Entrevista al académico de número Don David Stitchkin Branover

Vicepresidente de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, jurista, humanista y Universitario de selección. Se definió como un radical, pero no de esos que salían a las calles a desfilar, sino que como un hombre que vivía desarrollándose con una mente razonadora, objetiva, de respeto hacia todos, mirando a todos sin imponer un pensamiento dado y sobre todo con una mente crítica.

Publicada en Revista Societas Nº1, 1991 

I

-Mis padres llegaron de Rusia separadamente. Se casaron en Argentina. Llegaron por el año 1908; yo nací en Chile el año 1911, de modo que dentro de poco seré octogenario; estoy al borde.

-¿De qué parte de Rusia venían ellos?

-Exactamente de Kishivev, Besarabia; un tiempo vivieron en Odesa.

-¿Y por qué decidieron emigrar?

Por los pogrom. Terribles pogrom, que produjeron entonces una emigración muy grande en toda Rusia.

-¿Emigraba el hombre solo o la familia completa?

-La familia completa. Gran parte de mi familia, por la parte materna, se radicó en Argentina. Salió de Rusia mi abuela con sus cuatro hijas; mi abuelo murió en Rusia. La familia se radicó en Buenos Aires, exceptuando a mi madre, que ya casada, siguió a Chile. Tengo muchos parientes en Argentina, por el lado Branover. Tengo un libro de un filósofo que emigró de Rusia a Israel, unos años atrás: Branover; el libro se llama “Retorno”, en razón de que sintió una gran fe religiosa y emigró y vive en Israel.

Mi padre era muy joven. Instaló una sastrería en la calle Ahumada donde se formaron algunos sastres que alcanzaron cierta fama. Murió joven. Mi madre quedó viuda a los veintitantos… “gringa” hablando poco el castellano, muy joven era…

-¿Bonita?

-Yo empleo expresiones antiguas: era “fachosa” y del tipo ruso, ese de los ojos separados y muy blanca.

-¿Y en qué idioma le hablaban a usted?

-Castellano, solamente castellano y lo lamento. Entre sí hablaban ruso, su idioma propio y el idish, dialecto de los judíos del norte europeo en la diáspora; yo sólo hablo castellano y amo entrañablemente mi idioma.

-¿Cuán importante era la cuestión judía dentro del hogar, tanto en lo religioso como en un sentido más amplio?

-Nula, ignoro por qué. Como mi padre murió muy joven, mi madre tuvo que hacer una vida muy esforzada de trabajo.

-¿No era religiosa ella?

-No.

¿Y como cultura, como costumbres…?

-No, tampoco.

-¿Ni había relaciones con otros miembros de la colectividad judía en ese momento?

-La colectividad era entonces muy reducida. Estamos hablando de muchísimos años atrás, de modo que mis recuerdos son vagos.

-Y ella, entonces, incorpora a este niño al Liceo de Aplicación. ¿A qué se debe esto?

Al quedar mi madre sola, viuda y con dificultades económicas y penurias, puso, no obstante, toda su atención en mi educación. No era caso único el suyo. Diría que al contrario, que es característico de nuestro ser nacional. De ello podemos hablar más adelante; de la tendencia que hay en Chile, y ha habido siempre en Chile en la gente modesta, de que los hijos deben tener educación. Todos desean que sus hijos tengan más educación que los padres, es una cosa típicamente chilena, muy nuestra.

Mi madre participó de este sentimiento, imperiosamente. Tanto que no pudiendo ir yo a un colegio público -tenía 5 años- existía un colegio particular que se llamaba Instituto Alonso de Ercilla y Zúñiga y kindergarten Niño de Jesús de Praga.

Ahí fui a parar. En 1916, por lo demás, no había colegios privados no religiosos.

Mucho menos de comunidades hebreas. El Instituto Alonso de Ercilla era pagado.

No tenía subvención. Mi madre trabajaba duro para cubrir los gastos.

-¿Dónde vivían ustedes?

-Vivíamos en la calle Gorbea frente a un costado de la casa de los Barros Errázuriz.

La entrada de esa casa daba a la Avenida Ejército, en ese entonces de alto rango.

-¿Y cómo se las arregló ella económicamente al quedar viuda y sola?

-Tendríamos necesidad de otro volumen para contarlo. Con muchas dificultades, trabajando muy duramente. Lo cierto es que más tarde se trasladó mi madre a una casa en la calle Castro, cerca de la Alameda, modestísima y ahí pudo matricularme en el Liceo de Aplicación, que era un liceo de gran y merecido prestigio. ¿Saben ustedes por qué se llama de “aplicación”? Porque el Pedagógico estaba en la Alameda esquina de Cumming, frente a la Gratitud Nacional. El liceo estaba adosado al Pedagógico. Los estudiantes de pedagogía “aplicaban” sus conocimientos en el liceo.

Esa es la historia. Para nosotros era frecuente que los jóvenes, cuando tenían que rendir sus exámenes –serían de práctica–, fueran a dictar su clase académica a nuestro colegio, frente a una comisión examinadora. Nosotros éramos, pues, los “estudiantes de aplicación”.

El Pedagógico tenía una estructura arquitectónica igual a la que aún conserva, entiendo, el Liceo de Aplicación.

-Usted tiene una cultura profundísima, ¿en qué medida contribuyó a eso su madre o el ambiente; y en qué medida es atribuible al liceo mismo?

-Yo lo atribuiría significativamente al Liceo de Aplicación. Era rector entonces don Carlos Silva Figueroa. Profesor de química, don Adrián Soto. Debo decirles que además el Liceo de Aplicación tenía cosas notables para aquellos tiempos y me temo que para hoy también. Tenía un laboratorio completísimo con un anfiteatro en graderías donde el profesor Adrián Soto impartía sus clases y solíamos hacer experimentos. Cosa que hoy día no creo sea de ordinaria ocurrencia…Realmente era de gran jerarquía, muy bueno. Como cosa anecdótica, a mí pocas veces me permitían experimentos, pues se me volcaban los vasos y las probetas. Era un peligro público. Nuestro profesor de inglés era don Raúl Ramírez, con muchísima vocación por la enseñanza; con estudios en Inglaterra. En aquellos años no se iba a Estados Unidos a perfeccionarse; se iba a Inglaterra.

-¿Y en lo que se refiere a historia, castellano, literatura?

-En castellano teníamos un profesor, Nicolás Candía, brillante. En matemáticas, a don Luis Galecio. Toda una generación valiosa, ya desaparecida.

-¿Cómo se entretenía un niño de esa época?

-Ahí está la raíz de todo. Yo no tenía hermanos, primos, ni familia. No existía TV y el cine estaba en pañales (apenas alguna “matiné” a la que se iba a ver a Perla White y un poco más crecido, a Francesca Bertini). Lo cierto es que esto de entretenerse venía de aplicar la imaginación, la necesidad de imaginar cosas y con un carrito y un hilo, imaginaba mil aventuras que no podía compartir, dada mi soledad.

En esto hay un sentimiento de íntimo querer, de curiosidad, de inquietud, de querer saber.

-¿Leía mucho?

-Apasionadamente. Cuanto libro caía en mis manos, comenzando por los cuentos de Callejas, que valían cinco y diez centavos: los leía todos. De ahí a Salgari, a Julio Verne. Después vinieron otros autores como “Corazón”, “Sin familia”, “Jack” de Daudet. Y luego los españoles…

-¿Los profesores lo aconsejaban en materia de lectura o la búsqueda era espontánea?

-Yo diría que espontánea. Leía muchísimo, no me consideraba como un “bicho raro” que se apartara del común de los mortales, que siempre estuviera leyendo y menospreciara a los demás. Ni que ellos me subestimaran porque fuera el “mateo”.

Creo que estaba dentro de un cuadro general, de un mundo de la niñez en que los muchachos leían; no lectura dirigida o impulsada. No teníamos otra forma, otro medio de soñar, de vivir. La vida era muy quieta en Santiago, al menos para mí.

-¿Y su relación con su mamá, porque suele ser muy estrecha la relación de una madre viuda con hijo único, más todavía si no tiene familia extendida?

-La relación con mi madre fue, sin duda, muy, muy estrecha, pero jamás mimosa.

No había tiempo para ello. Ni temperamento.

-¿Le exigía ella?

-Se exigía mucho. Era dura la vida para ella.

II

—Mirando al pasado, uno tiene la sensación que en la mentalidad y el estilo de los antiguos liceos o colegios, “los 15 años” significaban pasar bruscamente de niño a adulto. Entonces se le podía encargar cualquier responsabilidad de persona mayor al mismo individuo que había sido integralmente niño hasta unos pocos meses atrás, lo cual no parece ser hoy tan corriente.

¿Cree usted que en esto había mucha influencia del liceo, una preocupación especial de los profesores o un mayor ascendiente de éstos en la formación del alumnado?

—Creo que apunta bien. No tengo la sensación (…porque los años han pasado y les advertí que estoy hablando del aroma del recuerdo)…no tengo la sensación, repito, de que los profesores nuestros hayan tenido una “especial” preocupación. No existía aquello de que un profesor se encariñara con un alumno y creara una relación especial con uno o con un grupo de alumnos. No. Pero sí tengo la sensación nítida y clara de que el cuerpo de profesores creaba una relación muy sólida con los alumnos; tampoco digo “rica”: muy sólida, clara, concreta. Hacía que tuviéramos cierta admiración por el profesor, sin caer en la bobería, sin exagerar, sin notas dramáticas… pero había una relación con todos. Conservo aún recuerdos del profesor Ramírez, el profesor de inglés. Yo lamentablemente no hablo inglés, lo aprendí por necesidad, a lo largo de la vida, pero lo poco que he podido aprender sin método especial ha sido gracias al profesor Raúl Ramírez, con sólo “tres” horas a la semana de inglés, nada más. Sin embargo, recuerdo sus lecciones y cómo nos enseñaba y se reía y nos hacía bromas cuando leíamos a Rudyard Kipling. El ramo se llamaba, entonces, de lectura y traducción. La historia trataba sobre un niño que armando una fuente, rompía el vaso y en lugar de agua ponía arena y armaba un castillo.

Nos preguntaba: “¿Cómo lo encuentran?”. Nosotros decíamos que no veíamos la gracia, y él comentaba: “Ah, es que la miel no está hecha para el paladar de los burros”. Estas cosas van quedando y es notable que pasado tantísimos años adquieren un sentido más cabal. Así fue con todos mis profesores. También, años más tarde, en la Universidad.

-¿Y qué tipo de compañeros destacados de la generación fueron compañeros de colegio y después amigos?

-De todos tengo muy buen recuerdo. La vida nos ha llevado por caminos diferentes.

Oscar Waiss, uno de ellos. Yo era de los más pequeños de mi curso —terminé humanidades a los 15 años y medio— y también era pequeño Oscar. Nos sentaban adelante por aquello de que “los más chicos adelante y los más grandes atrás”.

Adolfo Acevedo, que es ingeniero, hijo de un Almirante o Comodoro Acevedo.

Pedro Bannen, hijo de don Washington Bannen, un abogado eminente de la época.

Bernardo Chichelnitzky y Arturo Venegas. Y muchos más. Todos excelentes compañeros.

-¿Hay alguno más intimo, con el que haya mantenido la relación?

-Del liceo murió uno, un amigo a quien quise mucho: murió en Alpatacal, Osvaldo Medina. Uno de estos cadetes que fueron a Argentina a desfilar para fiestas patrias argentinas. Se produjo la gran tragedia de Alpatacal. Había dejado el liceo para proseguir sus estudios en la Escuela Militar. También era pequeño, muy marcial, inteligente, leal y buen amigo.

-¿Había política en el liceo?

-Nada, absolutamente. Ignorábamos la política.

-¿Tiene algún recuerdo de lo público que lo haya marcado entonces?

-No. La vida me marcó por otros factores diferentes….Mi madre, que era muy joven, contrajo matrimonio en segundas nupcias con un hombre buenísimo: español, andaluz y sevillano. Lo quise mucho, era la imagen del padre, el varón de la casa, buenísimo.

-¿Ahí se cambiaron a la calle Castro?

-No, estábamos viviendo en Castro. Ahí se casó. Seguí estudiando en el Liceo de Aplicación. Mi padrastro provocó circunstancias muy especiales; era un eximio guitarrista.

