habitantes vivían mucho mejor que los de la Unión Soviética. Gracias a eso, tuvimos wohnung (vivienda), crédito estatal para instalarnos, introducción al idioma, medicina socializada y trabajo en “la producción” (léase, en las fábricas). Al margen del factor político excepcional y del nivel de calidad de los bienes y servicios, era un modelo de tratamiento a los inmigrantes. Hay que agregar que esto no gustaba a los autóctonos de a pie, que llevaban años esperando les asignaran vivienda.

Pero, más allá de lo material –vaya ingenuidad lo que le diré– no fue lo mismo conocer la RDA como exiliado que como acompañante de un canciller. La omnipresente Stasi ejercía una vigilancia policial paranoica y ecuménica, pues “el enemigo estaba en cualquier parte” y los nazis acechaban “al otro lado”, en Alemania Occidental. Sobre esa base, la RDA no calificaba en el rubro derechos y libertades esenciales. Nuestra correspondencia era intervenida y éramos espiados a domicilio. Solo con trucos técnicos se podía ver televisión de ese “otro lado”. Los medios locales no procesaban noticias, sino directivas del régimen. Un amigo francés me suscribió al periódico comunista L’Humanité –que algunas informaciones reales publicaba–, pero eso solo duró hasta que a Francia llegó el eurocomunismo. Tampoco podíamos viajar a ningún otro país ni, menos, cruzar “el muro”. Eso era privilegio de los dirigentes. Un día supimos que Wolff Biermann y Nina Hagen –artistas famosos y muy solidarios con la causa de Chile–, habían sido castigados por opiniones disidentes. Nadie osó decir nada.

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El exilio: llegada a Berlín Este, RDA, año 1974.

Fatalmente, ese clima fue contagioso para los jefes políticos chilenos. Pronto descubrieron que, aunque vicariamente, en la RDA tenían más poder sobre sus militantes del que nunca tuvieron en Chile. Lo malo fue que lo ejercieron.

–Y las posibilidades profesionales, ¿cómo enrieló su vida en este sentido en la RDA?

–En la Universidad fui incorporado al Latinamerikanseminar, junto con los otros cinco exiliados. Estuvimos bajo la tuición académica del profesor Manfred Kossok (Q.E.P.D.), historiador hispanoparlante reconocido a nivel global por sus estudios sobre revoluciones comparadas. Desarrollamos una gran afinidad porque, debido a su nivel, conocía la realidad del socialismo y la expresaba en privado, con humor sardónico: “somos los bárbaros contra Roma”, era una de sus frases cómplices.

La leyenda dice que fuimos “el grupo de Leipzig”, supuestamente dedicado a tareas de inteligencia estratégica contra el régimen militar. Pero, mientras yo estuve ahí, los dirigentes nunca supieron qué hacer con nosotros. Alguno sugirió que escribiéramos una biografía, necesariamente apologética, del entonces prisionero Corvalán. La idea murió cuando este fue canjeado por un preso político ruso.

En ese vacío de plan, me dediqué a investigar por la libre. Así nació un libro mío muy complicado. Se publicó en México, sin el exequatur del partido, lleno de erratas y con título alterado. Una fea historia que cuento en mis memorias. También preparé la data para una obra mayor: –La crisis de las izquierdas en América Latina– que publicaría años después en Madrid.

Agrego una anécdota penosa. Cuando se supo que nos íbamos, en lo que técnicamente era una fuga, algunos miembros del grupo quisieron requisar mi colección de fichas de investigación. Decían que eran “propiedad de la Universidad”. Las oculté y después las rescaté, en una linda historia de solidaridad internacional.

–Cuéntenos por qué y cómo fue esa fuga.

–En la RDA se nos aplicó el rasero doméstico: irse “por la buena” era imposible. Ello indujo locura y suicidios, incluso en nuestro entorno. Por ello, durante la mayor parte de nuestro tiempo –“tres años y un día”, según mi esposa– nos dedicamos a fraguar un plan de escape a nuestra medida de lo posible.

