Presidente de la Academia, académico muy destacado. Sobresalió en el ámbito docente universitario y tuvo una trayectoria de primer nivel en el ámbito jurisdiccional, incluso lo combinó con una situación realmente excepcional como es la de haber integrado la Corte Internacional de Justicia en La Haya con motivo de la demanda marítima del Perú. Aquí sostiene una interesante conversación con el Presidente actual de la Academia, José Luis Cea.
Publicada en Revista Societas Nº 17, 2015
Nuestros compañeros de Academia me confieren un honor que agradezco profundamente y con el que nunca había siquiera soñado. Hice varias entrevistas cuando dirigí Societas, todas a académicos de gran distinción, entre quienes no aspiraba a encontrarme. En parte ello se debe a que siempre me he considerado imaginariamente muy jovencito para este ejercicio, pero la percepción de los compañeros de Academia es probablemente diferente.
Presidente José Luis Cea: Yo fui periodista y entonces aprendí también a llevar a cabo conversaciones en el marco de entrevistas con autoridades. El racconto inicial es importante para apreciar el sentido de tu vida que ha incluido aspectos tan variados como el haber hecho una larga carrera como profesor reconocido de derecho internacional público, tu experiencia como Embajador, haber decidido como juez y árbitro grandes casos, manejado conflictos de suyo delicados y participado en algunas de las más significativas iniciativas para la preservación de la paz. Lo mismo cabe decir de tu visión del Instituto de Chile y de la Academia, porque tuviste en todas estas instituciones y varias otras una participación muy destacada. Estas entrevistas son a la vez una fuente muy consultada de información acerca de las personalidades y obras de los académicos.
Comenzando por los recuerdos más tempranos, creo no equivocarme al pensar que fue una infancia muy movida y entretenida. Nuestros padres eran diplomáticos con una gran vocación de servicio público y de allí que salimos con nuestros hermanos a recorrer el mundo desde muy niños. Cuando tenía dos meses de edad se inició el primer viaje con destino a Buenos Aires, en los viejos DC-3, con máscaras de oxígeno para pasar la cordillera y escalas en Mendoza y Córdoba, viajes que con suerte demoran veinticuatro horas. De allí no paró el movimiento, incluyendo Madrid y El Cairo, siempre con nuestros padres, para después seguir ya independientemente a realizar tareas y estadías académicas y profesionales en las principales ciudades del mundo y en remotos lugares que siempre capturaron mi imaginación y dedicación. Entre ellos se incluyen los principales desiertos del mundo, afición que se origina cuando realizábamos con nuestros amigos de juventud grandes fiestas en carpas al pie de las pirámides y nos sacabamos la suerte con adivinas al pie de la Esfinge. El desierto de Atacama, el Sahara, la Península Arábiga, el de Sonora en el sudoeste de Estados Unidos y otros se cuentan entre ellos, habiendo utilizado todo tipo de medios de transporte, desde camellos hasta modernos Hummers. Afortunadamente, en medio de tanto deambular, los últimos años de colegio y la universidad se hicieron en Chile asegurándose una identidad con el país que de lo contrario se pierde. Entre esos lugares remotos en que quedó parte importante de mi corazón se cuentan principalmente la Antártida y la Isla de Pascua.
Esa experiencia de juventud influyó fuertemente en lo que sería mi vocación ulterior. Una vertiente de ella fue literaria, a la que me dediqué algún tiempo con interés. Ella sin duda se origina en la estrecha relación que tuve con mi abuelo Luis Orrego Luco, novelista de excelencia, con quien vivíamos entre una destinación diplomática y la siguiente. Como yo era el más chico pasaba mucho rato con él y me invitaba diariamente a su escritorio, pleno de libros, el sancto santorum de su creación intelectual. Para que no molestáramos a la hora de la siesta los domingos, nos pagaban un peso para escribir una “novelita”, una hoja que expresara algo. Ese algo se tradujo andando los años en literatura y periodismo.
Paralelamente surgió otra línea vocacional que perduró para siempre. Esa vida diplomática me permitió observar muchos acontecimientos de enorme importancia internacional en su época, desde las conmociones en Buenos Aires al comienzo del Gobierno de Perón y el incendio del Jockey Club Argentino, cuyas ruinas humeantes recuerdo haber visto en el centro de la ciudad, los años duros de Franco, el golpe que llevó al poder a Gamal Abdel Nasser en Egipto y su ulterior nacionalización del canal de Suez, a cuya ceremonia pública masiva asistí por casualidad por encontrarme recorriendo Alejandría en bicicleta al momento en que pronunció su discurso en la plaza principal de esa ciudad. Vimos igualmente los preparativos de la invasión de Gran Bretaña, Francia e Israel, incluido el oscurecimiento total de las noches en El Cairo, pero no el enfrentamiento mismo por haber sido enviados a Roma por razones de seguridad. Más adelante vinieron muchos otros acontecimientos, la nacionalización del cobre en Chile, la guerra de Vietnam vista desde Washington, la renuncia de Nixon,el asesinato de los hermanos Kennedy y otros. De niño no entendía bien de qué se trataba, pero ya más maduro las razones y consecuencias comenzaron a fascinarme.
En ese peregrinar tuve la ocasión de ver y conocer a muchos hombres públicos. Vi a la distancia a Perón, Franco y Nasser. Traté a Margaret Thatcher como embajador en Gran Bretaña, al entonces Papa Juan Pablo Segundo y al Cardenal Casaroli en el marco de la mediación papal entre Argentina y Chile, al Presidente Ford en los Estados Unidos y otras personalidades contemporáneas.
El caso de España bajo Franco permitió que aflorara en nuestro hermano Claudio su capacidad de liderazgo desde que tenía trece años, que andando el tiempo no me cabe duda lo habría llevado a la presidencia de nuestro país de no mediar una absurda enfermedad. Asistíamos al Instituto Ramiro de Maeztu, institución fiscal de excelencia, similar al Instituto Nacional, antes que lo comenzaran a destruir, en el que cada mañana todos los alumnos debíamos desfilar con tambores y trompetas ante una estatua ecuestre del Generalísimo, pasando frente a la cual debíamos virar la cabeza y gritar ¡Arriba España, Viva Franco! Un día Claudio se negó, aduciendo que éramos extranjeros y no teníamos porqué rendirle homenaje a un país y gobernante ajeno. Un grupo importante de estudiantes latinoamericanos que eran alumnos del Instituto se plegó a la protesta. Una huelga en España en los años 1950 era algo impensado. La cara de los directivos del colegio lo denotaba con claridad. Esa primera huelga terminó con una transacción muy española: ¡tienen que desfilar, pero no virar la cabeza ni gritar nada! Así se arregló el problema de la primera huelga del franquismo.
Conocí también a muchos de nuestros gobernantes, entre ellos a Carlos Ibáñez, quien era amigo de nuestro abuelo, a Gabriel González Videla, Jorge Alessandri, Eduardo Frei, Augusto Pinochet y prácticamente a todos los presidentes contemporáneos de nuestro país. Con Gabriel González Videla tuve una gran amistad cuando ya era mayor, teníamos mucha afinidad, nos veíamos mucho, entre otras cosas porque él fue el autor de la proclamación de las 200 millas, que yo había investigado en detalle.
Tuve la oportunidad de trabajar con Jorge Alessandri en La Moneda, en un cargo que tenía por ostentoso título “relacionador de la Presidencia de la República con el Congreso”, una especie de Secretario General de Gobierno en miniatura pues distaba mucho de lo que el título decía. Era simplemente la de seguir el trámite de algunos proyectos que le interesaban a la presidencia, pero le daba gran nombre y tenía oficina en La Moneda, incluyendo el derecho a los famosos té de la tarde y el concurrir a su peluquería privada. En el Congreso conocí a un gran número de distinguidos senadores y diputados pues iba todas las tardes, sobre todo al Senado, debiendo informar al Presidente de todas las críticas que le hiciera en los debates del Senado Roberto Wacholtz, que lo enfurecían. Con algunos senadores se originó una amistad imperecedera, especialmente con Pedro Ibáñez Ojeda, político visionario, empresario destacado e intelectual de gran alcance, y con Francisco Bulnes Sanfuentes, con quien andando el tiempo fuimos amigos y compañeros en esta Academia.
Conocí también a Eduardo Frei Montalva cuando ya había dejado la presidencia, nos hicimos amigos en muchos encuentros académicos en Estados Unidos y posteriormente cuando se desarrollaba la mediación papal lo mantuve informado de sus progresos y problemas. Una vez me habló seriamente de lo que yo pensé era una broma, pero que no lo era, preguntándome si yo consideraría ser candidato a la presidencia para facilitar la transición entre el gobierno militar y la democracia, una especie de primer gobierno democrático consensuado, era la gran inquietud del ex-Presidente.
Después igualmente he conocido y trabajado con muchos de los Presidentes que lo sucedieron, especialmente a su hijo Eduardo y a Ricardo Lagos, con quien fuimos compañeros en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, él en un curso más adelantado que yo, pero coincidíamos en la actividad política y hacíamos pactos electorales, siendo él jefe del Grupo Universitario Radical y yo del Liberal, partidos que en el gobierno de Alessandri participaban en el gobierno y proyectaban sus alianzas a la universidad. Siendo Presidente me pidió que me ocupara de algunos temas internacionales de enorme importancia.
A Patricio Aylwin también lo he conocido en muchas de sus actividades públicas, académicas y profesionales, más ocasionalmente a Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. A Salvador Allende no lo conocí, pero fue Clodomiro Almeyda como su canciller quien me encargó las primeras tareas profesionales en el mundo del derecho internacional. Si bien no era cercano políticamente de su pensamiento, habíamos trabajado juntos en el departamento de derecho público de la Facultad de Derecho por varios años. Era un hombre muy serio, de profunda vocación académica y con un sentido patriótico ya muy poco común en el ambiente político de nuestro país. Estando yo en la OEA me pidió que lo visitase en la Embajada de Chile en Washington con ocasión de una visita para conversar sobre la marcha del arbitraje del canal Beagle, entonces en curso. Además tenía parentesco con mi señora, cuyas familias se entrelazaban en algún punto del árbol genealógico. Mencionaré más adelante la relación que mantuve con el general Pinochet en sus variados ángulos. Todos los personajes que he mencionado tuvieron gran influencia en mi formación.
En el mundo político conocí y trabajé con personalidades extraordinarias, quienes mucho influyeron en mi vida. Pedro Enrique Alfonso, Ministro del Interior de Gabriel González Videla y candidato a sucederlo como Presidente, quien era tío de mi señora, político distinguido y a la vez sencillo y acogedor. Otra personalidad con quien mantuve una estrecha amistad fue Carlos Martínez Sotomayor, hombre de gran inteligencia y diplomático consumado, excanciller de Alessandri. Fue él quien por primera vez me invitó a colaborar con la cancillería cuando tenía veinte años. Igualmente estrecha fue nuestra relación en esta Academia. En ella pudimos trabajar con personalidades tan destacadas como Juvenal Hernández, Felipe Herrera, David Stitchkin, Julio Philippi, Máximo Pacheco Gómez, Raúl Rettig, Francisco Bulnes, Gabriel Valdés y tantos otros. Esta Academia ha sido una verdadera escuela de jerarquía intelectual y comprensión de la política nacional.
Tras peregrinar por variados colegios en diferentes países del mundo, culminé la etapa escolar en el Colegio de los Sagrados Corazones de la Alameda. En sus aulas conocí a muchos sacerdotes de valía. El que más influyó en mí y nuevamente durante toda su vida fue Florencio Infante, nuestro profesor de historia, orador de nota. Con él aprendimos los valores de la patria y su historia.
Cuando ya desarrollaba una carrera propia, conocí también a muchas otras personalidades de jerarquía en el mundo internacional. Ya he mencionado encuentros con el Presidente Ford cuando me desempeñaba como asesor jurídico de la OEA y Secretario Ejecutivo de la Comisión Interamericana de Paz, como igualmente he mencionado a Margaret Thatcher en el contexto de mi desempeño como embajador en Londres y al Papa Juan Pablo II en las tareas de la mediación papal.