-¿Fue afortunado en sus estudios como colegial?

-No, fui un alumno corriente y me atrevería a decir, casi mediocre, con tan buenos profesores y tan buen lector. En historia sacaba muy buenas notas, en castellano brillantes, en matemáticas… “down”. La aritmética a partir de la tabla del dos era un misterio; de física, salvo el tirabuzón, que nunca pude usar para descorchar una botella, todo fue misterio. Nos enseñaban la ley de Ohm: espantoso. Total, que recibido de bachiller, sin pena ni gloria, mi padrastro dijo : “Quiero volver a España”.

Mi madre, que fue siempre una mujer de gran energía, de mucho coraje ¿recuerdan esa obra “Madre Coraje” de Bertoltd Brecht?, dijo “Vamos”… partimos a España.

III

-¿Qué año era?

-Principios del 28.

-¿No hubo más niños de este matrimonio?

-No. Mi padrastro, me quiso mucho, así es que no sintieron la necesidad o el deseo de tener otros hijos. Y llegamos a España. Para ser exactos a Cádiz, y de Cádiz a Sevilla.

-¿Estaba Primo de Rivera?

-No. ya había caído. Estamos en el año 28-29. Y pasando por Cuba, donde mi padrastro tenía ciertos parientes, llegamos a fines del 28 a Sevilla. La vida tiene sorpresas. Las novelas, poca novedad. La vida ha sido para mí una novela muy variada. En Sevilla no quedaba nadie de la familia de mi padrastro. Como cuando sopla el viento y arrastra todo a su paso. Había estado ausente veinte o treinta años, para él se trataba de reconstituir su vida. Para nosotros, adaptarnos a una vida grata, muy grata, en Sevilla.

-El viaje era costosísimo…

—Costosísimo. Para hacerlo mi madre vendió cuanto tenía. En fin, llegamos. No quedaban restos de su familia, él sólo tenía una fotografía de sus hermanas, que habían sido muy bellas. Ya les digo, fue como si hubiese soplado el viento de la tragedia que todo borra. Increíble. Había que salir adelante. El hombre de la familia fui yo.

-¿Y qué hizo?

-Trabajé de recepcionista en un hotel, con lo que sabía de inglés gracias al profesor Raúl Ramírez, y lo que sabía de francés, gracias al profesor Fredes. Tenía 17 años, era despierto. “Un chico despierto”, decían entonces, educado y de buenas maneras.

Me empleé, pues, de recepcionista en un hotel de Sevilla. La cosa era dura. Mala época para España y, ‘ojo’, estábamos en el año 29: no había leyes sociales y se trabajaba 14 horas diarias y 15 también. No digamos “sábado” porque el sábado no existía, domingo tampoco. Así que se trabajaba duro y sin descanso.

-¿Su papá y su mamá no trabajaban en ese momento? ¿Todo el peso lo tenía usted?

-Mi padre daba conciertos, cosa que no era “de ordinaria ocurrencia”. Mucho menos allá, pues si acá podía ser un concertista destacado, allá sobraban eximios guitarristas. Trabajé en el hotel duramente, mas debo decir que lo recuerdo con gran satisfacción y con gratitud profunda. Tengo por España un inmenso cariño.

Cariño y gratitud, insisto. Me decía usted que soy culto. No lo soy. Pero allá en Sevilla y en Europa, se respira cultura, se me abrió un mundo de belleza, de arte, de talento cultivado e innato.

-El mundo estético, la imaginería, lo andaluz, eso…

-Exactamente. Se vive en eso. Aquí hay que hacer una especie de vuelta atrás o un salto hacia adelante. Yo siempre preconicé lo que hicieron Juvenal Hernández y Amanda Labarca con los cursos de verano y de extensión. Porque acá falta un ambiente. Ahora las cosas han cambiado en alguna medida, pero tiempo atrás no eran como hoy se las ve. No existía un ambiente cultural emanado de teatros, o de grupos, o de museos. Aquí eran las universidades las que tenían que impulsarlo.

En cambio allá, en Sevilla, bastaba que llegara Semana Santa y estaba todo tapado de obras de arte en la calle. A la Fanny (de Stitchkin) la llevé un año y estuvimos Semana Santa en Sevilla. Pasamos noches en vela; las procesiones son de noche. El “Jesús del Gran Poder” aparece a eso de las 7 u 8 de la tarde en las puertas de la Iglesia de San Lorenzo. La “Virgen de la Esperanza”, también en la noche: por eso se les ve con cirios encendidos bajo inmensos palios. Se vive, se respira arte, belleza y espíritu. Eso incita a leer, y yo leía y seguía leyendo, y me informaba y miraba, y al final se produce el fenómeno de osmosis. Por osmosis se va transformando en persona sustancialmente culta. No es asunto de “intelecto”, sino de vivencia.

-¿Cuánto tiempo pasó en España?

-Cuatro años y medio.

-¿Y todo ese tiempo en el hotel?

-No. Tienen que imaginarse un muchacho de 17 años, delgado, medio flamenco, rubio (…aunque los andaluces no son morenos, esos son los gitanos; el andaluz es de tez y ojos claros)…me veían como “rara avis”. El hotel era fino, de jerarquía, y el turismo en esos años …Quiero recordar la exposición de Sevilla, que se abría al visitante el año 29, con unos versos de Rubén Darío. Por entonces, el turismo europeo no eran los americanos, eran ingleses, italianos, franceses y del norte de Europa. Y sucedió que un señor que era inglés y tenía unos negocios en Sevilla, instaló un establecimiento de repuestos de automóviles y me dijo: “Por qué no se viene a trabajar acá”. Me ofreció el doble de lo que ganaba en el hotel. El domingo libre y solo 9 horas diarias. Me fui a trabajar con él. En resumen, estuve cuatro años y medio trabajando.

-¿En Sevilla siempre? 

-En Sevilla.

-¿Viajo algo por Europa?

-No. ¿Con que medios? Las comunicaciones eran diferentes. Y las “vacaciones”, inexistentes.

-¿Pensaban en volver cuando veían a Chile en la Exposición o al recibir una noticia especial desde acá…o creían sencillamente que se quedaban en Europa?

-Tenía una nostalgia negra por Chile, inmensa. Llegó por allá Enrique Soro y una mañana despertó al hotel, pues se sentó en el piano a tocar, a practicar, olvidado de todo y de donde estaba. Ahí hablé con el de Chile. La nostalgia era muy grande. Tenía otro problema inmenso: mi título de bachiller no servía de nada, no era válido: tenía que revalidar los estudios. Pero revalidar allá —lo que llamaríamos hoy “enseñanza media”, antes humanidades—, eran palabras mayores. Tenía que haber estudiado latín, griego, trigonometría, filosofía. Allá era una especie de “indiecito” blanco moviéndome a las puertas de la universidad. No tenía posibilidad alguna. Entonces, me dije, la única posibilidad que tengo es regresar a Chile. Murió mi padrastro: nos quedamos mi madre y yo. Ella rusa, yo chileno; yo no era guitarrista ni mi madre “bailaora”. No teníamos nada por delante. Y nos volvimos, en barco.

Eran 30 días de navegación. Estamos ya en el año 32, principios del 32. Había sido derrocado Alfonso XIII. Aquí había caído Ibáñez. Vi la caída del rey, en Sevilla.

Recuerdo que vino el dueño del establecimiento, don Marcelino García Junco, que me quería mucho y me dijo: “Ven chaval, vamos al Ayuntamiento”, a la plaza de San Fernando. En el Ayuntamiento estaba ondeando la bandera republicana. Fue la primera vez que la vi. Después, lloraba viendo a “Marianita Pineda” y escuchando los versos de García Lorca en la galería del Teatro Municipal…

-¿Alcanzó a tomar una opción en la contienda española?

-No, todavía no. Cayó la monarquía; estuve con la reina Victoria Eugenia en una fiesta de Sevilla, no con Alfonso XIII. La vi partir. Primero Alfonso XIII y después ella con sus hijas… Fue una caída de fruta madura. Cayó a raíz de unas elecciones municipales. El 80 por ciento de las municipalidades eligieron republicanos; el rey se sintió obligado a abdicar.

-¿Sobresalían mucho ya los grandes políticos republicanos?

-Sí, curioso. El recuerdo me viene a raíz de Gorbachov y de todo lo que está sucediendo. Destacaba Niceto Alcalá Zamora, gran figura. Indalecio Prieto, una especie de Schnnake, cultísimo. Largo Caballero…

-¿Hasta entonces usted no tiene una identificarían especial con los radicales españoles? ¿Con algo de lo visto allá? Quiero decir, le da lo mismo un político como Lerroux, por ejemplo, que otro cualquiera?

-Don Niceto Alcalá Zamora y otros más causaban al pueblo español deslumbramiento, pues eran brillantes y cultos. No de palabrería, no de oratoria, sino que eran de peso  intelectual y de sentimientos firmes y honestos. Quedó una marca en mí.

-¿Como para haber hecho entonces una opción ideológica?

-No, no tanto. Una sensibilización y un respeto grande, muy profundo, por esos políticos que se jugaron enteramente, más como ciudadanos que como políticos. No tanto en que procuraran imponer una ideología. No se observaba una tendencia a ideologizar al país en determinados puntos, sino un deseo de sacar adelante una nueva forma de existencia que era la república, que a la vez provocaba grandes resistencias en sectores importantes de la población. El pueblo español no estaba habituado a la idea de república. Más bien sentía aversión por los Borbones. A Alfonso XIII no le perdonaban la dictadura de Primo de Rivera. Fue éste quien, sin quererlo, arrastró a la monarquía española.

-¿Era consciente, viviendo allá, que situaciones como la reforma agraria iban a ser agitadas como bandera de lucha muy extrema?

-No, en la parte sur de España no. Probablemente en el norte, la cosa variaba.

Había un sentido libertario. Si me preguntara a mí en qué forma, en qué aspecto tuve una sensibilización muy grande, fue en esa bocanada de libertad que se preconizaba. Eso que fue una transformación: el derrumbe de una monarquía, el nacer de una república, mucho más que la cuestión social.

-¿Nada de García Lorca…?

-No existe en ese momento. Para mí García Lorca nace en Chile, en el Teatro Municipal, con Margarita Xirgú.

IV

-Y al volver a Santiago del Nuevo Extremo, ¿qué pasa?

Llegamos mi madre y yo, solos, con una amistad muy grande con una señora a la que dediqué mi tesis de licenciado. A dos personas la dediqué: a la señora Adelina Vicentini, hermana de Lucho Vicentini (que fue campeón de box), que había sido y continuó siendo gran amiga de mi madre. Nos acogió en su casa y nos ayudó a pasar el primer período. También la dediqué a don Gonzalo Barriga Errázuriz. Yo trabajaba de “suche” con don Maximiliano Roldán, que estaba asociado con don Gonzalo Barriga, hermano de don Luis. Era un santo, un hombre que se levantaba a las cuatro de la mañana para asistir a misa y visitar a los pobres. Bajo, menudito, enjuto; su escritorio limpio como una patena; su Código civil abierto, y leía y leía.

Yo era suche, escribía a máquina, aseaba un poco la oficina, hacía un poco de todo.

Don Gonzalo dialogaba conmigo en torno a mi tesis. Y me daba ánimos para proseguir.

-¿Ese fue su trabajo cuando llegó?

-Ese fue mi trabajo. Ahí conocí a Víctor Santa Cruz.

-¿Antes de la universidad?

-No. Es que llegamos acá con mi madre e instalamos un puestecito de frutas verduras. Había que ganarse la vida. Luego entré a la Escuela de Leyes. Apenas llegué, a principios del 32, gracias al “Negro Cid”. Benjamín Cid, era un asiduo visitante de la familia de Fanny. La casa de Fanny, era como la opereta alemana “La Casa de las Tres Niñas”. Pues eran tres hermanas, la Fanny y dos hermanas más, todas hermosas, lindas, buenas… y “casaderas”.

-¿Ella Había entrado antes en su vida?

-No, todavía no. Ahí comienza.

-¿Cuándo?

