Abogado, economista y académico. Conocido principalmente por su trabajo en el ámbito público. Fue el primer presidente del Banco Central en el marco de la nueva institucionalidad que la Constitución de 1980 otorgó a este organismo del Estado y embajador de Chile en Washington, durante la presidencia de Ricardo Lagos, período en el que se aprobó el Tratado de Libre Comercio con ese país. Además, participó en los directorios de importantes empresas.
Publicada en Revista Societas Nº22, 2020
La incorporación de Andrés Bianchi a la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile tuvo lugar el 21 de agosto de 2008 en acto realizado en su Alma Mater, el salón de honor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su disertación en esa ocasión versó sobre La autonomía del Banco Central de Chile – Orígen y legitimación y fue recibido en la corporación por el académico de número Enrique Barros Bourie, pasando a ocupar el sillón Nº 3, vacante por el fallecimiento del académico de número Carlos Martínez Sotomayor.
La personalidad del académico Andrés Bianchi era de sobra conocida en el ámbito público, principalmente por su desempeño como primer presidente del Banco Central en el marco de la nueva institucionalidad que la Constitución de 1980 otorgó a este organismo del Estado. Asimismo por sus seis años como embajador de Chile en Washington, durante la presidencia de Ricardo Lagos, período en el que se aprueba el Tratado de Libre Comercio con ese país.
Importante y reconocida en los niveles académicos y empresariales –aunque no igualmente conocida del grueso público– fue su extensa carrera como docente en el país y fuera de él, bien como su participación en los directorios de importantes empresas. Resta decir que lo más destacable de aquello que no alcanzó a incluirse en esta entrevista que estudia cuatro partes de su vida, es su permanencia en la CEPAL, adonde llega invitado por su Secretario Ejecutivo, Enrique Iglesias, en 1975 y donde concluirá su desempeño como Secretario Ejecutivo Adjunto entre 1987 y 1989, cuando se traslada a la presidencia del Banco Central.
He aquí las cuatro etapas de su fecunda vida seleccionadas para estas “Conversaciones”:
I. De Valdivia a Yale
¿Cuáles son los primeros recuerdos de Andrés Bianchi? ¿Su familia, su infancia en el mundo valdiviano, sus primeros estudios e intereses?
–Nací y viví hasta los 16 años en Valdivia, la última y más austral de las ciudades fundadas por Pedro de Valdivia y cuya historia durante la Colonia fue muy distinta a la de las ciudades españolas al norte del Biobío. Este contraste entre Valdivia y el Chile del Valle Central se acentuó marcadamente a partir de 1855 con la llegada de numerosos inmigrantes alemanes encabezados por Carlos Andwanter.
Mi abuelo paterno, Luis Bianchi Tupper, se radicó en Valdivia siendo un joven médico en 1885. Allí nació mi padre, Raúl Bianchi Paz, quien, luego de estudiar en la Deutsche Schule valdiviana y en el Liceo de Aplicación en Santiago, se tituló de dentista en la Universidad de Chile. De regreso a Valdivia se casó con María Teresa Larre Duhalde, cuyo padre había emigrado desde el País Vasco francés a La Unión, y cuya madre descendía de inmigrantes franceses y alemanes. Eduardo, mi hermano mayor, fue dentista; Raúl fue médico, y Ana María, la menor, es psicóloga.
En parte por estos antecedentes familiares y, sobre todo, por mi educación en el Instituto Alemán Carlos Andwanter –en el que cursé desde kindergarten hasta cuarto año de humanidades en 1951– mi infancia y adolescencia estuvieron muy influidas por las tradiciones y culturas alemana y francesa.
La educación en la Deutsche Schule tendría su particular carácter…
–La Deutsche Schule original había sido fundada por Andwanter en 1858 para proporcionar educación a los descendientes de los colonos. Casi un siglo después, conservaba todavía muchas de sus características originales. Así, en los seis años de la educación preparatoria, todas las asignaturas –con las únicas excepciones de Castellano e Historia de Chile– se dictaban en alemán y por profesores alemanes. Esto cambiaba algo en el ciclo de las humanidades, en que Física, Química, Matemáticas y Francés eran enseñados por profesores chilenos. Pero el curso de inglés lo dictaba un profesor alemán y lo propio ocurría con los de Historia de Europa, Canto, Dibujo, Trabajos Manuales y Gimnasia. Además, la gran mayoría de los alumnos eran descendientes de alemanes y provenían de familias en que el idioma hablado en el hogar seguía siendo el alemán. De hecho, de los 18 alumnos que integraban mi curso de 4° de humanidades, apenas dos teníamos apellidos no alemanes.
El colegio tenía tres características adicionales muy distintivas. La primera era la realización, una vez al año, de un ausflug o excursión a un parque, bosque, laguna u otro lugar de gran belleza para que los alumnos aprendieran, desde pequeños, a conocer y admirar la naturaleza. La segunda –ligada a la ideología liberal y laica de los movimientos revolucionarios que ocurrieron y que a la postre fracasaron en Alemania y en otros países europeos en 1848– era la exclusión de la enseñanza de religión en el colegio impuesta desde el comienzo por Carlos Andwanter. Si bien la mayoría de los alumnos pertenecían a familias protestantes, ellos recibían la enseñanza religiosa en la Kirche (la iglesia evangélica), no en la Schule. Y lo propio ocurría con los que profesaban el credo católico. Por último, el colegio se distinguía por el marcado énfasis que otorgaba a los deportes y, en especial, a la gimnasia, el atletismo y el remo, disciplinas en las que Valdivia tenía en esa época una destacada figuración en el plano nacional.
A. Santiago: del Instituto Nacional (1952-1953) a la Escuela de Derecho UCH (1954-1958)
¿Cuándo entra en escena Santiago y la vida capitalina? ¿Qué pasó ahí?
–Mi vida experimentó un cambio radical y decisivo en 1952, año en que nuestra familia se trasladó a Santiago y yo ingresé al Instituto Nacional. En efecto, las enormes y múltiples diferencias cualitativas y de escala existentes entre Santiago y Valdivia y, sobre todo, mi incorporación al más antiguo y prestigioso liceo público del país constituyeron, en cierto sentido, mi primer contacto con lo que podría calificarse como “el Chile real”. Una causa principal de este proceso fue el contraste entre el origen alemán y la situación económica relativamente acomodada de la mayoría de las familias de mis compañeros de colegio en Valdivia y los apellidos chilenos y las familias de clase media a la que pertenecían la mayor parte de mis compañeros del Instituto. Otra diferencia con mi experiencia escolar valdiviana fue que en este había también alumnos de origen árabe y judío, cuyo rendimiento escolar era, en general, muy alto.
Además de entrar en contacto con una realidad social y cultural que hasta entonces desconocía, durante mi permanencia en el Instituto me beneficié con el excelente nivel de la enseñanza impartida. De hecho, en esos años, la calificación del Instituto como “el primer foco de luz de la nación”, que resalta su himno oficial, se justificaba plenamente.
Terminadas “Humanidades” o lo que hoy se llama licencia secundaria en el Instituto Nacional, ¿cómo se enfrenta a la vida universitaria?
–En 1954 ingresé a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, la mejor y más prestigiosa de las cinco escuelas de leyes entonces existentes. Históricamente, de ella habían egresado la mayoría de los presidentes de la República, y una alta proporción de los parlamentarios, ministros, políticos y juristas más destacados del país.
Una Escuela de Derecho ciertamente de las más importantes a nivel latinoamericano…
–A mediados del siglo pasado su influencia seguía siendo considerable. Ello se debía no solo a la calidad de la mayoría de sus catedráticos, sino también a que no pocos de ellos eran miembros prominentes del establishment político y jurídico del país. Al respecto, basta recordar que en esos años se podía estudiar en ella Derecho Romano con Juvenal Hernández y Derecho Constitucional con Gabriel Amunátegui; Historia Constitucional de Chile e Historia del Derecho con Jaime Eyzaguirre; Economía Política con Alberto Baltra y Política Económica con Felipe Herrera; que entre los profesores de Derecho Civil estaban David Stitchkin, Eugenio Velasco y Hugo Rosende; que enseñaban Derecho Penal Álvaro Bunster y Miguel Schweitzer y Derecho Administrativo, Patricio Aylwin y Enrique Silva; y que uno de los catedráticos de Filosofía del Derecho era Jorge Millas.
La reputación de la Escuela de Derecho y el atractivo de estudiar en ella derivaban también de la amplia diversidad ideológica y religiosa de su cuerpo docente. Este incluía –en proporciones diferentes– conservadores, liberales, radicales, democratacristianos y socialistas, y de él formaban parte creyentes, agnósticos y ateos; católicos, judíos y masones.
Pero la Escuela también tenía debilidades serias. No existían profesores de tiempo completo y se consideraba que enseñar en ella constituía un “honor” y no una actividad que debía ser debidamente remunerada. Por otra parte, la prioridad otorgada a la enseñanza del derecho era muchísimo mayor que la que se daba a la investigación jurídica. Y la subutilización de la infraestructura era casi increíble: las aulas de clase, las salas de los seminarios y la biblioteca cerraban al comienzo de la tarde.
Los tres profesores que más admiré fueron Alberto Baltra, Jaime Eyzaguirre y Jorge Millas.
Jaime Eyzaguirre, historiador y publicista prolífico, católico, conservador y apasionado defensor de la obra de España en América, fue mi profesor de Historia Constitucional de Chile en primer año y de Historia del Derecho en el segundo. Sus clases eran estructuradas y brillantes y en alguna de ellas se daba maña para introducir temas culturales que trascendían los límites normales del programa de las asignaturas. El mejor ejemplo de ello era la forma en que, al analizar el derecho indiano como una de las fuentes del derecho republicano chileno, realizaba una disertación magistral acerca del arte colonial iberoamericano, surgido de la fusión de los estilos y técnicas europeos con las tradiciones artísticas y culturales de los indígenas. Varios años más tarde, cuando conocí la deslumbrante belleza de los templos barrocos mexicanos, le escribí una postal que decía: “Estimado don Jaime, reciba un gran abrazo de su agnóstico alumno que, gracias a usted, en México se ha pasado viendo iglesias…”.
Otro profesor inolvidable fue Jorge Millas, quien impartía Filosofía del Derecho. La claridad, coherencia y rigor con que iba explicando temas progresivamente más abstractos y complejos eran notables. Al comparar sus clases con las de los profesores que había tenido en los años anteriores –la mayoría de estos eran muy buenos expositores y dominaban adecuadamente las materias que enseñaban–, mi conclusión fue categórica: Jorge Millas era simplemente de otro nivel. Es por ello que recuerdo cuán honrado me sentí cuando, después de rendir el examen oral final, me ofreció ser su ayudante. Junto con manifestarle mi enorme agradecimiento, le expresé que no podía aceptar su oferta, pues, a esas alturas, ya había decidido encausar mi futuro académico al estudio y enseñanza de la economía.
¿Cómo se desarrolló ese tránsito del derecho a la economía?
–Tal opción había comenzado a manifestarse a raíz de la fascinación que me causaron las clases de economía que impartía Alberto Baltra en el primer año de la carrera. Abogado, economista autodidacta, estudioso incansable, de personalidad fuerte y un tanto difícil, Baltra había sido durante diez años Director de la Escuela de Economía y Comercio de la Universidad de Chile desde su creación en 1935. A comienzos de los años 50, tras desempeñarse como ministro de Economía en el gobierno de Gabriel González Videla por casi tres años, retornó como profesor a la escuela de Derecho decidido a introducir en ella la enseñanza de la teoría económica moderna. Para mí, el efecto más importante de sus lúcidas y metódicas exposiciones fue empezar a comprender algunas de las causas y consecuencias de los severos problemas económicos que, a la sazón, agobiaban al país y que dominaban gran parte del debate público nacional.
Mi atracción por la economía se acentuó cuando en 1955 Baltra me integró, junto con mi compañero José Rimsky, al reducido grupo de ayudantes de su cátedra, al que el año siguiente se incorporó Ricardo Lagos.