Por las mismas razones conocí y admiré mucho a algunos de los cancilleres y ministros de esos gobiernos, entre ellos Lord Carrington, quien había sido muy amigo del exembajador de Chile Víctor Santa Cruz, quien tuvo la enorme amabilidad de presentármelo por medio de una carta. Si bien ya había dejado la cancillería cuando llegué a Londres era un foco de orientación de la política exterior británica. Elliot Richardson, el superministro de muchos gobiernos de los Estados Unidos, diplomático y jurista, fue un gran amigo con quien nos visitamos continuamente hasta su fallecimiento. En varias ocasiones pude conversar privadamente con Henry Kissinger. Quienes observaban esos encuentros pensaban que se discutían altos temas de política internacional, pero en realidad lo que más le interesaba era conversar de su pasión por el fútbol, ciencia que por cierto no domino.
Más impresionante que todo lo anterior fue mi vinculación con la Santa Sede en función de la mediación entre Chile y Argentina. La personalidad magnética del Papa Juan Pablo II, hoy Santo de la Iglesia Católica, simpático y con gran sentido del humor. Aparte de su influencia determinante en la preservación de la paz entre dos países entonces enfrentados, tuvo también una enorme influencia en mi renovado acercamiento a la fe, en ocasiones distante, aunque nunca ausente.
Ninguno de los que tuvimos el privilegio de encontrarnos presentes podremos olvidar cuando invitó a las delegaciones de Chile y Argentina a acompañarlo en la misa privada que a diario oficiaba en su capilla, muy temprano en la mañana. Cuando nos hacen pasar a la capilla ya estaba el Papa hincado ante el altar, de espaldas a los que veníamos entrando, quien con su enorme fortaleza física y un grado de concentración perceptible, permitía pensar que si alguien se comunicaba directamente con Dios era el Papa Juan Pablo II en ese momento. Asistimos a muchas reuniones decisivas para el progreso de la mediación y luego le vimos cuando visitó Chile gracias a un momento de encuentro que aseguró el Cardenal Francisco Fresno con ocasión de la visita del Papa a la Universidad Católica de Chile. Le agradecí al Cardenal su deferencia, nacida en el hecho de que había colaborado con él en la búsqueda de ideas para orientar una transición hacia la democracia en nuestro país.
En el marco de la mediación también conocí y admiré al Cardenal Agostino Casaroli, entonces Secretario de Estado de la Santa Sede, conversamos en varias oportunidades pero sobre otros temas atinentes a las relaciones internacionales de la época. Fue en mi opinión el diplomático más notable del siglo XX, de gran simpatía y agudeza. Fue el Cardenal Casaroli quien, junto al Papa, produjo la caída del régimen comunista en Polonia y el efecto en cadena que de allí nació y que habría de culminar en la liberación de los países de Europa Oriental, la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética. Siempre me recordé de la famosa frase de Stalin burlándose del Papa de su época cuando preguntaba “¿Y cuántas divisiones tiene ese Señor?”. En realidad no las necesitaba, bastaba el Cardenal Casaroli para producir el cambio más profundo en la política mundial que ningún ejército habría sido capaz de lograr. El momento cúlmine de la política mundial que se alcanzó con el Papa Juan Pablo II y su Secretario de Estado Casaroli, con Margaret Thatcher en Londres y Ronald Reagan en Washington, cambió el curso de la historia. Me emocionó visitar la tumba de San Juan Pablo II en la basílica de San Pedro, la de Monseñor Casaroli en una importante Iglesia de Roma, como antes me había emocionado visitar la tumba de Ronald Reagan en los valles de California y de haber visto nuevamente a Margaret Thatcher en Londres en sus últimos años.
Uno de los hechos que más me han honrado en mi vida fue cuando el Cardenal Casaroli me impuso la Gran Cruz de la Orden Piana, la condecoración con que la Santa Sede distingue los servicios diplomáticos de quienes han colaborado con ella. La guardo como mi más valioso tesoro, recientemente la llevé a Roma con ocasión de la canonización de San Juan Pablo II y San Juan XXIII, por si acaso debía ponérmela para asegurar mi acceso a la ceremonia en la Plaza de San Pedro. No fue ello necesario, pues el Cardenal Angelo Sodano, otro hombre extraordinario que me ha distinguido con su amistad por muchos años, quien le sucedió como Secretario de Estado luego de haber sido Nuncio en Chile y quien es hoy el Decano del Colegio Cardenalicio, nos obtuvo para mi señora y para mí las invitaciones necesarias.
La mediación papal y las negociaciones con Argentina que la precedieron fueron fuentes de otras dos experiencias decisivas en mi vida. La primera fue la amistad indisoluble que se alcanzó entre quienes fuimos convocados a participar en estas tareas. Los nombres de Julio Philippi, Ernesto Videla, Enrique Bernstein, Santiago Benadava, Helmut Bruner, Patricio Pozo, Patricio Prieto, Fernando Pérez y tantos otros juristas y diplomáticos no podrán ser olvidados. Mi amistad más íntima fue con Ernesto Videla, también compañero de esta Academia, con quien tuve el privilegio de trabajar a diario desde las negociaciones del canal Beagle cuando era él un joven comandante del Ejército de Chile, hasta la mediación y sus etapas ulteriores cuando ya era coronel y enseguida general de Ejército. Una mente brillante, un estratega diplomático notable, un hacedor de la paz, fueron sus características de las que tuve el privilegio de beneficiarme ininterrumpidamente durante más de treinta años.
Las negociaciones con la República Argentina que precedieron a la mediación papal en el transcurso de 1978 fueron otra fuente de experiencias extraordinaria. Además del equipo chileno, trabajamos muy estrechamente con nuestros pares de la República Argentina, siempre en un marco de respeto mutuo, no carente en ocasiones de sentido del humor. Recuerdo en particular al general Ricardo Etcheberry Boneo, quien junto a sus colaboradores tuvieron siempre presente el objetivo superior de la preservación de la paz, tan gravemente amenazada ese año.
Otra de mis experiencias importantes en el marco de estas actividades fue mi relación con el general Augusto Pinochet, de complejas dimensiones, pero creo que ellas merecen un capítulo separado.
Presidente José Luis Cea: te quiero invitar a detenernos en un aspecto que tu interesante relato me ha evocado. He tenido mucha admiración por tu familia, tuve la suerte de conocer a tus padres y me interesa preguntarte cuán influyentes fueron don Fernando y la señora Raquelita, descendientes de un linaje íntimamente vinculado a la diplomacia y la política de nuestro país, en tus orientaciones y vocaciones.
Nuestra madre fue una persona de gran inteligencia y de un don social extraordinario, con una visión muy realista de las cosas y siempre con buenos consejos acerca de cómo mejor proceder. En ella confluían la sangre de Claudio Vicuña, empresario de gran éxito y político de gran jerarquía, el último Ministro del Interior de Balmaceda, elegido Presidente de la República para sucederle, lo que no pudo tener lugar por el desenlace de la guerra civil de 1891. Hasta el día de hoy somos beneficiarios de esos talentos al haber heredado una parte de la antigua hacienda de Bucalemu, de lo que estaré siempre agradecido. Igualmente confluía la sangre del almirante Oscar Viel, jefe de nuestra marina de guerra e intendente de Valparaíso durante los aciagos días de la guerra civil, cuya relación de hermandad y parentesco político con el almirante Miguel Grau forman parte indisoluble de la historia de las relaciones entre Chile y el Perú. El exilio no les fue desconocido a quienes acompañaron al Presidente Balmaceda hasta sus últimos momentos, de lo cual soy beneficiario directo pues mis abuelos maternos se conocieron a bordo del Leipzig, buque de la Marina Imperial Alemana surto en Valparaíso cuando emprendieron rumbo al exilio.
Si ha habido en mis recuerdos alguien extraordinariamente simpático y sociable, a la vez que diplomático eximio y dedicado, ese fue nuestro padre. Fue él en realidad mi primera escuela de derecho internacional con el solo hecho de observar las funciones de un embajador y funcionario distinguido, los primeros viajes por Europa o el haber tenido la oportunidad de asistir a la botadura del buque escuela Esmeralda en Cádiz, del cual mi madre fue su madrina por el hecho de ser la esposa del Encargado de Negocios de Chile en España en la ausencia de un embajador que todavía no asumía sus funciones. Una relación muy estrecha se desarrolló a partir de ese entonces con la Armada Nacional, con la que he tenido la oportunidad de trabajar en numerosas ocasiones.
Cuando estaba yo todavía en la universidad mi padre fue designado subsecretario de relaciones exteriores, culminando una carrera que había iniciado como joven secretario de la cancillería y pasando por ser uno de sus legendarios jefes de protocolo. Las variadas misiones que le correspondieron desde las funciones de subsecretario estimularon aún más mi interés por los temas internacionales. En un momento del gobierno de Jorge Alessandri tuve incluso una interesante invitación a incorporarme a la cancillería en una alta función, pero preferí continuar con los estudios de derecho sin tareas paralelas. Siempre se preocupó mi padre de presentarme a personalidades de gran interés, entre ellos dos que fueron muy queridos amigos, que ya he mencionado, y con quienes tuve esas empatías sin límites, Pedro Ibáñez Ojeda y Carlos Martínez Sotomayor, con ocasión de una comida en Viña del Mar a la que me invitó teniendo yo apenas veintiún años, como igualmente me presentó al Príncipe Bernardo de Holanda y otros visitantes a nuestro país cuando era niño, a quienes pedía que me firmaran en un cuaderno para luego mostrarlo orgulloso en el colegio, lo que naturalmente nadie creía que fuese cierto.
A pesar de que nuestro padre partió a edad no muy avanzada continuó en funciones diplomáticas desde el cielo, constituyéndose en mi ángel diplomático, como lo atestiguan dos hechos extraordinarios. El primero fue que recién llegados con mi señora a Londres como joven embajador de Chile y representante de un gobierno que no tenía muchos amigos en el mundo internacional, fuimos invitados al baile que ofrece la Reina al inicio del otoño en el palacio de Buckingham para el cuerpo diplomático, miembros de la Cámara de los Lores y de la Cámara de los Comunes y otras personalidades, todos quienes forman filas a uno y otro lado de un enorme salón por estricto orden de precedencia. La Reina saludaba con una inclinación de cabeza a un lado y otro pero solo se acercaba a los embajadores de las grandes potencias, como Alemania, Francia, los Estados Unidos y la entonces Unión Soviética. Nosotros como recién llegados estábamos en el penúltimo lugar de precedencia al fondo de la sala. Observé que un distinguido edecán del Foreign Office que la acompañaba le dice algo al oído, mira la Reina hacia mi lugar y comienza a acercarse directamente. Pensé que se dirigía a saludar a otra persona pues detrás mío se encontraba el ministro de defensa Michael Heseltine, pero vaya sorpresa, era a nosotros que quería saludar personalmente, ante los ojos atónitos de los demás asistentes. Iniciado el baile me acerqué al edecán y le pregunté si era él quien le había susurrado algo al oído respecto de mí, me confirmó que así era pues había observado en la lista de asistentes mi nombre, lo que inmediatamente asoció al hecho de que mi padre había sido jefe de misión en Madrid en los mismos años en que ese edecán era un joven secretario de la embajada británica, recordando la amabilidad de nuestro padre con todos los jóvenes funcionarios de las embajadas allí acreditados, lo que no había olvidado. Nuestro ángel diplomático seguía en funciones. En esa misma oportunidad caminaba unos pasos más atrás de la Reina la Princesa Diana de Gales, quien igualmente se acercó a saludarnos y conversamos sobre su hijo recién nacido, hoy el futuro Rey de Gran Bretaña.
El hecho de ser nosotros igualmente jóvenes cuando asumimos la embajada facilitó sin duda una relación más estrecha con muchos de quienes habían sido en otros momentos jóvenes diplomáticos. Tenía yo cuarenta y dos años, lo que mostraba que una característica del general Pinochet era la de confiar en la juventud, como igualmente había sucedido cuando teniendo treinta y seis años, momento en que me designó para presidir las negociaciones con Argentina sobre el Canal Beagle.