-Nos conocimos de pequeños. Se renovó cuando volvimos: de una niñita pequeña me encontré con una muchacha muy bonita. Sigue siéndolo. Cid frecuentaba la casa de Fanny. Era profesor en la Escuela de Leyes, sabía que yo quería continuar estudiando… Estábamos en el mes de mayo o junio del año 32: la república socialista con Dávila… toma de la Escuela de Leyes, que entonces funcionaba en la Alameda frente al Club de la Unión… Muertos, heridos, disparos entre el Club de la Unión y la Universidad… Ustedes son muy jóvenes: no sé si recuerdan eso. Fueron años de auténtica formación.

-¿Mucho más completa en el caso suyo que lo que podía dar el medio chileno? Su sensibilidad para el teatro, por ejemplo, ¿es algo que tenía un origen en su experiencia en Europa?

-Exactamente. Diría que no me gusta hablar de mí, me siento incómodo—, me condujo a un salir del capullo y transformarme en un hombre rico en posibilidades.

-¿Ya reinaba don Arturo Alessandri Rodríguez en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile?

-Reinaba en la Escuela don Arturo, a quien nosotros siempre le llamábamos, a espaldas suyas, “Arturito”, por don Arturo, “el León”. Benjamín Cid se movió para que yo pudiera entrar a estudiar leyes, a esas alturas del año. El 32 habla sido un año irregular. Entré a una sala de la Escuela de Leyes que funcionaba en la Alameda, y vi ahí, repito, sangre y restos, etc., espantoso. Fue lo irregular de ese año lo que permitió que entrara a esas alturas a estudiar leyes. Ahí estaba Víctor Santa Cruz.

-¿Eran compañeros de curso?

-Claro. Y una cosa que en Chile pasó, que se ha olvidado… o silenciado. Víctor, yo y otros, fuimos los últimos de un “programa experimental” de Derecho, que se estudiaba en cuatro años. La carrera concentrada. Fuimos los últimos de ese plan, que no dio tan malos resultados, pues de allí salieron Víctor, Pepe Claro —casado con Rosita González—, Pepe Ureta; un gran amigo mío que murió muy joven, valiosísimo, José Miguel Seguel, que llegó a ser rector de la Universidad Técnica del Estado, entre otros, elegido en Claustro Pleno, no designado (esto no va “en contra” de los designados ni respecto de ellos, pero es un mérito). Era una forma diferente de destacarse: Llegó a ser rector de la UTE, por sus méritos propios, amigo del alma. Y muchísimos otros compañeros más de gran figuración profesional y política. Volodia Teitelboim, que fue una figura.

-¿La revolución rusa no tuvo eco en su madre?

-En absoluto, era un mundo ignorado para nosotros.

-¿Ese plan concentrado en derecho implicaba un esfuerzo mucho mayor?

-Pudimos llevarlo sin un esfuerzo mayor. No vi que ninguno de mis compañeros flaqueara, o se le doblaran las rodillas, o dijera: “con este sistema no puedo seguir adelante”. Nos parecía natural. Lo llevábamos sin esfuerzo o con el esfuerzo propio que llevan ahora estos programas de cinco años —que van para seis— y con profesores de primera agua. Tuve de profesor de Derecho Civil a don Enrique Rossel, que murió muy joven. Luego, a don Pedro Lira Urquieta, gran profesor, a quien recuerdo con profundo cariño y respeto, a don Gabriel Palma Rogers en Derecho Comercial… ¡Dios Santo! Dése cuenta lo que significa: me sentaba a dar examen y temblaba: “Las obligaciones de Capitán”, me preguntaba —creo que son 16 ó 18—  …yo le decía 4 ó 5 al hilo…”Le faltan 10″, era la réplica.

-Para entonces, usted es un muchacho de 21-22 años contra compañeros de 16 ó 17…
-Sí, la diferencia de edad. Hay un asunto de maduración —no sé qué definición exacta ejemplar— intelectual, biológica o fisiológica: ya sea para las simientes, ya para los seres humanos, pero maduramos más lentamente o menos. En África un niño de 13 podrá ser padre de familia, aquí no. Y también… —y aquí viene mi amor por España—: a España le debo el haber perdido el “pelo de la dehesa” y el haberme conducido a trabajar y a adquirir el respeto por los demás y por el trabajo humano.

Es algo en lo que me ha marcado España. El respeto profundo que tengo por el trabajo; es una de las cosas que echo de menos en nuestra América y que me duele. Es Curioso, aquí decimos: “el maestro”, “llegó el maestro” y es un gásfiter el que llega. Se le dice “maestro”, pero el trabajo que él desarrolla no tiene maestría aun cuando revele habilidad; y aun en los que la tienen, es un trabajo que se mira como de segunda o de tercera categoría. Yo llegué de España después de la larga y hermosa experiencia —hermosísima, dura y alegre—. Ustedes hubieran visto a mi madre, rusa, hablando en español. Lo hablaba de corrido, pero siempre con un acento ruso, yendo a la procesión del Rocío en Sevilla. No somos católicos, pero allí vivía integrada en todo. Es otra cosa que aprendí. Y, de repente, arremangándose y pelando unas cebollas y unos pimientos para hacer unas ensaladas, y luego, subir a la carreta; y ¡viva la vida! Eso aprendí, me marcó y aquí tiene usted por qué fui brillante, aunque no tanto como fue Víctor Santa Cruz. El y yo pasamos entonces
por ser los más adelantados del curso; y fuimos muy amigos.

-¿Y ahí se mete en la política?

-Bueno, me recibí; fue el tiempo de González von Marés. Estamos en el año 33, 34. La milicia republicana y el nazismo… y el socialismo que estaba en la calle fuertemente… y no vamos a detenernos en esa cosa tremenda del Seguro Obligatorio.

-¿Había egresado de la Universidad cuando ocurre lo del Seguro?

-Sí. Yo terminé a fines del 35.

-¿Y se identificó con algún grupo, formó parte de alguno?

-Era radical.

-¿Por qué radical?

-No me gusta hablar de mí, me siento incómodo, de verdad…

-Su testimonio es muy rico, porque se refiere a un modo de ser que fue vital en Chile, incluso mayoritario, aunque hoy aparezca relativamente extinguido. Cuesta contar a nuestros hijos de esa “cultura radical”, de ese partido que fue inmenso, mayoritario. Para comenzar, hay que decirles que no se trata del radicalismo de hoy, de un I ó 2 por ciento. Es difícil explicar ese pasado…

-Bueno, puedo estar muy influenciado en estos últimos años por Octavio Paz, a quien admiro mucho antes del Premio Nobel. Cuando se hizo la reforma universitaria, la orgánica, la estructural de los planes de estudios en Concepción, escuchaba a uno de los norteamericanos que llegaban a asesorarnos para preparar currículum para los Institutos Centrales, que había que formar estudiantes con una mente “objetiva, razonadora y crítica”. Creo que el radicalismo es exactamente eso: que el hombre viva desarrollándose con una mente razonadora, objetiva, de respeto hacia todos, mirando a todos sin imponer un pensamiento dado; y, sobre todo, una mente crítica. Octavio Paz desarrolla mucho el sentido de la crítica como una de las características del modernismo. Con relación a esto, fui siempre radical, sí, aunque no de los que salían a las calles a desfilar. Me sentí identificado con el pensamiento radical de la época porque corresponde a lo que acabo de decir.

-¿Qué figuras del radicalismo lo influyeron?

-En la Universidad no recuerdo. Vivía demasiado absorto en mis estudios. En aquellos años estudiábamos con ganas, como ahora dicen que estudian los japoneses, de veras. Víctor Santa Cruz se paseaba por el Cerro Santa Lucía con sus apuntes; yo también, y nos encontrábamos: “Hazme una pregunta, hazme una pregunta”; era una obsesión. Íbamos tanteando “cómo estábamos”. Dejaba de estudiar mis apuntes y abría los mamotretos, veía la configuración de las líneas y sabía de qué trataba esa página, sin leerla. Las sabía de memoria. Cuando tuve alumnos me decían: “Usted señor es a la antigua: quiere que nos aprendamos de memoria”… No. El Código no, pero hay ciertas cosas que hay que saberlas de memoria. Porque —decía a mis alumnos— “¿ustedes creen que Claudio Arrau puede sentarse a tocar una sonata sin saberla de memoria?”. “¿Cómo la va a interpretar si está dudando y con un dedo tiene que dar vuelta la partitura?”. El otro día, la “Pelusa” de “El Mercurio” tiene que sumar 18 más 33 y dice: “No puedo, porque olvidé la calculadora”… Estudiábamos sin calculadoras ni computadoras y como estudiantes no era fácil conciliar la preocupación por lo externo, que era la política, con la necesidad de salir adelante. Sabía que mi destino dependía de que pudiera salir adelante.

-Y en esos cuatro años de Universidad ¿ya tenía la preocupación literaria?, ¿la mantuvo siempre?

-La mantuve. Seguí leyendo y sigo leyendo. Es una necesidad constante.

-¿Ortega y Gasset ya estaba en sus pensamientos…?

-Era uno de mis puntos cardinales, por donde lo tome.

-Y después “la generación del 98”, Azorín …

-Azorín, Unamuno. Si pongo mucho énfasis en algunos nombres, como Ortega y Gasset o Unamuno, es porque los identifico con el radicalismo: en ellos hay una actitud crítica, objetiva y razonadora. Como en Octavio Paz. No una actitud mística, lo que es curioso porque a mi parecer el postmodernismo es una vuelta al misticismo.

No sólo en el orden católico o cristiano. Se da en todo orden de cosas. Nunca he visto renacer tan fuertemente como ahora la religión o el misticismo judío. No soy adepto, soy más bien escéptico, no agnóstico. Ni tanto ni tan poco. Más bien estoy con Giovanni Papini. Él tiene en las Memorias de Dios una página muy hermosa que dice: “están cerca de mi corazón …”, y enuncia varios tipos humanos; para, luego, terminar diciendo: “Pero los que están más cerca de mi corazón son los que no creen en mí y, sin embargo, me buscan”. Por aquí vamos entrando al terreno de esta gente que me influía tanto y a quien yo leía y a quienes leíamos muchos de mi tiempo.

-Raúl Rettig, en sus memorias, insinúa que los radicales no eran anticonservadores “perse” en la lucha política, sino que lo eran en tanto y cuanto el Partido Conservador aparecía como la emanación política de la Iglesia. A lo que se oponían los radicales era a la Iglesia.

Había una lucha religiosa. ¿Cómo ve usted eso?

-No sé si era una lucha religiosa exactamente; o una lucha contra el dogma, porque los radicales queríamos ser gente abierta a las cuatro rosas de los vientos. Que se respetase todo, pero que se respetase de veras. No aquello de decir “yo respeto, pero…”. No: respetarse, es comprender o tratar de comprender. Cuando yo digo que “entiendo” algo, es que lo entiendo a fondo, lo siento medularmente.

-¿Había también un anticlericalismo dogmático en algunos radicales?

-Me atrevo a pensar que sí, como se da en todas las cosas, en todos los grupos

humanos.

-¿Era más fuerte la masonería, como cabeza espiritual del radicalismo, o bien lo era el Partido Radical, donde la masonería reclutaba sus huestes? ¿Cómo ha visto usted ese entrecruzamiento permanente entre radicalismo y masonería?

-Yo soy masón, no es misterio. Soy masón tranquilo. Hay algo que está por sobre ser masón o ser radical, soy hombre, y tiene que respetarse mi independencia intelectual y moral. Tengo mis propios parámetros, mi conciencia. Me desvelo con alegría; me encanta desvelarme, contrariamente a la gente que le sucede, pues en la quietud del silencio de la noche me encuentro conmigo mismo. Para mí es un rato gratísimo. Tengo mis parámetros. Hay algo que nos dice a todos, algo que me dice en el alma, qué está bien y qué no está bien; me dice qué sentimientos míos no son dignos de alabanza. No es que sea una vergüenza, pero me molestan, me estorban, son malos sentimientos. En la masonería me dijeron: las ideas que se cruzan aquí son las ideas que tenemos cierto grupo humano, no todo el mundo y no son antirreligiosas. Una de las exigencias, uno de los parámetros es: “¿Usted, cree en Dios?”. Si se dice no, le dicen: “Mire, nosotros creemos que hay una voluntad superior, usted la llamará como quiera”. En el fondo le están diciendo “Señor, no se crea tan importante, no crea que usted es el centro del universo, tiene que admitir que hay voluntades superiores a la suya: le puede llamar Jehová o Gran Arquitecto, como quiera …”. De manera que no hay una lucha religiosa. Pero sí hay cierto anticlericalismo en el sentido que ni a los radicales les gusta, ni creo que a los masones, lo dogmático y el proselitismo de obligación. No hablo por la masonería ni la represento. Soy un masón de undécima categoría. Tampoco a la Iglesia puede juzgarse como entidad; hay curas que se las traen y otros santos. Lo mismo pasa en la masonería: no es lo de ser arreligiosa o antirreligioso; al contrario: miran con suspicacia a los que dicen no tener creencia alguna. Como en Estados Unidos: no importa la religión que se tenga, pero si dice que “ninguna”, lo miran con suspicacia.