Lo primero fue fingir que vivíamos en el mejor de los mundos, sobre todo en la correspondencia. En paralelo, detectamos amigos y lugares de recepción en Suiza, Francia y España. Tercero, esperamos un milagro… que se produjo y en gran forma. Un buen amigo de mi suegro llegó a Berlín Este, como embajador de Perú y comenzamos a conspirar. Emitió un pasaporte peruano para Maricruz, nacida en Arequipa y para nuestra hija Macarena, nacida en Leipzig. Gracias a su amistad con el cónsul de Chile en Berlín Occidental, me consiguió pasaporte chileno y me dio visa peruana. De yapa, dejó en claro, ante la Cancillería este alemana, que mi esposa tenía doble nacionalidad y que, en cuanto peruana, él le debía protección.

Entremedio, la policía denunció nuestras visitas a su sede diplomática, lo que nos obligó a una movida riesgosa: una protesta jurídica ante el gobierno de Honecker, con copia al jefe local del PC chileno, a Clodomiro Almeyda, jefe del colectivo chileno del exilio y a nuestro protector peruano. Cuando un dirigente comunista me pidió, amablemente, que retirara esa carta, comprendí que nuestro plan empezaba a convertirse en una fuga negociada.

Entonces comencé a apestar. Colegas y conocidos me evitaban. Solo el profesor Kossok, desafiante, se atrevió a darnos un despoblado almuerzo de despedida, en el casino de la Universidad. En su brindis me dijo algo enigmático, muy propio de su sutileza: “Yo no te habría dado permiso para irte”.

Lo último fueron mis crispadas negociaciones con el dirigente chileno que debía gestionarnos en el partido alemán los tickets con KLM. A sabiendas de que los financiaría la ONU, me exigió pagarlos de mi bolsillo y lo hice, pero no en divisas. Le entregué un bolso con los marcos de la RDA que había acumulado, porque no tenía en qué gastarlos. Como políticamente no podía rechazarlos, su desquite fue decirme que el vuelo sería directo a Lima y no podría fraccionarlo. En la primera escala holandesa descubrí que era mentira. Pude reformular el itinerario y sus fechas, para ver a nuestros amigos de Laussane, París y Madrid, antes de llegar a Perú.

La vida nueva comenzaba con un tour de descompresión.

–Su regreso a Chile es con larga escala en Perú, donde tiene un relevante despliegue profesional periodístico en la revista “Caretas”. Cuéntenos de eso.

–Llegué al Perú como inmigrante, bajo la “dictablanda” de Francisco Morales Bermúdez. Tras defenestrar a Velasco Alvarado, este general había iniciado un complejo proceso de transición a la democracia.

Tuve cero ayuda oficial, pero una gran solidaridad de parientes y amigos. Gracias a ellos tuvimos montones de “cachuelos” –trabajos ocasionales– que nos permitieron financiar el nacimiento de Sebastián. Y como esta guagua nueva venía con una marraqueta bajo el brazo, pronto Maricruz y yo nos estabilizamos en trabajos permanentes. Ella, como ejecutiva de la Escuela de Negocios ESAN y yo, como periodista de la revista Caretas y comentarista del canal 9.

Para mí fue una reinvención soñada. Bajo la dirección de Enrique Zileri, un periodista legendario, pasé de la aproximación libresca al conocimiento directo de los personajes y los hechos reales. Durante una década fui analista y reportero en viaje, cubrí la guerra de Centroamérica, entrevisté Premios Nobel, líderes políticos, diplomáticos, eclesiásticos y militares. Fui corresponsal en Europa y Estados Unidos. También obtuve algunas medallitas, sin tener que pedirlas.

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Con Zileri y plana mayor de la revista Caretas, Lima.

Problemas hubo. Recuerdo un momento de tensión con Chile, cuando declararon persona non grata al embajador Francisco Bulnes. Pero más problemas tuve con los agentes secretos del general Manuel Contreras, que trataban de aserrucharme el piso laboral. Me acusaban como “comunista peligroso” ante sus contactos limeños. Por desubicados solo consiguieron afirmarme. Además, tuve una buena relación con los diplomáticos de carrera, excelente con el embajador Bulnes y de amistad para siempre con el embajador José Miguel Barros.