Dos años después se repite la intervención de nuestro padre. Recién designado como Ministro de Estado del Foreign Office, equivalente a un secretario de Estado adjunto, un parlamentario conservador muy distinguido, Tristan Garel-Jones, con quien nos vemos hasta el día de hoy, fue invitado con representantes diplomáticos a una recepción para presentarle. Estando yo nuevamente en un extremo del salón, observo que me mira y avanza directo a saludarme. “Y tú, ¿qué haces aquí?” me dice con gran familiaridad en un perfecto castellano, “no te acuerdas de mí”. Me recuerda que estando de niño con su familia en Madrid, su madre nos enseñaba inglés junto a Claudio, por iniciativa de nuestro padre. Cuando ya se aburría con nosotros, lo que me imagino ocurriría con frecuencia, nos invitaba a patinar en hielo junto con su hijo, el propio que ahora era el ministro de Estado. Entonces recordé todo y nos fundimos en un abrazo ante nuevas miradas atónitas. A partir de ese momento las puertas del Foreign Office estaban enteramente abiertas para mí y las reticencias iniciales de tratar con el embajador de Chile se esfumaron por completo. El ángel diplomático continuaba en funciones, como no ha dejado de estarlo durante muchas etapas difíciles de mi vida diplomática o profesional.
Presidente José Luis Cea: Otro aspecto sobre el que interesa preguntarte se refiere a quienes fueron tus profesores en la Universidad y otras etapas de tu vida intelectual que más influyeron en tu formación.
Los profesores de la Facultad de Derecho cuando estudié en ella eran de gran jerarquía y con una visión muy profunda de sus respectivas disciplinas. Recuerdo con particular afecto a Jaime Eyzaguirre, historiador de nota, quien me confirió el honor de designarme como su ayudante, lo que me permitió mantener con él una muy estrecha relación y acompañarle en muchas de sus actividades. Tuve también mucha cercanía con Jacobo Schaulsonn, quien desempeñaba la cátedra de derecho civil, a quien vi mucho en mis visitas diarias al Congreso, pues era el Presidente de la Cámara de Diputados, siempre me acogió con gran simpatía y deferencia.
Las dos figuras estelares para mi vocación por el derecho internacional fueron en esos años Ernesto Barros Jarpa, quien fue mi profesor de esa materia y ulteriormente dirigió mi tesis, ministro de relaciones exteriores a muy temprana edad, muy simpático y amable. La otra figura fue Julio Escudero Guzmán, autor del decreto antártico del Presidente Aguirre Cerda, que fue probablemente el origen de mi pasión por el continente antártico. Colaboraba como su ayudante en el Departamento de Derecho Internacional, función en la cual me correspondió ayudarle a clasificar la biblioteca que le dejó don Alejandro Álvarez, de quien fue su albacea. Andando los años, cuando me correspondió desempeñar funciones en la Corte Internacional de Justicia, nunca dejé de recordar esa cercanía intelectual con quien fue juez de ese alto tribunal.
En la etapa de mi doctorado en el London School of Economics and Political Science de la Universidad de Londres, tuve también el privilegio de trabajar como directoras de mi tesis con dos profesoras igualmente distinguidas. Patricia Birnie, la gran especialista sobre el derecho internacional del medioambiente, lamentablemente fallecida, y Rosalyn Higgins, eminencia del derecho internacional y poco después juez y Presidenta de la Corte Internacional de Justicia, quien me ha honrado con su continua amistad hasta el día de hoy. Allí se consolidó mi interés por el continente antártico pues la tesis doctoral versó sobre la cooperación en ese continente y sus nuevas manifestaciones y dificultades. Aun cuando pueda parecer extraño, toda la parte de investigación inicial de mi tesis pude hacerla cuando era embajador en Londres, utilizando las magníficas bibliotecas de esa ciudad y la del Scott Polar Research Institute de la Universidad de Cambridge, en la que encontré, de paso, magnífico y desconocido material sobre la política antártica de Chile. Fue un esfuerzo enorme pues debía aprovechar tempranas horas del día, otras ya avanzada la tarde y la noche, sin excluir fines de semana y momentos de vacaciones, pero me pareció bastante más interesante que dedicarse a la equitación, el golf u otras entretenciones de muchos colegas embajadores. La tesis culminó exitosamente cuando ya había terminado mis funciones diplomáticas en la capital británica.
Muchas otras personalidades del mundo del derecho internacional fueron mis amigos y mentores. Francisco García Amador, de Cuba, director del departamento jurídico de la OEA y muy distinguido jurista, con quien trabajé más de seis años. No poca fue mi sorpresa cuando estando en la etapa de mi examen de licenciatura recibo una carta invitándome a desempeñar funciones en ese departamento en Washington. Me la entregó un auxiliar quien la vio algo abandonada en la oficina de partes de la Facultad. Esa invitación se debió a los variados artículos que ya había publicado como ayudante en materias del derecho internacional, aun cuando, averiguando después sus detalles, se había creído que yo tenía más edad pues se trataba de una alta posición como colaborador del director, debiendo a la vez desempeñarme como Secretario Ejecutivo de la Comisión Interamericana de Paz y de la Comisión Especial de Consulta sobre Seguridad, lo que me puso en contacto desde mis inicios con toda suerte de conflictos entre países de nuestra región.
Fue García Amador quien me presentó a muchas personalidades del derecho internacional con las que se generó una muy estrecha relación por muchos años. Menciono a René-Jean Dupuy, secretario de la Academia de Derecho Internacional de La Haya, quien me invitó a participar en variados coloquios y a dictar cursos tanto en La Haya como en cursos regionales en otras capitales; Stephen Schwebel, asesor jurídico del Departamento de Estado de los Estados Unidos y andando el tiempo también juez y Presidente de la Corte Internacional de Justicia, quienes juntos con su esposa han sido nuestros amigos de toda una vida; la lista sería muy larga. No podría estar ausente de ella otra gran amiga, Martha T. Muse, histórica presidenta de la Fundación Tinker en Nueva York, mujer de gran talento y filántropa por excelencia, quien me fue presentada por Pedro Ibáñez Ojeda y con quien se trabó un entendimiento instantáneo y total. Me apoyó en todas las actividades académicas que requirieron de su ayuda y a la vez nos acompañó en muchas de ellas. Tan estrecha fue nuestra relación que cuando se produjo su lamentable deceso hace poco tiempo fui invitado a pronunciar el discurso de despedida en una hermosa iglesia de Nueva York.
Un papel curioso ha jugado en estas relaciones el fenómeno de la empatía. Con todos quienes he mencionado se produjo ese fenómeno en forma instantánea. Lo mismo me ocurrió con Ernesto Videla y con Carlos Martínez Sotomayor, a quienes ya he mencionado, con el Presidente de la Academia Francesa de Ciencias Sociales con ocasión de una visita que hice al Instituto de Francia cuando presidía yo nuestra Academia en Chile, sin que tampoco haya estado ausente el fenómeno contrario, generador de antipatías instantáneas y recíprocas.
Presidente José Luis Cea: Ya te habías dedicado intensivamente en esta etapa a la vida académica y diplomática, pero mencionabas al comienzo que también habías tenido una vertiente literaria, ¿quedó ella en el pasado o sobrevivió de alguna forma?
Esa vocación literaria sobrevivió pero mutándose en sus manifestaciones. No olvido que ella en una medida importante encuentra su origen en el Instituto Ramiro de Maeztu. Un profesor llevó a mi curso a visitar una gran imprenta de Madrid, donde observé la tecnología de las linotipias, el olor a tinta y papel, lo que culminó cuando un gentil operario me pregunta mi nombre e instantes después me entrega una placa de metal con el nombre grabado, listo para imprimir, que guardé durante años como apreciado tesoro. En un comienzo me dediqué al ensayo y a algunas expresiones relacionadas con la historia. Fue en esa etapa que se me otorgó el Primer Premio en un concurso de la UNESCO convocado en homenaje al centenario del nacimiento de Rabindranath Tagore y otros menores. Ese Premio ha reaparecido en mi vida en diversas ocasiones, primero con motivo de haber sido designado miembro honorario de la Sociedad India de derecho internacional en una ceremonia en Nueva Delhi y luego en un taxi en Nueva York conducido por un emigrante de Bangladesh, patria de Tagore, a quien conté mi vínculo con el poeta y filósofo, y quien preso de la emoción no quería cobrarme, algo muy extraordinario en esa ciudad.
Igualmente me interesó la crítica literaria, habiendo escrito para el diario La Unión de Valparaíso en la etapa que era Alfredo Silva Carvallo su histórico director, como también solía escribir para la revista Atenea de la Universidad de Concepción, dirigida por Milton Rossel, todo ello a instancias de un gran amigo del mundo de la prensa y luchador incansable de causas públicas como fue Tomás Mac Hale. También se manifestó esa vocación en haber fundado varias revistas desde la época del colegio hasta los primeros años de universidad, todas ellas de corta vida.
No puedo dejar de mencionar que también fui invitado a dirigir la revista Portada, para mí toda una sorpresa, órgano que hizo contribuciones notables al pensamiento nacional y el análisis de las coyunturas políticas y económicas, con el cual había estado asociado por un largo tiempo. También en su redacción se reunían nombres muy destacados, debiendo recordar en particular a Gonzalo Vial, Cristián Zegers, Jaime Guzmán, Arturo Fontaine, Jaime Martínez, Fernando Silva, Hermógenes Pérez de Arce, Tomás Mac Hale y José Garrido, otro gran amigo, entre varios más.
Una segunda manifestación ya combinaba el periodismo con las relaciones internacionales. Gracias a una invitación de Arturo Fontaine y de Cristián Zegers, entonces director y subdirector de El Mercurio, respectivamente, me incorporé al Comité de Redacción de ese diario, en el que estuve un buen número de años, escribiendo centenares de editoriales. En ese Comité participaban personas de gran vuelo intelectual de las que guardo muy gratos recuerdos. Además de Arturo Fontaine y de Cristián Zegers participaban activamente Fernando Silva Vargas, Hermógenes Pérez de Arce, Lucía Santa Cruz, Tomás Mac Hale, Joaquín Villarino, Álvaro Bardón y otras personas de plumas muy agudas y experimentadas. Era además muy entretenido.
Al regresar de la embajada en Londres, Cristián Zegers, quien había pasado a ser Director de La Segunda, me invitó a escribir una columna semanal para ese diario. Sin saber por qué fui llegando a un estilo muy irónico, que mucha gente disfrutaba enormemente pero que algunos, directa o indirectamente aludidos, no quedaban muy felices y reclamaban al director de mis dichos. Ello me demostró que los chilenos, que nos creemos muy graciosos, en realidad lo somos solo cuando se involucra a otros, sin ningún sentido del humor cuando nos toca personalmente. Decidí retirarme cuando fui invitado a dictar cursos por un tiempo a la Universidad de París.
Esa vocación, sin embargo, no ha muerto. Mi sueño fue escribir una novela, posiblemente activando genes del abuelo Luis Orrego Luco, cuyos temas tengo en mi memoria virtual. De hecho escribí una hace poco tiempo, que fue presentada a un concurso literario, la que posiblemente ni siquiera fue leída, como corresponde, pero me consuela saber que grandes escritores han sido rechazados por muchas editoriales. He tenido una imaginación más bien prominente, no porque lo diga yo, sino por habérseme hecho notar por personas con quienes he trabajado, entre ellas las que dirigieron mi tesis en la Universidad de Londres. Algún día quizá daré una sorpresa.
Presidente José Luis Cea: Tu labor en el Instituto de Estudios Internacionales y en la Facultad de Derecho fue muy apreciada, con gran dedicación a la docencia, la investigación y la extensión y la relación con muchos de sus académicos desde la dirección del primero y la cátedra de derecho internacional en la segunda. Me imagino que también tienes un recuerdo muy grato de esa etapa.
Mi asociación con el Instituto fue verdaderamente casual. Me había interesado en sus trabajos desde su creación, pero el Instituto tenía entonces una visión cargada ideológicamente, propia de la época, con la cual yo no coincidía, por lo que nunca tuve la oportunidad de incorporarme a él. Pero estando yo todavía en Washington inesperadamente se me invita no solo a incorporarme, sino a asumir su dirección. Las elecciones universitarias estaban entonces abolidas, pero igual la opinión de los académicos se expresaba por otras variadas vías. Una de ellas fue que la unanimidad de los profesores del Instituto firmó una carta solicitándole al rector mi designación, identidad de opiniones muy inusual.