Nuestras obligaciones, además de participar en la corrección de las pruebas escritas, incluían efectuar “repasos” semanales, en donde debíamos explicar a un grupo de alumnos los temas que Baltra había cubierto la semana anterior, y dilucidar las dudas que ellos pudiesen tener. Junto con reforzar mis incipientes conocimientos de economía –como se sabe, la mejor forma de aprender efectivamente una materia es enseñarla–, esos repasos despertaron mi vocación por la docencia y me ayudaron a desarrollar una cierta capacidad para exponer en forma clara y ordenada.
Una segunda razón que me fue inclinando por la economía, más que por el derecho, fue mi percepción de los horizontes laborales bastante diferentes que, a mi juicio, ofrecían ambas disciplinas. Por su propia naturaleza, la abogacía me parecía una profesión básicamente “local”, cuyo ejercicio, la mayoría de las veces, podía efectuarse solamente en Chile. En cambio, en la economía –pensaba– esa restricción era mucho más débil y ofrecía mayores posibilidades de trabajar tanto en otros países como en organismos económicos internacionales, cuyo número e influencia estaban aumentando con rapidez en esa época. En breve, intuía que la profesión de economista era, en varios sentidos, más “global”.
Pero, por cierto, una cosa era haber concluido que la economía me resultaba más atractiva que el derecho y otra muy distinta, y sobre todo más difícil, era llevar esa idea a la práctica. Por una parte, habiendo completado cuatro años de estudio de derecho con excelentes calificaciones, parecía absurdo no terminarlos. Por otra, debido a la rígida segmentación de la enseñanza de las distintas profesiones en nuestro sistema universitario, estudiar economía en Chile exigía volver a fojas cero y destinar otros cinco años para obtener el título de ingeniero comercial.
¿Cómo se resuelve esa dura disyuntiva?
–Mi dilema –obviamente– no era fácil de resolver. Sin embargo, él empezó a resolverse cuando me enteré de la existencia del Centro Interamericano de Estadística Económica y Financiera (CIEF). Este era una entidad dependiente de la OEA, con sede en Santiago, en que se enseñaba estadística, economía y matemática en forma intensiva. Su cuerpo docente estaba constituido principalmente por profesores internacionales y sus alumnos eran graduados de economía o estadística provenientes de toda América Latina.
Debido a que las materias enseñadas en el CIEF calzaban exactamente con áreas –como matemáticas y estadística– en que mis conocimientos eran insuficientes o casi nulos, y los que eran indispensables para avanzar en el aprendizaje de la economía, presenté mi postulación para ingresar a él como alumno de su curso completo. Para mi sorpresa, ella fue aceptada.
En esas circunstancias, adopté una decisión riesgosa: cursar simultáneamente el programa del CIEF y el 5° año de Derecho. Mi experiencia en el CIEF fue muy positiva. Gracias a la intensidad, duración y calidad de sus cursos pude adquirir en un año conocimientos de estadística y matemática más o menos similares a los que se aprendían en cinco años en la Escuela de Economía. Y mis conocimientos económicos se fortalecieron con los excelentes cursos de Análisis Económico y Política Monetaria dictados por Carlos Oyarzún y de Finanzas Públicas impartido por Sergio Molina, que habían sido los economistas que organizaron y dirigieron la Oficina de Estudios del Ministerio de Hacienda cuando esta fue creada en el gobierno de Jorge Alessandri.
Un beneficio adicional que me proporcionó el CIEF fue que, por medio de mis compañeros de curso, tuve mi primer contacto con América Latina, con su rica diversidad, sus virtudes y sus defectos. Por último, fue un profesor colombiano del CIEF quien me instó a postular a una beca para continuar mis estudios de economía en Estados Unidos, posibilidad que hasta entonces no había siquiera considerado. Acogiendo su consejo, postulé a una beca de la comisión Fulbright, la que se había instalado recientemente en Chile.
Concluido el programa del CIEF, rendí a fines de diciembre y comienzos de enero los exámenes de Derecho de Minería, Derecho Civil Profundizado y Filosofía del Derecho. Dos meses más tarde aprobé las tres asignaturas restantes. Con ello, el 13 de marzo de 1959 egresé de la Escuela de Derecho.
B. Yale: un gran desafío
Uno pensaría que por la formación anterior las cosas estaban para continuar los estudios en Europa… ¿Cómo fue que apareció Yale?
–Exactamente un mes después, recibí una carta de la Universidad de Yale que contribuiría a consolidar mi orientación hacia la economía y que influiría en forma decisiva en mi vida personal y profesional. En ella se me informaba que había sido aceptado en el programa de Máster del Departamento de Economía y que contaría con una beca de la comisión Fulbright.
Acepté la oferta de Yale de inmediato, feliz, pero también consciente de que representaba un inmenso desafío. En efecto, mi dominio del inglés era apenas mediano y hasta entonces no había salido jamás de Chile. Por tanto –y sin contar con ninguna experiencia previa– tendría que adaptarme al estilo de vida norteamericano, cuyas diferencias con el nuestro eran en esa época –muy anterior a la globalización y a la revolución de las comunicaciones– mucho más marcadas que en la actualidad.
Sin embargo, el reto principal era el propiamente académico. Además del enorme cambio que significaba pasar de estudiar derecho en español a economía en inglés, había que adecuarse a sistemas de enseñanza, aprendizaje y calificaciones radicalmente distintos.
Así, en contraste con la extrema rigidez del plan de estudios de la Escuela de Derecho –que incluía 26 cursos anuales obligatorios y tan solo uno optativo–, el de Yale consistía en un pequeño número de asignaturas obligatorias y una amplia gama de cursos optativos. La cantidad de horas semanales de clases era también mucho más reducida, pero el menor tiempo demandado por ellas era más que compensado por el que había que dedicar a la lectura de larguísimas listas de libros y artículos. Por ello, el principal lugar de estudios era la biblioteca, en donde frecuentemente permanecía desde la mañana hasta su cierre a las diez de la noche.
También el formato de las clases era muy distinto. A diferencia del habitual en la Escuela de Derecho –en que el rol activo era casi monopolizado por el profesor, mientras que el de los alumnos se limitaba las más de las veces a tomar apuntes– en Yale se estimulaba la participación de estos en el análisis y discusión de los temas presentados por el profesor.
El contraste era asimismo marcado en el sistema de calificación, que se basaba en una combinación de uno o más papers y de exámenes escritos. En estos últimos –en lugar de valorar esencialmente la capacidad de reproducir los planteamientos realizados por los profesores en sus clases o los contenidos en un texto básico, como era la práctica predominante en la Escuela de Derecho–, se premiaba la habilidad para aplicar lo aprendido en las clases y lecturas en el análisis de temas específicos de teoría económica o para fundamentar opiniones propias respecto de posiciones controversiales en materia de política económica.
Bien superado el enorme desafío que significaban para Andrés Bianchi sus estudios de posgrado en Yale, su rendimiento le acredita, ya antes de concluir el programa de Máster, para transferirse al programa de Doctorado en el Departamento de Economía. Cumplidos los requisitos en materia de cursos, rinde en septiembre de 1961 los comprehensive examinations o exámenes finales del doctorado, que incluían pruebas escritas en teoría, política e historia económica y exámenes orales en dos campos de libre elección (en su caso comercio internacional y política monetaria). Con gran satisfacción suya fue aprobado en esos comprehensive examinations con distinción, la calificación máxima otorgada por el Departamento de Economía, que este no dispensaba livianamente.
Aprobado el examen de doctorado, ¿cuáles eran los pasos a seguir?
–Los doce meses siguientes fueron de dulce y agraz, pero afortunadamente culminaron con un episodio inesperado que influiría profundamente en mi formación como economista y en mis juicios políticos.
Inicialmente participé en un seminario acerca de los problemas económicos de América Latina impartido por dos profesores visitantes que acababan de llegar a Yale: Joseph Grunwald –economista norteamericano quien había dirigido con singular éxito el Instituto de Economía de la Universidad de Chile desde mediados de los años 50– y Dudley Seers –economista inglés de Cambridge que había trabajado varios años en la Cepal en Santiago–.
Al mismo tiempo comencé a recopilar información del tema que había elegido para mi tesis de doctorado: “Las vinculaciones entre la Gran Minería del Cobre y el desarrollo económico de Chile en el período 1910-1960”. Mis investigaciones en esta materia tuvieron, sin embargo, un abrupto final cuando me enteré de la existencia del excelente y exhaustivo estudio Development Problems of an Export Economy: The case of Chile and Copper, que Clark Reynolds había presentado como su tesis de doctorado en la Universidad de Berkeley.
El desaliento que ello me causó se vio neutralizado, empero, cuando en junio Seers me preguntó si estaría dispuesto a integrar un reducido grupo de economistas que él esperaba reunir para estudiar la evolución económica y social de Cuba desde el triunfo de la Revolución en enero de 1959. Me explicó que su idea era que realizáramos un esfuerzo honesto para analizar lo que realmente estaba sucediendo en Cuba, con sus luces y sus sombras, en claro contraste con los numerosos informes y artículos a la sazón disponibles concernientes al tema, que se caracterizaban en su gran mayoría por sus juicios fuertemente polarizados, fuesen favorables o críticos del régimen de Fidel Castro. Agregó que durante una breve visita realizada a La Habana en febrero, había conversado la posibilidad de efectuar este estudio con Regino Boti –el ministro de Economía cubano– y con Juan Loyola –economista mexicano que ocupaba un alto cargo en la Junta Central de Planificación de Cuba–, quienes también habían trabajado antes en la Cepal. Añadió que en esa ocasión Loyola había manifestado estar de acuerdo con la realización del estudio y que le había comunicado que Boti tenía la misma opinión. Le agradecí entusiasmado su ofrecimiento y le expresé que concordaba plenamente con el enfoque que debía tener el estudio.
II. La misión a Cuba
Fue así como, luego de una breve visita a mis padres en Santiago, volé, vía Miami, a La Habana, donde llegué el 1 de agosto de 1962 para reunirme con los demás miembros del equipo: Richard Jolly, inglés graduado en economía en Cambridge, con quien habíamos sido compañeros en Yale; George Cumper, también británico, profesor de economía en la University of the West Indies de Jamaica; y Max Nolff, economista chileno especialista en cuestiones industriales que entonces estaba asesorando al gobierno de Venezuela.
¿Fue factible el aterrizaje de esa misión en la Cuba de entonces?
–Para nuestra sorpresa y preocupación, la misión estuvo a punto de fracasar antes de que hubiera siquiera partido. En efecto, luego de repetidas tentativas frustradas, Boti recibió finalmente a Seers el 8 de agosto, oportunidad en que le expresó que consideraba que la misión era inoportuna y que la información que ella pudiese proporcionar no sería de mayor valor, pues la gente interesada en la experiencia cubana había ya tomado partido, a favor o en contra de la Revolución. Añadió que, por tanto, no nos proporcionaría credenciales ni cartas de introducción que facilitaran nuestros contactos con autoridades y funcionarios de gobierno y que nos permitieran acceder a datos y estadísticas oficiales. Con todo, Boti manifestó que nada nos impedía viajar 42311_SOCIETAS Nº 22-INTERIOR_CC1803.indb 27 18-03-21 08:32 SOCIETAS 28 por el país por nuestra cuenta y obtener la información que pudiésemos reunir en forma directa.
Enterados de la posición del ministro, deliberamos si, en esas circunstancias, valía la pena proseguir con nuestra misión o era preferible darla por terminada. En definitiva, todos –salvo el profesor Cumper que optó por regresar a Jamaica– decidimos seguir adelante y convinimos que Seers analizaría la evolución económica, social e institucional de la Revolución desde una perspectiva histórica; Jolly se concentraría en los grandes cambios en la educación; Nolff cubriría el desarrollo y las políticas industriales; y yo estudiaría la reforma agraria y las tendencias de la producción en la agricultura.
A la postre, no haber contado con el apoyo del gobierno no fue tan negativo como pensamos inicialmente. En primer lugar, ello evitó que viéramos solo lo que las autoridades quisieran mostrarnos. De hecho, juntos o en forma individual, recorrimos el país desde Santiago de Cuba en el oriente a Pinar del Río en el otro extremo de la isla, y visitamos numerosas escuelas, granjas y fábricas. En nuestros desplazamientos utilizamos buses, trenes, taxis y aviones y tuvimos que obtener alojamiento por nuestra cuenta. Ello fue importante pues nos permitió tener una comprensión mucho más realista de los problemas que enfrentaban los consumidores y de las deficiencias de los servicios básicos que la que habríamos tenido como invitados del gobierno. Por último, después de ver cómo se recolectaban y procesaban los datos y la información a nivel local, pudimos evaluar mejor la real confiabilidad de las estadísticas oficiales.