Algo similar ocurre, creo yo, en la masonería, digo “creo”, porque mi posición en la masonería es mínima.

-¿Lo invitó alguien a ser masón?

-Sí, así ocurre. Se supone que eligen, que seleccionan la gente que podría comulgar con el pensamiento masón, con el “libre desarrollo del espíritu”, que es el lema de la Universidad de Concepción.

-Situándonos hoy día, ¿qué es lo que explica —mas allá de muchas razones políticas— el decaimiento del Partido Radical, de ese centro político con sentido laico, tan vinculado entonces al liceo…En suma, todo ese mundo, del que hablamos ahora: la masonería, el liceo, la conciencia radical, el sentido del derecho, etc. ¿Cuál es el motivo principal de este decaimiento?

-Lo siento y lo veo clarísimo. Los radicales de mi tiempo, que represento históricamente, teníamos que apoyarnos en nosotros mismos. Una mente “razonadora, objetiva y critica” exige afirmarse en su propio esqueleto, sin pedir asistencia de nada, ni de nadie, sino en el coraje para caminar y para despertarse en la noche y tener un desvelo y no sentirse angustiado por no tener algo en que afirmarse. Uno se afirma en sí mismo y hace su examen objetivo, razonador y crítico: “cómo estás tú, qué has hecho de tu vida”, y uno se dice, “no lo he hecho tan bien como habría debido hacerlo”; “¿pudiste haberlo hecho mejor?”; “sí”; “¿te has sacrificado bastante por los tuyos?”, “no”; “¿tú crees que le has pagado debidamente a tu mujer la deuda que tienes para con ella? Son 53 años de vida común, ¿sabes cuánto ha significado para ella esto?; ¿sientes tú cómo se siente ella cuando se mira al espejo y ve que los años han pasado, los hijos han crecido, hay nietos?; ¿has pensado en ella, tú crees que le has pagado?”, “no”, respuesta no. Se debe más, mucho más. Siempre se está en deuda y hay que seguir dando. Pues “dar” es simplemente “pagar”. Hay que vivir pagando. Para eso se requiere coraje, porque no estoy pidiendo ayuda a nadie, ni puedo ir a una iglesia a decir: “confiéseme Padre”, y después quedar absuelto.

A mí no me puede absolver nadie; es muy duro que a uno no lo pueda absolver nadie, es durísimo. Yo pertenezco a eso y los radicales, quizás sin pensarlo como yo lo estoy pensando ahora, han sentido, han querido sentirlo de ese modo y han herido ver a una sociedad solidaria, basada en ciertos principios: “Arrieros somos y por la huella vamos”, dicen en España. Eso es mucho pedirle al hombre y por eso estamos en este postmodernismo, que es una vuelta al sendero, como decía Heidegger: creamos en algo. Ahora voy a ser yo el contradictor de mí mismo: ¿Pero qué esperas de ti? No te exijas tanto, confía, pide ayuda, o apóyate. Entonces vienen estos misticismos que impulsa el Sumo Pontífice, el Papa, evangelizando al mundo.

Yo lo comprendo. No es la misma postura de Pio XII, que se sentía prisionero del Vaticano; tenía otra concepción, está clarísimo: es cosa de contraponer estas dos personas, jefes de la misma Iglesia. ¿Por qué no salía Pío XII? Porque estaba pensando en la Tierra y Juan Pablo II piensa en el Reino de Dios, en evangelizar al mundo. Así lo veo. Veo a la comunidad judía también con sus oraciones, se aferran a la fe; tienen que volver a ella porque el hombre por sí solo no se siente bastante para llevar la carga que llevamos a cuestas. El radicalismo obedeció a aquello que llaman “modernismo”. ¿Qué pasa en la Unión Soviética?. ¿Creen que es una razón meramente económica la que está conduciendo a la desintegración y nacionalismos exacerbados? En esto sigo a Octavio Paz, que lo predijo mucho antes de que ocurriera el “renacimiento de los nacionalismos”. La gente ha vuelto a apoyarse en “su casa”, “su familia” y en “su Dios”, y en que ojalá pudiera cada uno llevar consigo a su Dios a la manera china.

VI

-Lo más lindo que yo he leído dicho por un hombre a su mujer es algo que sale en un recorte de diario que tengo de usted: una descripción que hace de su mujer, que parece una parte tan importante de su vida. ¿Ya salía con ella mientras estudiaba derecho?

-Comenzamos a pololear en primer año. Pololeamos los cuatro años que estuve estudiando y un año más mientras hacía mi memoria. Éramos jóvenes. Fanny tuvo una paciencia infinita; me ha acompañado en todas las circunstancias de la vida, con entrega total —y recíproca— en momentos difíciles, de esperanza algunos y de angustias otros. Hemos “crecido” juntos. En esos años la Escuela de Derecho de la Universidad de Concepción dependía totalmente de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chile. Todo alumno de cuarto año debía preparar una especie de pretesis. Así se hizo también en Concepción. Don Luis Barriga Errázuriz, que era director del seminario, desaprobó los trabajos enviados por la Escuela de Leyes de Concepción. Don Alberto Coddou, entonces Decano, vino a Santiago a pedirle a “Arturito”, don Arturo Alessandri Rodríguez, que le recomendase un profesor de derecho para Concepción. La cosa era hábil porque si no obstante el nuevo profesor, la cosa no resultaba, la responsabilidad indirecta pasaría a don Arturo, a la sazón Decano de la Facultad en Santiago.

Don Arturo, invitó a Víctor Santa Cruz. En aquellos años la única forma de comunicación con Concepción era “el nocturno”. Había un camino de tierra, y sólo “un” nocturno. Víctor no aceptó. En vista de eso, don Arturo me llamó. Fue muy simpático porque mi madre acababa de instalar teléfono, lo que para nosotros era un lujo. Entonces me dice: “Llamó don Arturo Alessandri”. Me contó el caso. Se me ofrecía el sueldo normal: 200 pesos, pero don Arturo me dice: “De eso no se preocupe David, déjemelo a mí”. Vino don Alberto Coddou y me dijo de qué se trataba. Acepté y me fui a Concepción con ¡cinco mil pesos mensuales!, “full time” y dedicación exclusiva. Gran parte de mi vida, como habrán observado, está en deuda con don Arturo Alessandri.

-¿Debe haber sido usted el primer profesor de derecho con dedicación exclusiva en Chile?

-Sí. Aunque me fui sin alardear; sólo a trabajar con empeño y estudiar en profundidad. Era muy joven, pero ya no me deslumbraban las cosas. Sabía lo que era vivir y el terreno que pisaba. Me fui a un hotel. Tenía una suite, no suntuosa: dormitorio, una sala de recibo, baño. Por todo eso pagaba 700 pesos mensuales y ganaba cinco mil.

-¿Se fue solo o casado?

-Solo; pero me casé tres meses después.

-¿Sin mamá?

Mi madre se quedó acá. Luego deshizo la casa y se trasladó a Concepción. Yo estaba de novio, me fui en marzo-abril y le dije a Fanny: “Ahora sí que nos casamos”. Nos casamos en julio. Acabamos de cumplir 53 años de matrimonio. Nos casamos y nos volvimos a Concepción. Mi madre, que es un personaje —como ustedes habrán advertido—, dijo en forma muy natural: “Mientras ustedes están acá armando la casa, iré a Santiago unos días, a casa de unos amigos”. Se fue y no volvió.

-¿Nunca fue posesiva ella?

-No; era independiente para sí y para los demás. Fanny la quiso mucho y cuidó siempre de ella. Incluso la mimaba más que yo.

-¿Piensa que el terremoto del 39 rompió humanamente a Concepción?

-A mi juicio lo transformó. Llegué a Concepción en abril del 38 y el terremoto fue en enero del 39. Aquí le llaman “terremoto de Chillan”, pero lo cierto es que Concepción quedó destruido: la Catedral, el club Concepción… cuántos socios fallecieron dentro del club esa noche… ahí estaba gente selecta, granada. Concepción era una ciudad hermosa, importante. Piensen ustedes que hasta hoy Concepción es una región que nunca ha gozado ni pedido franquicias tributarias. Ha crecido por sus propias condiciones y cualidades naturales y la capacidad de sus habitantes. Notable. La misma Universidad es un milagro.

-¿Qué categoría tenía la Universidad de Concepción comparada con la Escuela de Derecho de Santiago? Por ejemplo: frente a la relación que existía entre la Universidad Católica y sus cursos de derecho, que también eran dependientes de la U. de Chile, ¿cómo se daba la competencia con Concepción, cuál era el nivel?

-Yo diría que en “derecho” propiamente tal, quizás -es muy difícil la pregunta y peor la respuesta-, Concepción era ligeramente inferior. Por la lejanía, la distancia, la dificultad de comunicaciones que les he señalado. Si bien era cabecera de Corte de Apelaciones, por la que pasaron ministros brillantes, muchos de los cuales llegaron a miembros y aun presidentes de la Corte Suprema -don Alfredo Larenas, don Humberto Bianchi, don Humberto Trucco-, Concepción era quizás ligeramente inferior. No basta tener profesores de jerarquía. Se requiere una atmósfera de interés intelectual que si bien se daba allá, estaba disminuida. La provincia es provincia y sobre todo que no está ni siquiera en el longitudinal, sino en un ramal.

Se llegaba a San Rosendo y de ahí se partía a la costa. Así, sin medios de comunicación, era quizás uno o dos grados inferior. Tenía que valerse con sus medios y sus propios recursos humanos, que es lo que interesa. Además, dependía absolutamente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.

-¿Pasó allá la campaña de Pedro Aguirre?

-Exactamente. Diez años pasé allá, “full time” y dedicación exclusiva. Ahí estudié muchísimo y aprendí derecho.

-¿Y eso con poca o mucha política?

-Política radical. Me incorporé al Partido Radical. Llegué a ser presidente nacional de la juventud. Fue la época del gran radicalismo. Conocí a don Pedro Aguirre Cerda, a quien admiro firmemente. Un gran estadista y un gran patriota.

-¿Cuál es su apreciación de los tres presidentes radicales: Pedro Aguirre, Juan Antonio Ríos y González Videla?

-Tengo gran cariño por don Gabriel González. Alfonso Campos Menéndez, que acaba de morir —me ha dolido mucho—, era abogado chileno recibido en Argentina.

Quiso en esos años míos de estudiante revalidar su título. Darío Benavente me dijo: “Hay un muchacho aquí que quiere revalidar su título ¿Por qué no le ayudas?”.

Fui, como pasante, a hacerle clases, para ganar unos pesos. Pasaron los años, don Gabriel González terminó su período y Alfonso, que seguía siendo mi gran amigo, de alta calidad humana e intelectual, me dijo: “Mira David, don Gabriel quiere instalar su estudio. Le he sugerido que lo haga contigo, vente a comer a casa”. Nos invitó a su casa y nos asociamos. Así, pues, que tengo gran cariño por don Gabriel, que fue fino amigo nuestro. Al hacer comparaciones no puedo ser, pues, objetivo.

Pero sí podría decir que no me cabe duda que don Pedro Aguirre dio la impronta, impuso su sello intelectual y conceptual en los gobiernos radicales, comenzando por la Corporación de Reconstrucción y la de Fomento, que existe actualmente.

-Antes se tenía la idea del gobierno de Ríos como el más apagado entre los tres gobiernos radicales, pero hoy parece revalorizarse su gestión…

-Soy amigo del hijo de Juan Antonio, Fernando Ríos Ide, de manera que tampoco puedo ser objetivo. Diría que cada uno le imprimió su sello.