Ello fue posible porque el entonces rector era el general del aire César Ruiz Danyau, una persona muy ecuánime y prudente, a pesar de que siempre se piensa que los rectores del régimen militar no lo eran. Lo conocí recién designado en la rectoría con ocasión de una visita que hizo a Washington en compañía de Miguel Otero, profesor de larga trayectoria. Le organicé una cena muy concurrida en el Brookings Institution, en la cual se le preguntó de todo y evidentemente sin que gozara de mucha simpatía en un medio liberal de los Estados Unidos. Sus respuestas fueron tan sinceras y bien concebidas que se ganó el respeto de toda la audiencia.
No todos los rectores de la Universidad de Chile tuvieron las mismas características, ya fuesen civiles o militares. Los hubo de gran jerarquía, como Juan de Dios Vial Larraín y Marino Pizarro, ambos compañeros en esta Academia, al igual que los hubo entre los rectores militares, Agustín Toro Dávila y Roberto Soto Mackenney en particular. Algún otro discurrió la poco académica idea de convocar a Samuel Claro, entonces Decano de la Facultad de Música, y a mí como Director del Instituto, para que le ayudásemos a redactar alguna declaración que deseaba hacer; hasta allí todo estaba muy bien, pero súbitamente nos encierra con llave en la sala contigua a la rectoría donde nos encontrábamos hasta que no terminásemos nuestra tarea. Tan insólito era ello que más dio para reírse que para molestarse.
El trabajo en el Instituto y en la Facultad fue muy intenso, se publicaron numerosas investigaciones, se convocaron a reuniones con la asistencia de especialistas en los temas a tratar provenientes de numerosos países, se organizaron los primeros programas de postgrado. Contábamos con la colaboración de muchas personas de gran dedicación, académicos y administrativos, aun cuando no faltaron quienes utilizaron al Instituto como trampolín para lograr otras designaciones o para cultivar intereses políticos muy ajenos a nuestras funciones.
Una de las características iniciales del Instituto, que había seguido el modelo del Royal Institute of International Affairs de Londres, fue la de servir de gran foro de discusión entre intelectuales, personeros políticos, empresarios y altos funcionarios gubernamentales. Fue extraordinario su éxito en ese plano, pero poco a poco se fue perdiendo su capacidad de convocatoria debido a que no siempre los asistentes eran adecuados, fenómeno inevitable en una universidad de la complejidad y tamaño de la Universidad de Chile. Decidí entonces crear en 1989 el Consejo Chileno para las Relaciones Internacionales, siguiendo el ejemplo de instituciones similares de Nueva York, Chicago, Londres y París, con todas las cuales tenía contacto continuo. Fue también un gran éxito que perdura hasta el día de hoy. Mientras fui su Presidente por los primeros nueve años realizamos muchas de sus reuniones y encuentros en esta sede del Instituto de Chile. Posteriormente tuve el honor de ser sucedido por Gabriel Valdés Subercaseaux y ulteriormente por Hernán Felipe Errázuriz, su dinámico Presidente actual con la compañía insustituible de su Secretario Ejecutivo, Mario Correa Saavedra, otro amigo desde hace años.
Un recuerdo muy grato y perdurable fue que descubrí que tenía, además de una vocación intelectual, una de explorador. Ella estuvo asociada primero al derecho del mar, en el que me había iniciado Francisco García Amador, director jurídico de la OEA a quien ya he mencionado, gran especialista en la materia y negociador por Cuba de numerosos acuerdos y convenciones internacionales antes de que tuviese que exiliarse como muchos de sus compatriotas. Por la naturaleza de los temas a tratar escogimos reunirnos en lugares tan variados como Punta Arenas, Valparaíso, Arica o Iquique, siempre con la enorme capacidad organizadora de Gloria Banus, una colaboradora de gran valía a quien recuerdo como una amiga muy querida. Muchas de ellas fueron acompañadas de excursiones en buques de la Armada desde los canales australes hasta las islas de Juan Fernández. Igual tengo el muy grato recuerdo de la participación de Gabriel González Videla en uno de estos encuentros en que explicó su iniciativa de proclamar una zona marítima de 200 millas, quien tuvo una acogida apoteósica en una sala con enorme concurrencia.
Un segundo tema en que la vocación de explorador se manifestó aun más claramente fue el de la cooperación antártica, interés que ya venía desde mi asociación con Julio Escudero y que culminó con mi tesis doctoral en Londres. Nunca se había realizado un encuentro académico en el continente antártico. Concebí la idea de convocarlo en la base antártica Teniente Marsh en la isla Rey Jorge para tratar del problema de la explotación potencial de recursos minerales en ese continente, contando para ello con la organización más perfecta de que tenga memoria mediante la ayuda de la Fuerza Aérea de Chile, se movilizaron grandes aviones Globemasters, varios helicópteros y otros medios para recorrer bases e hitos geográficos de la península antártica. Asistieron los más distinguidos especialistas y diplomáticos de los países antárticos, encuentro que dio origen a una obra que poco tiempo después fue publicada por Cambridge University Press, la primera de muchas que he publicado allí. Esa obra, que a pesar de tener un cuarto de siglo lleva más de veinte ediciones y continúa vendiéndose, fue presentada en un acto pocos meses después de su publicación que me produjera profundo impacto. Recién llegado a Londres como embajador se realizó el acto de presentación en el gran anfiteatro histórico del Royal Geographical Society, en el que han sido homenajeados los grandes personajes de las exploraciones geográficas, pleno de asistentes, con la intervención de distinguidos académicos británicos y de su modesto autor. Tal fue el efecto de esa iniciativa que fue incluida en la lista oficial de expediciones científicas antárticas publicada por el Scott Polar Research Institute de la Universidad de Cambridge.
La vocación de explorador se manifestó en otras iniciativas, debiendo mencionar el tercer tema que ha sido la pasión de mi vida: la cooperación en la Cuenca del Pacífico y la participación de Chile en ella. Este tema ya había ocupado la atención del Instituto de Estudios Internacionales desde su creación, habiendo su primer director, Claudio Véliz, organizado encuentros de gran interés. Visité numerosos países insulares del Pacífico Sur, Australia y Nueva Zelanda, los países del sudeste asiático, Japón, China y las islas del archipiélago de Hawai, con todos ellos estableciendo contactos de gran influencia en lo que habría de ser la creciente participación de Chile en ese marco. Obras y artículos también fueron su resultado, que llevaron a vincularme con las principales instituciones académicas de la cooperación Trans-Pacífico.
En ese marco se hizo necesario explicar qué razón tenía Chile para interesarse en un proceso que se consideraba entonces ajeno al interés de América Latina, mirándose nuestro interés con escepticismo y hasta sospecha. Concebimos entonces la iniciativa de convocar a una gran conferencia sobre la cooperación en el Pacífico. No había lugar más apropiado, simbólico y atractivo que hacerla en Isla de Pascua, donde nunca tampoco se había hecho hasta este entonces una conferencia académica. El éxito fue instantáneo, la asistencia de enorme jerarquía, debiendo restringirse la participación debido a las limitadas facilidades de infraestructura que entonces ofrecía ese territorio insular. Nuevamente la invaluable ayuda de la Fuerza Aérea de Chile fue la que permitió asegurar los medios de transporte y la movilización de los abastecimientos necesarios. Nuevas obras surgieron de ese encuentro. A partir de entonces el interés de Chile en el Pacífico ha quedado definitivamente acreditado, como lo demuestra su actual nivel de participación económica y comercial en esa Cuenca.
No puedo dejar de mencionar otro momento muy grato de mi vida académica. En 1991 había sido elegido por el Institut de Droit International, la principal institución científica internacional en esta disciplina, como uno de su limitado número de miembros, todo ello gracias a la generosidad de muy queridos amigos que tenían gran influencia en su actividad. Daniel Bardonnet, Secretario General de la Academia de Derecho Internacional; Daniel Vignes, el gran especialista francés del derecho del mar contemporáneo; Prosper Weil, uno de los juristas internacionales más brillantes y quien colaboró estrechamente con nuestro país en el marco de la mediación papal; Sir Elihu Lauterpacht, figura histórica de la Universidad de Cambridge en esta disciplina, e Ian Brownlie, similar figura de la Universidad de Oxford, también nuestro asesor en la mediación, fueron mis principales patrocinadores. Algunos años más tarde se me confirió el gran honor de ser designado Presidente del Institut para el período 2005-2007, con ocasión de lo cual se convocó a la Sesión correspondiente a ese último año en Santiago, que me correspondió presidir.
La dedicación al derecho internacional llevó también a muchas otras oportunidades de gran honor para mí. Fui invitado a dictar cursos de doctorado en la Universidad de París-Pantheon y paralelamente en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de esa casa de estudios, colaborando con los profesores Daniel Bardonnet y Prosper Weil, quien me pidió que lo reemplazara en su cátedra durante períodos en que debía ausentarse. La impresión de dictar la cátedra de Prosper Weil, mirando la grandeza del Pantheon por los ventanales que daban a la Rue Soufflot, no fue menor. Igualmente dicté cursos en la Universidad de Stanford y en la de Miami, en el Research Center for International Law de la Universidad de Cambridge y en la Academia de Derecho Internacional de La Haya.
Secretario Jaime Antúnez: Yo quería retomar el tema de José Luis respecto de las influencias familiares, preguntándote por la relación con tus hermanos. Conozco a dos de ellos, Fernando, médico investigador y científico, y Claudio, que fue una figura política muy importante quien era el sucesor evidente de Frei Montalva en La Moneda una vez restaurada la democracia, con una perspectiva más actualizada y dotado de una simpatía extraordinaria.
La relación familiar con los hermanos fue muy interesante e influyente en mí, que era el menor de cuatro hermanos. María Soledad, la mayor, ha sido por muchos años el núcleo vital de la unidad de la familia desde que se fueron nuestros padres. Fernando ha representado la cúspide de la dedicación científica y su legado científico y académico es de gran notoriedad, entre otros logros el haber creado la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes. Dada nuestra escasa diferencia de edad con Claudio éramos los más cercanos y nos correspondió vivir juntos muchas de las experiencias de la juventud a lo largo y ancho del mundo. No podían faltar por cierto las peleas entre hermanos, pero nada de ello era capaz de alterar los sentimientos de profunda hermandad a lo largo de los años, la que se fue incrementando con el paso del tiempo.
Aun cuando no compartíamos las mismas identidades políticas, coincidíamos en muchos aspectos que se retroalimentaban, siempre en función de la moderación y la prudencia. Mientras él era un importante dirigente de la FEUC yo lo era de la FECH, aun cuando nada importante, los votos liberales y conservadores no daban para mucho, intercambiando en muchas oportunidades experiencias e informaciones que nos llegaban a uno u otro por compañeros que se confundían dado nuestro parecido físico en algunas etapas, entregándome información confidencial de las luchas internas de la Democracia Cristiana como a él de aquellas entre liberales, conservadores y radicales.
Como ya lo señalaba anteriormente y tu pregunta lo reafirma era Claudio la persona llamada a ser Presidente de Chile, habría producido una unión nacional inmediata en torno a su personalidad y en torno a una concepción moderna de su partido. El destino determinó otra cosa. Fue Claudio quien me presentó a Frei Montalva, dando origen a nuestra importante relación. Fuimos juntos a los funerales del exmandatario. Fue también Claudio quien tomó la iniciativa de invitarme a reunirme con la alta dirigencia de su partido en los momentos álgidos de la relación con Argentina en 1978 y posteriormente en el transcurso de la mediación papal, lo que permitió que todos los sectores políticos estuviesen debidamente informados, como también lo hacía Ernesto Videla y Enrique Bernstein. La unidad nacional más allá de toda bandería fue el buen fruto de estas iniciativas. También cooperamos con Claudio en varias iniciativas académicas, entre ellas la que ya mencioné de Isla de Pascua.
Nos reuníamos constantemente y la amistad se incrementaba con el paso del tiempo. Fue un parlamentario muy valiente, siendo épicas sus iniciativas para aclarar el asesinato del comandante Arturo Araya, edecán de Salvador Allende, así como su lucha por la preservación genuina de la democracia en ese período de gran turbulencia, que entre otros aspectos se tradujo en la adopción del célebre acuerdo de la Cámara de Diputados en 1973 respecto del quiebre del orden constitucional y la legalidad por parte del gobierno de la época. Intercambiando ideas con Claudio siempre tuve muy claro que el período del gobierno militar sería transitorio y la democracia volvería a ser la norma del sistema político chileno. El legado de Claudio es permanente y el país debiera estarle agradecido.