A. Avances sociales
¿Qué cosas fueron las que más les impresionaron?
–Desde el comienzo y hasta el final de nuestra misión en Cuba, lo que más me impresionó fueron las políticas y medidas adoptadas para reducir con rapidez las notorias desigualdades que históricamente habían existido en Cuba, las que, por su número y radicalidad, estaban abriendo oportunidades y horizontes de progreso hasta entonces insospechadas para los grupos más desfavorecidos.
En los avances sociales fueron fundamentales tres procesos: la reforma agraria iniciada en junio de 1959; el programa masivo de alfabetización llevado a cabo en 1961; y las medidas contra la discriminación racial y la segregación social.
Hablemos primero de la reforma agraria
–La concepción de la reforma agraria del nuevo gobierno era la de un proceso auténticamente revolucionario en el que la ampliación de las oportunidades de mejoramiento social y cultural de la población campesina ocupaba un lugar muy destacado. “Desde ahora –había dicho Fidel Castro en un discurso a los campesinos de Santa Clara en junio de 1959– los hijos de los campesinos tendrán escuelas, campos deportivos y atención médica, y los campesinos contarán por primera vez como un factor esencial de la nación”.
Para cumplir estas promesas, el gobierno realizó considerables inversiones en la construcción de hospitales, clínicas y escuelas en el campo. Hasta diciembre de 1960 el Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA) había construido o estaba construyendo 49 pequeños hospitales rurales, de estos casi la mitad estaban ubicados en la provincia de Oriente. En ese lapso se habían construido más de 60 centros escolares en las áreas rurales y se había iniciado en la Sierra Maestra la construcción de la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos, diseñada para proporcionar educación primaria y alojamiento a veinte mil niños campesinos.
La población rural fue también la principal beneficiaria de las políticas habitacionales y de obras públicas. Durante los dos primeros años de la reforma agraria el INRA construyó diez mil viviendas y más de 150 centros comerciales, círculos sociales, supermercados y campos deportivos. Además, para mejorar la distribución de bienes de consumo en el campo, se organizaron cerca de dos mil tiendas del pueblo que servían a más de 400.000 campesinos. Por último, se construyeron numerosos caminos para unir las zonas aisladas de las ciudades y pueblos y se avanzó en la electrificación en las áreas rurales.
–Escribió usted que lo que más le impresionó fue el programa de alfabetización…
–Sin embargo, el proceso más simbólico, original y audaz tendiente a transformar estructuralmente la sociedad cubana fue la campaña emprendida en 1961 para eliminar en un año el analfabetismo, cuyo promedio nacional era de 22%, pero que bordeaba el 40% en las áreas rurales.
Con este fin, el gobierno movilizó durante ocho meses a una fuerza docente integrada por 35.000 profesores (aproximadamente el 75% de los que enseñaban en las escuelas primarias y secundarias); 14.000 alfabetizadores (“profesores populares” que trabajaron principalmente en los centros urbanos) y 106.000 brigadistas (“estudiantes-profesores”, 78% de estos eran alumnos de escuelas primarias y secundarias y cuyas edades iban de los diez a los dieciocho años). El carácter masivo de la campaña se reflejó, asimismo, en la impresión de dos millones de ejemplares del silabario básico Venceremos y de un millón de ejemplares de Alfabeticemos, el manual de instrucción utilizado por los profesores.
Al finalizar el programa en diciembre de 1961, se estimaba que de los 979.000 analfabetos que habían sido empadronados antes de comenzar la campaña, 707.000 habían aprendido a leer y escribir y que la tasa nacional de analfabetismo había caído a 3,9%.
Al respecto, recuerdo tres episodios en que pude apreciar directamente el impacto social y político generado por la campaña de alfabetización y por otras medidas orientadas a ampliar el acceso a la educación de los grupos más pobres.
El primero fue una conversación con un soldado del Ejército Rebelde, quien me expresó, con sencillez conmovedora, que “lo que más le agradezco a la Revolución es que me enseñó a leer y escribir a los 40 años”.
El segundo fue una conversación con un niño de nueve años que estudiaba en la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos, cuyos padres guajiros habían cursado apenas dos años de educación básica. Cuando le pregunté qué pensaba hacer en el futuro, respondió con naturalidad y convicción: “ser ingeniero”. Independientemente de que lo lograra o no, el solo hecho de que lo considerara resaltaba la inmensa diferencia entre sus expectativas y las más optimistas que jamás podrían haber tenido sus progenitores.
El tercero fue producto de un hecho fortuito. Caminando una noche solo por las calles de Pinar del Río, divisé algo que me pareció ser una escuela. Pregunté si podía entrar y me respondieron con cordialidad que por supuesto lo podía hacer. Se trataba efectivamente de un centro para educación de adultos. Sus alumnas eran 376 empleadas domésticas, que entre las ocho y las once de la noche asistían a clases en las que algunas aprendían a leer y escribir y otras estudiaban dactilografía, taquigrafía o eran adiestradas para conducir automóviles. Ellas trabajaban durante el día y tenían que movilizarse por su cuenta, pero estudiaban con entusiasmo y convicción y, si se me permite la licencia, amaban, en el mejor y más literal sentido de la palabra, la Revolución.
B. Problemas de la economía
Y como economista, ¿qué apreciaba? ¿Resistía la economía el paso de esa “revolución”?
–En contraste con los notorios avances sociales de los primeros años de la Revolución, a mediados de 1962 Cuba enfrentaba serias dificultades económicas. Pero ese contraste era pálido en comparación con el existente entre la situación real de la economía y los pronósticos y proyecciones que las autoridades habían dado a conocer un año antes. En efecto, en agosto de 1961 Regino Boti había afirmado que “entre 1962 y 1965 la producción total de Cuba crecería anualmente no menos de 10% y, probablemente, no más de 15,5%” y había agregado que en 1965, “en relación a su población, Cuba sería el país más industrializado de América Latina” y “que su nivel de vida superaría por un amplio margen al más alto de América Latina y sería casi tan alto como el de cualquier país de Europa”.
Sin embargo, apenas siete meses más tarde, el desabastecimiento de alimentos y otros bienes era notorio y creciente. Por ello, Fidel Castro debió explicar, mediante cadena nacional de radio y televisión, la necesidad de introducir el racionamiento de arroz, frijoles y grasas comestibles en todo el país; de pescado y de carne de res y de ave, mantequilla, huevos, leche, tubérculos y plátanos en la Gran Habana; y de jabón, detergentes y pasta dental en la capital y en otras 25 ciudades.
Se sabe poco de un discurso tan autocrítico…
–En general, el tono de sus palabras fue de severa autocrítica: “A veces nos olvidábamos de que nosotros sabíamos muy poco de todo, a veces existía una creencia que todo el mundo sabía mucho de todo; en realidad, sabíamos muy poco de muy poco…”. Y se preguntaba: “¿Cuál ha sido la principal deficiencia nuestra? Pues un gran subjetivismo…”. “No se debe olvidar que hace solo unos pocos meses hicimos promesas que no se han cumplido…”. “Por mi parte, y lo digo sinceramente, siento vergüenza…”.
Y tenía razón para sentirla. De hecho, la prueba más convincente de los grandes costos del “subjetivismo” había sido su decisión personal, tomada en diciembre de 1960, de que, luego que concluyera a mediados de 1961 la zafra azucarera, se demolieran 134.000 hectáreas de cañaverales. Esta superficie –equivalente a alrededor de 10% del área cañera total– se dedicaría a nuevos cultivos, con lo que se avanzaría con rapidez en la diversificación de la agricultura. Al mismo tiempo, se suponía que el rendimiento de azúcar por hectárea aumentaría, neutralizándose así la mayor parte del efecto contractivo que generaría la disminución de la superficie cañera.
Aunque basada en una proposición teóricamente correcta –que en el cultivo de caña existía la posibilidad de elevar significativamente el rendimiento por hectárea–, esta decisión ignoraba las condiciones que debían cumplirse en la realidad para alcanzar esa mayor productividad. Estas requerían, entre otros cambios, un uso más intensivo de abonos y de irrigación, replantaciones más frecuentes y una mejor selección de las variedades de caña utilizada. Pero era evidente que en 1961 Cuba no estaba en condiciones de cumplir estos requisitos: había escasez de administradores y técnicos, los sistemas de transporte y distribución funcionaban con dificultad, y el nivel organizativo de las cooperativas cañeras era deficiente. Por otra parte, algunas de las medidas requeridas –incluso en el caso que hubiesen sido ejecutadas correctamente– habrían producido sus efectos recién después de un cierto tiempo. Por tanto, cualquier análisis objetivo de la situación habría tenido que concluir que era muy difícil realizar el cambio programado sin afectar considerablemente la producción de azúcar. Pero, cuando se tomó la decisión, el subjetivismo dominaba aún en la planificación y lo que era previsible ocurrió.
En 1962 la producción de azúcar cayó 20% respecto de la del año anterior y fue 22% más baja que la programada, y estas mermas se repitieron, casi matemáticamente, en 1963. Sin embargo, el hecho más revelador de la magnitud del error que representó la demolición de un décimo del área cañera fue el vasto programa de replantación de caña que se inició a mediados de 1962, conforme con ello, la superficie cañera experimentaría en el trienio 1963-1965 un incremento neto de 234.000 hectáreas, cifra 100.000 hectáreas mayor que la demolida en 1961.
Las relaciones con Estados Unidos entraron entonces en fase crítica…
–En las crecientes dificultades económicas, además del “subjetivismo” influyeron también la eliminación, en julio de 1960, de la cuota de azúcar cubana que tradicionalmente Estados Unidos adquiría a precios más altos que los del mercado y, sobre todo, el embargo a las exportaciones norteamericanas a Cuba decretado en octubre de ese año por el gobierno de Einsenhower.
Para aquilatar los efectos de estas medidas, es preciso recordar que tanto por su prolongada relación histórica como por su proximidad geográfica, la importancia para Cuba del comercio con Estados Unidos era muy grande. De hecho, en 1958 –el año previo al triunfo de la Revolución– Estados Unidos había comprado el 67% de las exportaciones totales de Cuba y le suministró el 70% de sus importaciones. Además, importar todo tipo de bienes desde Estados Unidos era “fácil”: los lazos comerciales eran antiguos y los proveedores eran conocidos; las órdenes de compra se podían realizar hasta por teléfono y el tiempo necesario para que los bienes llegaran a los puertos cubanos era breve. Como resultado de todo ello, con mucho la mayor parte de la maquinaria, equipos y bienes de consumo durables existentes en Cuba eran de fabricación norteamericana.
En estas circunstancias, la radical reorientación del comercio exterior cubano desde Estados Unidos hacia la Unión Soviética, China y otros países de la órbita socialista que se inició a partir de 1961 involucraba complejos problemas operativos, en especial en el caso de las importaciones. En lugar de negociar con empresas privadas conocidas desde siempre, había que hacerlo con los ministerios y las empresas estatales de economías centralmente planificadas; era necesario también empezar a conocer los modelos y características de las maquinarias que estas podían ofrecer y verificar si los repuestos y piezas que ellas producían eran compatibles con los de los equipos fabricados en Estados Unidos; y los bienes que antes se traían de Miami, había ahora que transportarlos desde puertos en la Unión Soviética situados a casi 10.000 kilómetros de Cuba.
A estos problemas se añadían los generados por la nacionalización y confiscación de los ingenios azucareros, latifundios ganaderos, refinerías petroleras, bancos, fábricas y empresas de transportes; por la emigración de un número considerable de empresarios, profesionales, administradores, técnicos y funcionarios públicos calificados; y por la rápida introducción de un sistema de planificación central basado principalmente en las experiencias soviética y checa.
Como consecuencia de la cantidad, variedad y simultaneidad de estos cambios, la compra, transporte, comercialización y distribución de un gran número de mercaderías se tornaron engorrosas e ineficientes, lo que, a su vez, afectó negativamente la productividad de las empresas y dificultó el vital intercambio de bienes entre las áreas rurales y los centros urbanos.