VII

-En su primera etapa en Concepción le tocó la Segunda Guerra Mundial. Es difícil pensar que alguien cuyo padre escapa de un pogrom pudiera permanecer al margen de lo que es la cultura judía o que la cosa judía no lo haya impactado. Pienso en la guerra mundial…. ¿se le produjo algo a usted?

-Una tragedia. Se me derrumbó la existencia. Obviamente, se ha dicho tanto y se ha mostrado tanto en cine, televisión, en novelas, que lo que pueda decirles es simplemente repetir lo sabido. En lo personal, no concebía, y hoy día tampoco lo concibo, que un individuo o un ser humano —como ustedes me están mirando ahora, en este lugar, a mí, que me gusta mucho la ópera y el teatro, ustedes que están viendo como somos, como vivimos— …de pronto me sientan diferente, me miran diferente, se me trate de otra manera, como si fuese un extraño, ajeno a la especie. No es que se me derrumbe el mundo, me derrumbo yo por dentro y digo: “¿Qué pasa?”, “¡quién soy yo!”. Ni siquiera el “porqué”, tampoco busco razones, causas —sino “quién soy yo”. No sé si han leído “El Pájaro Pintado”, del autor que escribió “Desde el Jardín”. Fue tremendo. Como la historia de “El Pájaro Pintado”.

La parábola es más o menos, que el pájaro vuelve a la bandada; no sabe que ha sido pintado de raros colores. La bandada lo desconoce, lo picotea y mata. El pájaro no comprende por qué “su” bandada lo rechaza y destruye. Ese es el caso.

-Y al preguntarse quién soy yo ¿hay una parte que se responde “soy judío”? Más que la

incomprensión de “qué soy yo”, ¿hay una identificación?

-Este es un punto sensible, no para mí, sino sensible en sí mismo. La vida es para todos igual. Con el paso del tiempo nuestro círculo de relaciones sociales, de la vivencia diaria, se reduce. Lo entiendo y casi me agrada. Como entiendo al abuelo —volvemos a España—, que se sienta bajo el parrón, en silencio, con su pantalón de pana, su boina, su perro, a tomar sol. Al final, la vida se nos va reduciendo a eso, para bien. No quisiera inducirlos a error, a engaño, pero al final la vida es eso: el placer del “vivir quiero conmigo”, decía Fray Luis de León. Vive consigo mismo, y un poco volver a diluirse —estamos con Unamuno ahora—, en la atmósfera y en la nada. Uno está deseando estar solo. No es la soledad de “no me molesten”: es el deleite y el placer de estar en Chile; si yo enciendo este aparato de radio, sonaría la Beethoven; y mis libros. Hay un matrimonio judío, en que él ha tenido cierta figuración, y en que ella es muy inteligente, sensible, fina. Y él es reacio a tocar el tema de sentirse o no judío, no le pregunten por qué. No le gusta; siente que en ello hay cierta prevención. Es mi modo de ser, y algunos me lo reprochan. Un día dije frente a una pregunta de este matiz: “yo no es que me perturbe si soy judío o no soy judío o si tengo algo de judío”; aunque creo que sí, creo que en las causas genéticas hay ciertas características del judaísmo y que por ellas se generó el monoteísmo, con un Dios abstracto; un Dios invisible, cuyo nombre no se dice ni repite y cuya figura no se reproduce. Esa mentalidad puede que no sea exclusivamente judía, pero es una de las características del judío y que por eso el judío ha aparecido siempre en la historia como rebelde, contra de la corriente. Isaíah Berlin exalta a quienes van contra la corriente.

-¿Cómo era el Concepción de entonces, el ambiente de la ciudad, el clima social, para alguien como usted que llegaba joven y recién casado?

-Concepción era provinciano (que no se enojen los penquistas, soy penquista por adopción), quiero mucho esa tierra. Más que provinciano, diría que entonces era pueblerino. Tremendamente pueblerino. Estamos hablando de 1938, meses antes del terremoto. A las 8 se cerraban las puertas con trancas por dentro y no se veía un alma. Llovía a cántaros. Creo que algo ha cambiado el clima o bien me pareció en ese tiempo muy desapacible… Llovía 20 días seguidos; para morirse y la gente muy cerrada. Yo era un “afuerino” y tomó muchos años sacármelo de encima: un afuerino, un intruso sospechoso de ideas extravagantes. (Los estudiantes me pusieron “por mote”, el Rey David.)

-¿No actuaban el Club Concepción o las otras instituciones de ese carácter, como elemento integrador? ¿Qué se “movía” en ese momento?

-No se movía nada, es la verdad. Giraba sobre sí misma.

-Y el Partido Radical ¿tenía importancia en el reclutamiento de gente?

-Exacto, tenía mucha. Fue uno de los lugares donde el radicalismo afincó con más fuerza. Me decía Benjamín Cid —que había sido profesor mío en Derecho Romano en la Universidad de Chile: “Mira David, tú que vas para allá, tienes que ser radical, bombero y masón”. Bombero no soy, radical sí, fui presidente de la Juventud Radical al cabo de unos años, masón me inicié al poco tiempo —me invitaron—, y condecía muy bien con mi temperamento, mi modo de pensar, de ser. Bombero no…tengo terror al fuego… y a los ejercicios. El Club Concepción era como en su tiempo fue el Club de la Unión en Santiago. Según el “León de Tarapacá”: “donde se reunían las 40 familias”, que constituían la “sociedad” de su tiempo. Hoy el Club de la Unión no tiene esa connotación, creo que no tiene ninguna, quizás porque estoy viejo, pero en su época era el bastión, “La Bastilla”. Recuerdo que estudiaba leyes con Víctor Santa Cruz en la Casa Central de la Universidad de Chile. Ahí funcionaba la Escuela de Leyes, no donde está ahora. En el año 32, más o menos, el fuego cruzado era entre la Universidad de Chile y el Club de la Unión, pero era fuego de veras, de balas, que representaban posiciones antagónicas a veces; otras, coincidentes.
-…como la caída de Ibañez que se celebró en el Club…

-Exactamente. Lo mismo fue porque Concepción era provinciano, un reflejo pálido de la capital y de una sociedad cerrada.

VIII

¿Hasta qué nivel alcanzó entonces el desarrollo de la Universidad de Concepción? ¿Qué tipo de establecimiento dejó el rectorado de don Enrique Molina?

-Don Enrique —tengo allí una fotografía bellísima de él—, fue rector durante 37 años. Desde que se fundó la Universidad, hasta que a causa de una hemiplejia no pudo seguir adelante. 37 años, pues la Universidad se fundó en 1919. Hermosísimo: era reelegido por aclamación, periódicamente. El rector era elegido por la asamblea de socios de la Universidad. La Universidad de Concepción y esto hoy día es interesante, se gestó como una Universidad privada, sin intervención ni participación del Estado ni del Fisco. No existía la Lotería. El rector era elegido por los socios de este club privado que se llamaba Universidad de Concepción, cuya finalidad consistía en dar enseñanza superior con los propios recursos, sin recibir un centavo del Estado. Es una historia que es válido recordar a raíz de la discusión que existe en torno a las universidades privadas. Periódicamente, los socios elegían a un presidente, que por los estatutos de la entidad tenía rango de rector. De modo que poseía este doble carácter: Presidente del Directorio (y obviamente de la Asamblea), y Rector de la Universidad. Por esa época funcionaba sobre la base de dos sesiones mensuales. Una, del Directorio colegido por los socios de la Universidad; no eran muchos, habrán sido 200 personas, en la cual se reunía el rector con la directiva de la sociedad, que manejaba —a la manera norteamericana la administración, los dineros, los recursos y asignaba los presupuestos de las Escuelas y Facultades. La otra sesión, del Consejo, también presidida por el presidente del directorio, con el título de Rector de la Universidad, formado por los Decanos de las diversas facultades. De manera que debía asistir a dos sesiones al mes: una con el Directorio para tratar lo relativo a los dineros, fondos, recursos, creación de cargos, supresión de cargos, etc. Y otra con el Consejo, para resolver lo relativo a lo académico, programas de estudio, investigación, etc.

¿Todos los socios originales habían colocado capital?

-Contribuían con cuotas mensuales. Ahora, actualmente hacen lo mismo, obviamente que ya es una cosa simbólica.

-¿Y era gratuita para los alumnos?

-Pagaban matrícula, tal como entonces en la Universidad de Chile. Pequeñísima.

De hecho, gratuita.

-Pero, ¿cuál fue su impresión al llegar, de la Universidad como tal?

-Debo ser justo, todos se habían sacrificado enormemente y seguían haciéndolo sin medida. Allí existió lo que dije en el discurso de fundación de la Universidad La República: “La característica del universitario auténtico: su vocación de servir”.

 Ni el investigador investiga para obtener una patente que le reporte provecho pecuniario, ni el profesor enseña para cobrar después a los alumnos una parte de los honorarios que el alumno perciba cuando ejerza la medicina o la abogacía. Hay una vocación de dar, graciosa y gratuitamente. Eso es la Universidad y debiera seguir siendo así. Realmente la gente se sacrificaba con toda su alma, enseñando y dando cuanto podía ser y dar; de hecho prácticamente gratis, con sueldos misérrimos, muy mezquinos; a veces sin sueldo alguno.

-¿Eran profesores reclutados dentro de la región o eran muchos los afuerinos como usted?

-Estamos hablando de un período de 37 años, haciendo un “raconto” de cómo encontré la Escuela de Leyes en 1938 y la Universidad en 1956. En los 37 años en esa Universidad, que nació ya saben en qué forma, los alumnos entre otros Juvenal Hernández salían a vender bonos “con premios” o una especie de contribución con premio, que es el germen de la actual Lotería. Como estaban prohibidos y lo están actualmente, salvo que la ley los autorice —los juegos de azar, discurrieron, Juvenal Hernández entre ellos, esto de ir colocando bonos, cupones. Era así: “Señor, le vendo este bono que vale 100 pesos y tiene usted la opción de un premio de un pequeño fondo que se está formando para retribuir, por sorteo”.

-¿Nos podría describir la Universidad cuando fue profesor allí la primera vez?

-Yo entiendo el apremio de ustedes por llegar a la conclusión final y llegaremos a ella. Pues las conclusiones finales no son valederas si no se conoce el proceso. La colocación de bonos con recompensa se transformó en la Lotería. Se logró una ley que proporcionó a la Universidad los recursos para seguir adelante y crecer. Los recursos fueron tan importantes que la Universidad vivió sin aporte fiscal durante muchísimos años. La administración de la Lotería fue encomendada por ley a la misma Universidad de Concepción, mientras la Universidad creara los fondos necesarios para sostenerse sin los recursos de la Lotería, momento en el cual los ingresos pasarían a recursos fiscales. Obviamente jamás se dio que la Universidad alcanzara a formarse un patrimonio cuyas rentas fuesen suficientes para cubrir sus necesidades. Los ingresos de la Lotería sólo permitían solventar los egresos. Al comienzo, con holgura. Más tarde fueron insuficientes. Así, fue posible contratar profesores del extranjero —principalmente de Europa— alemanes, en medicina, biología, histología, esto debe haber sido hacia fines del veinte y tantos. Temo que voy a omitir nombres muy importantes. Menciono a Lipschutz, porque en esa época ya era un investigador famoso. Pero 37 años es mucho tiempo para un rector, no para don Enrique Molina que siempre mantuvo extraordinaria inteligencia, lucidez, cultura y altura de pensamiento. Él, con los que lo acompañaron, creó la Universidad.

Compraron terrenos, formaron el campus universitario, construyeron edificios. Lo que hoy es la ciudad universitaria —que me gusta mucho, allá le llaman “barrio universitario”— es creación de don Enrique y de los que lo acompañaron. Estos recursos permitieron darle a la Universidad de Concepción —después vamos a hablar de la reforma académica— las características propias de una Universidad un poco al estilo norteamericano, con “campus” propio y con una ventaja sobre la de México, por ejemplo, que se construyó a escala de ciudad, mientras que el campus de la Universidad de Concepción se proyectó a escala del hombre, de hombres que caminan a pie. Lo que permitió más tarde la reforma que tuve la fortuna de iniciar y realizar. Ahora: cómo la encontré. Naturalmente que al cabo de 37 años ya no se quiere nuevas aventuras; y les aseguro que mantenerla, conservarla en pie, ya era una hazaña por sí sola. Lo que se persigue, pues, es conservar; “Conservar” lo que se ha hecho, lo que existe. Amén de que la Lotería administrada por la Universidad era un manjar apetitoso y llegaban al Congreso mociones para que el Hospital Militar, el Hospital Naval, el Convento de tal o los Boy Scouts de Chiguayante…recibieran un X por ciento de los ingresos. Don Enrique, que había construido la Universidad, sólo quería que no se hablara ni se mencionara jamás a la Lotería, porque con la Lotería surgían las “indicaciones” en el Congreso y la Universidad iba perdiendo recursos. Los gastos eran cada día mayores: la Universidad crecía.