Presidente José Luis Cea: Ya que estamos hablando de las relaciones humanas con figuras políticas, mencionabas que con el general Pinochet habías tenido una relación variada, que interesa conocer.
Mi relación con el general Pinochet tuvo aspectos muy positivos en materia diplomática y las relativas a la conducción de nuestras relaciones internacionales, como también otras que fueron más difíciles. Ya mencionaba anteriormente que era una persona que confiaba mucho en la juventud, prueba de lo cual fue la designación que me hiciera para presidir el equipo negociador con Argentina en 1978, proceso en extremo delicado, por sugerencia de Hernán Cubillos, su canciller y amigo de muchos años. También me referí a mi temprana designación como embajador en Londres, esta vez por iniciativa de Miguel Schweitzer, quien regresó de su embajada en Londres para hacerse cargo de la cancillería. Con anterioridad el Almirante Patricio Carvajal me había ofrecido la embajada en Buenos Aires y Hernán Cubillos las embajadas en Londres, París o Ginebra. Lo agradecí mucho como honor inmerecido, pero en definitiva me excusé pues no me sentía cómodo por eventos políticos de nuestro país en esos momentos. Pensé mucho la primera de ellas e incluso lo medité por largo rato en los preciosos jardines que enfrentan el Templo de Oro en la ciudad de Kioto, con ocasión de una visita a que me había invitado la Fundación Japón para conocer ese país.
En las varias ocasiones que conversé con el general Pinochet en el curso de esas difíciles gestiones vecinales me formé la impresión de que era un hombre sagaz y prudente. Entre las varias opciones de política que cabía considerar siempre optó por la más razonable. En los momentos más críticos de 1978 me invitó a conversar privadamente con él al palacio de Cerro Castillo en Viña del Mar, ocasión en que le presenté los hechos y el curso de las negociaciones con entera crudeza, a la vez que le expresé mis opiniones. Sus reacciones estuvieron en todo momento presididas por la prudencia que anotaba. Esa fue también una característica que compartían el almirante José Toribio Merino, a pesar de que en ocasiones se le presenta como un halcón partidario de la guerra, lo que no era efectivo, y el general del aire Fernando Matthei, con quienes igualmente tuve una muy cordial y grata relación.
La situación que me incomodaba era la relativa a violaciones de derechos humanos por algunos personeros del régimen, de ninguna manera generalizable a todos sus colaboradores. Había, sin embargo, una diferencia fundamental con otros sectores que invocaban esas violaciones pues para muchos los derechos humanos eran una bandera de lucha que servía de pretexto para causarle erosión y desprestigio al gobierno como estrategia para sustituirle en el poder a la vez que para obtener financiamiento político de fuentes extranjeras. Para muchos otros, en cambio, entre quienes me contaba, la defensa de los derechos humanos no tenía intencionalidad política alguna, se debía simplemente a que creíamos en esos derechos por corresponder a un sentimiento moral muy profundo. Nadie recuerda, o desea ignorar, que las primeras denuncias en este plano fueron publicadas por la revista Portada, órgano mensual conservador y católico que algunos consideraban integrista, franquista y toda una batería de epítetos gratuitos. En aquel entonces era yo el director de la revista y decidí publicar, con el apoyo de su extraordinario consejo editorial, artículos del analista británico Robert Moss en los que efectuaba sus apreciaciones críticas. Me valió no pocas citaciones a visitar a un coronel que era algo como el censor de la prensa en el edificio Diego Portales, pero que era una buena persona que hacía un esfuerzo por comprender diferentes puntos de vista. Ese convencimiento fue el mismo que me llevó a defender en todo momento la libertad de expresión y la libertad de cátedra en nuestras tareas universitarias, algunos de cuyos grandes beneficiarios procuran hoy olvidar. Hay otras personas que hoy afirman que si hubiesen sabido lo que ocurría no habrían colaborado con el gobierno militar, pero el hecho es que esa era una realidad que todos sabían, pero que era más conveniente ignorarla por la prioridad que les otorgaban a otros intereses.
Desde la embajada en Londres la situación fue similar pues en todo momento hice presente la necesidad de un irrestricto respeto de los derechos humanos y el término del exilio. Pude intervenir con éxito en la solución de muchos problemas que afectaban a nuestros compatriotas. Uno de ellos, el doctor Alfredo Jadresic, exdecano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, a quien conocía desde la universidad, tuvo la nobleza de destacarlo en sus memorias, lo que le agradezco y contrasta con la actitud de otras personas.
Lo anterior determinó una relación crítica con autoridades del gobierno y de la cancillería. Cuando acepté esa embajada también lo pensé mucho y consulté la opinión de Sergio Onofre Jarpa, a la sazón Ministro del Interior y político de gran visión, del Cardenal Juan Francisco Fresno y de Carlos Martínez Sotomayor. Todos ellos fueron de la opinión que debía aceptarla pues había, por una parte, una necesidad nacional en las postrimerías de la mediación papal y, por otra parte, que era una manera de estimular la transición a la democracia, tarea en que estaban todos empeñados desde sus respectivas responsabilidades. Recibí críticas de parte de quienes no conocían las razones de esa decisión ni me correspondía explicárselas, como también palabras muy encomiásticas de otros altos dirigentes políticos, entre ellos Radomiro Tomic.
Terminado ya el gobierno militar tuve con el general Pinochet y su familia una relación de una naturaleza diferente, producto de que éramos vecinos de la antigua Hacienda Bucalemu, de propiedad de don Claudio Vicuña, una de cuyos terrenos había adquirido el Ejército para el uso de su Comandante en Jefe, incluidas la casa histórica y un precioso parque de grandes dimensiones que conocíamos desde niños, pleno de pavos reales y sus evocadores cantos. En ese entorno solíamos reunirnos algunos de los vecinos y pudimos conocer en un plano más personal y ajeno a la política a don Augusto Pinochet y su familia.
Secretario Académico Jaime Antúnez: Y después, ¿estuviste alguna vez con él?
Fueron muchas las veces que lo vi. Durante los meses en que el general Pinochet estuvo detenido en Londres tuve la oportunidad de visitarle y explicarle la situación en el derecho internacional, no siendo mis apreciaciones equivocadas. Fue muy triste ver a un ex-Presidente de Chile detenido en un país extranjero a pesar de que contaba en Virginia Waters con todas las comodidades propias de su jerarquía. Igualmente asistí a varias de las sesiones de la Cámara de los Lores en que se discutió su caso. El Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle y su canciller y antiguo amigo José Miguel Insulza me habían pedido que me trasladara con urgencia a Londres para colaborar en su defensa, pero en los momentos iniciales ello me resultaba imposible por tener que atender compromisos profesionales que no se podían alterar.
Hechos notables de este lamentable episodio fue la visita que le hizo Margaret Thatcher y posteriormente, ya presto a despegar con rumbo a la patria, el que le enviara un objeto de plata conmemorativo de la batalla de Trafalgar, en que Gran Bretaña derrotó a España, regalo cuya sutileza y humor británico no podría pasar desapercibido. Me lo mostró en una oportunidad, pero posteriormente fue robado desde su casa de El Convento. Lo vi igualmente en sus momentos de ancianidad, ya abandonado de todos quienes se habían beneficiado de su gobierno, como ocurre con todos los hombres públicos en nuestro país.
Presidente José Luis Cea: Otro tema que es de interés considerar es el de tu experiencia en esta Academia y en ese contexto el del premio nacional de humanidades y de ciencias sociales que te fue otorgado en 2001 y que significaron para ti estas vivencias excepcionales.
La Academia ha sido permanentemente una institución de excelencia en la cual siempre he sentido gran orgullo de participar. Me incorporé también muy joven a ella, a los cuarenta y cinco años, gracias a la iniciativa generosa de Carlos Martínez Sotomayor, quien la presidía en ese momento. Mi discurso de incorporación trató de los tres temas que han constituido la pasión de mi vida, integrados por el mismo hilo conductor de cómo ellos se entrelazan mágicamente en las expresiones del interés nacional, derecho del mar, cooperación en el Pacífico y régimen de la Antártida. Posteriormente pudimos publicar varios volúmenes con todos los discursos de incorporación y de recepción de los Académicos desde los comienzos de la institución, línea que ha continuado con volúmenes adicionales, constituyendo una extraordinaria colección del pensamiento chileno a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Anteriormente he mencionado algunos de los notables nombres que la componían, a los cuales se han incorporado otros ya de diferentes generaciones. La filosofía, el derecho, la política, la economía, el periodismo y otras disciplinas han sido representadas con gran distinción en su seno. Mientras más joven más impresionante resultaba esta élite del pensamiento chileno. A ello deben agregarse los nombres de quienes participan en nuestras academias hermanas, especialmente aquellas de Buenos Aires, Córdoba, Colombia y España, muchas de las cuales me han conferido honores que guardo entre mis más gratos recuerdos, a la vez que siempre me han acogido con agrado en sus históricas sedes. Hubo solo dos iniciativas que no llegaron a prosperar y que cabría desear que el futuro las permita, una relación institucionalizada con la Academia Francesa de Ciencias Sociales y con la Academia Pontificia de Ciencias.
No podría dejar de evocar también los nombres de Juvenal Hernández, el histórico rector de la Universidad de Chile; el de Felipe Herrera, figura emblemática del Banco Interamericano de Desarrollo y mi amigo de muchos años desde la época en que ambos vivíamos en la capital de los Estados Unidos; el de José María Eyzaguirre, ex-Presidente de la Corte Suprema; los de Félix Schwartzman y Juan de Dios Vial Larraín, filósofos por excelencia, Máximo Pacheco Gómez o Gabriel Valdés Subercaseaux, con los cuales también mantuve estrechas relaciones desde la Facultad de Derecho en el caso del primero y en Naciones Unidas y el Consejo Chileno para las Relaciones Internacionales en el caso del segundo. Un recuerdo muy especial guardo de Adriana Olguín de Baltra y de Marino Pizarro, con quienes tuve el agrado de colaborar cuando fui Presidente de la Academia, en sus respectivas funciones de Vicepresidente y Secretario.
Me preguntaba también nuestro Presidente por el significado del Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades. Fue nuevamente una generosa iniciativa de Carlos Martínez Sotomayor, quien como Presidente de la Academia integraba el jurado correspondiente, a la que se agregaron otras iniciativas de algunos amigos muy queridos que mencionaron mi nombre, probablemente con alguna exageración, a otros miembros del jurado a los que fueron encontrando en el desempeño de sus respectivas actividades. Menciono en particular al Doctor Pablo Casanegra, amigo y compañero de mil aventuras en las pistas de esquí de El Colorado, algunas de una audacia cuasi-suicida, como menciono igualmente al distinguido profesor de derecho internacional de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, Hernán Varela. Se estableció así una corriente de opinión que llevó al feliz resultado de ser galardonado con esa alta distinción fundamentada en la contribución que había podido realizar precisamente a los temas indicados del derecho del mar, el Pacífico y la Antártida. De allí que mi nombre figure inscrito en letras de oro en la lista de premios nacionales que han obtenido los académicos de la Universidad de Chile que se despliega en el patio de la Casa Central frente al monumento de Andrés Bello.
Presidente José Luis Cea: Igualmente es importante conocer el recuerdo que tienes de otro distinguido compañero de esta Academia, el general Ernesto Videla, con quien tuviste una amistad muy prolongada.
Como lo anticipaba, con Ernesto Videla tuve una de aquellas empatías extraordinarias que permite la vida, más bien escasas pero muy selectas e intensas. Desde los aciagos días de las negociaciones con Argentina en 1978 hasta la culminación histórica de la mediación papal en 1984, seguidos de innumerables conversaciones y encuentros, tuvimos en realidad una identidad de pensamiento muy profunda, incluido por cierto nuestro trabajo en esta Academia.