C. Autocracia política
¿Y qué pasaba en otros campos como la educación y las comunicaciones?
–Como ya he expresado, durante nuestra estadía en Cuba me formé juicios favorables acerca de los cambios sociales introducidos por la Revolución y fui crítico del “subjetivismo” que marcó las políticas económicas iniciales del gobierno, pero reconocí que en los problemas económicos que se hicieron ostensibles a fines de 1961 habían incidido también factores externos que este no podía controlar.
En cambio, el control total de la enseñanza por parte del Estado y la orientación unilateral, dogmática y maniquea de la enseñanza; el control también completo de la prensa, la radio y la televisión y la información sesgada que estas proporcionaban y, sobre todo, la concentración absoluta del poder político en la persona de Fidel Castro, suscitaron mi rechazo del régimen político instalado por la Revolución.
El rol político que debía cumplir la educación fue reconocido explícita y reiteradamente en el Informe Oficial de Cuba presentado a la Conferencia sobre Educación, Desarrollo Económico y Social realizada en Santiago de Chile en 1962. En efecto, en él se planteaba, por ejemplo, que:
– “Los objetivos de la educación en la Nueva Cuba incluyen inculcar en nuestros niños y jóvenes un amor ilimitado por su patria y un sentido de solidaridad con los trabajadores y pueblos de todos los países en su noble lucha por una vida libre y feliz, y enseñarles a aborrecer las guerras imperialistas de saqueo”;
– “se les debe explicar las diferencias entre una democracia de obreros y campesinos y la democracia de los latifundistas, los magnates de la industria y del comercio, y de las clases privilegiadas y explotadoras; y explicarles que la democracia obrerocampesina es la más democrática de las democracias”;
– “se les debe enseñar el deber de defender su país socialista y, si es necesario, el de morir en defensa de la independencia nacional y de los logros de la Revolución, y explicarles el significado revolucionario y moral de las consignas nacionales Patria o Muerte y Venceremos”.
En las universidades todos los alumnos de primer y segundo año debían tomar cursos de dialéctica y materialismo histórico, y todos debían recibir “fundamentos ideológicos que les permitan ver la ciencia, la vida y los problemas políticos con las perspectivas científicas que ofrece el Marxismo-Leninismo”.
Así, instruidos desde la enseñanza básica hasta la universidad conforme con una interpretación unilateral y maniquea de la historia y de la realidad, los jóvenes cubanos tenderían a pensar que el socialismo marxista simbolizaba y traería el progreso y la igualdad, mientras que, por el contrario, la base esencial del capitalismo seguiría siendo, al igual que en el pasado, la explotación del proletariado y los pobres.
En 1962 el Estado controlaba también los medios de información. Había tres diarios. Pero bastaba con leer uno pues tanto la orientación de los editoriales como el contenido de las crónicas en los otros dos, eran esencialmente los mismos e igualmente sesgados. A ello se sumaba que los noticiarios de la radio y la televisión se limitaban, las más de las veces, a repetir lo publicado en los periódicos. Además, como era imposible adquirir diarios o revistas extranjeras –a los que sí tenían acceso las autoridades del gobierno– era difícil enterarse de lo que sucedía en el exterior.
Una revisión de los libros publicados en 1961 por la Imprenta Nacional de Cuba y por el Consejo Nacional de la Cultura como también de los que en agosto de 1962 se podía adquirir en la Librería de la Universidad de La Habana era igualmente ilustrativa en este sentido. La abrumadora mayoría de ellos estaba formado por las obras clásicas de Marx y Lenin; por traducciones de los Manuales de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética sobre Economía política, Sicología y los Fundamentos de la Filosofía Marxista; por libros escritos antes de la Revolución por los principales dirigentes del Partido Comunista relativos a La Lucha de Clases y la Historia del Movimiento Obrero en Cuba; y por los más importantes discursos de Fidel Castro, como “La Historia me absolverá” y “Palabras a los Intelectuales”. Este último –en que Fidel había advertido en 1961 a los escritores y artistas de Cuba qué les estaba permitido y qué les estaba prohibido (“dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”) y en que quedaba implícito quién fijaría los límites entre estas dos opciones– era, no sorprendentemente, el de mayor tiraje entre todos los libros publicados ese año por el Consejo Nacional de la Cultura.
Epílogo
El 15 de septiembre volamos con Richard Jolly de La Habana a Miami. Fue una partida muy oportuna, pues apenas cinco semanas más tarde estalló la crisis generada por el descubrimiento de misiles soviéticos emplazados en Cuba, la que puso al mundo al borde de un holocausto nuclear.
De regreso a Yale, junto con Seers y Jolly, empezamos a redactar los borradores de nuestros respectivos capítulos y semanalmente nos reuníamos para intercambiar comentarios y sugerencias para mejorarlos. Para mí esta fue una experiencia muy enriquecedora. Seers, además de ser un excelente y experimentado economista, era un gran editor y un jefe que valoraba y estimulaba el trabajo en equipo. A su vez, Jolly combinaba en un grado inusual una auténtica sensibilidad social por los problemas que afectaban a los grupos más desfavorecidos con el rigor analítico y el realismo de sus propuestas para remediarlos.
En colaboración, sería este el primer libro.
–Nuestro libro se publicó en 1964 con el título Cuba: the Economic and Social Revolution. Como era previsible, hubo variedad de opiniones respecto de sus méritos, pero la evaluación de la mayoría de los comentaristas fue favorable. De hecho, no pocos –entre ellos el New York Times– lo consideraron como el mejor libro en inglés publicado hasta entonces de la Revolución Cubana. Especialmente gratificante fue que la mayoría elogiaran el carácter equilibrado y no dogmático de nuestros análisis y la cantidad y novedad de la información suministrada, parte de esta había sido reunida en nuestras visitas a terreno.
III. Presidente del Banco Central: origen y legitimación de la autonomía (1989-1991)
¿Cómo se produjo en 1989 ese hecho que causó tanta sorpresa, el nombramiento como primer presidente del Banco Central en el marco de la nueva institucionalidad que la Constitución de 1980 otorgó a este organismo fundamental del Estado?
–La autonomía del Banco Central ha sido, en mi opinión, una de las innovaciones más valiosas introducidas en nuestra institucionalidad económica en los últimos 30 años. Pienso, asimismo, que es probable que este juicio sea compartido ahora por una gran parte de la opinión pública y por la mayoría de los economistas. Sin embargo, lo que a estas alturas está casi olvidado –y que especialmente los chilenos más jóvenes ignoran– es que esta reforma trascendental tuvo un nacimiento muy difícil, y que ella bien pudo no llegar a consolidarse.
En efecto, por su origen en el régimen militar y también por el momento en que ella se aprobó, la ley que estableció la independencia del Banco fue objeto de numerosas y duras críticas de parte de los economistas y líderes políticos de la Concertación.
De hecho, varios de ellos plantearon que, en caso que la Concertación venciera en las elecciones de Presidente y de parlamentarios que se debían realizar en diciembre de 1989, la nueva ley del Banco Central sería modificada de inmediato en forma sustancial.
En este contexto, era evidente que si bien la autonomía del Banco tenía base legal, ella carecía de legitimidad en la opinión de la mayoría política del país. De allí la importancia de entender cómo esa legitimidad inicialmente cuestionada se fue conquistando gradualmente y cómo la autonomía del Banco alcanzó el alto grado de aceptación de que goza en la actualidad.
A mi juicio, dos factores explican este cambio. El primero –de carácter económico– es el éxito alcanzado en el control de la inflación. El segundo –de naturaleza política– ha sido la composición equilibrada y pluralista y el alto nivel técnico que desde su inicio ha tenido el consejo del Banco.
A. El control de la inflación
La inflación verdaderamente era un flagelo desde los años 50 en adelante, y quizás ya antes…
–Para apreciar debidamente el aporte realizado desde 1990 por el Banco Central a la estabilidad monetaria, es útil recordar algunos rasgos básicos del proceso inflacionario chileno en el medio siglo que precedió al establecimiento de su independencia.
Durante ese período, la tasa media anual de la inflación fue de 43%, hubo apenas seis años en los que el alza de los precios del consumidor fue de un dígito, y otros cinco de clara hiperinflación.
Además, pese a las significativas diferencias de orientación política de los gobiernos de la época, el proceso inflacionario fue intenso en todos ellos. De hecho, la inflación media anual fue de algo más de 13% en la administración de Aguirre Cerda; ligeramente superior a 17% en la de Juan Antonio Ríos y de cerca de 19% en la de González Videla; subió a 50% en el gobierno de Ibáñez; sobrepasó el 26% tanto en el de Alessandri como en el de Frei; se aceleró a 230% bajo Allende y cayó a 77% en los 16 años de Pinochet. Incluso si en este último caso se excluye el período 1974- 1977 –en que la inflación media anual fue de casi 250%–, el promedio en los doce años restantes del régimen militar fue de 24%, cifra muy similar a las registradas en los gobiernos de Alessandri y Frei.
Estas cifras revelan, además, otro rasgo característico de la evolución económica en esas cinco décadas: la incapacidad demostrada por todos los gobiernos para reducir la inflación a niveles tolerables.
Así, tanto en los gobiernos radicales como en el de Ibáñez (con la asesoría de la misión Klein-Sacks), de Alessandri (mediante la política de tipo de cambio fijo) y de Frei (con un enfoque estabilizador más integral y gradualista), la secuencia fue similar y los resultados igualmente desalentadores. Tras breves períodos en que se logró atenuar el alza de los precios, la inflación resurgió con fuerza, una y otra vez.
Esta evolución se repitió –aunque con muchísima mayor intensidad– durante la Unidad Popular. A la reducción artificial de la inflación en 1971, lograda por medio del control generalizado de los precios, siguió la explosión hiperinflacionaria de 1973, año en que los precios al consumidor subieron 508% y los al por mayor aumentaron casi 1.150%, cifras hasta entonces jamás registradas en América Latina.
La secuencia ocurrió también –dos veces– en el régimen militar. Desde el altísimo nivel heredado, la inflación disminuyó en forma continua a partir de 1976 y cayó a apenas 4% a mediados de 1982. Sin embargo, con el abandono en junio de ese año del tipo de cambio fijo que se había establecido en 1979, ella repuntó en los tres años siguientes. Y luego de descender entre 1986 y 1988, se aceleró marcadamente en 1989.
Más allá de estos registros estadísticos, hubo dos hechos que reflejaron con nitidez tanto la excepcional rebeldía de la inflación durante esos 50 años como la impotencia de los gobiernos y, en último término, de Chile como sociedad, para controlarla. El primero fue el reemplazo en dos oportunidades de nuestro signo monetario. En 1958 se creó el escudo –equivalente a mil pesos antiguos– y en 1975 se introdujo un nuevo peso –equivalente a mil escudos–. El segundo –en cierto sentido más sugerente– fue la creación de la Unidad de Fomento (UF) en 1967.
Concebida inicialmente como un mecanismo para fomentar el ahorro financiero y protegerlo del efecto corrosivo de la inflación, la UF se transformó de hecho en una nueva unidad de cuenta, en la que pasaron a expresarse una gran variedad de operaciones, contratos, precios y remuneraciones.
Si bien la UF tuvo efectos positivos para el desarrollo del mercado financiero y la certidumbre de los derechos y obligaciones monetarias a plazo, su creación implicó una suerte de aceptación que Chile era incapaz de disminuir y mantener la inflación en niveles moderados y que, precisamente por ello, era necesario crear instrumentos y normas que permitieran “convivir” con ella. Esa función de convivencia la UF la cumplía a cabalidad. Pero ella no estaba exenta de costos: al extender la indización de los precios y las remuneraciones, la UF incrementaba la inercia del proceso inflacionario y limitaba así la posibilidad de controlarlo.
Fue fundamentalmente la necesidad de poner término a esa inflación secular y aguda, lo que explica que el principio de la independencia del Banco Central se incorporara en la Constitución Política de 1980 y en la ley Orgánica del Banco que entró en vigencia en 1989.