–¿Cómo llegó a Naciones Unidas? ¿Cuál es el resumen de su experiencia allí?

–Mi período como periodista de trinchera terminó en 1986, con una oferta irrechazable: el Secretario General de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar (JPC), quiso que le dirigiera un Centro de Información que estaba creando en España. “Te van a pagar para que no escribas”, me advirtió Zileri.

Fueron años de mucho aprendizaje y tensión. Con JPC la ONU vivía su hora más gloriosa, y España vivía una transición fascinante. Felipe González en el gobierno, Juan Carlos en el trono, “la movida” en la cultura y personajes de Valle Inclán en la revista Hola.

Para la instalación del Centro, el rey nos recibió a JPC y a mí. Simpático, tuteador y con buena memoria. Dos años antes me había entregado el premio que llevaba su nombre y me reconoció … como periodista peruano. Nos dijo que estaba preparando una gira por Iberoamérica (sic) y pidió a JPC su opinión acerca de Chile como país visitable. 

Diplomáticamente, mi jefe me cedió la palabra: “nuestro director es chileno, Señor, y puede informarle mejor”.

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Pérez de Cuéllar, Secretario General de las Naciones Unidas, concede su primera entrevista global, a la que concurre por Caretas (1981).

Durante mi gestión, JPC obtuvo el Premio Príncipe de Asturias y el Nobel fue para los Cascos Azules. Mis colegas periodistas informaron generosamente de las actividades de mi oficina y, según estadísticas ONU, fuimos el Centro de Información europeo mejor conocido por el público.

Pero también conocí el lado oscuro de la organización, con sus clanes e intrigas. Paradigmático fue un mediocre pero jerarquizado jefe de Headquarters –la sede de New York– que nunca me perdonó ese puesto en España. Él había propuesto a un “staffer con experiencia” y me hostigó cuanto pudo. Culminó acusándome de haber publicado un “libro político”, violando el artículo 100 de la Carta de la ONU. Aludía a la Crisis de las izquierdas en América Latina, que el propio Secretario General me había autorizado, según reglamentación interna. Para su oprobio, la obra obtuvo el Premio América, del Ateneo de Madrid, en cuanto “ensayo de carácter didáctico sobre temas de Ciencias Sociales y Humanidades en el ámbito iberoamericano”. Y no solo eso. Incentivó al rector de la Universidad de Salamanca, Julio Fermoso, para publicarme un libro en temas de la ONU. En su prefacio explicó que era en reconocimiento a “la labor de docencia y comunicación” que yo desempeñaba.

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Premio Rey de España, en 1984.

El tipo, sin duda, atornillaba al revés. Como digresión, la ONU actual ha suavizado bastante –quizás demasiado– las rigideces apolíticas. Su Secretario General fue líder socialista europeo y, por añadidura, hoy el artículo 100 de la Carta es letra casi muerta.

–La reinserción en la vida chilena tiene dos vertientes: la del Ministerio de Relaciones Exteriores y la de la Universidad de Chile. ¿Cómo fue ello en cada caso?

–Antes de llegar a la ONU hubo una “amnistía” que me permitió volver, pero como enviado de Caretas. Pude reencontrarme con mis padres –no los veía desde 1973– y explorar espacios de trabajo. Fue triste. En algunas ONG me miraban como competidor peligroso: “¿para qué quieres volver si estás tan bien en Lima?”. En mi Universidad era impensable, pues yo figuraba como exonerado político. En el periodismo, verifiqué la contradicción entre el libre mercado y el proteccionismo sin matices. Un dirigente del Colegio me dijo que, para trabajar en ese rubro, debía hacer un cursillo como el que había hecho el futbolista Carlos Caszely.

Aquello liquidó mi esperanza de volver… salvo que se me produjera otro milagro… ¡Y se produjo!… justo cuando vencía mi contrato con la ONU y yo iniciaba contactos con la Universidad de Salamanca, Patricio Aylwin designó canciller a Silva Cimma. Tras breve intercambio, el viejo maestro me invitó a volver a Chile como Director de Cultura e Informaciones del Ministerio. Fue otra experiencia notable, que me permitió conocer la política exterior chilena por dentro, con sus fortalezas y debilidades.