La “Conclusión” cae de madura. Cuando llegué a Concepción, naturalmente don Enrique había intentado consolidar lo que existía y no intentar nuevas aventuras.

La Universidad me pareció provinciana y en algo pueblerina; dando sí satisfacción apropiada a las necesidades de la educación superior que impartía, pero no mucho más que eso. No me deslumbró.

-¿Qué facultades tenía?

-De Medicina, aunque sólo los tres primeros años. Para la formación clínica, los estudiantes venían a Santiago, en virtud de un convenio con la Universidad de Chile.

Así, las facultades eran: Medicina, Derecho, Química y Farmacia; Educación, que era muy importante; Odontología. Arquitectura no tuvo. Y si se escapa alguna, no es pecado, porque todo está escrito en la historia de la Universidad. Lo que es muy hermoso de la Universidad de Concepción es que adelantándose a su tiempo creó la carrera de Ingeniería Química, que no existía en Chile. Dio gente muy valiosa.

Esas eran las facultades que existían. Importantes eran todas, pero para mí, desde mi ángulo, lo eran Medicina, por razones obvias, y Educación. Muy importantes, también, Química y Farmacia, Odontología. Obviamente, Ingeniería Química.

-¿No era dominante Derecho?

La facultad de Derecho venía de antes. En el liceo de Concepción existía un curso fiscal de leyes que la Universidad absorbió. Así, tenía de arrastre más años que la Universidad, lo cual por un lado le daba vigor, pero por otro lado era un poco “arrutinada”.

IX

-¿Cómo fue la elección de rector al faltar don Enrique Molina? ¿Cómo se preparó su sucesión?

-Fue una catástrofe, porque, le recuerdo, don Enrique era reelegido periódicamente por aclamación de manera que candidatos a rector o rectores potenciales no había y no había existido jamás una elección de rector. Valga una anécdota: cuando la Universidad cumplió 25 años —nos parecía entonces como varios siglos de existencia, poco menos que Salamanca—, hubo gran festividad y celebración que coincidió con la elección de rector. Reunida la Asamblea, vinieron los discursos de rigor.

Ofrece la palabra don Enrique en torno a la elección de rector, lo que se sabía era profórmula, de rigor cada cuatro años. Pide la palabra un socio, con derecho a voz y voto, don Liborio Moraga. Al lado del rector, recuerdo, estaba sentado un profesor de la Escuela de Química o Medicina, creo que se llamaba don Alcibíades Santa Cruz, hombre agradabilísimo, fino, de gran ingenio, caballero a la española. Al orador, Liborio Moraga, la gente le atribuía militancia o ideas comunistas, que era cosa brava en esa época. Y ocurre que don Liborio lanza un gran “speech” celebrando los 25 años de la Universidad de Concepción y los muchos merecimientos y méritos de don Enrique Molina y que “bla bla bla”. Y luego más o menos agrega: “No obstante, como siempre he sostenido, la Universidad ha perdido su destino original porque no atiende las necesidades del pueblo” y… dale con que todo estaba equivocado, que muchas humanidades, mucho humanismo, mucha filosofía, en fin mucho, mucho de todo… pero de atender las necesidades de un país en desarrollo y sobre todo de las clases populares que aspiraban a llegar a la Universidad; nada; las puertas les estaban cerradas. Entonces don Alcibíades Santa Cruz que estaba al lado de don Enrique le dice al oído, después del discurso: “¡Ay! Enrique que ‘ajo tan confitado’ “.  En provincia hay gente de mucha chispa; de mucho ingenio.

-¿Y qué pasó entonces en la elección?

-Se dividió la asamblea. Una parte numerosa de los socios eran profesores de la Universidad. Se dividió la Asamblea formada por más de 300 socios, aritméticamente en dos mitades, exactas, cabales.

-¿Don Enrique Molina estaba enfermo?

-Enfermo. Padecía afasia. Siguió siendo un hombre extraordinariamente lúcido e inteligente: hacía el esfuerzo de concentrar una frase, una idea, un pensamiento en una palabra o dos, y las escribía. Escuchaba, oía, pero no podía participar. La Asamblea se dividió en dos mitades. Si eran 320 en 160 y 160: “beatos” y “masones”.

No es que los 160 hayan sido “beatos” ni los otros 160 “masones”. Pero la connotación de cada mitad era ésa, llámele radicales o masones, liberales, póngale el nombre que quiera, y los otros, que tampoco eran todos “beatos”. Se dividió en una especie de derecha e izquierda, pero ni la izquierda era izquierda pura ni la derecha tampoco era tal. Quizás sería más propio pensar en conservadores y liberales.

-¿Quién representaba a cada bando?

Avelino León representaba el lado de la derecha y Rolando Merino Reyes la izquierda. Merino tuvo una gran figuración política; había sido radical, ministro de Estado; después se incorporó al Partido Socialista. Rolando era profesor: para ser Rector debía ser o haber sido profesor de la Universidad de Concepción. Avelino León era profesor de la Escuela de Derecho. Cada uno, más que encabezar, encarnaba una y otra postura. Así las cosas, se da la votación 160-160 y se repite al otro día: 160 y 160. Yo estaba en Santiago. Había sido profesor nueve años desde 1938 a 1946, ambos inclusive; había regresado a Santiago a fines de 1946. Estaba en Santiago ejerciendo mi profesión, asociado con don Gabriel González.

-¿Y por qué había querido venirse de Concepción?

-Ya saben cómo llegué con un sueldo magnífico para mí que me permitió casarme y vivir con mucha holgura. Con don Pedro Aguirre Cerda se inicia la política de industrialización del país, que es un legado del Partido Radical —a don Pedro Aguirre no se le ha hecho debida justicia—, el concepto de que Chile no es un país exclusivamente agrícola. Nació así la Corporación de Fomento, que a su vez genera la cap, la ENDESA y otras empresas… y eso desata inflación. Mi sueldo se fue evaporando. Llegó un momento en que tuve que pedir que me dispensaran de la “dedicación exclusiva” para ejercer mi profesión. Pero llegó un momento en que el techo, como a los aviadores, se me hizo bajo, y me regresé a Santiago. Acá seguí en la Universidad de Chile como profesor; esto no lo interrumpí jamás. Había rendido examen para optar al título de profesor extraordinario de Derecho Civil de la Universidad de Chile siendo profesor aún de la de Concepción, pues ésta ha sido mi vocación: la educación y la docencia. Con ocasión de ese examen escribí “El mandato” como tesis para optar al grado de profesor extraordinario. En Santiago abrí cátedra, pues la condición de profesor extraordinario me permitía abrirla, sin renta. Se produjo la elección de rector en Concepción. Habían pasado diez años ejerciendo mi profesión en Santiago.

-¿Sin contactos con Concepción…?

-Nada, salvo los recuerdos siempre gratos. Estaba asociado con don Gabriel González, con estudio en Huérfanos 1147. Me llamó por teléfono alguien del diario “El Imparcial” y me dice: “Perdone la molestia, dígame cómo es el sistema de la Universidad de Concepción para elegir rector, pues está pasando esto y esto…”. Le expliqué lo que ustedes conocen. Al día siguiente, el periodista me llama nuevamente: “don David usted fue tan amable ayer que quiero retribuirle, ha de saber que hay una terna con su nombre para rector”. “¿De veras?”, le dije. “Sí”, me contestó. Me quedé perplejo. Así fui elegido: por “transacción”. Se pusieron de acuerdo los dos bandos y de la terna eligieron mi nombre. Quien encabezaba a la derecha era Hugo Tapia.

-¿O sea que usted partió con un mandato formidable?

-No me parece. Siempre he dicho que los candidatos de transacción son como el yoghurt que no hace daño a nadie porque no tienen gusto a nada. No ofenden a nadie, no porque tengan méritos mayores, sino porque parecen inocuos. Y así fue, por acuerdo de los dos bandos. En la terna se hablaba de Humberto Henríquez, el otro no recuerdo; y el tercero yo. Me llamaron y me dijeron: “Don David lo hemos elegido rector”. Yo, desde Santiago les dije la verdad de ese minuto: “Me siento como una persona que vestida se tira a la piscina con chaqueta, vestón, camisa y corbata”. No esperaba una cosa así, ni se me ocurría.

-¿Le entusiasmaba la idea de volver a Concepción?

-La Universidad me entusiasmaba. De Concepción, ya les he contado… Cuando don Enrique Molina venía a Santiago, el directorio de la Universidad iba a la estación a despedirlo. Don Enrique llegaba a Santiago y se hospedaba en el hotel Victoria, gran hotel de la época; cuando regresaba, nuevamente iban a esperarlo a la estación.

Para hablar por teléfono, la telefonista contestaba “demora indefinida”. Así eran las cosas. Fui elegido “en ausencia”. Era joven, tenía 43 años. Cuando subía al estrado y llegaba don Enrique me levantaba: “don Enrique pase, yo no puedo estar aquí y usted abajo”. No concebía que él estuviera sentado con los directores y yo arriba presidiendo. No podía ser, me sentía muy incómodo, en un lugar que no me correspondía.

X

-¿Cómo se comienza a gestar esa idea nueva de la Universidad de Concepción? ¿O partió de inmediato?

-Partió de inmediato, no es que me las dé de genio: ni fui genio ni nada que se le parezca. Era lo que bullía en mí. Sí, acepté, en la forma que les he descrito, no le he puesto ni una gota de color. Fanny fue la gran heroína de la historia para dejar su casa, su bienestar y todo, para irnos nuevamente a Concepción, una ciudad de provincia, a desarrollar una actividad muy ajena a su temperamento y con responsabilidades sociales que pesaban fuertemente sobre ella y nuestro hogar. Teníamos un buen pasar en Santiago e irnos allá a vivir de un sueldo… Cuando terminé mi período nos habíamos comido nuestras economías. Pero, tenía vocación, amor y, recuerde, que amaba la Universidad, la cosa universitaria. Sabía que el muchacho que llega a la Universidad llega buscando algo: una respuesta a una inquietud, a veces vaga, incierta; a veces concreta, definida. Fue el tema que desarrollé en una clase inaugural: “El entierro del Conde de Orgaz”, que aun recuerdan algunos.

Temo que esto ha sido olvidado a menudo. No es verdad que lleguen en busca de un título para luego tener un consultorio y sacar dinero al cliente, comprarse auto.

No es verdad. El muchacho que llega a la Universidad, como yo y tantos amigos míos —a los que quise mucho y se me han ido muriendo—, esperábamos “algo” de la Universidad. Recuerdo otra clase inaugural sobre “La Cenicienta”. Dije entonces: “La Cenicienta lloraba y lloraba. Pero no porque quisiera bailar; ella quería acceder a un mundo de valores culturales, espirituales, de cortesía, refinamiento, talento, ingenio. Eso quería; por eso lloraba. A eso va uno a la Universidad, eso espera de la universidad, no el título: doctor o químico. Es cierto: hay que vivir, casarse, la guagua, etc., ¡hay que vivir!. Pero, el muchacho joven… como dice la masonería: “buscando una respuesta a apetitos del alma”, no apetitos del estómago. Y la Universidad debe dárselo. No “la respuesta”. Sí, los caminos que cada cual debe recorrer —o puede recorrer— para encontrarla.

—…aunque no sea consciente el muchacho de llegar a eso, la Cenicienta no sabe bien lo que busca, pero sabe lo que encuentra….

—Exactamente. Es así. Si no, es más fácil entrar de cajero a un banco. Se gana dinero inmediatamente; para saber contar billetes y dar el vuelto, no se requiere mucho. ¿Y por qué los jóvenes se sacrifican años? Porque están esperando “eso” y la Universidad debía darles “eso”, y pensando en eso es que intenté la reforma.