En su artículo 97, la Carta Fundamental dispuso que el Banco Central sería un organismo autónomo y de carácter técnico, y en su artículo 98 estableció que él solo podría efectuar operaciones con instituciones financieras y le prohibió financiar en forma directa o indirecta ningún gasto público, salvo en caso de guerra exterior o peligro de ella.
A su vez, en la Ley 18.840 –con la que se cumplió ese mandato constitucional– se prescribió que el Banco Central “tendrá por objeto velar por la estabilidad de la moneda y el normal funcionamiento de los pagos internos y externos”.
¿Desde el inicio sintió un compromiso de los implicados en alcanzar estas metas o hubo disenso, quizá marcado por otras prioridades?
–El primer Consejo del Banco demostró muy tempranamente su firme compromiso con ese objetivo. Su primera decisión, adoptada el 5 de enero de 1990 –apenas un mes después de su designación y dos meses antes de que se iniciara el gobierno de Patricio Aylwin–, fue un alza muy fuerte, de más de 200 puntos base, de las tasas de interés de sus pagarés reajustables y líneas de redescuento.
Esa decisión pretendía avanzar en el control de la inflación por dos vías. La primera era reduciendo el crecimiento real del gasto interno, que tras aumentar 9% en 1988 y 12% en 1989, condujo ese año a una marcada aceleración de la inflación, a un aumento del 25% del volumen de las importaciones y a una generalización de las expectativas de devaluación del peso. La segunda –a mi juicio más importante– era enviando desde la partida un mensaje claro y potente que, en el cumplimiento de su obligación de velar por la estabilidad de la moneda, el Consejo no vacilaría en aplicar las medidas necesarias –por duras que ellas fueran– para evitar que se repitieran los desbordes inflacionarios del pasado o las hiperinflaciones que estaban acompañando a los procesos de transición a la democracia en Argentina, Brasil y Perú.
Pese a la intensidad del ajuste monetario y al control del gasto público, el avance del proceso de estabilización fue inicialmente lento. Ello obedeció a que los aumentos de los costos generados por el gran incremento de las remuneraciones y el alza de la tasa del IVA de 16 a 18% neutralizaron en buena medida los efectos restrictivos de la política monetaria y fiscal. Aún así, a comienzos de agosto se estimaba que la mayor parte de las presiones de costo había sido ya absorbida y que, por tanto, era posible esperar que en el último cuatrimestre la inflación fuese significativamente menor que en el mismo período de 1989.
Es un cuadro interno muy interesante el que describe. ¿No gravitaron entonces hechos de la situación mundial, en ese período ya de fuerte interdependencia y preglobalización?
–Efectivamente, esta perspectiva se alteró –marcada e inesperadamente– por la invasión de Irak a Kuwait. A raíz de ella, el precio internacional del petróleo saltó de un promedio de 19,4 dólares el barril en julio a 41,2 dólares en septiembre. La consecuencia inmediata de esta alza y de la decisión de trasladar la mayor parte de ella al precio de los combustibles fue el brusco aumento de la inflación. En septiembre los precios al consumidor subieron 4,9% y en octubre se elevaron 3,8%, en tanto que los precios al por mayor se incrementaron 5,4% y 5,6% en esos meses.
Fue en estas difíciles circunstancias que el Banco reafirmó su vocación estabilizadora, al comunicar en su Primer Informe Anual al Senado, en septiembre de 1990, que manejaría la política monetaria de manera que en 1991 la inflación disminuyera a un rango de 15 a 20%.
Al adoptar esta decisión, orientada principalmente a reducir y guiar las expectativas inflacionarias, el Consejo tuvo en cuenta tanto las ventajas que en una economía tan indizada como la chilena tenía un enfoque gradualista de estabilización como el fracaso y los elevados costos que habían generado a comienzos de los años 60 y 80 los programas antiinflacionarios basados en la fijación del tipo de cambio.
Esa decisión no dejaba de ser audaz. Cuando se la dio a conocer, la inflación oscilaba en torno al 29%. Bajarla al rango programado representaba un desafío mayor, en especial por la amplitud de los mecanismos de indización existentes. Pese a estos obstáculos, la meta se cumplió. En 1991 la inflación se redujo a 18,7%, situándose ligeramente por encima del centro del rango anunciado.
De cara a la opinión pública una confirmación de que se caminaba por el camino correcto…
–Este éxito inicial reafirmó la determinación del Banco de continuar disminuyendo gradualmente el ritmo del aumento de los precios. Con este fin, se establecieron metas, cada vez más ambiciosas, las que se cumplieron con extraordinaria regularidad. Así, luego de disminuir a menos de 13% en 1992, la inflación cayó por debajo de la barrera sicológica de 10% en 1994. Pero, en contraste con los esporádicos episodios anteriores en que la inflación había sido de un dígito, la tendencia descendente del proceso inflacionario continuó, y en los últimos 30 años el aumento anual del IPC fue de aproximadamente 3%.
Un resultado sin precedentes en la historia de Chile…
–…y el hecho que él coincidiera con un crecimiento muy alto y sostenido de la actividad económica, confirmaron el acierto de haber ligado la política monetaria a metas de inflación y de haber adoptado y mantenido con perseverancia un enfoque gradualista de estabilización.
El Banco fue perfeccionando además el diseño y la implementación de la política de metas de inflación, en especial a partir de 1999. En septiembre de ese año se abandonó la banda cambiaria reptante introducida en 1984, dentro de esta se permitía que oscilara el tipo de cambio, con lo que este pasó a fluctuar libremente. Y a partir del 2001, la meta de inflación anual, que desde 1990 se había fijado en septiembre de cada año para diciembre del año siguiente, se estableció para un período indefinido en 3% con un rango de tolerancia +/–1 punto porcentual. Estos cambios fueron complementados en agosto del 2001 con la nominalización de la tasa de interés de política monetaria, reemplazándose así la modalidad anterior, conforme con ello aquella se fijaba respecto de la UF.
¿Sintió que estos signos eran entendidos por el mundo político y económico?
–La política de metas de inflación implicó establecer un objetivo fácil de entender, y respecto del que se podía evaluar la efectividad de la política estabilizadora del Banco. Además, el repetido cumplimiento de las metas reforzó la credibilidad y reputación del Banco y contribuyó poderosamente a legitimar su autonomía.
B. El debate de la autonomía
¿Bajó el tenor polémico en torno a la autonomía del Banco Central, entonces…?
–Como ya anticipé, la independencia del Banco Central había sido objeto inicialmente de fuertes críticas de parte de los economistas de la Concertación, tanto por razones técnicas como de carácter político.
En el plano técnico, la mayoría de los críticos reconocía la conveniencia de otorgar cierta independencia al Banco, en particular en lo referente a la ejecución de la política monetaria y cambiaria. Ellos aceptaban, también, que la idea de atenuar la tradicional subordinación del Banco al Ministerio de Hacienda tenía alguna justificación y consideraban conveniente que los altos ejecutivos del Banco gozaran de mayor estabilidad.
Sin embargo, estimaban que las atribuciones y la autonomía que el proyecto entregaba al Banco Central eran excesivas, lo que conduciría a la existencia de dos centros de dirección de la economía y, por ello, dificultaría la coordinación entre sus decisiones y las de las autoridades económicas del gobierno.
Este peligro, sostenían, era aún más evidente si se tenía en cuenta el estatus excepcional que tendrían los miembros del Consejo. Estos no solo desempeñarían sus cargos durante un período muy prolongado (10 años) y dispondrían de amplias atribuciones para conducir políticas económicas clave como la monetaria y cambiaria, sino que gozarían de virtual inamovilidad y no estarían sometidos a la fiscalización del Congreso. Así, a diferencia de las autoridades del gobierno, no tendrían responsabilidad política, pese a que contarían con gran poder.
Para reducir estos problemas y, en especial, para facilitar una mayor coordinación entre el Banco y el Gobierno, proponían que, al comenzar su mandato, el Presidente de la República pudiese designar, previo acuerdo del Senado, al presidente del Banco y a otros dos miembros del Consejo.
Seguramente lo que en opinión de ellos parecería inaceptable era la coyuntura política en que este había sido propuesto, de cara al momento en que debía entrar en vigencia la nueva ley.
–Así era, habían transcurrido ocho años desde que la Constitución había dispuesto que se creara un Banco Central autónomo. Durante ese lapso el gobierno no había presentado proyecto alguno acerca de la materia y el instituto emisor había estado subordinado al Ministerio de Hacienda. Por ello, la presentación del proyecto en noviembre de 1988 –un mes después de efectuado el Plebiscito del Sí y el No y cuando faltaba apenas un año para las elecciones de Presidente de la República y de parlamentarios que debían efectuarse en diciembre de 1989– aparecía como una maniobra orientada a dificultar la gestión del futuro gobierno democrático.
No obstante que en el nuevo proyecto de ley se habían introducido modificaciones que acogían algunas de las propuestas de cambio formuladas inicialmente por los economistas y políticos de la Concertación, su aprobación por la Junta de Gobierno en agosto de 1989 generó nuevas y más violentas críticas de parte de aquellos.
Ellos sostuvieron, por ejemplo, que la designación de los miembros del Consejo por el gobierno militar sería ilegítima e implicaría un abuso de poder y una burla a los electores; que ella conduciría a mantener “apernados” en cargos de alta responsabilidad en el Banco Central a funcionarios del régimen militar; que crearía así un equipo económico paralelo que desestabilizaría la futura política económica; y que un presidente del Banco Central designado por Pinochet no podría mantenerse en el cargo. Al mismo tiempo, anunciaron que, en caso de que la oposición venciera en las próximas elecciones, la nueva ley del Banco sería inmediatamente modificada.
¿No procedía que a esas alturas interviniera el Tribunal Constitucional?
–Efectivamente, esas aprensiones se acrecentaron cuando, luego de su revisión por el Tribunal Constitucional, la ley fue publicada en el Diario Oficial del 10 de octubre de 1989. En efecto, en virtud del plazo de 60 días fijado para que ella entrara en vigencia, los miembros del Consejo serían designados por el gobierno militar y asumirían sus funciones el 9 de diciembre, apenas cinco días antes de la fecha en que deberían efectuarse las elecciones.
C. La designación del primer Consejo
Fue en este ambiente cargado de desconfianzas y recelos y cuando estaba concluyendo una contienda electoral de trascendencia histórica, que se iniciaron negociaciones entre el gobierno y la Concertación tendientes a designar un Consejo en que tuvieran alguna participación representantes de los sectores opositores al régimen militar.
No sería una negociación fácil aquella…
–Pese a que esta negociación era extremadamente compleja desde un punto de vista político, tanto para el gobierno como para la oposición, ella permitió avanzar desde una posición inicial, en que el gobierno había propuesto que el Consejo estuviera integrado por cuatro miembros vinculados al régimen militar y un independiente, a un acuerdo que incluiría a dos miembros ligados al gobierno, dos pertenecientes a la Concertación y uno de carácter independiente, aceptable para ambos bandos.
Por el lado del gobierno, los integrantes fueron Enrique Seguel –General del Ejército, que había presidido el Banco Central entre 1985 y 1988 y que en 1989 había sido nombrado Ministro de Hacienda– y Alfonso Serrano, economista que ocupaba la vicepresidencia del Banco desde 1985. Por la Concertación, fueron nominados Roberto Zahler, experto monetario de la CEPAL, de filiación democratacristiana, y Juan Eduardo Herrera, economista del Partido por la Democracia, quien a la sazón se desempeñaba como alto ejecutivo de una empresa minera privada. Yo, que en ese momento ocupaba el cargo de Secretario Ejecutivo Adjunto de la CEPAL, fui elegido Presidente del Banco por un período de dos años.
¿Y cómo fue acogido?
–Este acuerdo suscitó el apoyo de la gran mayoría de los sectores del país, que constataron –con cierto asombro– que tras dos décadas de divisiones, odios y conflictos entre los chilenos, era posible alcanzar una solución de compromiso que podía contribuir a la estabilidad y desarrollo de la economía y a una transición pacífica a la democracia.
D. La legitimación de la autonomía
Pero parece que la positiva acogida que tuvo el acuerdo no logró disipar por completo las dudas de la Concertación por los potenciales beneficios que traería la independencia del Banco.