Ernesto Videla fue uno de aquellos generales emblemáticos que ha tenido el Ejército de Chile, dotado de una gran inteligencia y simpatía sin igual, que, al contrario de lo que podría pensarse, abominaba de la guerra y fue un verdadero hacedor de la paz. Sus dotes de estratega de la diplomacia lo llevaron a ser el gran articulador del consenso con que se llevó a feliz término todo ese delicado proceso, comenzando por la armonización de posiciones entre los miembros del equipo negociador chileno, tarea nada fácil pues también teníamos en algunas materias opiniones muy diversas, siguien-do por la articulación del consenso entre los negociadores diplomáticos, la cancillería, las fuerzas armadas y el gobierno militar, planos nuevamente de suya dificultad. Pero no terminaría allí ese papel de Ernesto, también fue una figura clave del progreso de la mediación papal con un manejo pleno de moderación y razonabilidad, que en las postrimerías del proceso se tradujo también en el consenso final con la República Argentina. No me cabe duda que la promesa de que los hacedores de la paz serán reconocidos como hijos de Dios ha permitido que Ernesto figure entre ellos en un sitial de honor. Fue para mí un privilegio haber podido colaborar con Ernesto Videla y recordé su papel con emoción cuando en el Patio Alpatacal de la Escuela Militar se develó un busto en su recuerdo, lo que las instituciones civiles harían bien en emular.
Presidente José Luis Cea: Estos recuerdos nos llevan naturalmente al trascendental tema de la mediación papal y el poder apreciar tu experiencia en ella.
He mencionado las personalidades centrales de este proceso, comenzando por Su Santidad Juan Pablo II y siguiendo por su colaborador el Cardenal Agostino Casaroli. A ellas se agregaron otras inteligencias notables, como el Cardenal Antonio Samoré y su brazo derecho, Monseñor Faustino Sainz, persona de gran experiencia diplomática a quien posteriormente encontré como Nuncio Apostólico en Londres, el Cardenal Angelo Sodano y Monseñor Gabriel Montalvo. Todos ellos tuvieron la responsabilidad de conducir ese proceso de mediación en el marco de condiciones que no siempre auguraban un desenlace positivo.
Debo mencionar que mi experiencia se inició algunos meses antes cuando fui designado Presidente de la Comisión que negoció con Argentina en el curso de 1978 en las difíciles circunstancias de que ese país había declarado unilateralmente nulo el Laudo del Canal Beagle. La tensión fue enorme, pero poco a poco fuimos logrando un entendimiento entre las delegaciones de ambos países, no para que coincidiésemos en las soluciones, excepto de manera marginal, sino porque cada parte fue capaz de entender las razones y la desconfianza de la otra y todos, también con una excepción muy determinada, deseábamos la paz y el logro de una solución que fuese compatible con los intereses fundamentales de cada país.
En la delegación chilena me acompañaron experimentados diplomáticos, a muchos de los cuales ya he mencionado también anteriormente, así como altos oficiales de nuestras fuerzas armadas, en particular el general de Ejército Luis Ramírez Pineda, el general del aire Marcial Vargas del Campo y el almirante Germán Guesalaga, colaboradores muy eficaces. Similar era la composición de la delegación argentina, encabezada por el general Ricardo Etcheberry Boneo. Trabajamos mucho y si bien no llegamos a una solución sí pudimos de mutuo acuerdo recomendar a nuestros respectivos gobiernos que prosiguiesen la búsqueda de otros métodos de solución pacífica de controversias, referencia que en la época era un paso muy importante.
Las dificultades fueron muchas pero desempeñamos nuestras tareas con dignidad y nunca se interrumpió una relación personal basada en el respeto y la consideración mutua, que perdura hasta el día de hoy. El único episodio que en realidad me causó gran angustia fue una amenaza de rapto de nuestra hija menor, recién nacida, mediante una llamada anónima cercana al período definitorio de las negociaciones. Era evidente que seguían todos los pasos de la enfermera que la llevaba a pasear a una plaza cercana. Se nos ofreció protección policial, pero tristemente no la pudimos aceptar pues habría significado alimentar a tres turnos de Carabineros en circunstancias que nuestros ingresos no alcanzaban ni siquiera para la familia. Ello dejaba también en evidencia que todas nuestras colaboraciones eran a título honorífico, sin remuneración alguna.
No puedo dejar de contar una anécdota simpática que mostraba como el sentido de humor ayuda a superar tensiones. Cuando las autoridades argentinas procuraron causar un daño económico a nuestro país declarando productos estratégicos muchos de los que se exportaban a Chile, tuvimos una sesión negociadora en Buenos Aires. Nos aprestábamos a abordar el avión que nos traería de regreso en el aeropuerto de Ezeiza, ocasión en la cual el actual embajador Patricio Pozo llevaba una caja de zapatos en la mano, explicando que en realidad se trataba de una tortuga para sus niños, que en Chile no se podían obtener. Le hice presente que eso sería posible solo si el general Etcheberry Boneo, quien nos acompañaba, no la declarara producto estratégico, lo que produjo una carcajada colectiva de chilenos y argentinos. Al final de los finales siempre hemos sido hermanos.
La mediación tuvo por cierto una naturaleza muy diferente pues descansaba en la intervención de una autoridad neutral de la más alta influencia política y moral. Ella se hizo indispensable para asegurar la paz seriamente amenazada entre los dos países y procurar una solución al diferendo mismo, capaz de superar los equivocados enfoques que tanto Chile como Argentina habían tenido en algún momento con posterioridad al Laudo del Canal Beagle. El error de Chile fue la expresión innecesaria de triunfalismo y correspondiente derrota del opositor que siguió a la dictación de la sentencia. El de Argentina fue más serio, consistente en la declaración unilateral de nulidad de ese Laudo, lo que evidentemente no es posible en el marco del derecho internacional que regía el proceso arbitral. Cada parte asumía las peores ambiciones territoriales de la otra, lo que la mediación debía desde un primer momento superar. Algo se había logrado cambiar esta percepción en el curso de las negociaciones de 1978 en el contexto de la buena relación que tuvieron las delegaciones, pero ello era insuficiente para superar las difíciles situaciones históricas que venían desde el siglo XIX.
Chile contó con la buena fortuna de tener un canciller muy competente e inteligente como fue Hernán Cubillos, cuya amistad recuerdo siempre con afecto. A la vez, se contaba con un gobierno bien organizado en que todas las divergencias de opiniones se resolvían internamente y nunca mediante trascendidos de prensa. El proceso en su conjunto desde sus inicios contó siempre con el apoyo unánime de la opinión pública más allá de todas las dificultades que caracterizaban la política nacional. No puedo dejar de recordar cuando en las postrimerías de las negociaciones de 1978 y con el espectro de la guerra muy cercano, como lo evidenciaban claramente las preparacio-nes de ambos países, una vieja citroneta de la universidad que me conducía hacia el centro de Santiago por la Avenida Providencia se detuvo en un semáforo en Condell con el Parque. Un hombre que visiblemente vivía entre quienes habitan debajo de los puentes del Mapocho, raído y desaseado, me hizo una seña de aprobación y respaldo a las tareas negociadoras que llevábamos a cabo con Argentina. Le contesté con un gesto similar y mi más profundo agradecimiento, era la voz genuina del pueblo de nuestro país, generosa y patriótica. Le he tenido presente en muchas ocasiones en que he debido enfrentar situaciones difíciles de nuestras relaciones vecinales u otras.
Acompañé al canciller Cubillos a Buenos Aires en diciembre de 1978 junto a otros personeros que habían intervenido en las negociaciones directas, era el último esfuerzo para evitar la guerra en los precisos momentos en que las tropas tomaban posiciones en la Patagonia y el Intendente Nilo Floody, otro distinguido general de nuestro Ejército, ordenaba la evacuación de Punta Arenas de todos sus habitantes civiles. Los resultados no fueron los esperados, había personeros que asesoraban al Presidente Videla en Buenos Aires que amenazaron abiertamente con la guerra si no se les entregaban algunas de las islas que ese gobierno pretendía.
Yo tenía muy claro, sin embargo, que ese no era el sentimiento ni la intención de la opinión pública argentina. Con ocasión de las numerosas estadías en Buenos Aires del equipo negociador solía escabullirme por la cocina del Hotel Plaza, donde nos alojábamos, para evitar la compañía no solicitada de los equipos de seguridad dispuestos por el gobierno argentino y poder comprarles algunos juguetes a nuestros niños en las tiendas de la Avenida Santa Fe. Muchas personas que me reconocían a raíz de la enorme cobertura de prensa y televisión se me acercaban con simpatía para hacerme saber que ellos no acompañaban la actitud de los militares ni de su gobierno y que debíamos perseverar en nuestra búsqueda de la paz y el derecho, gestos que aprecié más allá de lo imaginable pues ese era el sentimiento genuino de la nación argentina, como en definitiva se demostró a cabalidad.
El único aspecto positivo que resultó de esa fracasada reunión fue, con todo, el fundamental. La guerra tenía día y hora, de lo que me enteré por el embajador de Nueva Zelanda en Santiago, también amigo muy querido, durante una cena de fin de año que ofreció en su casa en la víspera de esa fecha fatídica. La Santa Sede, con seguridad mejor informada que nadie, decidió intervenir con una iniciativa de emergencia enviando una misión encabezada por el Cardenal Antonio Samoré en compañía de Monseñor Faustino Sainz. Ese primer paso, concebido como un ofrecimiento de buenos oficios, fue capaz de lograr, junto a las tormentas feroces que se desencadenaron en esos precisos instantes en los mares australes, que algunas personalidades moderadas del gobierno argentino lograsen detener el inicio de las hostilidades. La mediación formal de Su Santidad fue aceptada por ambos gobiernos poco tiempo después. La obra maestra que Ernesto Videla nos legara sobre el proceso y la experiencia de la mediación papal es el testimonio histórico de la época y los años que seguirían. También debe recordarse con gratitud que fue Monseñor Francisco Valdés Subercaseaux quien primero advirtió de la necesidad de solicitar una mediación papal.
Las personalidades de la Santa Sede que intervinieron en el difícil esfuerzo mediador aseguraron su progreso paso a paso, no exento de contrariedades y momentos en que todo parecía venirse nuevamente abajo. Es notable que durante la primera etapa la atención de los mediadores se concentrara en identificar con exactitud cuál era el interés fundamental en disputa de cada país, lo que no era fácil de discernir en medio de un conflicto generalizado, lo que lograron con toda precisión. Quedó claro que para Chile el interés fundamental radicaba en la soberanía sobre las islas, en tanto que para Argentina lo eran los espacios marítimos que impidiesen que Chile se proyectara hacia el océano Atlántico Sur. Sobre esta base se fue construyendo paso a paso la búsqueda de una solución como la que en definitiva consagró el Tratado de Paz y Amistad entre los dos países de 1984.
Presidente José Luis Cea: tienes que haber disfrutado aprendiendo de la experiencia de Julio Philippi, del Cardenal Samoré y otras figuras emblemáticas del proceso mediador.
Así efectivamente fue. Si bien se trataba de personas de muy diferente experiencia profesional, Julio Philippi jurista por antonomasia y el Cardenal diplomático de excelencia, complementaban muy bien sus cualidades pues la certeza del derecho se engarzaba con la flexibilidad de la política que caracterizaba un proceso de este tipo. Ello no impidió que existiesen discrepancias de importancia entre ambos, pero nuevamente aquí el papel articulador de consensos de Ernesto Videla y la experiencia diplomática de Enrique Bernstein y Santiago Benadava permitieron siempre superarlas.
Presidente José Luis Cea: la imagen que se tiene de los equipos que intervenían en el proceso es que era difícil entenderse con ellos.
Hubo por cierto dificultades de ese tipo, pero esa es una apreciación que no puede generalizarse. Hubo personas muy hostiles a una solución desde los inicios de las negociaciones en 1978 y que continuaron durante la mediación, pero hubo muchos otros delegados y autoridades en quienes prevalecía la prudencia. Ya mencioné el papel del general Etcheberry Boneo, presidente de la delegación argentina durante las negociaciones de 1978, con quien después de algunas reservas recíprocas iniciales pudimos ir alcanzando una comprensión acerca de las razones por las que cada uno de nosotros tenía una visión diferente. Ninguno deseaba un enfrentamiento y así se logró que la Comisión Mixta, como ya lo anotara, recomendase a ambos gobiernos la búsqueda de una solución pacífica de la controversia. Guardo de él un recuerdo muy positivo caracterizado por un gran respeto recíproco.