—Respecto de esta concepción de la Universidad ¿había leído mucho, ya se había preocupado a fondo del tema?

—Lo sentía. Había leído mucho. Fui gran admirador de Ortega, sigo admirándolo porque fue capaz de hacer filosofía sin crear terminologías ininteligibles.

—Ortega es el que dice que la claridad es la cortesía del filósofo.

-Y lo cumplía …y a Unamuno. Desde mi posición, en mi escala, mirando hacía arriba, me sentía interpretado en ellos, que era verdad lo que estaban diciendo, esa visión de la Universidad… Tuve gente valiosísima de profesores que fueron “maestros” y ninguno de ellos hizo alarde de “maestría”. Estaba imbuido de Ortega, honestamente. De Unamuno quizás más… Por esa rebeldía de Unamuno, especialmente en la Agonía del Cristianismo, y el Sentimiento trágico de la vida que he padecido y sigo padeciéndolo, la agonía de ser y de que nunca más volveré a ser. Y sabía que los muchachos sienten lo mismo porque yo lo había sentido antes de leer a Unamuno y de leer a Ortega. En ellos me había reencontrado. Ahora veo a mis nietos. La gente se equivoca respecto de los jóvenes; sienten lo mismo, saben mucho y son excelentes personas, unos vuelan más alto, otros menos, pero ¡Dios mío!, no todos son chincoles ni todos son cóndores. Pero todos tienen alas y vuelan. Yo sabía eso.

Con este “sentimiento trágico de la vida” no de la muerte llegué a la Rectoría de la Universidad de Concepción.

-Pero antes de eso…lo que se había dado en cuanto a conatos de rebeldía o de reforma en la Universidad chilena parecía muy pobre… El gran movimiento en contra de don Arturo Alessandri Rodríguez en la Facultad de Derecho de la U. de Chile, fue en el fondo una cuestión por exámenes… ¿Usted fue anidando, en el contacto con la U. de Chile. La idea de lo que debería ser una universidad en nuestro país?

—Desde luego, don Arturo introdujo la profunda reforma en la enseñanza del Derecho. Hay muchas cosas que recién ahora, y en forma débil, se le reconocen; merece mucho más. Él introdujo la gran reforma en la enseñanza del Derecho. Se enseñaba Derecho y no Código Civil. Luego, con don Pedro Lira Urquieta, un hombre católico, brillante, pícaro, con la picardía del hombre de bien por los cuatro costados. En ellos vi que había algo más que ser un profesor de Derecho. Llevaban vidas ejemplares. Me acuerdo de don Leopoldo Ortega, hombre que llevó una vida de apariencia modesta, no de gran figuración. Todos fueron “maestros”, maestros de personalidad, entre ellos don Enrique Rossel, que me quiso mucho, y a quien quise mucho. Él me hablaba de la responsabilidad moral indirecta. Gente así le hace a uno formarse. Entonces pensé, recordando a mis maestros: la Universidad debe dar una respuesta. El que sabe escuchar ya está dándola. Eso es importante. Entonces me dije: ¿y este sistema de los “cubículos”?: la Escuela de Leyes… la Escuela de Medicina…un profesor de química iba a la Escuela de Medicina y hacía “el” curso de química… hasta el próximo año en que volvía a hacer “el” mismo curso de química… y los muchachos “leyendo sus apuntes”… Sabían dónde vendría “el chiste”, porque el profesor se va anquilosando. Recién llegado, un profesor fue a verme. Su apellido era Wolf. Me dijo: “Rector vengo a decirle que me voy”. “¿Por qué?”.

“Estoy haciendo una investigación”. “Si es problema de laboratorio yo trataría de buscar…”. Y me dijo una verdad del porte de una catedral: “No Rector, no es eso.

Estoy haciendo una investigación que aquí en la Universidad no interesa a nadie.

No tengo con quién hablar y tengo que estar escribiendo al extranjero, comunicarme con gente que está en esta misma búsqueda. Necesito hablar con los míos; me estoy asfixiando”. “Profesor tiene razón: váyase y si desde acá podemos ayudarle como Universidad, escríbame. Le ayudaremos, sin compromiso; usted tiene derecho de hacer su vida”. Entonces pensé en los profesores “por horas” que van y repiten lo mismo año tras año… Se van a morir. Y se fue Wolf. No lo volví a ver. A veces me mandaba tarjetas para las fiestas…  el Yom Kipur… No supe más de él. Y pensé “esto no es Universidad. Hay que volver a la Universidad de veras, donde todos los interesados en química, no “los profesores” de química, sino todos los profesores interesados en química, tengan un lugar, un asiento; y los de biología su lugar, un asiento; que hablen entre ellos y que se intercambien en la docencia y participen en la investigación, donde ninguno sea dueño de “su” cátedra. Vamos a tener cursos de química 1, 2, 3, 4, hasta 7, y los alternarán para que no se vayan anquilosando y repitiendo “la” química 1, química 1, hasta jubilar. Había que impulsar, estimular la docencia y la investigación. Fueron creados los Institutos Centrales en cuatro disciplinas fundamentales: matemáticas, física, química y biología. Y no entré en las humanidades, me lo reprocharon mucho y con razón, porque no existían núcleos apropiados para crear institutos que sólo consistieran en una placa, sin real contenido. En cambio en éstos sí había material: recursos humanos y materiales.

-… esto sucede en Concepción veinte años antes de que surjan los institutos en la Universidad Católica y en la de Chile, mucho antes de que se extienda en el país la idea de que el profesor no es dueño de su cátedra…

-Digamos en honor de la Universidad de Concepción y de la Universidad de Chile y de todas. En Concepción se daba un caso rarísimo en Chile, un campus a escala humana, en que se puede caminar a pie, y de la clase de biología atravesando la calzada, entrar al Instituto de química a seguir su curso de química 102. De modo que podía existir conexión, intercomunicación física entre los institutos. No se le puede pedir a un muchacho que está en leyes en Santiago, en Pío Nono, que tome una micro para asistir a un curso de sociología en Macul. Teníamos también gran cantidad de profesores “full time”. Por necesidad, pues a medida que la Universidad crecía se creaban nuevas asignaturas. Había que proveer los cargos. En Concepción no se daban todos los profesionales necesarios; había que llevarlos de fuera y para interesarlos era menester ofrecerles contratos de jornada completa. Los estudiantes también eran “full time”, ya que el 90% venía de provincias. Así que podemos mirar a Concepción como la metrópolis de Punta Arenas, Valdivia, Osorno, etc. Concepción era una ciudad tranquila, una ciudad joven y universitaria por excelencia. Se producía comunicación entre los estudiantes de las diversas escuelas porque en las “pensiones” estaban el de medicina con el de química, o farmacia, o educación.

-¿Se dio un juego de influencias políticas en torno al tema de la reforma?

-Ninguna. Fue un asunto netamente universitario, académico y estructural, por una coyuntura afortunadísima de profesores, de jornada completa, casi de dedicación exclusiva; estudiantes también de dedicación exclusiva y un campus universitario a escala humana. Los recursos crecieron en parte por la Lotería. Don Enrique no quería “tocar” la Lotería. Rasgué velos y fui al Congreso a defender esta idea: “la Universidad necesita recursos para seguir viviendo”. La Universidad requiere mucho tiempo para su desarrollo. El país requiere de la Universidad para desarrollarse. Obtuve más recursos de la Lotería, pues me liberaron de impuestos cierto número de sorteos que fueron a parar a la Universidad. Y llegaron emisarios de instituciones extranjeras a visitar la Universidad de Concepción. Entre ellos, la Ford Foundation, que dio un “grant” de un millón de dólares. Con ocasión de la reforma necesitaba una “bendición papal” para ella, porque a una reforma nacida en una Universidad provinciana no se le da gran crédito. Fui a París a defender el proyecto y exponerlo ante la Asamblea General de la unesco para pedir que se le diera aprobación. Recuerdo que me dijo el Presidente: “Señor, tiene cinco minutos para exponer sus fundamentos”. Estaba muy nervioso, y repliqué: “Señor Director, vengo de una Universidad pequeña y pobre que está en Chile. No obstante ser usted Director General de la unesco, es probable que poco sepa de Chile. Es un país pequeñito que está al final del mundo y mi Universidad es más pobre que el país; me ha pagado el viaje para que venga acá y no para que conozca París. Me ha pagado para que venga a exponer nuestro proyecto. Si no me da el tiempo necesario, prefiero retirarme”. Se sonrió y me dijo: “Tómese el tiempo que necesita”. Expuse el proyecto. Consistía en que las cátedras se concentraban en institutos centrales: para comenzar, cuatro. Los profesores serían “full time”, aplicados a su disciplina, con programas curriculares preparados por expertos, de modo que sirvieran en la medida necesaria a los que quisieran ser “licenciados” en esas disciplinas. Ejemplo: en “química”, sin apellido. No “ingeniero químico”, no “profesor de química”, sino “químico”, de modo que, al cabo de cuatro años, tendrían su licenciatura en biología, o química, o matemática, o física. De ahí para arriba, el mundo es ancho y no ajeno, es propio. ¡Vuele señor!, la Universidad lo apoyará. Estos programas estarían armonizados, con programas de estudios de universidades europeas y americanas, de manera que los licenciados pudieran proseguir allá su doctorado. A su vez estos institutos centrales proporcionarían docencia en las disciplinas aplicadas a las escuelas que la requieren: química aplicada o biología aplicada, etc. Intercambio o interdisciplinas entre los profesores y “año sabático” para todos, de manera que cada cierto tiempo quedaran dispensados de compromisos docentes. Esta fue la idea de los institutos centrales. La unesco la aprobó y la recomendó como proyecto para las universidades de América Latina. Con esto nos llegó el millón de dólares de la Ford Foundation y otro millón de dólares del Fondo Especial de Naciones Unidas que se acababa de crear. Y aquí le hablo de la familia Alessandri -estoy muy obligado con Alessandri-, porque el fondo especial de la nu era un programa de gobierno a gobierno, no de gobierno con entidades privadas, y la Universidad de Concepción es una entidad privada. Fui a verlo y le dije: “Don Jorge, tengo esto, apóyeme”. Y así lo hizo en una reunión que tuvo don Jorge con Paul Hoffman, entonces director del Fondo Especial de Naciones Unidas. Así obtuve el otro millón de dólares.

-Respecto del campus mismo, hubo en él toda una concepción en torno a la pan plaza…

-Así es. Emilio Duhart -que obtuvo medalla de oro hace poco, un hombre valiosísimo, extraordinario por donde se le mire- tomó esa idea para dar la expresión de una universidad que obedece y descansa en cierta unidad de propósito. Se creó también el orgullo de los profesores y de los estudiantes de pertenecer a ella. La ciudad cambió. Tenía un teatro, se llamaba Teatro Concepción. Era una réplica, reducida, pero fidelísima, del Teatro Municipal de Santiago: una joya. Se instaló una estación de radioemisora; una orquesta de cámara estable y un teatro universitario que con don Pedro de la Barra obtuvo el Premio Nacional de la Crítica.

-¿Y la Pinacoteca cuándo se forma?

-En 1960, a raíz del terremoto. Con una donación de México. Todo giraba en torno a la cultura: arte, teatro, música, plástica. En Europa no es necesario que un muchacho vaya a la Universidad para conocer, para vivir la cultura, el teatro de Jean Louis Barrault. Allá usted no tiene que estar en la Universidad para ir a la Comedie Française, en Londres para ir al Old Vic. No tiene que estar en la Universidad… Pero en nuestros pueblos de América Latina no ocurre igual, y mucho menos en provincias. Aquí en Santiago, a medias, no crean que tanto. Pero en provincias, si la Universidad no le proporciona esto ¿dónde?

-¿Qué obstáculos tuvo la reforma académica?

-Sí, hubo obstáculos, pero no de mala fe. Muchos profesores no quisieron asumir la jornada completa; otros se sintieron disminuidos porque preferían ser “profesores de” la Escuela de Medicina que “del Instituto Central de Química”. Luego, una cosa inesperada que en algunos pesaba mucho: siendo profesores de la Escuela de Medicina, de química; y de la Escuela de Farmacia, de química; y de la Escuela de Agronomía, de química, tenían ¡tres votos, uno en cada Escuela!