–Así sucedió. La prueba más clara de ello fue la declaración formulada por Patricio Aylwin un día después de darse a conocer el compromiso alcanzado. En ella, tras calificar a este “como un paso de gran significación que el país tiene que valorar” y de expresar que él demostraba “una vez más que el consenso era y es posible”, precisó que “como lo hemos señalado reiteradamente, tenemos reparos a la ley del Banco Central, y creemos indispensable introducirle modificaciones” y concluyó señalando que “el acuerdo logrado respecto al Directorio, no implica renunciar a este propósito”.
En estas circunstancias, era evidente que la puesta en marcha de la autonomía constituiría una operación difícil y políticamente compleja…
–Así fue. Una primera razón de ello era –algo paradójicamente– la composición pluralista del Consejo. Si bien esta había sido fundamental para lograr la aceptación tentativa de la autonomía del Banco, ella tenía una contrapartida importante. Debido a las tajantes divisiones experimentadas por la sociedad chilena en los veinte años previos y a las muy escasas relaciones que existieron entre los economistas del gobierno y de la oposición durante el régimen militar, era explicable que entre los miembros del Consejo hubiese inicialmente recelos significativos. Por tanto, había que esforzarse para crear entre ellos y con el personal del Banco lazos de confianza con el fin de lograr un funcionamiento efectivo de la institución.
Las relaciones entre el Consejo y el Ministerio de Hacienda constituían una segunda situación que requería un manejo cuidadoso. La causa principal de ello era que la autonomía del Banco implicaba una alteración profunda de la naturaleza de las vinculaciones que en el pasado habían existido entre ambas entidades. Por esta razón, era necesario establecer nuevos mecanismos de información y consulta que permitieran coordinar de manera eficiente las políticas a cargo de las dos instituciones. Además, al abordar este problema de carácter predominantemente técnico, era preciso tener en cuenta, también, una nueva realidad política: que la nueva ley implicaba una considerable transferencia de poder desde el Ministerio de Hacienda al Banco Central. Por esta razón, para mantener relaciones armoniosas entre ambas entidades se debía actuar con prudencia y en particular los miembros del Consejo debían evitar un protagonismo excesivo.
El imperativo de diseñar y establecer nuevas formas de vinculación era también evidente en el caso de las relaciones entre el Consejo y el Congreso. Estas habían sido escasas en el pasado, pues como el Banco Central dependía del Ministerio de Hacienda, era este el que habitualmente había proporcionado a los parlamentarios la información y las explicaciones relacionadas con las decisiones del instituto emisor.
Por el contrario, conforme con la nueva ley, el Banco debía informar al Senado antes del 30 de abril de cada año acerca de las políticas ejecutadas y los programas desarrollados en el año anterior, y estaba obligado asimismo a presentar ante dicha corporación, antes del 30 de septiembre, una evaluación del avance de las políticas y programas en curso y las proyecciones económicas generales que sustentaban los programas previstos para el año siguiente. Para dar contenido efectivo a estas disposiciones, era indispensable definir y concordar las formas e instancias concretas en las que el Banco proporcionaría al Senado la información que ellas prescribían.
En suma, se ve, para que el principio de la autonomía fuese compartido por sectores más amplios de la opinión pública, era preciso respetar ciertos delicados equilibrios internos y externos.
–Estoy de acuerdo. En breve, había que defender la independencia del Banco con firmeza, pero con mesura. Pese a estas dificultades y a que el nuevo Banco Central se estrenó aplicando una muy severa política de ajuste, en la práctica se logró ir afirmando en forma gradual la idea de la autonomía. A ello contribuyó decisivamente que, en contra de lo que se había pronosticado y temido, no se instaló en el Banco un equipo paralelo que aplicara políticas contradictorias con las del gobierno. Más bien, mediante el intercambio de antecedentes y estudios a nivel técnico, de diversos mecanismos de consulta de carácter informal, y de la participación del presidente y vicepresidente del Banco en las reuniones semanales del Comité Económico del gobierno se alcanzó una coordinación razonable entre las autoridades económicas y el Banco Central.
¿No aparecieron discrepancias que entorpecieran el funcionamiento?
–Cuando surgieron diferencias –como ocurrió respecto de la apertura de la cuenta de capitales, y en especial con relación a la liberalización de las inversiones y colocaciones financieras chilenas en el exterior, materia en que el Banco era partidario de avanzar con mayor rapidez y profundidad–, ellas fueron resueltas con discreción.
El Consejo estableció también vínculos con el Congreso y en particular con la Comisión de Hacienda del Senado que permitieron dar a conocer periódicamente a sus miembros los puntos de vista del Banco acerca de la evolución económica del país y explicar de manera directa y franca los fundamentos de las decisiones adoptadas en materia monetaria y cambiaria.
Así –en contraste con lo que se había sostenido con insistencia al momento de aprobarse la ley del Banco–, no se presentó proyecto alguno para modificar la ley que consagró la autonomía del instituto emisor.
De hecho, la idea de que contar con un Banco Central independiente ofrecía más ventajas que riesgos fue logrando gradualmente más aceptación. Este cambio quedó de manifiesto cuando, al cabo de dos años, fue preciso designar, con participación del Senado, un nuevo integrante del Consejo. En el debate que ello suscitó no solo nadie cuestionó la autonomía del Banco Central, sino que la discusión giró en torno a si Pablo Piñera, el candidato propuesto por el gobierno –quien en ese momento ocupaba el cargo de subsecretario de Hacienda– podría defenderla con vigor, habiendo sido durante dos años el principal colaborador del ministro de Hacienda. Ante esta inquietud, él se pronunció inequívoca y firmemente a favor de la autonomía.
El giro a favor de la independencia del Banco fue subrayado también por Roberto Zahler, quien, en su discurso inaugural al asumir la presidencia de este en diciembre de 1991, expresó: “En el caso de nuestra institución se comprueba entre los especialistas de las más diversas inclinaciones ideológicas, un creciente acuerdo acerca de la conveniencia de disponer un Banco Central autónomo. También en los partidos políticos y en el conjunto de la opinión pública se advierte un consenso cada vez mayor acerca de las ventajas de la autonomía del Banco Central”.
Una mirada retrospectiva…
–A mi juicio, de la misma manera que la designación de un Consejo de carácter pluralista impidió que la nueva ley del Banco Central fuese modificada antes de que existiera la posibilidad de observar cómo ella funcionaría en la práctica, la forma prudente en que el primer Consejo ejerció sus atribuciones contribuyó a que la independencia del Banco fuera compartida por sectores más amplios y que ella ganara la legitimidad que, por su origen en el régimen militar, muchos le habían negado en un comienzo.
Es más: gracias al precedente generado por la designación del primer Consejo, a la renovación parcial y escalonada de sus miembros que establece la ley del Banco, a la participación del Senado en el nombramiento de estos, y a la encomiable responsabilidad y sensatez demostradas en su selección por las autoridades de los sucesivos gobiernos y por los sectores de la oposición, en estos treinta años ha sido posible compatibilizar dos condiciones básicas para el logro de los objetivos del Banco: la alta competencia profesional y la amplia representatividad política de su Consejo.
Para ello ha sido decisiva la fórmula que –con ligeras variaciones– ha sido aceptada implícitamente para designar a sus miembros, la que, en esencia, se basa en tres principios fundamentales. El primero es que cada consejero debe tener excelentes e indiscutibles calificaciones técnicas. El segundo es que –en conjunto– los miembros del Consejo deben representar en forma equilibrada las principales sensibilidades políticas existentes en el país. Y el tercero es que –a lo largo del tiempo– la composición del Consejo debe ir reflejando en forma gradual los cambios que ocurren en el escenario político nacional.
Al mirar retrospectivamente, pienso que si se compararan las severas críticas que hace treinta años se formularon a la ley que otorgó independencia al Banco Central con el generalizado respeto y apoyo de que este goza en la actualidad, habría que concluir que el contraste entre esas dos visiones difícilmente podría ser mayor. En efecto, la ilegitimidad de origen que entonces afectaba a la autonomía ha sido reemplazada por una sólida y ampliamente compartida legitimidad de ejercicio, basada en los positivos resultados alcanzados por el Banco. Y pienso, también, que ese cambio radical constituye el testimonio más elocuente de la contribución extraordinaria que, desde su creación a fines de 1989, el Banco Central independiente ha realizado a la estabilidad monetaria y financiera del país y –mediante ella– al progreso económico y social y a la estabilidad política de Chile.
IV. Embajador en Washington (2000-2006)
¿Cómo surgió la embajada en Washington que vendría a ser un capítulo biográfico muy importante?
–A mediados de marzo, pocos días después de asumir su cargo, el presidente Ricardo Lagos me invitó a conversar en su departamento de Vera y Pintado en Providencia. Sin mayor preámbulo, me preguntó si estaría dispuesto a asumir un cargo en el exterior y agregó: “todas las embajadas están abiertas, salvo la de Naciones Unidas, que ya está comprometida con Juan Gabriel Valdés”. Junto con agradecerle, le expresé mi opinión que el país en el que más podía contribuir al éxito de su gobierno era Estados Unidos. Argumenté que había vivido allí siete años, durante mis estudios en Yale (1959-1963), mi estadía como Investigador Visitante en Princeton (1973-1975) y como Profesor Visitante en la Universidad de Boston (1978) y que, gracias a ello y a mi inclinación por la historia, tenía un conocimiento razonable del sistema de gobierno y de la evolución política, social y económica de Estados Unidos. El Presidente manifestó estar de acuerdo, me pidió que mantuviera absoluta reserva acerca del tema, me aconsejó que conversara del asunto con mi esposa, explicó que normalmente estas designaciones eran por tres años, y me solicitó que lo llamara tan pronto adoptara una decisión. Al comunicarle, en una segunda reunión, que Lily estaba feliz y agradecida con su ofrecimiento, respondió: “Perfecto: tendremos un buen embajador en Washington y una mejor embajadora”, afirmación esta última que resultó ser premonitoria.
En las semanas siguientes fui alumno en un breve curso respecto de los derechos y responsabilidades de los diplomáticos y de cuestiones de protocolo impartido por la Cancillería a los nuevos embajadores designados; me beneficié con la información y consejos que generosamente me proporcionaron los exembajadores en Washington Genaro Arriagada y, muy especialmente, José Miguel Barros; leí cuanto pude concerniente a diplomacia, y me reuní con la ministra Soledad Alvear para recibir sus orientaciones.
A fines de mayo de 2000, partimos a Washington, donde me desempeñé como embajador hasta junio de 2006.
¿Cómo graficar lo más señalado de su gestión?
–Sin duda, la aprobación del tratado de libre comercio, cuya partida oficial ocurrió el 29 de noviembre de 2000, día en que los presidentes Ricardo Lagos y Bill Clinton anunciaron, mediante sendos comunicados dados a conocer en forma simultánea en San José (California) y Washington, su intención de negociar un TLC.
Esta decisión –si bien ponía término a las varias tentativas frustradas acerca de la materia ocurrida en la década anterior– no estaba exenta de riesgos para Chile. La primera razón era que Clinton carecía de Fast Track –el instrumento en virtud del cual el Congreso cede al Presidente la facultad de negociar acuerdos comerciales, los que posteriormente los parlamentarios solo pueden aprobar o rechazar, pero no enmendar–. La segunda era que el período de Clinton terminaba en dos meses, de modo que la negociación del TLC tendría que hacerse con George W. Bush, su sucesor republicano, cuya posición pertinente al tema se desconocía.
El anuncio de los presidentes dio inicio a dos procesos de distinta naturaleza, parcialmente superpuestos en el tiempo, y cuyos objetivos centrales y protagonistas principales también eran diferentes.
El primero de ellos era la negociación propiamente tal del acuerdo y comprendió 14 rondas efectuadas de manera alternada en Chile y Estados Unidos entre el 7 de diciembre de 2000 y el 12 de diciembre de 2002, fecha en que se llegó a un acuerdo final acerca del texto del TLC. Debido al gran número, variedad y novedad de los temas incluidos en la negociación, esta requirió la participación no solo de funcionarios de la Cancillería y de los ministerios de Hacienda, Economía y Agricultura, sino también de especialistas en materias laboral, medioambiental, propiedad intelectual y comercio electrónico. El equipo negociador chileno fue encabezado por Osvaldo Rosales, Director de la DIRECOM, con admirable talento, dedicación y sagacidad política.