Durante la mediación también hubo diferentes actitudes, pero las que podríamos considerar negativas e inamistosas fueron muy pocas. En realidad a unos y otros nos inspiraban los mismos deseos de paz, acrecentados al infinito ante la presencia de un Papa tan extraordinario como fue Juan Pablo II y el creciente respaldo de las respectivas opiniones públicas. Muy positivo fue el papel que desempeñaron algunos de los jefes de la delegación argentina en la mediación, recordando en especial el de Pedro Frías, gran jurista y figura emblemática de la Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, con la cual esta Academia ha mantenido relaciones de larga data, como también recuerdo el del embajador Carlos Ortiz de Rozas, experimentado diplomático y gran caballero.
Todos ellos contribuyeron decisivamente a que se llegase a un desenlace tan positivo como el del Tratado de Paz y Amistad, lo que se facilitó enormemente con el cambio de gobierno en Argentina, la elección del Presidente Raúl Alfonsín y el ulterior referéndum que permitió la aprobación del Tratado en ese país. El papel de Julio Barberis y Santiago Benadava en superar algunas diferencias importantes que todavía permanecían en aspectos del derecho internacional despejó los últimos elementos de la fórmula final. Nuevamente fue Ernesto Videla con el canciller Dante Caputo quienes alcanzaron los entendimientos finales en el plano político.
Tuve el privilegio de asistir con mi señora a la canonización de San Juan Pablo II y de San Juan XXIII en la ciudad del Vaticano, gracias a la gestión que ya he destacado del Cardenal Angelo Sodano. Fue un momento muy emotivo en que recordé y recé por todos quienes participaron en este proceso por Chile y Argentina, sobre todo por los que nos han dejado. Con ocasión de cumplirse treinta años del Tratado de Paz y Amistad, El Mercurio hizo una entrevista al Canciller Caputo y otra a mi persona, en mi caso sin más merito que el de ser uno de los últimos sobrevivientes de una etapa memorable de nuestras vidas. Ninguno conocía por cierto lo que opinaría el otro, pero me alegré enormemente al comprobar que nuestras opiniones eran idénticas, tanto respecto del proceso de la mediación como del papel que les cupo a sus principales protagonistas.
Presidente José Luis Cea: Sería interesante conocer tu apreciación sobre el grado de intervención del Papa y de sus colaboradores en el proceso.
La mediación no solamente fue un importante proceso político conducente a la preservación de la paz, también fue una manifestación de la perfección metodológica con que ella se condujo por la Santa Sede. El trabajo diario lo llevaba por cierto el Cardenal Samoré y Monseñor Sainz, quienes tenían a su cargo asegurar el progreso del procedimiento en un marco de gradualidad en función del realismo de cada momento. De los hitos y dificultades importantes tenían por cierto informado con todo el detalle necesario al Cardenal Casaroli y otras autoridades de la Curia Romana. En la medida apropiada se consultaba evidentemente al Papa respecto de los problemas de fondo, de tal manera que cuando él intervenía sabía exactamente qué puntos debía tratar o incluir en sus propuestas.
No puede dejar de tenerse presente tampoco el papel que desempeñaron en el logro de una solución las Iglesias de Chile y Argentina. Dado el consenso nacional existente en Chile la Iglesia no necesitó manifestarse con tanta fuerza como lo hizo en Argentina, país en el que existe la unión constitucional entre la Iglesia y el Estado y en el que las opiniones de sus gobernantes eran más conflictivas. Las marchas por la paz que convocó la Iglesia argentina fueron abrumadoras en cuanto a la expresión de la opinión del pueblo de ese país en torno a la erradicación del conflicto y las armas. Igualmente debe tenerse presente el papel decisivo de los nuncios apostólicos en el proceso, Monseñor Angelo Sodano en Santiago y Monseñor Pio Laghi en Buenos Aires. Sus gestiones como representantes de la Santa Sede fueron cruciales en delicados momentos de la marcha del proceso mediador.
No puede dejar de tenerse presente tampoco el papel que desempeñaron en el logro de una solución las Iglesias de Chile y Argentina. Dado el consenso nacional existente en Chile la Iglesia no necesitó manifestarse con tanta fuerza como lo hizo en Argentina, país en el que existe la unión constitucional entre la Iglesia y el Estado y en el que las opiniones de sus gobernantes eran más conflictivas. Las marchas por la paz que convocó la Iglesia argentina fueron abrumadoras en cuanto a la expresión de la opinión del pueblo de ese país en torno a la erradicación del conflicto y las armas. Igualmente debe tenerse presente el papel decisivo de los nuncios apostólicos en el proceso, Monseñor Angelo Sodano en Santiago y Monseñor Pio Laghi en Buenos Aires. Sus gestiones como representantes de la Santa Sede fueron cruciales en delicados momentos de la marcha del proceso mediador.
Presidente José Luis Cea y Secretario Jaime Antúnez: la vida te ha dado esa extraordinaria posibilidad de colaborar y conocer a tantas personalidades y poder trabajar con ellas en la búsqueda de soluciones a los problemas que se te encomendaban. Una de las experiencias más significativas ha de ser sin duda tu participación como Juez Ad Hoc en la Corte Internacional de Justicia, materia en la que nos interesa conocer tu apreciación.
La formación que tuvimos en el mundo diplomático, primero con nuestros padres y después con las tareas que se me fueron encomendando en la vida profesional, fueron elementos que paso a paso fueron conduciendo a una participación muy activa en el mundo de las ideas en el derecho internacional y en casos concretos de solución internacional de controversias. Estas últimas comenzaron con mi designación a temprana edad como Secretario Ejecutivo de la Comisión Interamericana de Paz en la OEA, función en la que me correspondió intervenir en muchos conflictos entre países de la Organización, entre ellos la mediación y posterior guerra entre El Salvador y Honduras, la llamada guerra del fútbol, intervine también en dificultades entre Gran Bretaña y Guatemala a propósito del territorio de Belice y más adelante en casos de alta sensibilidad política, como el de la Comisión Bryan encargada de decidir las reclamaciones civiles entre Chile y los Estados Unidos con motivo del asesinato del ex canciller Orlando Letelier, a quien había conocido primero como colaborador de Felipe Herrera en el Banco Interamericano de Desarrollo y posteriormente como embajador en Washington. Todo ello culminó con las negociaciones de 1978 con Argentina y la mediación papal, materias sobre las que ya hemos conversado.
Otra vertiente importante que debo mencionar es que he tenido el privilegio de ser designado árbitro en numerosas controversias internacionales, más de cien a esta altura, decidiendo casos de enorme dificultad, algunos de los cuales han involucrado a grandes potencias y montos estratosféricos. En ese contexto he conocido a muchos otros profesionales y especialistas en derecho internacional, con quienes hemos trabajado en estos procedimientos.
Esos pasos sucesivos tuvieron una gran significación cuando llegué a la Corte Internacional de Justicia. Conocía a muchos de los jueces de actividades o encuentros académicos o tareas profesionales, de tal manera que cuando me incorporé a la Corte lo hice a un ambiente que me era muy familiar, lo que ayudó a desarrollar una relación muy cordial a pesar de las tensiones y dificultades que caracterizan un conflicto como el que separaba a Chile y el Perú. No dejé de recordar a don Alejandro Álvarez, juez de ese alto tribunal, a quien había conocido con ocasión de una visita que hicimos a La Haya con mi padre, entonces embajador en El Cairo, cuando tenía yo trece años. Recuerdo que nos invitó a almorzar a un gran hotel en el balneario vecino de Scheveninjen, para después pasearnos por la rambla frente al mar. Estando yo como juez visité con mucha frecuencia esos lugares. También mencioné anteriormente mi colaboración en organizar la biblioteca que le dejó al Profesor Julio Escudero Guzmán.
Presidente José Luis Cea: ¿Te dejó satisfecho la metodología, la acuciosidad y la prolijidad con que cada juez estudia el caso?
Desde luego, se trata en todos los casos de jueces muy profesionales y en su gran mayoría con importantes experiencias previas. Además cuentan con el apoyo eficaz del Secretario de la Corte y de sus muy calificados funcionarios, incluidos aquellos eficaces colaboradores de la Biblioteca de la Corte la que, conjuntamente con la Biblioteca del Palacio de la Paz, constituye una de las más valiosas colecciones de las obras del derecho internacional.
Por otra parte, la variedad de los sistemas jurídicos representados en la Corte permite una muy útil diversidad de enfoques que se traduce en que cada tema o problema es examinado con la intervención de muchos puntos de vista.
El único aspecto que ocasionaba cierta angustia es que se trata de una vida muy solitaria. Recordé una clase de Máximo Pacheco Gómez en que explicaba la independencia que debía tener un juez, que llegaba hasta comer solo en una mesa cuando concurría al restaurante de algún pueblo en que desempeñaba sus funciones. Tuve mucha relación con los jueces de la Corte y los de muchos otros tribunales que tienen su sede en esa ciudad, como con amigos del mundo académico y diplomático de otros países allí acreditados, con excepción de los de Chile o el Perú, con quienes tuve encuentros en recepciones y actos públicos, pero nunca visité sus residencias, precisamente como garantía de independencia. Hasta el día de hoy no conozco la residencia del embajador de Chile. Mi gran apoyo en esta necesaria compañía fue la de Soledad, mi señora, quien hizo grandes sacrificios para acompañarme en todo momento a La Haya.
Presidente José Luis Cea: ¿Y qué ocurre con las muchas interpretaciones que se dan en la prensa acerca de lo que sería la opinión de los jueces respecto del caso?
Los jueces son muy profesionales y nada de lo que se trata trasciende verdaderamente hacia el exterior. Hay ocasiones en que periodistas muy agudos se acercan a las principales opciones en discusión, pero nunca como para identificar lo que puede ser la decisión definitiva.
En el plano interno de la Corte la situación es por cierto muy diferente. Todos los jueces conocen después de las audiencias orales lo que es la opinión de los otros pues hay un procedimiento muy elaborado para la toma de decisiones. Comienza con notas de cada juez en que da a conocer a sus colegas sus apreciaciones iniciales, para luego ser consideradas en las deliberaciones colectivas. En estas deliberaciones comienzan a afinarse tendencias que se van traduciendo en sucesivos proyectos de sentencia, con la activa participación de un comité de redacción que representa el sentir mayoritario, todo lo anterior guiado por el Presidente de la Corte, quien busca avanzar en la articulación de consensos o al menos de mayoría sólidas. El resultado final solo se llega a conocer en todos sus detalles al momento de la votación final pues pueden intervenir cambios de opinión en función del grado de convencimiento que produzcan las argumentaciones de los jueces.
Presidente José Luis Cea: Dada tu experiencia en la Corte y tu estrecha relación con el mundo del derecho internacional, ¿no has pensado en ser uno de los jueces permanentes de la Corte como lo fue don Alejandro Álvarez?
Hace algunos años surgió este tema de manera casual con el entonces Ministro del Interior y en ese momento Vicepresidente de la República, Raúl Troncoso, figura política de gran visión, quien me lo planteó. Le manifesté por cierto interés en un honor tan singular, lo que le llevó a conversarlo con el Presidente Frei Ruiz-Tagle, quien igualmente lo consideró de alta prioridad. Dio las instrucciones pertinentes a la cancillería, pero los intereses de nuestra diplomacia no parecían ser coincidentes y la campaña fue floja. Se perdió una oportunidad que habría evitado muchos problemas posteriores a nuestro país.
Más recientemente muchos amigos de la propia Corte y del ambiente del derecho internacional me lo han planteado, pero no me corresponde promover decisiones de esa naturaleza por parte del gobierno. Es el propio interés nacional el que tendría que manifestarse.
Presidente José Luis Cea: Tú has seguido de cerca las relaciones internacionales de Chile, ¿cuál es tu apreciación acerca de su concepto de fondo?, ¿ha habido ocasiones en que la política contingente ha intervenido en su desarrollo?
En este aspecto se puede observar un cierto contraste en lo que fue la política histórica durante el siglo XIX y la que es más contemporánea a partir del siglo XX, sobre todo en su evolución desde su segunda mitad. La histórica fue una política muy pragmática que atendía esencialmente a lo que era el interés nacional en una perspectiva amplia. Su naturaleza podría definirse bien recordando lo que un Primer Ministro británico, preguntado en el Parlamento acerca de cuáles eran los amigos y enemigos permanentes de ese país, respondió que Gran Bretaña no tenía amigos permanentes ni enemigos permanentes, tan solo intereses permanentes. Quizá ello mismo explica las buenas relaciones que Chile y Gran Bretaña tuvieron durante el siglo XIX. Alemania y Francia fueron también otras naciones a las que Chile miró con especial interés en ese período histórico.