XI

-Ahí nos acercamos a la otra reforma, ese proceso traumático de la violencia en la Universidad de Concepción…

-Eso ocurrió… Yo me vine en 1962. Fui rector seis años, me pidieron que me quedara, no quise: creo que fue un error.

-¿Pero usted lo veía venir, sentía que se estaba incubando algo grave?

-Nada. La Universidad era una taza de leche, créame.

-¿El nuevo rector, Ignacio González, fue un poco cobijado por ustedes?

-No. La Universidad de Concepción, cuando me vine, era una taza de leche. A raíz del terremoto de 1960, la Cruz Roja norteamericana donó a la universidad un hogar de estudiantes, para 250 estudiantes. Se construyó en mi época. Había dos o tres díscolos que querían residencia mixta. Hice construir 22 cabinas o cabañas, cada una para 22 alumnos, y los mezclaba a todos, en cada cabaña, gente de afuera, no de Concepción, estudiantes de provincias. Las “residenciales” se habían destruido, había que proveerles residencias. También al personal menor. Sí, el espíritu mueve mucho.

-Esta vuelta suya a Santiago, entonces, era sin pensar que algún día volvería…

-Ahí llegó Ignacio González, cuyo temperamento era muy diferente al mío. En honor a la verdad, no era mi candidato, no obstante sus muchos merecimientos. Ni creo que él deseara ser considerado sucesor mío. En su modo de ser, en su temperamento, éramos muy diferentes; y durante su período se incubó el mir, cuya existencia ignoraba, porque me vine de Concepción. No me aparecí por Concepción ni quise tener contacto alguno, ¡para qué parecer la sombra del fantasma de Hamlet!

Cuando volví, me encontré con esa oscura realidad. Con Luciano Cruz, Miguel Enríquez, Edgardo Enríquez, Van Schowen y Nelson Gutiérrez, entre otros.

-¿Y cómo es esa vuelta, cómo vuelve usted?

-Volví porque la situación era caótica.

-¿Qué año?

— 68 (Nanterre… recuerde usted). Fueron a mi casa a decirme: “Don David usted es el hombre que puede salvarnos”. Pero no me dijeron que la cosa era así. Si lo hubiera sabido no habría ido. La gran víctima fue Fanny, pues volvimos y encontré que yo había dejado un Ballet y me estaba encontrando allá con la Opera de Tres Centavos. No podía entender qué estaba pasando, ni a Luciano Cruz, pobrecito…

-¿Fueron muchos los diálogos que tuvo con todos ellos?

-Dos personajes fueron a menudo en tren de guerra, no en tren de paz. Uno, Luciano Cruz, que quería mucho a Fanny… En una fiesta de estudiantes se levantó, le dio el brazo, para que Fanny se apoyara. Fanny es muy tímida; ella, desconcertada, pero, en fin, cumpliendo con su deber, sonreía y saludaba. El otro era Nelson Gutiérrez. Un hombre joven, que parecía resentido. Cuando yo converso tengo el hábito de estar mirando a la cara; él hablaba mirando hacia abajo. No había manera de entenderse. Es explicable, él no quería entendimientos; y lo que él veía era tan diferente de lo que yo veía que no había manera de satisfacerlo.

-¿Por qué cree usted que se dio en Concepción ese fenómeno?

-No crea que no me he detenido a pensarlo, pero en este momento diría, quizás, primero, por aquello que le dije, Concepción es una ciudad universitaria donde llegaban muchachos de todas partes y se vive en grupo, en comunidad; en la Universidad está dada la “masa crítica” para un movimiento. Aquí tienen que ir a barrios o poblaciones para crear un movimiento; pero allá la masa crítica está en la comunidad universitaria.

XII

-¿Cree que hubo algún intento deliberado, un plan? ¿O es que el mir surge espontáneo?

-Creería que es la resultante, el eco, de un movimiento que venía de afuera. No estoy hablando de guerrilla, de entrenamiento del Che Guevara, sino del “eco”, Nanterre (volvemos a Francia), del eco internacional, y esto fue recogido —y no nos engañemos, porque por lo que estamos viendo hoy… las cosas parece que hubieran variado mucho y sólo Dios sabe si han variado tanto— …Chile era un país que se inclinaba hacia la izquierda, en tanto que el centro, la derecha, se recogía, se replegaba; hubo una confianza muy grande en que las cosas no llegarían a lo que llegaron. Y tienen ustedes un ejemplo, yo actué como abogado : la nacionalización del cobre. Contó con el Congreso Pleno y las medidas que se tomaron en la ley de nacionalización dejó a las empresas extranjeras en una posición inconcebible para un hombre de Derecho. Recuerden que entre las facultades que se dieron al Presidente de la República fue la de establecer el monto de las utilidades excesivas que habían percibido las compañías mientras desarrollaron sus actividades en Chile, para deducir el “exceso” de la indemnización debida. Yo voy a admitir que las utilidades pudieron haber sido excesivas. Admito que pudo haber sido. Pero a mí —hombre de Derecho— no me vengan a decir que he estado ganando más renta, más sueldo del que me correspondía, en circunstancias que he trabajado y pagado mis impuestos ajustándome a las leyes vigentes del ordenamiento jurídico chileno… no lo entendí. Y hasta hoy no lo entiendo.

-¿Cuál es su percepción de los miembros del mir como personas? ¿Diría que fue gente con algún desequilibrio sicológico? ¿Cuál es su impresión, por ejemplo, de Miguel Enríquez y de los principales dirigentes de entonces?

-Mire, uno por uno por uno es difícil, porque no los conocí tan directamente.

Puedo mencionar a Luciano Cruz. Este joven Luciano Cruz, era alto, con el pecho muy convado, que iba a verme, a plantearme problemas, siempre insolubles, porque de eso se trataba: que el problema no tuviera solución. Si la tenía, estaba demás que fueran a verme. Y me hablaba largo, largo, y yo trataba de seguir su raciocinio, de veras… ¿A título de qué iba a negarme a pensar, a razonar? Mi temperamento es otro: no le entendía una palabra. Iba con otro muchacho muy simpático, de la misma corriente. Éste se sentaba al lado y me explicaba: “el compañero Cruz dice…”.

Hacía de intérprete, tomaba la palabra y traducía.

-¿Usted pensaba que esto era algo que quedaría restringido a Concepción, al ámbito de la Universidad? ¿O ya podía ver que era un fenómeno llamado a expandirse con dinamita por el resto del país?

-Yo pensé que se iba a quedar en la región. En esa época me parecía tan desconcertante para un mundo que había sido tan tranquilo y racional. Recuerde que yo era radical y la razón, la luz, la masonería, la evolución, el pensamiento, la objetividad del buen juicio… Jamás se me ocurrió que un propósito tan indefinido pudiera extenderse.

-…¿hay actos físicos de violencia que le hayan impresionado? ¿0 no, todavía?

-En la segunda etapa se había producido la gran revuelta en la Universidad Católica, con lo de Monseñor Silva Santiago. Fue un golpe muy duro para él, y llegó Castillo Velasco. Recuerdo que Castillo convocó a algo… entonces los actos no tenían mucha definición, rodeado de estudiantes. Me sentía confundido, extraviado. Cada uno tenía que exponer lo que pensaba —nos daban cinco minutos, como en la unesco)—.

Me dicen: “Tiene la palabra el rector de Concepción”, y yo les digo: “¿cómo se les ocurre a ustedes que yo en cinco minutos puedo explicar, pueda expresar una idea o un pensamiento”. Una tragedia. Así, me encontré con ese mundo, con ese problema. Era presidente Eduardo Frei, un hombre valiosísimo, por quien también guardo un recuerdo reconocido. Fue conmigo muy noble, un gran hombre.

-¿Débil?

-No. Fue un hombre fuerte, yo diría que muy fuerte, capaz de ir a la guillotina a sabiendas, a trueque de mantener una actitud y una idea. Así lo recuerdo. Él sabía lo que pasaba, sabía cabalmente. En una oportunidad —y esto ya es una historia publicada— me llamó junto con ciertos políticos. Fuimos a una reunión a la casa de un connotado político y yo no sabía para qué. Ahí estábamos el presidente Frei, estas dos personas y yo. Lo que quería es que esas dos personas y yo integrásemos el ministerio. Don Eduardo Frei quería y sabía que necesitaba abrir su gobierno político, su sistema político, con la incorporación de otros elementos de modo que no se concentrase todo en la Democracia Cristiana.

-¿Qué año era más o menos?

-No recuerdo en este momento, pero fue en la segunda mitad de su período.

Expuso su pensamiento, abiertamente. No, no era débil, sabía cabalmente lo que quería y sobre todo, sabía cabalmente lo que él representaba para él mismo, ante sí mismo, no ante los demás, para sí. Él quería ser presidente constitucional de Chile y para Chile y para todo Chile, y sabía que una forma era abrir—a través nuestro— y quizás luego con otros elementos, un gobierno pluripartidista, no confiado exclusivamente a su sólo partido. Lo dijo. Si no con estas palabras, de esto se trataba.

-Y no resultó

-No resultó, porque uno de los otros dos me dijo -delante de él “el Partido Radical nos va a poner una etiqueta…empleó una expresión muy típica de él, cuando se marca un animal en el anca. Porque, en el fondo, nos estaba pidiendo que nos saltáramos la valla del Partido Radical para arrastrar a parte de los radicales…, en buenas cuentas, para abrir su gobierno, con otra gente que pudiera seguir el ejemplo.

Y ese político dijo: “nos vamos a quedar marcados en el anca y cuando esto termine en nada, y cuando no te necesitan, te dan una patada en cierta parte -textual- y aquí no ha pasado nada, pero uno se queda marcado: yo no hago esto”. Como él era político y yo nunca lo fui me dije: “Debe tener razón. Si ese es su oficio, hay que creerle”. Y no resultó.

-¿Cómo se produce la renuncia a la rectoría de la Universidad de Concepción?

-Ahí no fue renuncia, sino que las cosas se dieron de tal forma que pensé…”En nuestro sistema, en nuestro régimen, somos rectores porque hay un pacto de caballeros. Ni el ejército ni la policía entrarán al campus universitario mientras yo sea rector. Yo no llamaré ejército ni carabineros, pero sí tengo el apoyo del gobierno, no importa”. Entonces, vino la respuesta: “Nosotros respetamos la autonomía universitaria”. “Eso significa que me voy a sentar a la Plaza de Armas bajo la sombra de los tilos, a ver lo que ocurre. No, así no. Si es de ese modo, vamos a la reforma, la Universidad es autónoma, así será”.

Entonces se produjo la reforma del sistema universitario. Era una reforma política, ya estaban los Van Schowen, los Enríquez. Edgardo, el padre de Miguel, que era buenísimo y amaba a sus hijos, padecía por ellos, vivía por ellos, vibraba por ellos y naturalmente, si no comulgaba con ellos, por lo menos los entendía.

Tampoco los apoyaba, pero los entendía. Eran sus hijos, no los iba a dejar abandonados. Les encontraba razones válidas o valederas para lo que ellos querían. Entonces, después de una visita a La Moneda dije: “Quieren reforma, vamos a la reforma”.Pero lo hice sabiendo una cosa: cuando hay ciertos sistemas, ciertos métodos para sanar a un enfermo, se tiene que llevar la enfermedad al clímax para ver si el enfermo reacciona… Hubo una película “El Pozo de las Víboras”. Se trata de una mujer que está enferma mentalmente. La historia descansa en el mito de que en la antigüedad a la gente enferma mentalmente los tiraban a un pozo de víboras porque el terror los hacía recuperar la razón. Me dije: “quieren reforma, esto va a ser el Pozo de las Víboras, van a tener que entender de una vez por todas que eso no puede ser”. Y con el Presidente Frei, tramité la reforma. Y dijeron “bueno, ahora elegimos rector”, y fueron a verme Miguel Enríquez y Van Schowen; a pedirme que fuera reelegido rector, y les dije: “No amigos míos, la comedia e finita, ahora ustedes sabrán”, y eligieron a Edgardo Enríquez. Así que no renuncié, terminé anticipadamente mi período y no quise ir a la reelección. Esa es la historia, la vida  es dramática.