El segundo proceso –de carácter predominantemente político y diplomático– tuvo como objetivo lograr que el acuerdo alcanzado en la negociación fuese aprobado por el Congreso de Estados Unidos. Este proceso se inició a comienzos de 2001 y culminó en julio de 2003, cuando la Cámara de Representantes y el Senado ratificaron, por mayorías considerables, el TLC. En él, el rol principal lo cumplió la embajada de Chile en Washington.
Una iniciativa de esta naturaleza y envergadura para cualquier embajada debería implicar bastante asesoría técnica y política…
–Tan pronto se divulgó que Chile y Estados Unidos habían iniciado negociaciones para suscribir un TLC, la embajada empezó a recibir llamados de las más importantes empresas de lobby, en las que solicitaban reuniones para explicarnos los servicios que nos podrían prestar durante el proceso de negociación y, especialmente, cuando, una vez concluido este, el Congreso norteamericano debiera pronunciarse por su aprobación o rechazo.
No obstante, en las sucesivas entrevistas que tuvimos con ellas, nos fuimos convenciendo que las asesorías ofrecidas, además de muy costosas, no eran indispensables y que era posible alcanzar un resultado positivo sin contratar a empresas de lobby.
Esta decisión implicaba, por cierto, un riesgo no menor: que, en caso que el TLC fuese rechazado en el Congreso, el fracaso sería atribuido a un exceso de confianza o “arrogancia” de la embajada. Pese a ello, y de tener plena conciencia de que la contratación de una o más empresas de lobby constituía una suerte de “seguro “para la embajada, esta mantuvo su decisión inicial.
Junto con esta opción, decidimos iniciar de inmediato nuestra campaña tendiente a lograr la aprobación del TLC, sin esperar a que hubiese concluido la etapa de negociación.
¿Cuál fue en seguida la estrategia?
–La embajada adoptó una estrategia basada en tres ideas centrales y cuyo objetivo básico era maximizar la eficiencia de las acciones que debería realizar para que el TLC fuese aprobado.
La primera era transmitir un mensaje a la vez simple y persuasivo: Chile sería un socio confiable para Estados Unidos. Para fundamentar dicho mensaje, la embajada reunió, sistematizó y divulgó un amplio conjunto de antecedentes acerca de la excepcional evolución económica, social y política de Chile desde fines de los años ochenta y respecto de ciertas características institucionales y socioculturales que situaban a nuestro país en un lugar destacado en términos comparativos internacionales.
En relación con el primero de esos puntos, la embajada planteó que en ese lapso el desarrollo de Chile se había caracterizado por avances sustanciales, sostenidos y simultáneos en casi todos los indicadores macroeconómicos más significativos, como lo probaban, entre otros:
– El vigor del crecimiento económico, que en los años noventa solo había sido superado por el de China, Singapur e Irlanda, y que implicó que el ingreso por habitante se duplicara en términos reales;
– la disminución gradual pero continua de la inflación a partir de 1990, hasta alcanzar un nivel similar al de los países industrializados diez años más tarde; – el fuerte y sostenido aumento de las exportaciones y su progresiva diversificación, tanto en término de productos como de mercados;
– la ampliación muy considerable de las reservas internacionales que, unida a la disminución de la deuda externa del sector público, permitió que a partir de 1993, este se transformara en un acreedor neto del exterior;
– la ausencia de crisis cambiarias y de balance de pagos desde mediado de los años ochenta, en marcado contraste con lo ocurrido en ese lapso en la mayoría de las economías emergentes, y – la fortaleza y equilibrio de las cuentas fiscales.
La embajada subrayó, asimismo, que estos avances económicos habían ido acompañados por notables logros en materia social, como lo probaban la reducción de la pobreza desde 45,1% en 1987 a 20,6% en 2000; el gran mejoramiento de los indicadores de educación, salud y vivienda; la considerable ampliación del acceso a servicios públicos como electricidad, agua potable y alcantarillado; y la mucho mayor disponibilidad de bienes de consumo durables, especialmente en los estratos socioeconómicos más bajos.
La embajada sostuvo, también, que el progreso económico y social de Chile había estado ligado y, a la vez, había contribuido al establecimiento de un sólido y moderno marco institucional, el que entre otros componentes principales, incluía:
– un Banco Central independiente, que por su éxito en reducir la inflación, había ganado considerable credibilidad;
– un sector bancario solvente, integrado por bancos altamente capitalizados;
– un nuevo sistema previsional basado en cuentas de ahorro individuales administradas por empresas privadas;
– una adecuada y eficaz regulación y supervisión de las empresas, bancos y administradoras de fondos de pensiones y
– un moderno sistema de construcción y operación de obras públicas mediante concesiones a empresas privadas.
–Ese era el rostro nuestro. La contraparte requeriría con seguridad argumentos que avalaran su propio beneficio.
–La segunda idea central era precisamente esa: probar que un TLC con Chile no solo sería favorable para nuestro país, sino que también traería consigo beneficios económicos y, sobre todo, políticos y diplomáticos para Estados Unidos.
Para sustentar este planteamiento, la embajada se refirió sistemáticamente a dos hechos vinculados al comercio bilateral entre Estados Unidos y Chile. El primero era la marcada y continua pérdida de participación de mercado que, a partir de 1996, venían experimentando en Chile las importaciones provenientes de Estados Unidos. El segundo era la relación de esa baja, por una parte, con la inexistencia de un TLC entre Chile y Estados Unidos y, por otra, con el gradual establecimiento en el transcurso de los años 90 de una extensa red de relaciones comerciales preferenciales por parte de Chile, mediante acuerdos de complementación económica con los países andinos; nuestra incorporación al MERCOSUR como miembro asociado; y la suscripción de modernos tratados de libre comercio con Canadá y México. La embajada subrayó que esta situación asimétrica implicaba que, en el comercio con Chile, los exportadores norteamericanos tenían una desventaja competitiva respecto de los de Argentina, Brasil, Canadá y México.
Mientras estos podían acceder al mercado chileno sin pagar aranceles o pagando un arancel muy bajo, las empresas de Estados Unidos debían cancelar el arancel general que, si bien había venido bajando gradualmente, representaba aún una barrera significativa. En buena medida, por este contraste –explicó la embajada– la participación relativa de Estados Unidos en las importaciones de Chile había caído de 25% en 1995 a 16% en 2002, en tanto que la del conjunto formado por Canadá, México y el MERCOSUR había subido de 24 a 35% entre esos años. Es más: las exportaciones norteamericanas a Chile se habían desplomado en términos absolutos, desde algo más de 4.300 millones de dólares en 1997 a menos de 2.600 millones en 2002.
Además, la embajada señaló que, en ausencia de un TLC entre Chile y Estados Unidos, la pérdida de participación norteamericana continuaría agravándose a raíz de la entrada en vigencia, en febrero de 2003, del TLC suscrito por Chile y la Unión Europea, pues ello implicaba que en el futuro las exportaciones estadounidenses a nuestro país enfrentarían también un tratamiento arancelario menos favorable que las originadas en Alemania, Francia, Reino Unido y las demás economías de la Unión Europea.
En estas circunstancias la aprobación de un TLC con Chile generaría para Estados Unidos una ventaja comercial clara, ya que, al eliminarse la asimetría en el tratamiento arancelario, sus exportaciones a nuestro país se incrementarían con rapidez.
La embajada planteó que Estados Unidos además obtendría otros beneficios muy importantes del TLC. En efecto, mediante la suscripción de un TLC con Chile –uno de los países latinoamericanos con mayor estabilidad política y cuyos avances económicos y sociales eran reconocidos en la región–, Estados Unidos enviaría un mensaje a favor de estrategias de desarrollo similares a la aplicada en Chile, la que había promovido, simultáneamente, el crecimiento económico, la democracia política y la equidad social.
El Congreso norteamericano habría de tener un rol decisivo. ¿Cómo lo abordaron?
–Un tercer componente central de la estrategia era que los parlamentarios debían constituir el principal objetivo de todas las acciones de la embajada, pues eran ellos los que decidirían, en último término, la suerte del acuerdo.
Sin embargo, por limitaciones de tiempo y recursos, no era posible llegar a todos los miembros del Congreso (435 representantes y 100 senadores). Por ello, la embajada, luego de una cuidadosa evaluación, seleccionó a 153 representantes y 50 senadores en los que decidió concentrar sus esfuerzos. Dicha lista incluyó a todos los miembros del comité de Medios y Arbitrios de la Cámara de Representantes y del comité de Finanzas del Senado –que desempeñan un rol decisivo en la tramitación de los acuerdos comerciales– y a los integrantes de los comités de Relaciones Exteriores, Agricultura, Trabajo y Medio Ambiente, de ambas ramas del Congreso.
No obstante, para tener éxito, la campaña no podía focalizarse solo en los parlamentarios, sino que debía alcanzar también a actores, grupos o entidades que influyen directa o indirectamente en las decisiones de estos. En consecuencia, era necesario que nuestros planteamientos fueran transmitidos y explicados asimismo a los staffers o asesores legislativos; a agrupaciones empresariales, laborales y medioambientales; a académicos e investigadores de los centros de estudios; a medios de comunicación; organismos no gubernamentales y líderes de opinión.
En este contexto, la embajada decidió seguir una estrategia dual. Por una parte, identificar posibles “aliados” del TLC, como la American Chamber of Commerce, y colaborar estrechamente con ellos con el fin que hicieran saber a los parlamentarios su opinión favorable respecto del tratado con nuestro país. Por otra, mantener contactos con la American Federation of Labor-Congress of Industrial Organizations (AFL-CIO) –la principal central laboral del país– y con ciertos grupos medioambientalistas, cuya oposición ideológica a los acuerdos comerciales es conocida, pero cuyas eventuales acciones contra el TLC, pensaba la embajada, podían ser atenuadas mediante el intercambio frecuente y abierto de información acerca de las políticas y prácticas laborales y medioambientales existentes en nuestro país.
Por cierto, para que el TLC fuese aprobado, era esencial contar con una estrategia clara y bien estructurada.
–Pero también era indispensable definir una campaña en que las orientaciones generales dieran paso a acciones reales, eficaces y coherentes.
En esta fase, la embajada jugó un rol importante. Sin embargo, en ella fue asimismo decisivo, por una parte, la participación de múltiples actores chilenos y norteamericanos y, por otra, la utilización de una vasta y variada gama de instrumentos orientados a influir en la posición de los congresistas respecto del TLC con Chile.
Uno de los mecanismos más eficientes de la campaña fueron las entrevistas one-on-one que sostuve entre enero de 2002 y julio de 2003 con 181 representantes y senadores. Preparadas rigurosamente con antelación, ellas permitieron transmitir en forma directa el mensaje central de la campaña; proporcionarles información pertinente a la evolución y perspectivas económicas sociales y políticas de Chile; el nivel, composición y tendencias del comercio bilateral, tanto a nivel global como de los estados e, incluso, de los distritos electorales de cada parlamentario; aclarar sus inquietudes y dudas respecto del TLC y explicarles por qué este beneficiaría no solo a Chile sino también a Estados Unidos.
Por acordarse y llevarse a cabo sin la participación de “lobistas” y especialmente por la gran franqueza de los diálogos sostenidos, dichas entrevistas contribuyeron a proyectar la imagen de Chile como un país responsable, con el que, tanto por razones económicas como de carácter estratégico, parecía conveniente que Estados Unidos suscribiera un TLC.
La favorable impresión de Chile generada en estas reuniones se vio reforzada, también, por las entrevistas que congresistas estadounidenses sostuvieron con la canciller Alvear, con otros ministros, y con grupos de diputados y senadores chilenos que viajaron con este fin a Washington. En particular, el hecho que estas delegaciones estuviesen siempre integradas por representantes de la coalición de gobierno y de los partidos de oposición ayudó a confirmar entre sus pares norteamericanos la idea de que el TLC era un proyecto que no solo interesaba al gobierno chileno, sino que constituía una auténtica y ampliamente compartida aspiración nacional.
En el Congreso de Estados Unidos, los staffers o asesores parlamentarios desarrollan un rol primordial.