–Usted ha sido un crítico frente a lo que considera una ausencia de profesionalización en el ámbito diplomático chileno. ¿Puede hacer un breve fundamento de esta crítica?

–Reconozco la existencia de brillantes diplomáticos individuales en nuestra historia. Mi crítica es institucional y, para sintetizar, la remito a Talleyrand. Para ese ícono histórico de la diplomacia, “aún el derecho más legítimo puede ser discutible”. Sucede que, tras incorporar territorios al país, después de un conflicto máximo, nuestros gobiernos sobreestimaron los “tratados intangibles”, ignoraron principios elementales de geopolítica y descuidaron la formación de un cuerpo permanente y autosustentable de negociadores profesionales. La iusdiplomacia se impuso a la iusnegociación.

Como resultado, los altos cargos de la Cancillería son transitorios o políticos, su presupuesto es rácano y la tendencia, en casos de conflictos mayores, ha sido saltar desde el desacuerdo jurídico a la contratación de abogados extranjeros, para que nos defiendan ante jueces internacionales.

Privilegiamos lo jurídico, soslayamos la negociación, pusimos fuera de juego la disuasión defensiva y dejamos la memoria diplomática como tema para historiadores.

–¿Qué recuerda y qué valoración hace de su relación en el ámbito de la diplomacia, con un ilustre miembro de esta Academia, el general Ernesto Videla?

–Era un intelectual a secas y un diplomático natural. Su rol fue decisivo en la negociación con Argentina sobre el Beagle y con razón un picacho patagónico lleva su nombre. Coincidimos en muchos foros sobre política internacional, incluso en nuestra Academia. También coincidíamos en los almuerzos mensuales del “Grupo Vergara Donoso”, de veteranos diplomáticos, intelectuales y periodistas, donde se aprendía mucho. Fue un amigo admirado.

–¿Y cómo fue su reencuentro con la Universidad?

–Un cuento previo: mientras estaba asilado, fui exonerado por razones ideológicas y… por “abandono de funciones”. En diciembre del 73, el decano de mi Facultad, quien había informado sobre dicho “abandono”, me ubicó por teléfono en la embajada suiza para pedirme, insólitamente, que tomara examen a mis alumnos.

Volví a Chile en 1991 con esa cicatriz. Y, como no era prioritario recuperar a los exonerados, ni siquiera traté de plantear el tema. Pero –nuevo milagro–, otros lo hicieron por mí. “¿Y tú por qué no has vuelto a tu Facultad?” … me espetó mi filosófico amigo Jaime Williams. Su espíritu cristiano y universitario apreciaba mi “extremismo de centro” y, tras larga cháchara, me convenció (o me dejé convencer). Su razón era poderosa: el clivaje entre buenos y malos le estaba haciendo mucho daño a nuestra Universidad. Hacía falta un poco de transversalidad.

No sé cómo se las arregló Jaime ni con qué poderes. El hecho fue que, un buen día, el decano Mario Mosquera me convocó para restituirme la cátedra perdida. Volví a ser profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad y en eso sigo, pues es una de mis vocaciones fuertes.

–Eduardo Frei Ruiz-Tagle lo nombra embajador de Chile en Israel. De ese período usted conoció a personajes históricos como Arafat y Sharon. También ha enfatizado su admiración por el primer ministro israelí Shimon Peres.

–Inolvidable experiencia, que agradezco a don Eduardo y al entonces canciller José Miguel Inzulza. Marca mucho pisar territorios bíblicos, recorrer Jerusalem, volver a sentir la adrenalina del peligro, conocer actores tan históricos como esos.

Con Yasser Arafat negocié en Jericó la instalación de nuestra oficina en Ramallah. Eso fue fácil. Pero me fue imposible que fijara fecha para una visita a Chile, que él mismo había inducido. Ahí supe lo escurridizo que podía ser.

Con Arik Sharon estuve en una reunión con los embajadores de América Latina. Acababa de asumir como canciller y, al despedirme, le hice una pregunta más periodística que diplomática: si era cierto que nunca daría la mano a Arafat. Me respondió con toda naturalidad: era verdad, pues Arafat tenía las manos manchadas con sangre de muchos judíos, niños, mujeres, ancianos. Fue un duro de verdad.