Esa concepción se fue relativizando durante el siglo XX producto de las convulsiones políticas internas, algunas a comienzos del siglo y otras al final, pero que significaron que Chile disminuyera su papel internacional. Hay quienes piensan que Chile ha tenido siempre una gran influencia, más allá de sus dimensiones económicas o diplomáticas, pero ello no es así. Esa relativización no impidió que cada ciertos años hubiese cancilleres de gran visión y competencia, pero ello no lograba impedir que se debilitara el pragmatismo histórico y Chile fue poco a poco perdiendo su identidad y continuidad en materia de política exterior.
El pragmatismo pareciera estar más ligado al alma nacional que la mera apreciación política circunstancial y cada cierto tiempo resurge con algunas manifestaciones de interés. El gobierno de Jorge Alessandri, por ejemplo, con una política exterior conducida por Julio Philippi y Carlos Martínez Sotomayor, fue un caso de pragmatismo importante no limitado a problemas de las relaciones vecinales. El giro hacia la diplomacia económica del gobierno militar, motivado en una medida por el rechazo que encontraba en el plano político, es otro caso importante de esa manifestación de pragmatismo, en el que nuevamente le cupo un papel significativo al canciller Hernán Cubillos. El Gobierno de Ricardo Lagos fue también orientado por una política internacional sustancialmente pragmática.
En otras ocasiones, sin embargo, se tiende a privilegiar una política que descansa más bien en afinidades ideológicas, pero estas son por esencia transitorias, pues los regímenes cambian en los países involucrados. También se piensa que antiguas relaciones históricas afines todavía permanecen, pero ello no es así en la realidad. Producto de estos errores de apreciación se incurre en ocasiones en el diseño de políticas que descansan en un doble estándar, en que algunos reciben un trato amistoso mientras se critica a otros por hechos o situaciones comparables.
Presidente José Luis Cea: Respecto de los procesos de integración, ¿ha sido esta en tu opinión una constante de la política exterior de Chile?
Nuevamente en ello interviene una disyuntiva entre pragmatismo e ideologismo. Los primeros pasos que se dieron en este plano fueron esencialmente pragmáticos, como los acuerdos del ABC en que Argentina, Brasil y Chile emprendieron una facilitación del comercio recíproco, o como fue poco después la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, también centrada en la facilitación del intercambio comercial. Ello respondía precisamente al pragmatismo de nuestros gobiernos, como fuera en el primer caso el de Carlos Ibáñez del Campo y en el segundo el de Jorge Alessandri. Pero poco a poco comenzaron a incorporarse visiones ideológicas y temas que correspondían a ellas. Fue el caso en particular del Grupo Andino, más preocupado de las restricciones a la inversión extranjera que de la liberalización de las relaciones económicas. La mejor demostración de lo anterior es que cuando Hernán Büchi como Ministro de Hacienda decide retirarse de ese Grupo, al contrario de todos los pronósticos, el comercio de Chile con todos sus miembros aumentó en forma extraordinaria. Más adelante ha sido también el caso del actual Mercosur, que no ha logrado liberalizar las relaciones económicas de una manera general mostrando progresos más bien marginales en el desarrollo del comercio.
Un regreso al pragmatismo se observa en la Alianza del Pacífico, en que Chile, Colombia, México y Perú han unido fuerzas para asegurar la movilidad de sus condiciones económicas basadas en el libre comercio y la apertura a la economía mundial. Otra vertiente pragmática de gran importancia ha sido la de facilitar los acuerdos de libre comercio con muchos países y regiones del mundo, especialmente con los Estados Unidos y Canadá, la Unión Europea y las naciones de la vasta Cuenca del Pacífico. Debe recordarse que fue Chile junto a Nueva Zelanda, Brunei y Vietnam el que inició un proceso de apertura económica total entre los participantes del llamado P-4, que ahora es la base del megaacuerdo de liberalización económica en toda esa Cuenca, conocido como el Trans-Pacific Partnership (TPP), que concentrará la mayor área de libre comercio en el mundo y a la cual cabría esperar que China sea invitada en el futuro cercano.
Presidente José Luis Cea: Tú has tenido y sigues desarrollando una importante e interesante trayectoria académica y eres en realidad un maestro reconocido del derecho internacional y otras materias de interés público. Habrá momentos muy interesantes que recordar en esta trayectoria, en el ejercicio de la cátedra y en el cultivo de la investigación, durante una etapa en la Universidad de Chile y posteriormente más allá de nuestras fronteras, como ha sido en particular tu vinculación con la Universidad de Heidelberg, ¿qué puedes decirnos de este otro aspecto de tu contribución intelectual?
Ha sido en realidad una etapa muy querida de mi vida, habiéndome dedicado por entero a la vida universitaria y proyectando desde allí mi participación en el servicio público internacional y en el desempeño profesional en materia de solución pacífica de controversias. Esa vocación por el derecho internacional fue el impulso vital que permitió superar las limitaciones impuestas por las muy malas remuneraciones de la vida universitaria en ese entonces. Los inicios en el marco de la actividad diplomática de nuestro padre, el hecho de que nuestro abuelo Luis Orrego Luco, además de novelista, fue profesor extraordinario de derecho internacional en la Facultad de Derecho y tenía una colección magnífica de los clásicos del derecho internacional, los maestros Ernesto Barros Jarpa y Julio Escudero, entre muchos que he mencionado en relación con otras actividades, fueron la base en que se construyó y desarrolló esa vocación.
Vinieron luego muchas invitaciones de grandes universidades en Francia, los Estados Unidos, Alemania y otros centros de gran jerarquía intelectual. Todo ello me enriqueció de manera determinante e influyó en los pasos que vendrían más adelante, en particular el doctorado en la Universidad de Londres que me dio la oportunidad de investigar en las principales fuentes el tema de la cooperación y de las rivalidades antárticas que han caracterizado ese continente. La relación con la Universidad de Heidelberg ha sido muy querida y fructífera, tanto con su Facultad de Derecho como con el Instituto Max Planck de derecho internacional y comparado, posiblemente el más completo del mundo caracterizado por su altísima calidad intelectual. Con todos ellos contribuimos a organizar en Santiago la importante maestría de derecho internacional y temas asociados que hoy se lleva a cabo en el Centro de la Universidad de Heidelberg para América Latina. Es un orgullo ver como más de doscientos graduados han recibido sus títulos de esa Universidad en la histórica aula magna vecina a la rectoría, de una belleza y solemnidad inconmensurable. Este Centro es el primero que ha establecido esa casa de estudios fuera de Alemania, como también es la única actividad de docencia que lleva a cabo el Instituto Max Planck, tradicionalmente dedicado a la investigación. La medalla al mérito que me otorgó el Consejo Superior de la Universidad de Heidelberg ha sido uno de mis grandes orgullos académicos. Debemos también recordar que el entonces rector profesor Peter Hommelhoff es miembro correspondiente de nuestra Academia.
Un segundo honor igualmente inesperado, que ya he mencionado, fue el hecho de haber sido designado miembro y ulteriormente Presidente del Institut de Droit International, asociación científica que ha reunido históricamente a los principales cultores del derecho internacional de todas las latitudes, habiéndose hecho acreedor del Premio Nobel de la Paz. No podré olvidar el apoyo entusiasta que me brindó para esa designación el grupo francés del Instituto.
Presidente José Luis Cea: ¿Podríamos decir que has formado una escuela del derecho internacional pues has tenido muy buenos discípulos?
Esa sería una exageración, más bien pienso que al haber tenido una actividad tan intensa y permanente dedicada al derecho internacional se ha podido interesar en ella un grupo creciente de gente joven de varias generaciones, muchos de los cuales han hecho sus propias e interesantes contribuciones. Ello ha sido en realidad necesario pues después de la etapa de don Ernesto Barros Jarpa y don Julio Escudero se produjo un cierto vacío en la dedicación al derecho internacional, con la importante excepción de Santiago Benadava y algunos otros nombres, por lo que el incorporar nuevas generaciones pasaba a ser una necesidad nacional, como el tiempo ha podido demostrarlo. Es muy grato encontrarse con antiguos alumnos en muchos rincones del mundo tanto académico como profesional, algunos de gran éxito.
Las numerosas publicaciones realizadas en el curso de esos trabajos dejan un testimonio que pueden aprovechar todos quienes se interesen en el tema de que tratan, especialmente las que se han publicado en inglés por Cambridge University Press y otras editoriales pues se trata del idioma más utilizado en ese campo del derecho. Pero nada de ello constituye una escuela, ciertamente no en el sentido de las escuelas filosóficas griegas, tan solo una fuente de pensamiento que algunos desearán seguir y otros no, según el convencimiento que ella produzca. En esas fuentes se encuentran consideraciones de interés en temas como el derecho del mar, la cooperación antártica, las relaciones transpacífico y numerosos problemas doctrinarios del derecho internacional contemporáneo, todo lo cual fue la base que llevó a la distinción de habérseme otorgado el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales.
Presidente José Luis Cea: ¿Has pensado en volcar todas estas experiencias en tus memorias autobiográficas para dejar un testimonio que pueda transmitirse en el tiempo?
Varios amigos me han hablado de esta idea, pero en realidad me resulta difícil, primero porque habría que decir en ellas todo lo que pienso, lo que dejaría no pocos heridos en el camino, como tampoco podrían ignorarse hechos que deben mantenerse en entera confidencialidad dadas sus implicaciones internacionales. La principal razón para no hacerlo, sin embargo, es otra. Hace algún tiempo leí un artículo de José Miguel Ibáñez, gran sacerdote y miembro de número de nuestra Academia, quien es el principal crítico literario de nuestro país, en el que opinaba que escribir memorias es un acto de pedantería, pues de lo que se trata es mostrar cuán importante ha sido el autor, aun cuando la realidad fuese la opuesta. Estoy de acuerdo con esa apreciación y a menos que él me convenciera de que en realidad se equivocó y es una virtud la de ser memorialista, lo que dudo que ocurra, me mantendré alejado de ellas. Quienes se interesen en lo que pudo haber pensado o hecho un modesto académico, encontrarán numerosas entrevistas de prensa, radio y televisión, artículos periodísticos y otras fuentes que permitirán escudriñar cuan escasa puede ser una contribución humana en la inmensidad de los problemas de nuestro mundo. Esta misma entrevista procura hilar algunos de esos acontecimientos y las considero una memoria inacabada, que habrá de perdurar como tal.
Presidente José Luis Cea: Habrá muchos otros temas que habría sido interesante tratar, pero ya nos acercamos al final de estas conversaciones. ¿Habría algún otro aspecto que quisieras mencionar, en particular en el plano familiar?
Es en realidad lo más importante que he tenido a lo largo de esta vida. Comenzando por Soledad, mi señora, con quien hemos tenido una relación que sobrepasa el medio siglo, nueve años de pololeo y cincuenta de casados, que ha sido un gran apoyo en la vida diaria y en numerosas decisiones difíciles que hemos debido tomar, fiel compañera y confidente en La Haya, como ya mencionaba, y en las numerosas estadías que hemos tenido en el extranjero. Sé que en algunas ocasiones ello le significaba un sacrificio, pero lo superaba en apoyo de intereses importantes, familiares y públicos.
Ha sido también la madre de nuestros tres hijos, Francisco, Macarena y Soledad, todos ellos habiéndonos proporcionado grandes agrados y fiel compañía, a la vez que abuela dedicada de dieciocho nietos más uno en camino, diez de Francisco, cinco de Macarena y tres más uno, el que viene en camino, de Soledad. Es una abuela 2.0. Familia muy valiosa, simpática y entretenida.
Presidente José Luis Cea: Llegamos así al final de esta agradable conversación y te agradezco muchísimo en nombre de la Academia la franqueza y amplitud que has tenido en tus respuestas, que quedarán como testimonio de una vida plena. Si el padre José Miguel Ibáñez considera que ello es presuntuoso, le haré presente que ha sido por iniciativa de la Academia.
Les agradezco mucho a nuestro Presidente José Luis Cea y a nuestro Secretario Jaime Antúnez la amabilidad y la paciencia que han tenido en conducir esta entrevista. Solo me queda por confiar en que mis respuestas no defrauden a nadie.