–En efecto, debido a la gran cantidad y variedad de los asuntos de los que deben pronunciarse, es casi imposible que los congresistas puedan formarse, por sí solos, una opinión ilustrada de lo que concierne a muchos de ellos. Suministrar la información requerida para evaluar adecuadamente la naturaleza e implicaciones de los distintos temas e, incluso, sugerir a veces cuáles son las opciones de votación más convenientes para el parlamentario son, precisamente, algunas de las funciones más importantes que cumplen sus asesores. De allí que, junto con iniciar el programa de entrevistas con representantes y senadores, la embajada llevó a cabo un amplio e intenso programa con sus asesores.
Por acordarse y llevarse a cabo sin la participación de “lobistas” y especialmente por la gran franqueza de los diálogos sostenidos, dichas entrevistas contribuyeron a proyectar la imagen de Chile como un país responsable, con el que, tanto por razones económicas como de carácter estratégico, parecía conveniente que Estados Unidos suscribiera un TLC. La favorable impresión de Chile generada en estas reuniones se vio reforzada, también, por las entrevistas que congresistas estadounidenses sostuvieron con la canciller Alvear, con otros ministros, y con grupos de diputados y senadores chilenos que viajaron con este fin a Washington. En particular, el hecho que estas delegaciones estuviesen siempre integradas por representantes de la coalición de gobierno y de los partidos de oposición ayudó a confirmar entre sus pares norteamericanos la idea de que el TLC era un proyecto que no solo interesaba al gobierno chileno, sino que constituía una auténtica y ampliamente compartida aspiración nacional.
En el Congreso de Estados Unidos, los staffers o asesores parlamentarios desarrollan un rol primordial.
–En efecto, debido a la gran cantidad y variedad de los asuntos de los que deben pronunciarse, es casi imposible que los congresistas puedan formarse, por sí solos, una opinión ilustrada de lo que concierne a muchos de ellos. Suministrar la información requerida para evaluar adecuadamente la naturaleza e implicaciones de los distintos temas e, incluso, sugerir a veces cuáles son las opciones de votación más convenientes para el parlamentario son, precisamente, algunas de las funciones más importantes que cumplen sus asesores. De allí que, junto con iniciar el programa de entrevistas con representantes y senadores, la embajada llevó a cabo un amplio e intenso programa con sus asesores.
Así, entre julio de 2001 y junio de 2003, la embajada organizó seis viajes de staffers a Chile, en los que participaron 62 asesores, seleccionados cuidadosamente con el fin de incluir a asistentes de los líderes del Congreso y de los más importantes miembros republicanos y demócratas de los comités clave del Senado y de la Cámara de Representantes. Con el fin de facilitar sus actividades en nuestro país, ellos fueron acompañados por dos funcionarios de la embajada.
En estas visitas –de tres o cuatro días de duración y cuyo objetivo primordial era que los staffers pudiesen formarse una idea personal y directa de nuestro país–, ellos se reunieron con jefes y miembros del equipo negociador chileno; autoridades y altos funcionarios de gobierno; parlamentarios y dirigentes de los partidos políticos; directivos de entidades empresariales, laborales y medioambientalistas; personal de la embajada de Estados Unidos; ejecutivos de la Cámara Chileno-Norteamericana de Comercio; y expertos de la Fundación Chile.
En todas estas reuniones el intercambio de antecedentes y puntos de vista fue franco y abierto y los asesores pudieron manifestar sus observaciones, dudas e inquietudes con total libertad. Y de estos viajes los staffers regresaron, sin excepciones, con una opinión más positiva de Chile que la que tenían antes de partir, la que se encargaron de transmitir a sus jefes y colegas.
Las relaciones con los staffers se intensificaron en forma extraordinaria en la fase final del proceso de aprobación. Tan solo entre marzo y junio de 2003, los funcionarios de la embajada sostuvieron más de 120 entrevistas con cerca de 150 staffers. De hecho, ellos se transformaron en los mejores aliados de Chile en el Congreso y contribuyeron, en no pocos casos, a inclinar la opinión de sus jefes a favor del TLC.
Por otra parte, desde el momento mismo en que se iniciaron las negociaciones, la embajada desarrolló numerosas actividades con actores, grupos y sectores que ejercen considerable influencia en las decisiones del gobierno y del Congreso norteamericano. Estas actividades incluyeron, principalmente, la distribución de material informativo acerca de la realidad y las tendencias económicas, sociales y políticas de Chile; la participación del embajador en conferencias, reuniones y seminarios realizados en Washington y en numerosas otras ciudades importantes de Estados Unidos; y la cooperación y trabajo conjunto con la coalición empresarial y el grupo parlamentario que se formaron a comienzos de 2003 para promover la aprobación del TLC en el Congreso.
maron a comienzos de 2003 para promover la aprobación del TLC en el Congreso. En las fases iniciales de la campaña, la embajada priorizó la preparación y difusión de documentos e informes que presentaban antecedentes de las características geográficas y demográficas de Chile, sus especificidades institucionales y culturales, y los sólidos y persistentes avances registrados en materia económica, social y política, en especial, luego del retorno a la democracia en 1990.
Esta labor era indispensable para paliar los efectos del escaso conocimiento acerca de nuestro país y de su positivo desarrollo en los últimos 15 años que existía en el Congreso, los medios de opinión, los círculos empresariales, las centrales laborales y otras organizaciones de Estados Unidos.
Con este fin, la embajada preparó en el 2001 diez position papers en que se daba a conocer en forma breve, clara y atractiva, información del desarrollo histórico de Chile, su tradición democrática, política internacional, progreso económico y social, el régimen regulatorio de la inversión extranjera, las políticas laborales y medioambientales, y la protección de los derechos humanos. Estos documentos fueron entregados en numerosas conferencias y seminarios, se incorporaron a la página web de la embajada, y se enviaron a casi 1.300 destinatarios que incluían a todos los parlamentarios, altos personeros del gobierno, líderes políticos, instituciones académicas y centros de investigación, medios de opinión, asociaciones empresariales, centrales sindicales y organizaciones no gubernamentales.
En una segunda etapa –iniciada a comienzos de 2002– se envió a esos mismos destinatarios, una serie de mails-packs con antecedentes respecto de la marcha de las negociaciones, artículos aparecidos en la prensa norteamericana en apoyo del TLC, e informes de entidades internacionales de la evolución de la economía chilena y su ventajosa posición comparativa respecto de la de otros países latinoamericanos.
La difusión de la realidad y el progreso en Chile y la explicación de los beneficios que generaría el TLC se efectuó, asimismo, mediante presentaciones del embajador y de funcionarios de la embajada en un gran número de seminarios, conferencias y eventos de índole muy diversa realizados en universidades, centros de investigación, cámaras de comercio locales, asociaciones gremiales y profesionales, y entidades vinculadas con asuntos internacionales. De hecho, luego de realizar 21 exposiciones el 2002, efectué otras 36 entre enero y julio de 2003. Casi la mitad de mis presentaciones se efectuaron en 23 ciudades situadas en trece estados distintos.
Un acuerdo de la importancia del TLC evidentemente que despertaría variadas reacciones en los grupos de interés de Estados Unidos.
–En el complejo sistema político norteamericano, y en especial en las decisiones de los parlamentarios, la influencia de los grupos de interés es muy significativa. Por esta razón, contar con el apoyo de sectores poderosos –como el empresariado y las grandes centrales laborales– puede ser determinante para la aprobación de un proyecto de ley en el Congreso.
En relación con los acuerdos de libre comercio, la posición de estos dos grandes sectores es muy diferente: mientras las asociaciones empresariales son, en general, partidarias del libre intercambio de bienes, servicios y capital, la AFL-CIO se opone casi siempre a la liberalización comercial. A pesar de ello, en la tramitación del TLC, Chile logró, en cierto sentido, un éxito doble.
En efecto, gracias, principalmente, a que se reconoció que nuestra legislación laboral era relativamente avanzada en términos comparativos y que ella cumplía con los principios básicos de la Organización Internacional del Trabajo, y también por el diálogo franco que mantuvieron la canciller, la embajada y dirigentes sindicales chilenos con las autoridades de la AFL-CIO, esta, aunque se opuso en general al acuerdo con Chile, no lo combatió con fuerza ni presionó mayormente a los parlamentarios para que votaran en contra de él.
En cambio, los sectores empresariales sí apoyaron decididamente el TLC. Entre ellos con mucho el rol más importante fue jugado por la United StatesChile Free Trade Coalition, agrupación organizada conjuntamente por la USChamber of Commerce, la National Association of Manufacturers, la Bussines Roundtable y el Council of the Americas, y que llegó a incluir cerca de 350 empresas.
El aporte de la coalición a la aprobación del TLC fue muy efectivo. Actuando en estrecha coordinación con la embajada y mediante sus poderosas filiales regionales, ella organizó seminarios para explicar los beneficios del acuerdo y promover su aprobación en diversas ciudades de Estados Unidos. Además, cuando la firma del TLC pareció incierta, luego de la posición sobre Irak adoptada por Chile en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, las entidades organizadoras de la Coalición manifestaron con fuerza y claridad a las más altas autoridades del gobierno norteamericano su opinión de que la suscripción del acuerdo con nuestro país seguía siendo conveniente y que ella no debía retrasarse. Y desde el momento en que este empezó a tramitarse en el Congreso, la coalición reforzó la intensa campaña de lobby que venía realizando ante los parlamentarios desde su creación. Ello significó que, entre febrero y julio de 2003, Chile contó con la colaboración de avezados e influyentes “lobistas”, sin que esta implicara gasto alguno para el país.
Cómo fue el tramo final y el desenlace de este esfuerzo, visto además ese hecho que el gobierno de Chile contrarió la voluntad de la Casa Blanca votando en contra de la invasión de Iraq en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
–La campaña para lograr la aprobación del TLC concluyó con un éxito indudable. El 24 de julio de 2003 la Cámara de Representantes lo aprobó por 270 votos a favor y 156 en contra. Una semana más tarde, el Senado ratificó el TLC por un margen aún más amplio (66-31). Así la diferencia de votos con que fue aprobado el TLC superó con holgura la de la votación con que en 1993 se había aprobado el NAFTA, y fue casi idéntica a la obtenida en esos mismos días por Singapur, país cuyo comercio bilateral con Estados Unidos quintuplicaba al de Chile, que había apoyado resueltamente la política norteamericana respecto de Irak, y cuya embajada contrató una empresa de lobby para asegurar el resultado de sus esfuerzos.
Por cierto las causas que explican este resultado fueron numerosas y de variada naturaleza. Entre ellas, una muy importante fue que Chile constituía objetivamente un “buen caso”, tanto por el impresionante progreso económico y social alcanzado en los quince años previos, como por la solidez de sus instituciones y la estabilidad y fortaleza de su democracia.
También influyó que estos y otros atributos positivos del país fueron presentados con claridad y convicción, utilizando una vasta gama de datos estadísticos y antecedentes de carácter comparativo internacional. Ello permitió que en las entrevistas con los congresistas, en los contactos con los asesores, y en las numerosas presentaciones realizadas por la embajada, el mensaje central de la campaña –que Chile sería un socio comercial confiable para Estados Unidos– resultara creíble y fuese, en definitiva, validado y aceptado.
Un tercer factor decisivo fue el carácter nacional –y no meramente gubernamental– que desde el principio se imprimió a la campaña. Si bien esta fue encabezada por la cancillería y la embajada, en ella participaron también los jefes y altos funcionarios de otros ministerios y entidades públicas, parlamentarias de gobierno y de oposición, los más importantes líderes empresariales, destacados dirigentes de la Central Unitaria de Trabajadores, y académicos con distintas concepciones teóricas e ideológicas. Ello contribuyó poderosamente a proyectar ante el gobierno y el Congreso norteamericanos la imagen de un país sólidamente unido en torno a la aprobación del TLC.
Por último –y en un plano más personal– deseo subrayar el extraordinario aporte que realizaron los funcionarios de la embajada de Chile en Washington. Ellos constituyeron un grupo admirable por su talento, profesionalismo, entrega, espíritu de equipo y calidad humana. Trabajar con ellos fue para mí una experiencia inolvidable, y ver cómo, en el correr de los años, muchos de ellos culminaron su carrera como embajadores fue motivo de profunda y auténtica alegría.
* Entrevista realizada por el académico Jaime Antúnez Aldunate.