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En conversaciones diplomáticas con Yasir Arafat, presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, en Jericó.

Con Shimon Peres tuve una relación excepcional. Incluso le celebré un cumpleaños redondo en mi residencia. Fue un estadista y un visionario que los electores israelíes no supieron apreciar. Espero que su plan de paz para la región algún día se imponga. Por carácter, se relacionaba mejor con Sharon que con Netanyahu: “con Arik se puede conversar”, me dijo una vez.

–Sé que también lo impresionó Juan Pablo II, ilustre visitante en Israel, en los días de su embajada, a quien incluso le dedicó su libro El Papa y sus hermanos judíos.

–Es que ese Papa me hizo dos milagros personalizados. Uno fue en 1984, durante su misa de campaña, en Lebreton, Canadá. Estaba en su vigorosa sesentena y yo asistía como periodista con diez años de exilio. Llegué atrasado y, mientras buscaba una butaca en la tribuna de prensa, él estaba diciendo las bienaventuranzas en francés e inglés, pero, en ese mismo momento, fraseó una en castellano: “bienaventurados quienes son expulsados de sus patrias y sufren persecución de la justicia…”.

No dudé que se dirigía a mí.

El segundo milagro fue el 2000, durante su visita a Israel. En reunión con el cuerpo diplomático, pude observarlo en su frágil ancianidad. Ya no quedaban huellas del vigoroso sesentón del 84. Hubo algunas críticas a su personalidad política, en los medios, pero Shlomo Ben Ami, entonces ministro de Seguridad, me comentó que si no se metía en la política regional no pasaría nada.

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Durante su misión como embajador en Israel junto a Shimon Peres, Primer Ministro.
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Con Gabriel Valdés Subercaseaux y Shimon Peres.
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El embajador Rodríguez Elizondo saluda en Roma al papa Juan Pablo II, cuya previa visita a Israel acompañó de cerca.

Recordando Lebreton, asistí a su misa de campaña en las lomas de Korazim, frente al Mar de Galilea. Desde mi asiento cercano lo vi cuando se levantó de su trono para iniciar su prédica y comenzó a crecer a la vista de los miles de asistentes. Transfigurado, con tono firme y seguro, les dijo lo suyo acerca de la guerra y la paz en el Medio Oriente. En el momento de la consagración, mientras alzaba el cáliz al cielo, una brigada de monaguillos y sacerdotes se desplazó entre los asistentes repartiendo hostias y vino.

Tuve entonces un impulso raro, asociado a mi infancia y, tras más de medio siglo, tomé un vaso de plástico con vino consagrado y… comulgué. Por reflejo de infancia, luego pensé que había incurrido en un sacrilegio y sentí la necesidad de consultarlo con mi colega de Argentina, Vicente Espeche, un católico a tiempo completo. Su reacción fue sorprendente. Se emocionó, pues decodificó el tema como un milagro. “La gente siempre piensa en milagros enormes, pero también hay milagros chiquitos que pasan inadvertidos”, me dijo. Obviamente, seguimos en contacto hasta hoy.

Días después, conversando con Ben Ami, le pregunté cómo había evaluado la visita papal. Shlomo meneó la cabeza, pensativo y soltó una frase sorprendente: “ese hombre es un santo”. Cuando le hice presente lo notable de que un judío dijera eso, replicó riendo: “es un santo en cualquier religión”.

–La ocasión del Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales recibido este año rubrica que la suya ha sido una vida lograda. ¿Le parecería decir algo, en síntesis, sobre el empeño que ha guiado sus pasos?

–Diré lo mismo que ya dijeron Pablo y Violeta, dos de nuestros gigantes: confieso que he vivido y doy gracias a la vida.

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Ceremonia de recepción del Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2021. Le acompañan el Presidente de la República, Sebastián Piñera y el ministro de Educación, Raúl Figueroa.
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La caricatura fue descubierta por José Rodríguez Elizondo desde niño, como innata habilidad dialéctica. Junto al Mural de caricaturas y en destaque, la del poeta Pablo Neruda.